La primera vez que hablé con Teo Erlich me costó
seguirle el hilo de lo que decía porque estaba tan ansioso que no le importaba
ser claro ni elegir las palabras. “Quiero que hables con Mira, mi mamá, y
escribas lo que te cuente porque quiero conocer mi historia. En verdad no es mi
mamá, es mi tía, pero es mi mamá y al mismo tiempo la hermana de mi madre
biológica, que murió asesinada por los nazis”.
Durante las primeras charlas que tuve con Mira, esa
madre que no era madre pero que era mucho más que una madre, Teo estaba presente.
Ansioso, interrumpía la conversación para hacer preguntas que me desviaban del
cuestionario que yo había hecho. En aquellas primeras charlas me dedicaba a
mirar a ese señor de 70 años que abría los ojos con el entusiasmo de un nene que
quería saberlo todo. Era el Principito pidiendo, repitiendo, reclamando: “Dibujame
un cordero”. Siempre lo relacioné con El Principito. Claro que el cordero era su
propia historia, una historia que sólo conocía a retazos porque, para evitarle
el dolor, nadie se la había contado en su totalidad.
Así una, dos, tres veces, hasta que tuve que pedirle
que no viniera más, que le prometía que iba a descubrir toda su historia y la
de sus padres biológicos y que la iba a escribir para que él conociera todos
los detalles.
Y Mira me contó toda la historia. De cómo su hermana
mayor, Edwarda, había conocido a Boris, cómo se habían enamorado y casado en
vísperas de la invasión Alemana. De cómo ella misma se había enamorado del
mejor amigo de Boris, Edek, con el cual había compartido toda su vida. Boris y
Edwarda se casaron en 1938 y Teo nació el 4 de febrero de 1939: fue la alegría
de toda la familia.
Poco después, llegaron los alemanes y todos fueron
condenados al ghetto de Varsovia. Teo tenía dos años cuando se enfermó de
difteria. La fiebre no le bajaba, le costaba respirar. Todos estaban asustados.
Tardó meses en recuperarse, y cuando lo hizo Boris y Edwarda decidieron que
debían salvarlo a cualquier precio. Juntaron los ahorros que habían escondido y
le pagaron a Pietruszka, un polaco de extrema confianza, para que lo sacara del
ghetto y lo escondiera en la casa de la señora Stempke, en el campo, lejos de
las enfermedades, los nazis y la muerte que arrasaba las calles. Mira me dijo
que lloraron todo el día en que Pietruszka se llevó a Teo en brazos por las
alcantarillas de Varsovia. Boris y Edwarda tenían la esperanza de reencontrarse
con él cuando terminara la guerra, algo menos que improbable. Pero no les
importaba: lo único que querían era que Teo sobreviviera a esa locura.
Durante cuatro años, Teo vivió en casa de la señora
Stempke, rodeado por los hijos de la mujer, que pronto se convirtieron en algo
más que sus amigos. Eran como hermanos. Una vez, con ese orgullo y esa ansiedad
con que hablaba del tema, Teo me contó que el amante de la señora Stempke era
conductor de tranvía. A veces, lo llevaba con él en el recorrido que hacía por
las calles de Varsovia. “¿Me llevás a ver a mi mamá?,” preguntaba Teo. Pero no.
Tardaría dos años en volver a verla.
En 1944, después de que Boris, Edwarda, Edek y Mira
lograron escapar de las llamas del ghetto, se escondieron en el campo. Edwarda,
desesperada, insistió con ver a Teo. Temía que lo hubieran entregado a los
nazis. La señora Stempke aceptó llevar a Teo pero sólo con una condición: Edwarda
no debía hablar con él, sólo podría verlo de lejos, para no llamar la atención
de los vecinos y evitar que se descubriera la verdadera identidad del ese niño
judío.
Entre Teo y Mira, sobre todo Mira, llorando,
emocionada, me contaron cómo fue aquel encuentro que, sin dudas, es la mejor
parte del libro/cordero donde contamos su historia:
“Llegaron
una mañana. Tres niños rubios acompañados por una anciana. A través de las
ventanas intentamos reconocer a Teo, pero los tres eran mucho más grandes que
el niño que se había llevado Pietruszka. “Es aquel”, dijo Edwarda de pronto,
señalando al más bajo, un hermoso niño de cabellos dorados. Pronto, los hijos
de Jarosz salieron de la casa y se unieron a los juegos de Teo y sus dos
hermanastros. El rumor de sus voces nos animaron a salir. Edwarda lloraba y
sonreía al mismo tiempo. “Está hermoso”, decía. La ansiedad la fue empujando
más allá del garaje y pronto alcanzó el último árbol del jardín. Desde el
portón Jarosz nos hizo una seña tranquilizadora, así que nosotros también
seguimos a Edwarda.
Teo corría entre los árboles y de vez en
cuando nos miraba al pasar, sin decir nada. Pensé que Edwarda no tardaría en
traicionar su promesa y correría a abrazar al niño, gritándole que era su
madre. Pero no fue así. Mi hermana estaba extasiada con tan sólo verlo. En un
momento, Teo se separó del resto de los niños y buscó un lugar apartado, detrás
de un árbol, para orinar sin que lo vieran los polacos. Edwarda fue tras él. Se
arrodilló ante su hijo y lo ayudó a bajarse los pantalones sin decir una sola
palabra. Teo tampoco hablaba. Cuando terminó de orinar, los dos se miraron a
los ojos en silencio. Entonces, inesperada, breve, dulcemente, Teo besó a su
madre en la frente y se alejó en dirección a los otros niños.”
