Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 5 de marzo de 2020

Kaddish por un tipo inmenso: Teo Erlich (1939-2020)

  
La primera vez que hablé con Teo Erlich me costó seguirle el hilo de lo que decía porque estaba tan ansioso que no le importaba ser claro ni elegir las palabras. “Quiero que hables con Mira, mi mamá, y escribas lo que te cuente porque quiero conocer mi historia. En verdad no es mi mamá, es mi tía, pero es mi mamá y al mismo tiempo la hermana de mi madre biológica, que murió asesinada por los nazis”. 

Durante las primeras charlas que tuve con Mira, esa madre que no era madre pero que era mucho más que una madre, Teo estaba presente. Ansioso, interrumpía la conversación para hacer preguntas que me desviaban del cuestionario que yo había hecho. En aquellas primeras charlas me dedicaba a mirar a ese señor de 70 años que abría los ojos con el entusiasmo de un nene que quería saberlo todo. Era el Principito pidiendo, repitiendo, reclamando: “Dibujame un cordero”. Siempre lo relacioné con El Principito. Claro que el cordero era su propia historia, una historia que sólo conocía a retazos porque, para evitarle el dolor, nadie se la había contado en su totalidad. 

Así una, dos, tres veces, hasta que tuve que pedirle que no viniera más, que le prometía que iba a descubrir toda su historia y la de sus padres biológicos y que la iba a escribir para que él conociera todos los detalles. 

Y Mira me contó toda la historia. De cómo su hermana mayor, Edwarda, había conocido a Boris, cómo se habían enamorado y casado en vísperas de la invasión Alemana. De cómo ella misma se había enamorado del mejor amigo de Boris, Edek, con el cual había compartido toda su vida. Boris y Edwarda se casaron en 1938 y Teo nació el 4 de febrero de 1939: fue la alegría de toda la familia.
Poco después, llegaron los alemanes y todos fueron condenados al ghetto de Varsovia. Teo tenía dos años cuando se enfermó de difteria. La fiebre no le bajaba, le costaba respirar. Todos estaban asustados. Tardó meses en recuperarse, y cuando lo hizo Boris y Edwarda decidieron que debían salvarlo a cualquier precio. Juntaron los ahorros que habían escondido y le pagaron a Pietruszka, un polaco de extrema confianza, para que lo sacara del ghetto y lo escondiera en la casa de la señora Stempke, en el campo, lejos de las enfermedades, los nazis y la muerte que arrasaba las calles. Mira me dijo que lloraron todo el día en que Pietruszka se llevó a Teo en brazos por las alcantarillas de Varsovia. Boris y Edwarda tenían la esperanza de reencontrarse con él cuando terminara la guerra, algo menos que improbable. Pero no les importaba: lo único que querían era que Teo sobreviviera a esa locura.

Durante cuatro años, Teo vivió en casa de la señora Stempke, rodeado por los hijos de la mujer, que pronto se convirtieron en algo más que sus amigos. Eran como hermanos. Una vez, con ese orgullo y esa ansiedad con que hablaba del tema, Teo me contó que el amante de la señora Stempke era conductor de tranvía. A veces, lo llevaba con él en el recorrido que hacía por las calles de Varsovia. “¿Me llevás a ver a mi mamá?,” preguntaba Teo. Pero no. Tardaría dos años en volver a verla.

En 1944, después de que Boris, Edwarda, Edek y Mira lograron escapar de las llamas del ghetto, se escondieron en el campo. Edwarda, desesperada, insistió con ver a Teo. Temía que lo hubieran entregado a los nazis. La señora Stempke aceptó llevar a Teo pero sólo con una condición: Edwarda no debía hablar con él, sólo podría verlo de lejos, para no llamar la atención de los vecinos y evitar que se descubriera la verdadera identidad del ese niño judío.

Entre Teo y Mira, sobre todo Mira, llorando, emocionada, me contaron cómo fue aquel encuentro que, sin dudas, es la mejor parte del libro/cordero donde contamos su historia:

Llegaron una mañana. Tres niños rubios acompañados por una anciana. A través de las ventanas intentamos reconocer a Teo, pero los tres eran mucho más grandes que el niño que se había llevado Pietruszka. “Es aquel”, dijo Edwarda de pronto, señalando al más bajo, un hermoso niño de cabellos dorados. Pronto, los hijos de Jarosz salieron de la casa y se unieron a los juegos de Teo y sus dos hermanastros. El rumor de sus voces nos animaron a salir. Edwarda lloraba y sonreía al mismo tiempo. “Está hermoso”, decía. La ansiedad la fue empujando más allá del garaje y pronto alcanzó el último árbol del jardín. Desde el portón Jarosz nos hizo una seña tranquilizadora, así que nosotros también seguimos a Edwarda.
Teo corría entre los árboles y de vez en cuando nos miraba al pasar, sin decir nada. Pensé que Edwarda no tardaría en traicionar su promesa y correría a abrazar al niño, gritándole que era su madre. Pero no fue así. Mi hermana estaba extasiada con tan sólo verlo. En un momento, Teo se separó del resto de los niños y buscó un lugar apartado, detrás de un árbol, para orinar sin que lo vieran los polacos. Edwarda fue tras él. Se arrodilló ante su hijo y lo ayudó a bajarse los pantalones sin decir una sola palabra. Teo tampoco hablaba. Cuando terminó de orinar, los dos se miraron a los ojos en silencio. Entonces, inesperada, breve, dulcemente, Teo besó a su madre en la frente y se alejó en dirección a los otros niños.

