Gracias a todos y todas por acompañarme anoche en la presentación de Delivery. La pasé muy bien. Quiero agradecerle especialmente a Isaac Castro por oficiar de presentador y por el hermoso texto que escribió sobre la novela, que comparto acá abajo. Y más abajo, les dejo el texto que escribí pensando que si leía iba a evitar que las emociones me traicionaran. No funcionó: me emocioné igual. Pero valió la pena.
por Isaac Castro
Me topé con el nombre de Alejandro Parisi hace exactamente una década
atrás, cuando una profesora de lengua y literatura del colegio en el que
trabajo –y en el que, por entonces, yo pensaba que solo estaría de paso y hoy
estoy a punto de cumplir casi quince años de antigüedad– propuso que diéramos
una novela que le había encantado: La
niña y su doble. La fascinación fue inmediata, por lo que repetimos la
experiencia en otros ciclos lectivos e invitamos al autor a que conversara con
los alumnos. Desde ese momento, con Alejandro cosechamos un cálido vínculo que,
gracias a las bondades de la virtualidad, se ha sostenido en el tiempo. Tuve la
suerte de haberlo convocado a varias ferias del libro del conurbano,
invitaciones que, me parece pertinente hacer público este tipo de detalles,
siempre aceptó con gusto y sin preguntar si había dinero a cambio. Una vez,
como se había atrasado el auto que debía recogernos por su domicilio para
asistir a uno de esos eventos, pude conocer la intimidad de su casa, admirar su
hermosa biblioteca y espiar el escritorio donde, suponía, cobraron forma esas
historias increíbles que lo habían convertido en escritor, uno de los mejores
que conozco. Por eso, estar sentado acá, esta noche, y compartir esta
presentación con ustedes, es motivo de orgullo. Casi tanto como ser hincha de
un club que nunca descendió o, mejor aún, tener de ídolo a un tipo que se
planta al poder de turno para recordarnos que todo no se compra y todo no se
vende, eso mismo que se decía Tanguito, para la posteridad, en un amanecer en
la costanera. Y es interesante detenernos en esto porque Delivery captura un universo cuya esencia está atravesada por eso,
es decir, el negocio, lo estrictamente mercantil, la lógica de la transacción.
Porque sería ingenuo y simplista pensar que esta novela solo se
circunscribe a contar las vivencias de un joven que aprovecha su empleo como
repartidor de comida a domicilio para, además, distribuir droga. En Delivery del mismo modo que las obras
literarias producidas en los albores de los 90, la cocaína se vuelve el
elemento preponderante sobre el cual se articula una trama intervenida por
todos los rasgos del menemismo como el consumo permanente, la excesiva
frivolidad, el culto al individualismo y –sobre todo para la juventud de ese entonces–
la falta de perspectiva. Este particular contexto social, potencia los dramas
internos de Martín, el personaje central que convive con un padre al que
detesta por completo y responsabiliza por la ausencia de su madre. La carencia
afectiva genera muchas preguntas y tal vez explica ese comportamiento autómata
en búsqueda de respuestas que lo sumerge en una rutina perversa, circular, y en
la que, debido a su incapacidad para involucrarse con los otros, por momentos,
acaba por convertirse –aún de manera inconsciente– en alguien que se alterna
entre el cinismo y la egolatría. Claro que esta caracterización se revela por
ese narrador–protagonista que Parisi articula a lo largo del relato. Nuestro
acceso a la historia es parcial y puramente subjetivo porque es la propia voz
de Martín –acaso sin ninguna mediación– la que nos introduce a un continuo de
situaciones que no dan tregua. Se narra, no se describe. Los adjetivos se
cuentan con una mano y el vértigo de la acción se traslada al lenguaje –llano,
sin diálogos, repleto de discursos indirectos que, por lo general, incrementan
ese realismo crudo sobre el que se cimienta la verosimilitud de esta aventura
urbana. La tecnología pone en evidencia el anclaje a una época que hoy
pareciera prehistórica –aparecen videocaseteras, beepers, teléfonos de línea,
cds– pero también ciertos espacios que definen como pocos la identidad de una
era –se mencionan shoppings, negocios de cadena, discotecas.
