"Al día
siguiente, desde el otro lado de las rejas les llegó una noticia.
- Se acercan los rusos, ya se pueden oír los disparos.
Hanka y las
mujeres ni siquiera se alegraron. Que llegaran de una vez, los malditos rusos.
Que las rescataran o que las fusilaran, pero que detuvieran el dolor.
Aquella noche se
desató un nuevo infierno sobre Ravensbrück. Primero el murmullo, luego el
zumbido atronador y al fin los estruendos de las bombas sacudieron todo el
campo. Las alemanas corrían en desbandada entre los barracones, donde los
prisioneros aguardaban el final sin las fuerzas necesarias como para tomar las
riendas del destino: de habérselo propuestos, hubieran logrado romper las
rejas, escapar sin que nadie los detuviera. Pero estaban vencidos, más abatidos
que el acorralado Reich.
Desde el piso
del barracón, Hanka podía sentir los estruendos y la tierra removida por las
bombas que golpeaba las paredes. Debido a la fuerza que hacía a causa de las
arcadas y los vómitos, la herida de su espalda le había vuelto a doler. Hela y
Raquel no estaban mejor que ella, pero trataban de consolarla, de no dejarla
caer en ese pozo oscuro de la desesperanza.
Y sin embargo, también
sobrevivieron a ese bombardeo. Al amanecer, los aviones regresaron a sus bases
para reponer combustible y armamento. Hubo una quietud abrumadora sobre todo
Ravensbrück. Poco después, Hanka y las demás oyeron ruidos de motores.
- Los rusos. Nos salvamos – gritó una de las mujeres.
Con esfuerzo,
las sobrevivientes del Bloque 5 de Auschwitz se incorporaron y salieron del
barracón para recibir a los rusos. Al otro lado del portón, descubrieron varias
ambulancias blancas con una cruz roja pintada a los costados. Salvo sus
conductores, no se veía nada alrededor. Las alemanas habían desaparecido, y
tampoco se veían tropas del ejército rojo. Hanka se acercó a las rejas. En los
barracones contiguos al suyo, las prisioneras continuaban con su desvarío,
alzando las manos al cielo, riendo, llorando, masticando tierra.
- ¿Son rusos? – preguntó Hanka.
- No. No hablan ruso – dijo Hela.
- Son alemanes – gritó una.
Todas se
alejaron de los portones, incluso aquellas mujeres que habían perdido la razón.
Los rusos estaban tan cerca, que por más desquiciadas que estuvieran, no
permitirían que los alemanes las trasladaran a otro lugar.
Fuera de su
barracón, Hanka vio los estragos causados por los bombardeos. Escombros, maderas
ardiendo, humo, cadáveres en el piso. Los conductores de las ambulancias se
lanzaron por el campo, observando a través de las rejas de cada barracón. Cada
vez que se acercaban a uno, las prisioneras y prisioneros se apartaban de su
vista, escondiéndose unos detrás de otros, tratando de no ser seleccionados,
ocultando sus heridas para no darles ninguna a excusas a esos hombres que los
miraban con sorpresa y un gesto de resignación.
Entonces, el
portón del barracón de Hanka comenzó a sacudirse. Ella y las además
retrocedieron. Cuando el portón se abrió, entraron dos hombres que comenzaron a
revisarlas. Una a una las fueron examinando con la vista. Separaron a dos
mujeres que mostraban heridas visibles, una tenía amputada la mano, la otra ni
siquiera podía mantenerse en pie.
Los hombres
hablaban un idioma incomprensible. En Ravensbrück, Hanka había oído a las
prisioneras hablar de los soldados ucranianos y letones que tanto odio sentían
por los judíos. En el este, los alemanes los habían utilizado para hacer el
trabajo sucio: aniquilar, dejar salir el odio contra aquel pueblo perseguido
durante siglos por zares y reyes católicos.
- ¿En qué hablan?
Podía ser letón,
ucraniano, lituano, el idioma que fuera. Lo cierto es que debían haber sido
enviados para rematar la faena de los nazis antes de que llegaran los rusos. Y
ahora estaban allí, observándolas con un gesto extraño, seleccionando a
aquellas mujeres que aún tenían fuerzas para realizar ese, su último viaje.
