Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 23 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 11 y 12.



11

Al cumplir los veinte años, Frattini seguía sumido en la tristeza que le habían provocado las separaciones de Franco y Leonor. Vivía con lo puesto, mudándose de pensión en pensión sin lograr establecerse en ningún sitio ni profundizar ninguna relación laboral o amorosa. Le sobraba el tiempo, y parecía haber perdido el interés por todo.
En octubre de 1951, mientras almorzaba en la Churrasquita, uno de los mozos le habló de Yatasto. Al parecer, aquel caballo era espectacular, un zaino que había conseguido ganar en todos los grandes premios que se corrían en Buenos Aires.
-       Y el sábado va a correr el Gran Premio Pellegrini. Si tenés unos mangos, apostale que gana.
Frattini nunca había visto una carrera de caballos. Sin embargo, el sábado siguiente se vistió con un traje liviano de color crema, una camisa blanca, corbata roja, y se dirigió al Hipódromo de Palermo.
En la puerta, al comprar la revista de apuestas, el vendedor le aseguró que Duty, la potranca del año, le arrebataría el cetro a Yatasto. A Frattini lo divirtió la seriedad del tipo que presagiaba un ganador inesperado. Decidió apostar por ambos. Tardó más de una hora en alcanzar la ventanilla de apuestas. Mientras esperaba, se dedicó a mirar a la gente tan bien vestida que recorría los bordes de la pista con una altivez aristocrática, y a los pobretones que se amontonaban sobre la tribuna con sus gastados trajes de domingo, y los policías que restringían la entrada al palco que ocupaban las autoridades.  
Todos, ricos y pobres, comenzaron a gritar cuando los caballos y sus jockeys salieron a la pista.
Frattini estaba asombrado. Siempre le habían gustado los gestos ceremoniosos, las muestras de respeto por la importancia de las personas. Pero aquello lo había deslumbrado: cuando los caballos ocuparon sus puestos en la línea de partida, sintió que el júbilo de los espectadores le había atravesado la carne y ahora corría por sus venas como un río de adrenalina.
Se alzaron las cintas que contenían a los animales, y entonces la gente que lo rodeaba pareció perder la amabilidad para poder gritar con furia a favor de los caballos por los que había apostado y a insultar a los jockeys rivales. Fue en un segundo, y el cambio de actitud a Frattini lo desorientó. Después, no pudo hacer otra cosa que sumarse a los gritos.
En los primeros metros de la largada tomó la delantera un animal llamado Sabueso que, según el hombre que compartía tribuna con Frattini, iba montado por un tal Ortíz Tapia. Después de aclararle esto, el hombre volvió la vista hacia la pista y comenzó a insultar a Yatasto. El campeón iba rezagado.
Antes de que hicieran la primera vuelta, Frattini vio al zaino lanzarse sobre el puntero para pelearle el liderazgo. Los últimos metros fueron de una lucha conmovedora: mientras el segundo, el tercero y el cuarto corrían palmo a palmo, fustigados por sus jinetes, Yatasto se alejaba de ellos como si estuvieran detenidos en una fotografía. Al ver la carrera de aquel poderoso animal, tan bello, inalcanzable, Frattini sintió una emoción inmensa. Cuando Yatasto cruzó la línea de meta, con cinco cuerpos de ventaja sobre el resto, él tenía las manos rojas de tanto aplaudir y la mirada excitada del apostador satisfecho.
El mozo de la Churrasquita no le había mentido. Por eso, al día siguiente le dejó una más que considerable propina. Los favores se pagaban, creía Frattini. Sobretodo si se trataba de dinero.
Desde entonces se aficionó a las apuestas: los caballos resultaron una compañía para la soledad durante unos meses. En diciembre, una mañana en que se acercó hasta el conventillo para visitar a sus hermanas, Mirtha le entregó una carta con membrete del Gobierno. Debía presentarse los primeros días del próximo año a cumplir con el Servicio Militar.

