Semanas más tarde, mientras cenaban, los Licatesi oyeron las voces de los
vecinos que gritaban y reían en la calle. Mariano se levantó de la mesa y
salió, seguido por la abuela y los niños. Aquella semana no habían ido a trabajar
al campo porque Filippo le había recomendado a Marianno participar de un acto
fascista. Esa noche vieron que los vecinos salían de las casas y se alejaban
hacia la costa cargando sillas y botellas de vino. Giovanni, que había pasado
todo el día fuera, se acercó a la casa para darles la noticia.
El Duce va a dar un discurso en Roma y Don Caltanisetta
sacó su radio a la calle para que todos podamos escucharlo.
Su padre lo miró con furia, sin embargo asintió. Aunque no le interesaba
lo que podía llegar a decir ese sinvergüenza, debía continuar la farsa que le
permitía seguir con vida.
Se volvió hacia sus hijos mayores y les ordenó que lo acompañaran.
- Vos también – dijo, sin mirar a Giuseppina.
Desde que se
había acordado el compromiso, Marianno no era capaz de ocultar su vergüenza
ante su hija. Giuseppina lo sabía, pero eso no le bastaba para perdonarlo. Marianno,
Nino, los mellizos y Giuseppina fueron detrás de Giovanni. Los carabinieris que se cruzaban en su
camino lo saludaban y le gritaban
-
Viva el Duce
haciendo el
saludo fascista.
Poco a poco se acercaron al grupo de paisanos que, de pie y sentados en
el suelo o en sillas, se agolpaban debajo del balcón de Don Caltanisetta. Sobre
ellos, el don fumaba sentado junto a algunos oficiales y una enorme caja de
madera que emitía el sonido de una marcha militar. En los dos extremos del
balcón habían colgado enormes banderas italianas que caían, flácidas, en
aquella calurosa tarde en la que no soplaba el viento.
Giovanni se adelantó; Giuseppina lo vio acercarse al grupo de soldados
que bloqueaban la puerta de la casa, cuidando que nadie se colara en su
interior. Por sobre las cabezas de los vecinos, Filippo empujaba a los curiosos
y daba órdenes a los jóvenes soldados que apenas le llegaban a la altura de los
hombros. Al ver a Giuseppina, Filippo
dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella.
- Buenas
noches, me alegro de verte.
Giuseppina no dijo nada, el que
contestó fue su padre.
- Ella
también.
Filippo la besó en la mejilla y se
marchó.
Para muchos, esa era la primera vez que veían una radio. Vicenzo y Pietro
entornaron los ojos como si quisieran descifrar el misterio que envolvía
aquella caja: ¿era posible que los músicos estuvieran escondidos allí dentro?
¿o quizá estaban tocando en el salón del primer piso, a espaldas de don Caltanisetta?
Se lo preguntaron a Nino.
-
Es una radio – les dijo su hermano – la gente
habla por ella desde Roma...
-
¿Los músicos… – comenzó a preguntar Vicenzo.
-
…están Roma? - completó Pietro, incrédulo.
Para ver mejor, Vicenzo se subió a los hombros de Pietro durante unos
minutos, y luego intercambiaron la posición. Hubieran querido estar más cerca
de la radio, tocarla, ver qué había en su interior… Tenían siete años, pero hubieran
hecho cualquier cosa por apoderarse de aquel prodigio.
Nino y su padre contemplaban todo sin hablar. Aburrida, Giuseppina
observaba a los vecinos que se acomodaban en las sillas y en el suelo y bebían
y hablaban a los gritos excitados por el vino que repartían los hombres de Don Caltanisetta.
Cuando comenzó a sonar la Giovinezza
los que estaban en el balcón se pusieron de pie. Los que estaban en la calle
hicieron lo mismo. Las voces se fueron apagando poco a poco, y cuando terminó
la música todos alzaron la vista hacia la radio.
Entonces el Duce comenzó a hablar:
- “Combatientes
de tierra, del mar y del aire. Camisas Negras de la Revolución y de las
Legiones, hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del Reino de
Albania. ¡Escuchen! Una hora señalada del destino, sacude el cielo de
nuestra patria…
Se oyó un clamor de voces que obligaron al Duce a interrumpir su
discurso, en parte acallado por aquellos gritos y en parte para disfrutar del
efecto de sus palabras. En Castellamare todos se unieron a los gritos que
llegaban desde Roma y festejaban por adelantado la noticia que sólo algunos
esperaban oír. Giuseppina no lograba descifrar lo que gritaban. Al fin, cuando
todos se callaron, el Duce volvió a hablar:
-
“…una hora
de las decisiones irrevocables. La declaración de guerra, ya ha sido
consignada a los embajadores de…”
El Duce volvió a callar, y esta vez Giuseppina sí entendió lo que gritaba
la multitud:
-
¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban en Roma.