Hela, Raquel y
Hanka se tomaron de las manos. Que hicieran lo que quisieran con ellas. Ya no
les importaba morir ni que se las llevaran justo antes de que las liberaran los
rusos. Les daba lo mismo todo. Se apretaron las manos, respiraron hondo y
volvieron a ponerse en manos de Dios, si acaso él había sobrevivido a la
barbarie.
No entendían qué
les decían, pero obedecieron. Todas las mujeres elegidas por aquellos hombres los
siguieron fuera del barracón y subieron a las ambulancias. Hela, Raquel y Hanka
subieron a la misma. Desde la puerta, antes de entrar al vehículo, Hanka miró por
última vez en dirección al barracón contiguo al suyo: las mujeres seguían su
danza absurda, soltando risas, llantos y plegarias en una realidad paralela
construida a base de encierro, hambre y soledad.
Una vez dentro de
la ambulancia, como las demás, ella también se dejó caer sobre el suelo
metálico, amontonada junto a sus hermanas y las otras, sin miedo, tan sólo con
la sensación de abatimiento y aquellos dolores de estómago que les impedían
contener las heces. Asqueadas, vieron cómo el convoy de ambulancias se ponía en
marcha y abandonaba Ravensbrück. Ya había pasado el tiempo de las preguntas, de
la incertidumbre. Todas aceptaron el final con el resto de sus fuerzas. Sólo
bastaba saber en qué lugar las matarían.
Derrumbada en la
ambulancia, Hanka podía oír el zumbido de los aviones que descargaban su furia
destructiva sobre Alemania. En la parte delantera, el conductor y su
acompañante parecían asustados. Miraban a través del vidrio del vehículo
buscando los aviones en el cielo, nerviosos ante las explosiones que sonaban a
ambos lados del camino.
De a ratos, la
ambulancia se sacudía por las ondas expansivas que golpeaban el metal con una
fuerza inaudita. Continuaban su camino hacia el norte, en busca de algo que ni
Hanka ni las demás sabían qué era, pero que inevitablemente sería una fosa
común.
No era el miedo
lo que las atormentaba. Era ese dolor punzante en el vientre, esa incapacidad
por retener las heces y la humillación de ceder ante la presión de sus cuerpos.
Todas lloraban con las últimas lágrimas que les quedaban por llorar. Las habían
convertido en eso sólo por ser judías, por querer vivir como sus padres, como
sus abuelos, como esas generaciones enteras de hombres y mujeres que
construyeron templos, que sufrieron exilios, que vagaron por el desierto, que
buscaron la Tierra Prometida, que confiaron en el Dios de Abraham. ¿Y dónde
estaba él ahora? No podían saberlo, no querían saberlo.
En un momento,
todo el convoy se detuvo. Delante, en el camino, un grupo de cadáveres estaba
tendido sobre la carretera, en torno a un camión alemán convertido en una pira humeante
de hierros retorcidos. Desde el interior de la ambulancia, Hanka pudo sentir el
olor a carne quemada, a gasolina, a muerte.
Pronto, la
ambulancia se sacudió. Para evitar esa parte de la carretera, el conductor
ahora avanzaba por la tierra. Luego, otra vez el camino llano y el andar veloz,
apenas alterado por el ruido de las explosiones.
Horas más tarde,
por un recoveco de la ventana, Hanka vio un triángulo plateado: el mar. ¿Dónde
estaban? El convoy volvió a detenerse. Se oyeron gritos en ese idioma
incomprensible que hablaban los conductores de las ambulancias, luego el
zumbido de los aviones y el sonido de las alarmas alemanas anunciando un nuevo
bombardeo.
Esta vez, al
ponerse en marcha, la ambulancia se lanzó a toda velocidad a campo traviesa.
-
Se separaron. Nos
llevan a lugares diferentes – dijo Hela, pegada al cristal de la ventana.
Con sus últimas
fuerzas, Hanka se incorporó. Dos ambulancias se alejaban hacia el mar, buscando
refugio en el puerto. Y de pronto aquel zumbido atravesando el aire, los
objetos destructores como una lluvia macabra cayendo sobre las ambulancias y la
explosión. Con lágrimas en los ojos, vieron cómo la mitad de las sobrevivientes
del Bloque 5 de Auschwitz eran alcanzadas por las bombas, y las ambulancias
saltaban por el aire como bolas de fuego.