La revisación médica le recordó su llegada al reformatorio. Con una diferencia: los niños que lo rodeaban en las duchas de la calle Tacuarí escondían sus partes con ademanes pudorosos, mientras que en las dependencias del Ejército en Campo de Mayo, los muchachos hacían gestos subidos de tono mientras esperaban desnudos que los médicos militares decidieran si eran aptos para el servicio. Frattini se había sentido incómodo tan sólo con cruzar los pilares de piedra que sostenían la barrera de la entrada. Odiaba los uniformes. Militares, policías, curas, médicos y maestros, todos le provocaban el mismo rechazo.
Cuando llegó su turno, un par de médicos vestidos de un blanco impoluto le revisaron los pies, la garganta y el ano, como si para ser aceptado en el ejército sólo tuviera que estar capacitado para correr, gritar y quién sabe qué otras cosas. Y Frattini lo estaba: un sello en su documento de identidad bastó para condenarlo a un año de encierro.
La primera semana que pasó en el cuartel le sirvió para comprender que debía obedecer a unos monigotes que se creían importantes por el sólo hecho de estar vestidos de verde y tener unas charreteras doradas que valían mucho menos que un anillo de plata. Le molestaba todo: hacer ejercicio, tener que manipular y disparar las armas, comer ese guiso aguachento.
Pero lo que más detestaba era obedecer órdenes.
Fue en los enormes comedores y en los pabellones en los que dormían donde Frattini fue conociendo a sus compañeros. Muchos eran de Capital, pero la mayoría había llegado de provincias remotas y se movían con una incomodidad que lo divertía. Pronto pudo identificar a aquellos que valía la pena conocer: ladrones en ciernes, matones rurales, buscavidas que compartían con él el agobio del encierro. Con el correr de los días, todos ellos se fueron acercando. Al fin comenzaron a compartir la mesa y una noche del segundo mes, sirviéndose de métodos no demasiado honrosos, convencieron a los otros colimbas de que debían ocupar las camas del fondo. Para el tercer mes, nadie se animaba a llevarles la contra en nada. Salvo los oficiales.
Frattini detestaba que lo trataran como a un esclavo, y sus compañeros sentían lo mismo. Al que más odiaban era al cabito delgado que usaba bigote para subrayar su nariz de lechuza. El tipo les hablaba con voz sobradora sin mirarlos a los ojos, y si se quedaban conversando después de hora, los hacía levantarse de la cama y los obligaba a hacer ejercicios en el patio, bajo el rocío helado que escarchaba la hierba. Con voz aflautada, no se molestaba en esconder su desprecio detrás del idioma militar que usaban los demás oficiales. Él prefería insultarlos, hacer que se sintieran como escoria. 
Frattini y sus amigos lo obedecieron durante un tiempo, hasta que una noche que el cabo los obligó a correr descalzos diez kilómetros, lo arrinconaron contra una de las paredes del regimiento. Mientras Frattini le sujetaba los brazos y lo inmovilizaba, uno de sus compañeros le cubrió la boca para que no gritara. Otro, un entrerriano de un metro noventa que boxeaba en un gimnasio de Paraná, cerró el puño derecho delante de los ojos del cabo. Después extendió dos dedos formando una pistola. Con el índice, dio dos golpecitos en la frente del cabo y le dijo:
-       Cabito, no nos jodas más porque te quemamos acá, adelante de todos.
El cabo los miraba con los ojos desorbitados por el pánico. Lo soltaron, riendo.
Al día siguiente se enteraron de que había pedido el traslado.
Pero el agobio de Frattini no cesó con la desaparición del cabo. Seguía soportando órdenes, ejercicios y aquel maltrato, lejos de la ciudad que lo esperaba rebosante de joyas y dinero. No podía creer que aún le faltaran ocho meses para ser dado de baja.
Al fin, una mañana, mientras sus compañeros defendían a la patria haciendo flexiones de brazos bajo una lluvia helada, Frattini se lanzó contra uno de lo puntos alejados de los alambrados que cercaban el predio. Colocó un tronco para ganar altura y se sujetó al alambre de púas que coronaba la cerca. Se había vendado las manos con retazos de tela, de modo que logró cruzar al otro lado sin lastimarse, sin siquiera desgarrase la ropa.