-
¡Guerra! ¡Guerra! – gritaba don Caltanisetta en
el balcón.
-
¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban algunos vecinos, parados
sobre las sillas.
-
¡Guerra! ¡Guerra! – gritaron Vicenzo y Pietro a
coro, y sólo se detuvieron cuando su padre los sujetó del cuello.
El Duce continuó:
-
“… a los
embajadores de Gran Bretaña y de Francia.”
Desde el balcón, uno de los oficiales disparó al aire una, dos, tres
veces, alzando su pistola y provocando a la gente, que volvió a gritar:
-
¡Guerra! ¡Guerra!
Junto a Giuseppina, su padre sudaba con nerviosismo. Ella sólo podía oír
frases sueltas, palabras incomprensibles que se mezclaban con los gritos de
quienes estaban a su alrededor:
-
“…Nuestra
conciencia está absolutamente tranquila… …un gran pueblo es realmente tal,
si considera sagrados sus empeños y si no evade las pruebas supremas que ha
dispuesto el curso de la Historia… porque un pueblo de cuarenta y cinco
millones de almas, no es verdaderamente libre si no ha liberado el acceso a su
océano... …cuando se tiene a un amigo se marcha hasta el final con él… con
Alemania, con su pueblo, con sus victoriosas fuerzas armadas...
Alguien, de pie sobre una silla, agitó una bandera italiana y todos
aplaudieron. Don Caltanisetta alzó la mano y de pronto se hizo un silencio. En
medio del paroxismo que se extendía desde los Alpes hasta aquel último rincón
del país, el Duce los animaba a tomar una decisión irrevocable:
-
“…Pueblo
italiano, corre a las armas y demuestra tu tenacidad, tu ánimo, tu valor."
Música. Una melodía de violines y platillos envolvió la calle, el pueblo
entero. En el balcón don Caltanisetta se abrazaba con los oficiales, los vecinos
batían palmas mientras los soldados disparaban sus fusiles al cielo violáceo, aún
vacío de estrellas.
-
Vamos – ordenó Marianno y, seguido por Nino y
Giuseppina, comenzó a abrirse paso entre la gente.
Vicenzo y Pietro
se demoraron algunos minutos observando a los soldados que sujetaban la radio
en el balcón y se disponían a cargarla al interior de la casa. Su padre, Nino y
Giuseppina los esperaban en una esquina. Al verlos llegar, Marianno se acercó a
ellos y les dio una bofetada a cada uno. Hipnotizados por el fervor que los
rodeaba, Vicenzo y Pietro ni siquiera sintieron el golpe. Marianno murmuró un
insulto y apuró el paso.
En el camino se cruzaron con una anciana vestida de negro, que aferraba
un rosario y lloraba levantado las manos al cielo.
-
Santa Madonna, Santa Madonna.
Al llegar a la casa, la abuela estaba de pie en la puerta frotándose las
manos en el delantal.
-
Comenzó la guerra – dijo Giuseppina.
-
Desgraciados, nos van a matar a todos.
Marianno mandó a Nino y a los mellizos a acostarse; al día siguiente
saldrían para el campo. Sus hijos se quitaron las ropas y se acostaron
rápidamente, aunque no pudieron dormirse hasta poco antes del amanecer: desde
la cama podían oír los festejos, los cánticos y los disparos que continuaron
durante toda la noche de aquel 10 de junio de 1940.
Marianno, en cambio, se quedó fumando junto al pozo, contemplando el
reflejo de la luna sobre un trozo de mar. El azote de la Providencia volvería a
castigarlos a todos, y él miraba los buques petrificados en las aguas calmas
del Golfo sabiendo que no bastarían para detener a los enemigos del Duce.
En la cama, con el pequeño Giulio entre sus brazos, Giuseppina lloraba por
su destino, pero más aún por haber permitido que Vito se fuera. Había sido una
cobarde al rechazarlo. Ahora lo sabía. En el silencio de la casa, Giuseppina supo
que lo único que podría salvarla era escaparse con Vito.
Su rostro en el tiempo, Ed. Sudamericana, 2016
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