Esa fue la última vez que Teo vio a su madre y a su
padre. La guerra los convirtió en mártires, como a tantos otros. Cuando todo
terminó, Mira y Edek decidieron ir a buscarlo. La señora Stempke se había
encariñado tanto con Teo que le costó devolvérselo a su familia biológica y Teo
sólo aceptó ir si uno de sus hermanastros lo acompañaba.
Mira me contaba que aquellos primeros tiempos fueron
difíciles. Teo no se acostumbraba a ellos, sus tíos, y ellos no estaban
preparados para ser padres. Además, Mira y Edek temían que alguien les quitara
a Teo, porque no tenían sus documentos y la relación familiar no era tan
directa como para justificar la tenencia. Así, un día le pidieron que por su
seguridad dejara de decirles tíos, y los llamara mamá y papá: debían alejar
cualquier tipo de sospecha.
Los años siguientes los convirtieron en padres e
hijo. El afecto, el dolor compartido era tan grande que los tres se
convencieron de que Teo era realmente su hijo biológico. Después nació Alice,
que durante años no supo la verdadera historia de su hermano y que, cuando la
conoció, no hizo más que redoblar el amor que sentía por él.
Ya en Argentina, desde su juventud, Teo mostró una
determinación y una fuerza inmensas. Se fue a estudiar Ingeniería Textil a
Canadá, y como cuando era un niño que fingía ser polaco, allí también fingió
ser católico por esa desconfianza innata que lo había convertido en
sobreviviente. Riéndose, una vez me contó que cuando sus amigos de la
universidad, 30 años después, se enteraron de que era judío no podían creerlo y
se enojaron porque él no les hubiera dicho la verdad.
De regreso a Buenos Aires, una noche Teo conoció a
Myriam, la mujer de su vida. Una chica católica, hermosa, la princesa que
merecía el Principito. Al principio, Mira y Edek se opusieron a aquella
relación. A Teo no le importó. Estaba enamorado. “¿Ustedes no me enseñaron que
somos todos iguales? ¿Qué importa que no sea judía?”, los enfrentó, y, como
siempre, se salió con la suya. Mira me dijo una vez: “Y terminó siendo mejor
que mil judías”.
Con el tiempo llegaron los hijos. Andrea, Oliver y
Ary, mi amigo Ary. Teo se convirtió en el líder de esa fábrica que Edek había
montado al llegar a Argentina, y pronto sus hijos se sumaron para trabajar con
él. Eso lo enorgullecía. No paraba de repetirlo.
El tiempo lo convirtió en abuelo. Un abuelo feliz,
un padre cariñoso y un marido compañero. Un tipo que disfrutaba la vidaa como
ninguna otra persona. Viajaba, se reía, la pasaba bien. Siempre admiré eso de
los Erlich, porque el gen de Teo está en muchos de ellos: su capacidad para ir
para adelante y no detenerse en lamentos. Esa idea de que la vida está para
vivirla y disfrutarla.
Después de un año, logré dibujar/escribir el
cordero/libro: “El ghetto de las ocho puertas”. Lo presentamos juntos en el
Museo del Holocausto. Nunca voy a olvidarme de sus lágrimas, de su emoción.
Mira había fallecido hacía muy poco, pero él estaba orgulloso de sus cuatro
padres, de lo que habían enfrentado, de la fuerza que habían tenido para que él
pudiera estar ahí.
Hace un par de años se enteró de que un
grupo de alumnos sanjuaninos habían leído su historia y que para ellos él era
algo así como un superhéroe. Ya estaba mal de los pulmones, le costaba caminar.
Pero eso le importaba poco y nada. “Me voy a San Juan, quiero conocer a esos
chicos y chicas. Me llevo el tubo de oxígeno y voy”, me dijo, y allá nos
fuimos. Lo recibieron con gritos y aplausos, alumnos, profesoras y profesores,
una monja, el ministro de Educación. Yo estaba tan emocionado que, algo raro en
mí, lloré en público. En un momento, quebrado, me giré para mirarlo y controlar
que estuviera bien. Y descubrí que estaba sonriendo, casi tentado de risa por
tanta felicidad. “Yo lloro y vos te reís, me estás haciendo quedar mal”, le
dije y él soltó una carcajada.
Ese fue Teo Erlich, que falleció ayer, 4 de marzo de
2020. Un tipo inmenso, un luchador, porfiado, generoso, que siempre disfrutó de la vida y
de su familia. El Principito. Sé que Myriam, Andrea, Oliver, Ary y cada uno de
sus nietos, sobrinos y amigos hoy lo están llorando por la tristeza de su
partida. Pero quedate tranquilo, Teo: mañana cuando te recuerden ellos se van a
reír como vos porque nos hiciste mejor persona a todos.
En algún, Edwarda y Boris, Mira y Edek te están
esperando.
Y acá, los que tuvimos la suerte de conocerte, nunca
vamos a poder olvidarnos de vos.
Pocas veces conocí a alguien tan querible.
ResponderBorrarCoincido 100% Ethel. Un abrazo
BorrarTodo lo que acabo de leer , es fascinante.esa descripción de semejante existencia me resulta imposible de imaginar.!
ResponderBorrarGracias. Un abrazo.
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