Cuando aterrizó en el camino empedrado del exterior, sintió que el corazón se le aceleraba. Le dio una última mirada al predio, insultó en voz baja a todos los militares que había conocido allí dentro y se echó a correr hacia cualquier parte, escapando del ejército y la tormenta.
Aunque temblaba de frío, estaba feliz. Iba haciendo planes mientras se acercaba a la Avenida con la intención de que algún conductor lo llevara gratis hasta el Centro. Vio a tres mujeres que lloraban abrazadas al pie de un árbol. Una de ellas alzaba las manos al cielo, lanzando gemidos y blasfemias. Más adelante, un hombre envuelto con una bandera argentina intentaba encender una vela bajo la lluvia. Poco a poco, Frattini dejó de correr, de caminar, sin saber qué pasaba.
Cuando alcanzó la avenida, le hizo señas a un camión. Sus ropas de soldado ayudaron a que el chofer se detuviera. Frattini amagó con subirse a la parte trasera del camión, pero el chofer le hizo una seña para que se sentara en la cabina. 
-       Sentate acá así me hacés compañía. Qué día de mierda – dijo el hombre.
-       Sí, cómo llueve – contestó Frattini.
-       ¿Vos sos pelotudo? Su murió Evita, pibe.
-       ¿Evita? No puede ser… – dijo Frattini, asombrado.
Su felicidad se fue apagando con los gestos de dolor que vio a lo largo de todo el camino. La gente había salido a las calles buscando más consuelo que explicaciones. Desde la ventanilla del camión Frattini veía hombres fornidos que lloraban abrazados, rondas de mujeres que le rezaban a los distintos bustos de Eva que había en las plazas y que ahora estaban decorados con ofrendas de cualquier tipo, juguetes, vestidos de novia y flores frescas de todos los colores. En una esquina vio un grupo de niños que cantaban la marcha peronista exhibiendo un listón negro en sus camisas.
A medida que el camión entraba en la Ciudad, el tránsito comenzó a avanzar más lento. Los vehículos desbordaban la avenida. La gente iba en bicicletas, autos, motos, camiones, o simplemente a pie, y todos avanzaban sumidos en el mismo silencio. Tardaron más de tres horas en alcanzar el interior del mercado de Abasto. Allí Frattini se despidió del chofer y salió a la calle. Sin oponer resistencia, se dejó arrastrar por la gente que se dirigía al Centro caminando por veredas y calles, derramándose por la ciudad como una marea huérfana y cabizbaja.
En un momento pensó en alejarse, pero no podía. Tampoco tenía donde ir: había entregado la pieza de la pensión el mismo día en que había sido enrolado en el ejército y si iba al conventillo a esa hora, tendría que soportar a su padre. Leonor estaba demasiado lejos, perdida entre las montañas y su pasado, como el Tano.
Fue uno de los primeros cientos de miles de personas que llegaron al Congreso. No podía dejar de mirar a la gente. En un momento, una anciana lo abrazó, llorando, y él se echó a llorar con ella. Aquellos hombres, mujeres, niños y ancianos que esperaban bajo la lluvia, tiritando de frío, que lloraban y proclamaban la santidad de la muerta entre sollozos, despertaron en él una compasión infinita.
De pronto escuchó que alguien le hablaba:
-       Soldado, párase como un hombre y vaya a ayudar a la cocina – dijo un oficial vestido de verde, señalando una pequeña cocina de campaña.
Recién en ese momento Frattini recordó que llevaba ropas militares, que se había escapado de la colimba y que lo podrían detener. Sin embargo no tenía miedo. Prefería quedarse allí. Y así lo hizo. Durante tres días Frattini dejó de lado su condición de desertor para convertirse en uno más de los cientos de soldados que se encargaron de abrigar y servir bebidas calientes a los millones de personas que pasaron por el velorio de Eva.
