Los Pájaros Negros, Ed. Sudamericana, 2021 (fragmento)
Buenos Aires. 2009.
Al verlo sentado
en el suelo con un tobillo atado a la pata de la cama, cubriéndose el rostro
con las manos manchadas de sangre y el cuerpo sacudiéndose por el llanto, nadie
hubiera podido imaginar que ese pibe de dieciocho años llamado Ángel Gómez
valía catorce millones de dólares libres de impuestos.
Sin despegar la
vista del pibe, Balestra contaba los minutos que faltaban para terminar su
trabajo. Afuera amanecía, y la llovizna parecía flotar en el aire brumoso de
abril que cubría los campos de Ezeiza. Sorbió un trago de whisky y cerró los
ojos pensando en la isla, en la tranquilidad de la isla. Pronto, a más tardar a
las dos de la tarde, estaría en el Tigre y todo lo que había vivido en los
últimos once días sería una anécdota para contarle a Obdulio.
Eso si Gómez llegaba
vivo a las ocho y cuarto de la mañana.
Más allá del
hastío que le había dejado aquel trabajo sórdido de niñera muy bien paga, el
detective no podía sentir más que lástima por Ángel Gómez. Su currículum era el
mismo que el de casi todos los jugadores de fútbol: infancia en una villa
miseria, siete hermanos menores de una madre abnegada y un padre alcohólico,
violencia familiar, una habilidad innata para jugar al fútbol, fracaso escolar
y luego, a los quince años, la llegada al club donde había hecho las divisiones
inferiores y en el que había debutado en el asenso, apenas seis meses atrás. El
éxito repentino se había traducido en la citación a la Selección Argentina Sub-20
y un contrato profesional con una altísima cláusula de venta. La repentina lluvia
de popularidad y dinero habían llevado a Angelito Gómez a creerse el dueño del
mundo y, sin saber conducir, a comprarse el auto importado con el que terminó
atropellando a un nene que iba en bicicleta por una calle oscura de Lomas de
Zamora. Se había salvado de cualquier tipo de condena gracias al estudio de
abogados que había contratado su representante y a los quince mil dólares que
aplacaron el dolor de la familia del nene atropellado. Sin embargo, su futuro
había quedado pendiendo de un hilo. Y para evitar perder la gallina de los
huevos de oro, tanto el club como su representante habían aceptado una venta
precipitada a un ignoto club de Ucrania propiedad de un jeque árabe,
asegurándose una montaña de plata tanto para su representante como para la
familia de Gómez y el club, que gracias a esa venta podría evitar la quiebra y
la clausura del estadio.
Tras confirmarse
la venta Gómez había empezado a tener pesadillas de noche y alucinaciones
durante el día. Al fin, el recuerdo del accidente lo había enloquecido al punto
de abandonar los entrenamientos y ser apartado del plantel. Privado de su mejor
jugador y goleador, el equipo había caído en desgracia acercándose a los
puestos de descenso. Algo que la barra brava no podía permitir. Se lo hicieron
saber con una llamada anónima: “Si te vas antes de que nos salvemos del
descenso te pegamos dos tiros en la pierna y no jugás más”.
Asediado por
tantos frentes externos e internos, la poca entereza que le quedaba a Ángel
Gómez había terminado por convertirse en gelatina. Once días antes de su viaje,
el masajista del club lo encontró colgado de una soga atada a una de las vigas
del techo del vestuario. De inmediato, el representante y el presidente del
club decidieron sacarlo de circulación para protegerlo de la barra y de él
mismo, y ponerlo al cuidado de Balestra hasta que se subiera al avión que lo
llevaría a Ucrania.
Durante los
primeros días el detective había sido su sombra, acompañándolo a cada uno de
los lugares a los que Angelito había querido ir para emborracharse y exorcizar
sus demonios. En ese lapso, Balestra había tenido que defenderlo en tres peleas
callejeras, evitar que se estrellara con el auto contra una columna de
autopista y revivirlo segundos antes de que entrara en un coma alcohólico. El viernes
anterior, cuando volvían de un boliche de González Catán, un grupo de barrabravas
comenzó a dispararles a plena luz del día. Después de perderlos, Balestra decidió
que la única posibilidad de mantener al pibe con vida hasta el día del viaje
era escondiéndolo en un hotel cercano al aeropuerto.
Ahí estaba Ángel
Gómez ahora, la mañana de su viaje: atado a la cama con el cinturón de
Balestra, en calzoncillos, con las manos ensangrentadas porque había intentado
cortarse las venas, llorando en aquella habitación en la que llevaban tres días
encerrados.
Balestra tomó un
trago y consultó el reloj. Las siete y quince de la mañana. En una hora, al
fin, todo habría terminado.
¾ Lo
sigo viendo… ahí está - gimió Gómez.
¾ ¿Qué
ves? – preguntó el detective, aburrido de esa conversación que se había
repetido hasta el infinito entre aquellas cuatro paredes.
¾ La
cabeza explotando contra el parabrisas. Y el ruido seco.
Ahora Gómez se
cubría los oídos con ambas manos.
¾ El
ruido, el ruido…
Balestra se
compadeció, y lo liberó de la cama desatando el cinturón.
¾ No
aguanto el ruido… - gritó Gómez de pronto, poniéndose de pie y corriendo hacia la
ventana.