- Les dieron – gritó una de las mujeres, y todas se largaron a llorar.
- Vamos a morir – dijo Hanka.
Se alejaron a
toda velocidad evitando las carreteras que estaban siendo bombardeadas
incansablemente por los rusos y los Aliados. La ambulancia se sacudía con
violencia, rebotando sobre la tierra removida, escalando cuestas, sin un
destino claro.
Al llegar allí,
los conductores apagaron los motores. Confiaban en que los árboles los
ocultaran de la vista de los pilotos ingleses, rusos y americanos. Cuando
abrieron la puerta trasera, todas las pasajeras salieron para escapar del hedor
de la ambulancia, buscando aire puro. Estaban en un bosque de altos árboles
frondosos, a pocos kilómetros del puerto, viendo cómo la ciudad de Hamburgo era
removida hasta los cimientos por aquellos bólidos que continuaban derramando
sus bombas.
Algunas
lloraban, otras buscaban apartarse para liberar sus estómagos, pero Hanka había
comenzado a rezar. No sabía para qué, ni siquiera a quién. Y sin embargo no
podía hacer otra cosa más que encomendarse a alguien, poner la mente en blanco
para evitar pensar en lo que la rodeaba, y centrar todas sus fuerzas, las
últimas que le quedaban, en la absurda esperanza de la fe. Desde allí, apoyada
en un árbol para poder mantener en pie su cuerpo dolorido, exhausto, Hanka
pensó en cada una de las mujeres que habían compartido con ella el hambre, el
miedo y el encierro desde 1942, cuando alcanzaron Auschwitz en un tren de
carga, cubiertas de carbón. ¿De qué había servido sobrevivir para acabar así,
muertas poco antes de que acabara la guerra? Porque fue en ese preciso momento
que Hanka supo que la guerra iba a terminar, que los alemanes ya no podrían
resistir mucho tiempo el asedio.
Mientras tanto,
algunas de las mujeres intentaban conversar con los conductores, que gesticulaban
y susurraban cosas incomprensibles. Sobre los árboles, los aviones continuaban
yendo y viniendo sin descanso.
Pasaron las
horas. El cielo comenzó a volverse rojo, las estrellas hicieron su aparición. Pronto, el bosque oscuro se convirtió en un
témpano. Agotadas, doloridas, todas preferían permanecer sobre la hierba, helándose
con el rocío a tener que regresar a aquellas tres ambulancias que apestaban con
el olor de sus propias heces.
- Que termine todo. No lo soporto más – fue lo único que Hanka le pidió a Dios aquella noche. No le importaba morir ni vivir, lo único que deseaba era que eso ocurriera ya.
Se hizo de día y
los hombres las obligaron a subir otra vez a las ambulancias. Ateridas por el
frío, respirando aquel hedor, vieron que los aviones regresaban del este y el
oeste mientras las tres ambulancias volvían a ponerse en marcha, alejándose de
la destrucción.
Viajaron durante
horas en silencio. Hanka y las demás de pronto habían comenzado a valorar aquel
silencio. No sonaban disparos ni alarmas. No se oían explosiones.
-
¿Dónde estamos?
-
¿Dónde nos llevan?
Delante, en la
cabina, el conductor giró para mirarlas, sonriendo. Volvieron a sentir miedo.
Hela se asomó por el cristal de la ventana. Vio un pájaro sobre la rama de un
árbol, limpiándose un ala con el pico.
- Hanki, mirá.
Hanka se puso de
rodillas y observó: el camino despejado, lejanas granjas con animales, pájaros
volando, el cielo claro, vacío de aviones.
Cerca del
mediodía, el convoy se detuvo. Al bajar, se encontraron con que estaban delante
de un enorme establo. A su alrededor, ni aviones, ni soldados, ni rastros de
bombardeos. Tan sólo la grama verde, lisa, hundiéndose a un centenar de metros
en una lengua de mar azul profundo que las separaba de la costa de enfrente.
