Ayer estuvimos charlando con Hanka, preparando el discurso que va a leer el 2 de Mayo en el CCK, ante cientos de personas, invitada por El Museo del Holocausto con motivo del día de Iom Hashoá. Le dolía la espalda por culpa de aquella esquirla de una bomba aliada que se le clavó en el clavícula cuando, escondida en un pozo, buscaba salvarse de las bombas que debían liberarla.
Igual, como siempre, estaba activa, preparando distintas charlas que va a dar esta semana para diferentes grupos de jóvenes interesados en el Holocausto. "Me llaman mucho por la fecha. Yo fui liberada el domingo", me dijo utilizando el presente, como si aquel 28 de abril de 1945 se repitiera invariablemente en su cabeza, año tras año.
Después, volvió a ser esa nena de 9 años y volvió a llorar a su padre. "Era lo más sagrado que tenía", dijo, y juntos volvimos a recordar esta escena, quizá la más cruda de todas las escenas crudas que rondan la novela.
"Día
y noche los trenes abandonaban Lodz cargados de gente y regresaban vacíos para
recoger a los demás. Para Hanka, cada selección era peor que la anterior. Cuando
sonaban las alarmas en el ghetto, su cuerpo se resistía a obedecerla. Aquel día
de 1942, cuando los altoparlantes exigieron la presencia de los judíos en las
calles, ella dijo:
- -
No quiero salir.
- -
Si te quedás acá, van a
venir a buscarte y va a ser peor – le dijo Mordejai, acariciándole la frente.
Inclinado sobre la cama donde Hanka permanecía inmóvil, propuso: - Hagamos una
cosa: te voy a llevar en brazos así no tenés que caminar.
-
- Pero te duele la
espalda… y ya soy grande.
-
- Vos siempre vas a ser
mi hija pequeña. Y yo no soy tan viejo como parezco.
Hanka
sonrió y se dejó alzar por los brazos temblorosos de Mordejai, que se afirmó en
sus rodillas para salir de la casa con ella en brazos, acompañado por sus dos
hijas mayores. Hela encabezaba la fila, y Raquel caminaba lentamente, como si
su tardanza pudiera salvarla de algo.
Desde
la primera deportación, las calles se habían ido vaciando de tal manera que ya
no era posible ocultarse detrás de nadie. Los pocos sobrevivientes quedaban
expuestos ante los ojos de los nazis, que los observaban como si se tratara de animales.
Los Dziubas se ubicaron en un extremo, con la esperanza de que la distancia que
mantenían con el selector de turno los ayudara a pasar desapercibidos.
Los
alemanes fueron eligiendo a algunos hombres que condujeron hacia el camión. De
pronto, en el cielo, Hanka descubrió un hermoso ganso que pasaba agitando sus
alas y soltando un graznido que retumbó en las calles del ghetto. ¿Tenía alguna
figurita con la imagen de un ganso? No podía recordarlo. Sólo pensaba en las
ardillas voladoras, en sus propias ganas de lanzarse por el aire de la mano de su
padre y alcanzar un lugar lejano, donde no hubiera nazis.
El
sonido de las botas retumbaba en la calle. De pronto, el selector comenzó a
acercarse. Hanka cerró los ojos. En brazos de su padre, frente a aquellos
monstruos, en silencio.
Un
profundo silencio.
Al
abrir los ojos descubrió que el selector estaba frente a ellos y señalaba a su
padre. Entonces Hanka gritó:
-
- No, papá.
Los
soldados comenzaron a tirar de la ropa de Mordejai para apartarlo de su hija, pero
ella no lo soltaba. Subida a sus brazos, se aferraba a sus ropas pegando
patadas al aire mientras los soldados reían e insultaban.
-
- Voy a estar bien, Hanki
– le susurró Mordejai, mirando a Hela y Raquel, que lloraban.
El
selector alemán volvió a gritar, y esta vez los soldados tomaron sus fusiles y
con las culatas golpearon a un lado y otro los riñones de Mordejai, que tuvo
que liberar un brazo para dejar a Hanka en el piso. Pero ella seguía tomándolo
de la mano, clavándole las uñas, decidida a no dejarlo partir. Los gritos
retumbaban en la calle.
Por
más que los alemanes tiraban de la ropa de Mordejai, no lograban separar esas
dos manos entrelazadas. Al fin, uno de los alemanes alzó el fusil y con la
culata descargó un golpe seco sobre la cabeza de su padre. De pronto, sintió
que la mano que la sostenía se le escurría entre las suyas, inerte, mientras
Mordejai caía al piso con el rostro cubierto de sangre y el mundo entero se
detenía por completo.
-
- Papá… - gritó mientras
Hela la cubría con sus brazos.
Los
alemanes cargaron a Mordejai y lo arrojaron a la caja del camión que ocupaban
los otros deportados. El megáfono de la Jundenrat volvió a sonar:
- - Regresen a sus casas –
decía.
Hanka
no quería alejarse, ni siquiera podía moverse. En puntas de pie, intentaba ver
que su padre se asomara por el camión, que estuviera vivo, que la saludara, que
le dijera que eran las mejores ardillas del mundo y que nada ni nadie los podía
atrapar. Pero el camión se alejó soltando un aire viciado sin que Mordejai se
asomara.
Raquel
y Hela la abrazaron y la obligaron a alejarse del lugar.
De
regreso en la casa, Hela dijo:
-
- Se lo llevaron a
trabajar, no tengas miedo.
-
- Vas a ver que en unos
días vuelve a casa – dijo Raquel, llorando.
-
- Mentira – gritó Hanka y
corrió a refugiarse en la habitación.
Acostada,
se frotaba la mano que había sostenido la de su padre y cerraba los ojos para
no pensar en el rostro cubierto de sangre. Se acostó y comenzó a nombrar cada
uno de los animales que recordaba."
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