Cuando la abrió
y sacó medio cuerpo afuera con la intensión de tirarse, Balestra se hartó. No
iba a permitir que Gómez se matara y le impidiera cobrar el dinero que él se
había ganado. Arrojó el vaso contra el espejo del ropero, se incorporó, sacó el
arma y corrió hacia la ventana. Con fuerzas, sujetó a Gómez del cuello y lo
obligó a que lo mirara a los ojos. Entonces le puso el cañón del arma dentro de
la boca y dijo:
¾ El
pibe que atropellaste ya está muerto. Vas a cargar con su muerte hasta que te
mueras vos. Pero no va a ser hoy. Hay mucha gente que depende de tu viaje. Tu
familia, el club, tu representante… y yo. Casi me matan por cuidarte. Así que
escuchame bien: ahora te vas a bañar. Después te vas a poner ese traje y te vas
a subir al avión sin hacer un solo quilombo más, ¿me escuchaste?
Gómez sacudió la
cabeza, resistiéndose. Balestra metió el cañón del arma cinco centímetros mas
adentro de la boca del pibe, que comenzó a retorcerse por las arcadas.
¾ Podrías
estar en la cárcel, infeliz, pero no. Tenés dieciocho años. Te vas a Ucrania a
vivir como un rey, a jugar en canchas que tienen más césped que todo el que
viste en tu puta vida. Con la guita que juntes, si seguís pensando en el pibe
que mataste poné una fundación y ayudá a las víctimas de los accidentes de
tránsito. Y si eso no te alcanza, cuando te retires te podés suicidar. Pero
ahora no. Ahora te vas a bañar y te vas a portar bien porque si no te voy a
cagar a tiros y no te va a reconocer ni tu vieja. ¿Me escuchaste? ¿Vas a hacer
lo que yo te digo?
Ahora asintió, pálido.
Cuando el detective le retiró el arma de la boca, Gómez vomitó.
¾ Usted
está loco.
¾ No
sabés lo loco que puedo estar – dijo Balestra, obligándolo a levantarse.
Lo condujo hasta
el baño y abrió la ducha diciendo:
¾ Que
no te quede sangre en ninguna parte del cuerpo. ¿Me escuchás?
¾ Sí,
sí… Váyase.
¾ No,
no me voy a ir.
Gómez comenzó a
bañarse con fruición, como si quisiera quitarse la piel que cubría su cuerpo
atormentado. Sentado sobre la tapa del inodoro, Balestra fumaba mezclando el
humo del cigarrillo con el vapor de la ducha. Cuando el pibe terminó, le
alcanzó una toalla y lo acompañó de regreso a la habitación para que se
vistiera con el traje que el representante le había enviado, junto con una
valija de ropa y el pasaporte. Apuntándole con el arma, Balestra dijo:
¾ Ponete
lindo que vas a salir en la tele.
Las ocho de la
mañana. En quince minutos el auto del representante estaría en la puerta del
hotel. Balestra se colocó el cinturón, se acomodó la camisa que llevaba puesta
desde hacía tres días y fue al baño a lavarse la cara.
Cuando Gómez
estuvo vestido, Balestra lo obligó a que se mirara en el espejo roto. Pero fue
Balestra el que se sorprendió al ver su propio cuerpo. Todavía no se
acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que
se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las
fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en
terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir
menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso.
Y con Gómez.
Le acomodó la
corbata al pibe y le dijo:
¾ Sonreí
que el Aeropuerto va a estar lleno de periodistas. Tenés que contestar dos o
tres preguntas, y agradecerle sobre todo a la hinchada. Les vas a desear que
puedan zafar del descenso y vas a prometer volver para retirarte en el club.
¿Está?
¾ Sí.
¾ Y
ahora agarrá la valija que nos vamos.
En la recepción,
Garfunkell, el representante del pibe, estaba hablando con el encargado del
hotel.
¾ Dejales
bastante propina que la habitación es un desastre… - dijo Balestra.
Garfunkell miró
a Gómez y se sorprendió por su buen aspecto.
¾ Qué
pinta, crack. ¿Listo para romperla en Europa?
Gómez se encogió
de hombros sin responder, pero al ver el gesto amenazante de Balestra, asintió.
Los tres
salieron a la calle bajo una fina llovizna. El BMW negro de Garfunkell estaba en
la puerta. Balestra encendió un cigarrillo para despejar el cansancio que le
atería el cuerpo. Mientras el chofer tomaba la valija y la metía en el baúl,
Balestra le palmeó el hombro a Ángel Gómez.
¾ Saludos
al jeque.
¾ Entrá
que te vas a mojar, crack – le dijo Garfunkell, señalando la puerta trasera del
auto.
Cuando Gómez
estuvo dentro del auto y la puerta cerrada, Balestra suspiró.
¾ Listo.
Ahora el pibe es problema tuyo.
¾ Gracias,
Balestra – dijo Garfunkell entregándole un sobre - Los tres mil que pediste,
más otros dos para que arregles los balazos que tiene el coche.
¾ ¿Vos
sabés que ese pibe es una bomba de tiempo, no?
¾ Claro.
Cuando él firme el contrato y yo cobre la comisión del pase, dejo de
representarlo.
¾ Ah,
sos un humanista.
¾ Hay
que saber cuidarse, Balestra. Y va para vos también. Guardate por un tiempo. Los
muchachos de la barra saben tu nombre. No creo que pase nada, pero por las
dudas cuidate.
Se estrecharon
la mano. Garfunkell entró al BMW y se alejó en dirección al aeropuerto de
Ezeiza. ¿Qué iba a hacer ese pobre pibe, solo en Ucrania? ¿Cuánto podía tardar
en suicidarse o en contar la verdad, que era lo mismo?
Caminó hasta el
estacionamiento del subsuelo del hotel y contempló los agujeros de bala en el
baúl de su viejo Peugeot. Se sentó al volante y arrancó. Cuando salió a la calle,
las gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas como cabezas de niños
atropellados.
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