Hanka se detuvo
a ver la quietud de las aguas. Con la vista, intentó divisar los famosos
destructores alemanes, los submarinos, cualquier cosa que la ubicara en el
tiempo y espacio que les había tocado sufrir. Pero la superficie del mar se
mantenía serena, más allá de algún pequeño bote a remos que cruzaba de orilla a
orilla. No había puentes, ¿habrían sido destruidos?
- ¿Dónde estamos? – le preguntó a Hela.
- No lo sé.
A un costado, Raquel
hablaba a los gritos con uno de los conductores, que sonreía como si fuera
sordo y mudo.
- No les entiendo nada – se quejó Raquel.
Mientras tanto,
algunas de las mujeres habían obedecido los gestos de los hombres y habían
entrado al establo. Hanka, Hela y Raquel las siguieron. Dentro, una larga mesa
con bebidas y comida, y varios colchones con mantas tendidos en el suelo.
Al ver la mesa,
todas olvidaron sus dolores y se lanzaron sobre la comida. Pronto, los hombres
se acercaron, gesticulando, quitándoles las piezas de pollo que se llevaban a
la boca, como si quisieran detenerlas. Pero a las mujeres no les importaba: bebían
y comían con voracidad, sin pensar en lo que les ocurriría a sus estómagos
luego de tantas semanas de hambruna. Al fin, los hombres se apartaron de la
mesa, gritando cosas que ellas no podían entender, pero sabiendo que no serían
capaces de detenerlas.
El placer de la
comida duró lo que tardaron en tragarla. Después, poco a poco, todas volvieron
a lamentarse. Hanka sentía retorcijones que le cortaban la respiración y
revivían el dolor de aquella esquirla que seguía clavada a su espalda.
Afuera anochecía.
Doloridas, todas se dejaron caer sobre los colchones del piso.
- ¿Por qué nos dan comida y colchones si van a matarnos? – preguntó Hanka.
- No lo sé – dijo Hela.
Entonces Hanka
cerró los ojos y volvió a hablar con su Dios. No tenía fuerzas para mucho, pero
no quería dormirse sin agradecerle aquel festín doloroso, quizá el último que
había gozado antes de la muerte.
Al día
siguiente, cuando despertaron, sólo se oía el silencio apenas alterado por el
trino de los pájaros. El establo, como antes las ambulancias, había sucumbido a
las heces de aquellas mujeres hambrientas y enfermas. Al salir las recibió una
brisa fresca, un cielo límpido y las mansas aguas de aquel mar azul.
Los conductores
fumaban junto a las ambulancias, despreocupados. Les sonrieron con sonrisas que
podían ser cínicas o sinceras, no podían saberlo.
Al fin,
señalaron las ambulancias.
- Quieren que entremos – dijo Raquel.
- No, nos van a llevar a los hornos – dijo una mujer y todas quedaron paralizadas por el miedo.
Los hombres
volvieron a gesticular, y una a una ellas fueron entrando a las ambulancias. Se
encendieron los motores, se pusieron en movimiento. Esta vez, el viaje duró
unos pocos minutos.
Cuando bajaron, vieron
que estaban frente a un enorme ferri amarrado en un puerto. Hanka y las demás se miraron. ¿Qué debían
hacer? ¿Era una trampa? ¿Hundirían el barco cuando ellas estuvieran a bordo? Una
intentó escapar, pero uno de los conductores la sujetó del brazo, señalando el
ferri. La mujer, presa de un ataque de pánico, comenzó a gritar y no se detuvo
hasta que una de sus compañeras la abrazó y la condujo lentamente hacia la
rampa que conducía al barco.
- ¿Subimos? – preguntó Hanka.
Sus hermanas, tan
agotadas y confundidas como ella, se encogieron de hombros. Y las tres se
echaron a andar.
- Los hombres no suben, es una trampa – dijo otra de las mujeres.
Hanka miró hacia
el puerto, donde los conductores de las ambulancias las despedían agitando las
manos, sonriendo. La confusión era tal que esperaban que ocurriera cualquier
cosa.
Hubo un zumbido
de motores, y todas miraron al cielo en busca de los aviones. Les llevó varios
segundos comprender que el sonido provenía del motor del ferri y no de los
bombarderos, que no se veían por ninguna parte. Lenta, parsimoniosamente, el
ferri comenzó a alejarse de la orilla para cruzar aquel estrecho mientras Hanka
y las demás guardaban silencio.
