Hace diez días internaron a mi abuela en un hospital que
queda a más de una hora de colectivo de mi casa. Acababa de terminar de leer
una gran novela, tenía un viaje largo y largas horas al lado de su cama, viendo
cómo las raíces de mi familia se iban cortando poco a poco, a medida que mi
abuela se apagaba.
Necesitaba leer algo, pero sabía que sería imposible encarar
una novela. Entonces busqué el libro que había comprado hacía unos meses: “Arenas
movedizas”, de Mankell. Un autor que venero y que, como yo viendo morir a mi
abuela, escribió ese libro resistiendo a que se lo traguen las arenas movedizas
del tiempo cuando le diagnosticaron cáncer.
No me gustan las novelas autorreferenciales, donde el autor
habla de sí mismo. Sin embargo, este libro no es una novela. Es una catarsis de
un tipo enfermo que no sabe (y no quiere) hacer otra cosa más que escribir. El
cáncer, la quimioterapia y la terapia de rayos, pero sobre todo aceptar la
finitud de la vida (esa finitud que yo también veía en la respiración agitada
de mi abuela) lo llevan a evocar con una sensibilidad y una inteligencia que
pocos tienen, anécdotas de su vida personal, a pensar en la extinción de la
humanidad, el paso de las generaciones, el efecto en la naturaleza del progreso
industrial y nuclear y aceptar que, como personas, incluso como especie,
ocupamos un mínimo instante en la larga historia del universo.
“Arenas movedizas” me acompañó en esa larga semana en que
mis raíces, mi abuela, desaparecieron en nuestras propias arenas movedizas allá
en Tapiales, tan lejos de la Suecia de Mankell. Acá, un fragmento sobre las
ganas de vivir. Algo que mi abuela sostuvo hasta el último segundo que estuvo
con nosotros.
“Pero, ¿y la alegría y el ansia de vivir? Supongo que puede
describirse de la siguiente manera: un niño jugando, Totalmente inmerso en el
juego y en sus pensamientos. Y está cantando. Una cancioncilla que tararea sin
letra.
El tiempo se ha detenido. No existe. Las paredes de la
habitación son blandas y ondulantes. Mirar hacia afuera y mirar hacia adentro
es lo mismo.
El niño juega y canturrea. La vida es perfecta.
¿No será que hay sentimientos tan fuertes que,
sencillamente, no pueden expresarse con palabras, sino que hay que cantarlos?
El tararear del niño expresa lo mismo que el cantante de fado portugués o que
la soprano que canta el aria “Reina de la noche” de La Flauta Mágica.
Sin la alegría de vivir, sin el ansia de vivir, no hay seres
humanos. Quienes se ven privados de su dignidad y luchan por recuperarla,
luchan en la misma medida por su derecho a reconquistar las ganas de vivir. Las
personas que tratan de salir de un campo de concentración o de sociedades agrarias
depauperadas e ir a los prósperos países de Europa, y cuyos cadáveres arriban a
las playas de Lampedusa y de Sicilia, también pretendían recuperar la alegría
de vivir.
A veces oigo a gente que habla con desprecio de los
emigrantes que llegan a Europa como “buscavidas”.
Por supuesto que lo son. Todos somos, todos buscamos la
felicidad, aunque la palabra “felicidad” nos resulte difícil cuando nos han
destrozado la vida fuerzas sentimentales o comerciales, eso es lo que buscamos,
precisamente, la posibilidad de una vida decente basada en el ansia de vivir.
¿Por qué partieron millones de europeos a Norteamérica y a Sudamérica
hace ciento cincuenta años? Exactamente por las mismas razones.
El niño sigue tarareando en la playa o en el jardín o en la
vereda, jugando y cantando una canción sin letra.
No hay humanidad ni civilización posible sin la figura de
ese niño. En el árido mundo de la biología, no hay otro objetivo que el de que
nos reproduzcamos en la espaciosa danza permanente de las generaciones. Pero en
una definición algo más profunda del sentido de la vida podríamos decir que
cada generación está obligada a dejar todas las preguntas sin respuestas que
nosotros no hemos sido capaces de encontrar.
Naturalmente, llegará un día en que finalizará esa danza que
iniciamos en los profundos y nebulosos orígenes de la historia, cuando dijimos
adiós al chimpancé y emprendimos un camino por cuenta propia. Si algo sabemos
de nuestra historia es que, tarde o temprano, todas las especies se extinguen o
se convierten en algo totalmente distinto. No hay razones para creer que no le
vaya a ocurrir lo mismo a aquella a la que nosotros pertenecemos. El hecho de
que seamos lo más logrado del desarrollo no nos salvará de que un día nosotros
también nos extingamos.
Nadie sabe cuándo ni cómo. Quizá podamos suponer que tenemos
en nosotros unas fuerzas destructivas tan enormes que terminemos aniquilándonos
a nosotros mismos. Pero no podemos saberlo con certeza. Un loco con acceso a un
gran arsenal de armas nucleares podría acabar con todo hoy mismo, simplemente
apretando un botón.
Contra lo que acabo de decir se puede esgrimir lo que yo
llamo la “historia de las barricadas”. Todas las revueltas o revoluciones
tratan de que los últimos de una sociedad exigen el derecho al deseo y la
alegría de vivir. Por lo general, quienes consideran que tienen derecho a
decidir sobre las condiciones de vida de los demás sofocan brutalmente dichas
insurrecciones.
Después de las revueltas estudiantiles de Mayo del 68 en
París, las autoridades francesas asfaltaron las calles del entorno de la Sorbona.
Hoy no hay modo de levantar los adoquines que las forman, pero, naturalmente,
nada puede impedir que quienes quieran rebelarse encuentren otros medios para
construir barricadas.
Entre tanto, el niño sigue jugando, tarareando esa melodía
sin letra”.
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