Esa fue la última vez que Teo vio a su madre y a su padre. La guerra los convirtió en mártires, como a tantos otros. Cuando todo terminó, Mira y Edek decidieron ir a buscarlo. La señora Stempke se había encariñado tanto con Teo que le costó devolvérselo a su familia biológica y Teo sólo aceptó ir si uno de sus hermanastros lo acompañaba. 

Mira me contaba que aquellos primeros tiempos fueron difíciles. Teo no se acostumbraba a ellos, sus tíos, y ellos no estaban preparados para ser padres. Además, Mira y Edek temían que alguien les quitara a Teo, porque no tenían sus documentos y la relación familiar no era tan directa como para justificar la tenencia. Así, un día le pidieron que por su seguridad dejara de decirles tíos, y los llamara mamá y papá: debían alejar cualquier tipo de sospecha.

Los años siguientes los convirtieron en padres e hijo. El afecto, el dolor compartido era tan grande que los tres se convencieron de que Teo era realmente su hijo biológico. Después nació Alice, que durante años no supo la verdadera historia de su hermano y que, cuando la conoció, no hizo más que redoblar el amor que sentía por él.

Ya en Argentina, desde su juventud, Teo mostró una determinación y una fuerza inmensas. Se fue a estudiar Ingeniería Textil a Canadá, y como cuando era un niño que fingía ser polaco, allí también fingió ser católico por esa desconfianza innata que lo había convertido en sobreviviente. Riéndose, una vez me contó que cuando sus amigos de la universidad, 30 años después, se enteraron de que era judío no podían creerlo y se enojaron porque él no les hubiera dicho la verdad.

De regreso a Buenos Aires, una noche Teo conoció a Myriam, la mujer de su vida. Una chica católica, hermosa, la princesa que merecía el Principito. Al principio, Mira y Edek se opusieron a aquella relación. A Teo no le importó. Estaba enamorado. “¿Ustedes no me enseñaron que somos todos iguales? ¿Qué importa que no sea judía?”, los enfrentó, y, como siempre, se salió con la suya. Mira me dijo una vez: “Y terminó siendo mejor que mil judías”.

Con el tiempo llegaron los hijos. Andrea, Oliver y Ary, mi amigo Ary. Teo se convirtió en el líder de esa fábrica que Edek había montado al llegar a Argentina, y pronto sus hijos se sumaron para trabajar con él. Eso lo enorgullecía. No paraba de repetirlo.

El tiempo lo convirtió en abuelo. Un abuelo feliz, un padre cariñoso y un marido compañero. Un tipo que disfrutaba la vidaa como ninguna otra persona. Viajaba, se reía, la pasaba bien. Siempre admiré eso de los Erlich, porque el gen de Teo está en muchos de ellos: su capacidad para ir para adelante y no detenerse en lamentos. Esa idea de que la vida está para vivirla y disfrutarla.

Después de un año, logré dibujar/escribir el cordero/libro: “El ghetto de las ocho puertas”. Lo presentamos juntos en el Museo del Holocausto. Nunca voy a olvidarme de sus lágrimas, de su emoción. Mira había fallecido hacía muy poco, pero él estaba orgulloso de sus cuatro padres, de lo que habían enfrentado, de la fuerza que habían tenido para que él pudiera estar ahí. 

Hace un par de años se enteró de que un grupo de alumnos sanjuaninos habían leído su historia y que para ellos él era algo así como un superhéroe. Ya estaba mal de los pulmones, le costaba caminar. Pero eso le importaba poco y nada. “Me voy a San Juan, quiero conocer a esos chicos y chicas. Me llevo el tubo de oxígeno y voy”, me dijo, y allá nos fuimos. Lo recibieron con gritos y aplausos, alumnos, profesoras y profesores, una monja, el ministro de Educación. Yo estaba tan emocionado que, algo raro en mí, lloré en público. En un momento, quebrado, me giré para mirarlo y controlar que estuviera bien. Y descubrí que estaba sonriendo, casi tentado de risa por tanta felicidad. “Yo lloro y vos te reís, me estás haciendo quedar mal”, le dije y él soltó una carcajada.

Ese fue Teo Erlich, que falleció ayer, 4 de marzo de 2020. Un tipo inmenso, un luchador, porfiado, generoso, que siempre disfrutó de la vida y de su familia. El Principito. Sé que Myriam, Andrea, Oliver, Ary y cada uno de sus nietos, sobrinos y amigos hoy lo están llorando por la tristeza de su partida. Pero quedate tranquilo, Teo: mañana cuando te recuerden ellos se van a reír como vos porque nos hiciste mejor persona a todos.

En algún, Edwarda y Boris, Mira y Edek te están esperando. 

Y acá, los que tuvimos la suerte de conocerte, nunca vamos a poder olvidarnos de vos.


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