Subrayo, de Delivery, su
potencia para retratar un período tan funesto y cómo desde lo individual
cristaliza lo colectivo. Más allá de que el texto formula una reflexión a
propósito del dinero, las mercancías y el valor de las cosas, en ese inevitable
y lógico devenir que supone una actividad ilícita –mezclada con alcohol, sexo y
noches sin dormir–, lo que Delivery pone
en juego es el atractivo contraste entre una cultura hedonista que celebra la
inmediatez y una generación que se siente cada vez más vacía y desamparada. Con
suma precisión, pocos recursos, pero un gran manejo de los climas, Alejandro
Parisi va al grano, aprovecha sus herramientas y se las arregla para dejarte en
cautiverio hasta la última página. Nada mal para un texto debutante y que,
afortunadamente, se acaba de reeditar y, en medio de tanta incertidumbre, además
se resignifica por completo.
Al igual que las películas de secundaria o los dramas adolecentes, las
novelas de iniciación proponen una clase de narrativa cuya naturaleza posee la
virtud de afectarnos, conmovernos e identificarnos. Antes pensaba que eso se
debía a que sus personajes suelen tener una edad que ya todos transitamos y
que, por consiguiente, los conflictos que experimentan los concebimos cercanos.
Nada más tentador que seguir las peripecias de alguien a quien le suceda algo
que comprendo a la perfección y que, por medio de la ficción, además nos
permite comprender mejor lo que sentimos, casi siempre un cumulo de angustia y
decepción ante un mundo que, incómodos, habitamos con más escepticismo que
confianza. Ahora, en cambio, creo que el atractivo de un buen libro radica en
ser un lugar en el que podemos mantenernos a salvo, porque habla nuestro idioma
y permite sentirnos parte de algo. Y con Delivery
me sucede eso. En sus páginas
renace la posibilidad del refugio y me recuerda la certeza –sin certeza– de
que, pese al odio, la intolerancia y el negacionismo, siempre existe una salida
y todo el tiempo del mundo por para ser y hacer aquello que deseamos. Y que una
novela logre eso razón suficiente para reunirnos y brindar. Confiar ciegamente
en que la literatura y la celebración son también una forma de resistencia.
Hace 21 años presentaba por primera vez Delivery.
No podía imaginar que sería la primera novela en publicar,
porque para mí era la única.
Me acuerdo de aquella época, un momento donde todos teníamos
emociones encontradas. Bronca, tristeza, preocupación. Me acuerdo del
aeropuerto, me acuerdo mucho del aeropuerto. Familias despidiéndose, gente
llorando.
Delivery salió en medio de ese contexto que nos atravesaba a
todos. De hecho, mis viejos que hoy están acá en 2002 no pudieron estar porque
ya se habían ido a Italia a buscarse la vida. Como mi hermano, que sigue allá.
Y como todos los que nos fuimos por entonces, y como todos los que están
planeando irse ahora.
Si fuera creyente, diría que cada vez que se publica
Delivery viene la desgracia, la derrota social.
Pero sería injusto: primero, porque esta novela me dio
muchas pero muchas de las cosas que tengo ahora. Un oficio para ganarme la
vida, algo en qué pensar cuando la realidad se pone espesa, otras siete novelas
que vinieron después, y, sobre todo, la confianza de creer en lo que escribo.
Segundo, Delivery no es la causa sino una consecuencia más
de esa desgracia y esa derrota social que se vivía cuando la escribí, allá por
1999. Hoy todos estamos en mayor o menor medida golpeados por la economía, la
falta de perspectivas y una desconfianza enorme por el futuro que va a venir.
Martín es un claro ejemplo de esto.
Tiene un trabajo de muy precario, pone el cuerpo en la calle
por poca plata, siente la ausencia de su mamá y está enfrentado con el padre,
al que culpa de todos sus males. Y algo más: no confía en el futuro porque para
los pibes de su edad, el futuro es algo incierto y, de alguna manera, negado.