Tardaron media
hora en alcanzar la orilla de enfrente. Desde la cubierta, vieron que las
esperaba un grupo de personas y otro convoy de vehículos. Cuando el ferri se
detuvo, bajaron a tierra y se dejaron conducir a los vehículos. Para entonces
ya ninguna hablaba. Cansadas de aquel idioma incomprensible que sonaba a su
alrededor, ya no esperaban saber qué ocurría, a dónde las llevaban, qué pasaría
con ellas.
Subieron a unos
camiones sin lona, y pudieron observar la quietud del paisaje durante los pocos
minutos que duró el trayecto. Ante sus ojos volvió a aparecer un grupo de
barracones delimitados con cercas sin alambrados.
- Otro campo – dijo Hela.
- El último – dijo Hanka, señalando el centro del grupo de barracones donde, alta, vomitando su macabro humo blanco, se alzaba una enorme chimenea de ladrillos rojos.
Se dejaron
conducir hacia el interior del predio. Entraron a un enorme galpón y la rutina
volvió a repetirse como una pesadilla recurrente. Las obligaron a quitarse la
ropa, y entonces una de las mujeres gritó señalando el fondo del galpón.
- Los hornos, los hornos.
Al ver la puerta
de aquel horno inmenso, todas comenzaron a gritar. Llorando, gimiendo, Hanka
impedía que le quitaran la ropa. Quizá así no la asesinaran, quizá no quisieran
que se quemara aquella ropa que podría servirle a otra prisionera.
- No, no… - gritaban, escondiéndose unas detrás de otras, mientras un grupo de mujeres y hombres las obligaban a desnudarse a la vista de todos, frente a aquel horno asesino que tantas vidas se habría llevado.
Las personas que
las rodeaban trataban de comunicarse, pero era imposible hacerse entender en
medio de aquel paroxismo. Hanka vio cómo todas volvían a estar desnudas,
derrotadas a las puertas de un horno.
De pronto, uno
de los hombres que estaba con ellas alzó las palmas de las manos, llamando la
atención de todas las prisioneras, que lo miraron juntar la ropa sucia que
ellas mismas se habían quitado.
- Nos van a quemar vivas.
El hombre tenía
un gesto que ellas no podían descifrar. Y sin embargo juntó hasta la última
prenda de ropa y luego, lentamente, sin dejar de mirar a las mujeres, comenzó a
acercarse a la puerta del horno, que estaba abierta, mostrando su infierno de
llamas rojas y amarillas.
Al fin, el
hombre lanzó la ropa dentro del horno y cerró la puerta, sonriéndoles a las
mujeres que, completamente confundidas, continuaban llorando.
Con cuidado, un
cuidado que a Hanka le resultó extraño, quizá exagerado, pero siempre
impensado, aquellos que las habían recibido en la puerta del ferri las fueron
llevando a un enorme vestuario. Todas lloraban, pero entre las lágrimas
pudieron distinguir los caños en el techo. Pronto, comenzó a caer agua tibia,
plácida, reconfortante. Por las puertas del vestuario ingresó un grupo de
personas que llevaban jabones, shampoo y esponjas.
Hanka miró a sus
hermanas, llorando. ¿Era cierto? Con gestos serenos y sonrisas, aquellas
personas desconocidas, ¿eran ángeles?, comenzaron a bañarlas con delicadeza,
como si ellas pudieran romperse ante un movimiento brusco. Hanka los miraba
hacer, totalmente emocionada. ¿Estaba pasando de verdad? Cuando todas
estuvieron limpias y perfumadas por los jabones y los productos para el
cabello, les tendieron blancas toallas para que pudieran secarse.
Luego, otro
grupo de mujeres ingresó al vestuario y comenzaron a repartir ropa interior y
prendas de vestir entre Hanka y las demás sobrevivientes del Bloque 5 de
Auschwitz. Poco a poco, las mujeres se fueron calmando. Lloraban, pero ya no
era por el miedo.
- Nos salvamos – dijo Hanka, llorando, abrazando a sus hermanas.
Los nazis no las habían matado, ni
siquiera habían podido separarlas."
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