Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 25 de abril de 2019

"Yo fui liberada el domingo", el mantra de Hanka 753.


Ayer estuvimos charlando con Hanka, preparando el discurso que va a leer el 2 de Mayo en el CCK, ante cientos de personas, invitada por El Museo del Holocausto con motivo del día de Iom Hashoá. Le dolía la espalda por culpa de aquella esquirla de una bomba aliada que se le clavó en el clavícula cuando, escondida en un pozo, buscaba salvarse de las bombas que debían liberarla.

Igual, como siempre, estaba activa, preparando distintas charlas que va a dar esta semana para diferentes grupos de jóvenes interesados en el Holocausto. "Me llaman mucho por la fecha. Yo fui liberada el domingo", me dijo utilizando el presente, como si aquel 28 de abril de 1945 se repitiera invariablemente en su cabeza, año tras año.

Después, volvió a ser esa nena de 9 años y volvió a llorar a su padre. "Era lo más sagrado que tenía", dijo, y juntos volvimos a recordar esta escena, quizá la más cruda de todas las escenas crudas que rondan la novela.





"Día y noche los trenes abandonaban Lodz cargados de gente y regresaban vacíos para recoger a los demás. Para Hanka, cada selección era peor que la anterior. Cuando sonaban las alarmas en el ghetto, su cuerpo se resistía a obedecerla. Aquel día de 1942, cuando los altoparlantes exigieron la presencia de los judíos en las calles, ella dijo:
-         -   No quiero salir.
-      -  Si te quedás acá, van a venir a buscarte y va a ser peor – le dijo Mordejai, acariciándole la frente. Inclinado sobre la cama donde Hanka permanecía inmóvil, propuso: - Hagamos una cosa: te voy a llevar en brazos así no tenés que caminar.
-        - Pero te duele la espalda… y ya soy grande.
-        - Vos siempre vas a ser mi hija pequeña. Y yo no soy tan viejo como parezco.
Hanka sonrió y se dejó alzar por los brazos temblorosos de Mordejai, que se afirmó en sus rodillas para salir de la casa con ella en brazos, acompañado por sus dos hijas mayores. Hela encabezaba la fila, y Raquel caminaba lentamente, como si su tardanza pudiera salvarla de algo.
Desde la primera deportación, las calles se habían ido vaciando de tal manera que ya no era posible ocultarse detrás de nadie. Los pocos sobrevivientes quedaban expuestos ante los ojos de los nazis, que los observaban como si se tratara de animales. Los Dziubas se ubicaron en un extremo, con la esperanza de que la distancia que mantenían con el selector de turno los ayudara a pasar desapercibidos.
Los alemanes fueron eligiendo a algunos hombres que condujeron hacia el camión. De pronto, en el cielo, Hanka descubrió un hermoso ganso que pasaba agitando sus alas y soltando un graznido que retumbó en las calles del ghetto. ¿Tenía alguna figurita con la imagen de un ganso? No podía recordarlo. Sólo pensaba en las ardillas voladoras, en sus propias ganas de lanzarse por el aire de la mano de su padre y alcanzar un lugar lejano, donde no hubiera nazis.
El sonido de las botas retumbaba en la calle. De pronto, el selector comenzó a acercarse. Hanka cerró los ojos. En brazos de su padre, frente a aquellos monstruos, en silencio.
Un profundo silencio.
Al abrir los ojos descubrió que el selector estaba frente a ellos y señalaba a su padre. Entonces Hanka gritó:
-        - No, papá.
Los soldados comenzaron a tirar de la ropa de Mordejai para apartarlo de su hija, pero ella no lo soltaba. Subida a sus brazos, se aferraba a sus ropas pegando patadas al aire mientras los soldados reían e insultaban.
-        - Voy a estar bien, Hanki – le susurró Mordejai, mirando a Hela y Raquel, que lloraban.
El selector alemán volvió a gritar, y esta vez los soldados tomaron sus fusiles y con las culatas golpearon a un lado y otro los riñones de Mordejai, que tuvo que liberar un brazo para dejar a Hanka en el piso. Pero ella seguía tomándolo de la mano, clavándole las uñas, decidida a no dejarlo partir. Los gritos retumbaban en la calle.
Por más que los alemanes tiraban de la ropa de Mordejai, no lograban separar esas dos manos entrelazadas. Al fin, uno de los alemanes alzó el fusil y con la culata descargó un golpe seco sobre la cabeza de su padre. De pronto, sintió que la mano que la sostenía se le escurría entre las suyas, inerte, mientras Mordejai caía al piso con el rostro cubierto de sangre y el mundo entero se detenía por completo.
-        - Papá… - gritó mientras Hela la cubría con sus brazos.
Los alemanes cargaron a Mordejai y lo arrojaron a la caja del camión que ocupaban los otros deportados. El megáfono de la Jundenrat volvió a sonar:
-       - Regresen a sus casas – decía.
Hanka no quería alejarse, ni siquiera podía moverse. En puntas de pie, intentaba ver que su padre se asomara por el camión, que estuviera vivo, que la saludara, que le dijera que eran las mejores ardillas del mundo y que nada ni nadie los podía atrapar. Pero el camión se alejó soltando un aire viciado sin que Mordejai se asomara.
Raquel y Hela la abrazaron y la obligaron a alejarse del lugar. 
De regreso en la casa, Hela dijo:
-        - Se lo llevaron a trabajar, no tengas miedo.
-        - Vas a ver que en unos días vuelve a casa – dijo Raquel, llorando.
-        - Mentira – gritó Hanka y corrió a refugiarse en la habitación.
Acostada, se frotaba la mano que había sostenido la de su padre y cerraba los ojos para no pensar en el rostro cubierto de sangre. Se acostó y comenzó a nombrar cada uno de los animales que recordaba." 

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