Más allá del contexto en el que vive (el fin de los 90, la
desindustrialización, la precariedad maquillada con el supuesto esplendor del
menemismo), Martín tiene la angustia que todos tuvimos a los 20. Los que ahora
tenemos casi 50 y los que están por cumplir 20. Todos nos sentimos interpelados
a esa edad. E incomprendidos y abandonados. Dejar de ser chico implica cierto
abandono: uno tiene que hacerse cargo de lo que le tocó, bancar los trapos para
hacerse su propia vida.
Como muchos, Martín anda a los manotazos. Con el padre para
alejarlo, con las chicas para usarlas o dejarse cuidar, con los clientes que lo
obligan a andar por la calle para satisfacer sus deseos (de empanadas o de
merca, da igual), y con todo ese mundo brillante y seductor que parece
inalcanzable y que de pronto el Tano y los Gordos le ofrecen en bandeja.
¿Cómo no va a repartir merca Martín si trabajando de
Delivery su vida tiene menos importancia que cualquier pieza del ciclomotor?
¿Cómo no va a dejar de lado cualquier moralidad si nadie le tira un centro, ni
su padre, ni el dueño del local de empanadas, ni siquiera el tipo de seguridad
que desconfía de él cuando entra al shopping de Palermo?
Muchos de los que estamos acá compartimos esa incertidumbre
durante aquellos años. Yo era cadete, y cuando los viernes o los sábados a la
noche esperábamos con Agustín a que Nacho terminara de trabajar como encargado
de un local de empanadas, pensaba y me preguntaba qué futuro podían tener los
pibes que trabajaban arriba de las motos. De lejos uno pensaba que vivían joya,
como los amigos de Martín en la novela. Pero si te acercabas descubrías que
esos pibes cuando faltaban por enfermedad no cobraban, y que si se caían de la
moto era problema de ellos, porque nadie los protegía.
¿Qué podían hacer para cambiar sus vidas, para pegar el gran
salto si no había más trabajo que ese que tenían?
No los quiero deprimir. También hay que decir que la pasamos
bien en aquellos años. Como Martín y los pibes, con sus fiestas, sus afanos
fingidos, el vértigo de probar cosas, sus experiencias de adolescentes… Y eso
es muy valioso, porque como dice el Indio, “cuando la noche es mas oscura, se
viene el día en tu corazón”. Quizá por eso Delivery tenga tantos chistes tontos
que hoy, 21 años después me siguen causando gracia.
El humor nos salva a todos, a Martín también.
Pasaron más de veinte años, y hoy sabemos que hay muchísimos
Martines rebuscándose la vida en un contexto violento, difícil,
desesperanzador. Estoy seguro que también se deben estar escribiendo otros
Deliverys que cuenten este tiempo.
Los viejos, que ya somos padres y que además de ir al baño a
cada rato nos emocionamos mucho más de lo que queremos luchar, corremos con
ventaja. Sabemos que todo pasa, y que el secreto para resistir es el mismo que
descubre Martín: alguien que nos quiera, reírnos un rato y saber que siempre va
a haber amigos y familiares que nos van a cuidar.
Quiero agradecerles a Luis Chitarroni, que ya no está, por
haber apostado a esta novela mientras el país se prendía fuego. También a Flor
Cambariere, que me viene apoyando desde hace años y que fue la que, por pedido
de Luis, me llamó en 2001 para decirme que la novela iba a publicarse. A Diego
Paszkowski que me alentó a escribirla y a Glenda Vieytes que me cumplió el
sueño de verla reeditada.
Es una alegría volver a presentar Delivery rodeado por los
mismos de siempre, pero también con los que allá en 2002 no estuvieron: mis
viejos, mis hijos, y todas y todos los lectores y amigos que se sumaron a mi vida.
A todos, gracias por venir. Ahora, brindemos y riamos que para todo lo demás ya
tendremos tiempo de sobra.
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