Cuando todo terminó, Frattini se dirigió al conventillo. Le dijo a Mirtha que le habían dado franco, se cambió de ropa y fue a alquilar una pieza en una pensión de la calle Necochea. El velorio de Leonor, el Tano y Evita había sido larguísimo, pero al fin había terminado.  
Ya era hora de visitar a San Pedro.





12

Los viernes, después de recorrer la ciudad abriendo puertas, regresaba a la pensión de Constitución entrada la noche. Encendía la radio, sintonizaba una emisora que pasara música y se tendía en la cama con la revista verde del Hipódromo abierta de par en par. A la luz del velador, repasaba los nombres de los animales que correrían en las trece carreras del día siguiente y marcaba aquellos por los que valía la pena apostar. Después salía a cenar a algún restaurante y regresaba temprano, para volver a controlar la revista y los caballos que había elegido.
Los sábados se levantaba temprano. Se afeitaba, se bañaba y después de tomar unos mates se marchaba al Hipódromo de Palermo. Ocupaba siempre la misma mesa del restaurante, junto al ventanal que daba a la pista. Ni siquiera se molestaba en ir a sacar los boletos. Llamaba al mozo, que ya lo reconocía, y le entregaba dinero para que apostara por los caballos que había elegido la noche anterior. Almorzaba contemplando la pista, los caballos que se ejercitaban y los hombres y mujeres que caminaban al otro lado del cristal. Disfrutaba estar allí sentado, bien vestido, adivinando las miradas envidiosas de los demás.
Si ganaba, pagaba el favor del mozo con un porcentaje de las ganancias. Si perdía, insultaba por lo bajo y volvía a apostar. A veces se quedaba sin dinero antes de que comenzara la quinta carrera. Entonces llamaba al mozo y le pedía que le cuidara la mesa. Se incorporaba, volvía a colocarse el saco que había dejado sobre el respaldo de la silla y como un autómata se lanzaba a la avenida Libertador. Tardaba diez, quince minutos en desvalijar un par de departamentos y regresaba con fajos de billete que le permitían seguir apostando.  
El Gran Premio Carlos Pellegrini de 1952 lo encontró en aquella mesa, junto a la ventana desde la cual se veían miles de personas. El restaurante también estaba lleno, aquel día el mozo estaba tan ocupado que ni siquiera pudo ir a sacarle los boletos. Todos, parroquianos y turistas, habían ido al Hipódromo tentados por los diarios que anunciaban “La carrera del Siglo”. Yatasto estaba en todas las portadas: en los ejercicios de las semanas anteriores, el zaino se había mostrado sin fuerzas, apenas un fantasma del gran campeón que había sabido ser. Quizá fue eso lo que atrajo a la multitud: las derrotas de los héroes se disfrutan más que sus triunfos.
Tentado por aquel clamor que se alzaba sobre la pista, ese día abandonó su mesa para mezclarse con la multitud.
Mujeres vestidas como estrellas de cine se paseaban del brazo de hombres de frack, pobretones con gastadas ropas de domingo gritaban a los caballos y a los jockeys. Entre el tumulto, Frattini reconoció a varios de los ladrones que paraban en la Churrasquita y, en la confusión de gritos y empujones, vio sus manos sigilosas hurgando en bolsillos ajenos.
El gran premio tuvo su punto más alto en las tribunas, en los gritos, en la alegría y la desazón de ganadores y perdedores. En la pista no hubo mayores emociones: un ruano llamado Branding llevó la delantera de principio a fin. Yatasto apenas si pudo escoltarlo, y en los trescientos metros finales perdió el puesto y quedó en tercer lugar.
Frattini estaba furioso. Mientras los demás se reían, se golpeaban, festejaban o insultaban bajo el sol, él comenzó a caminar hacia la salida. A la altura de las caballerizas sintió que alguien deslizaba una mano en uno de los bolsillos de su pantalón. Giró en redondo, dispuesto golpear al atrevido con todas sus fuerzas. Sin embargo no pudo más que sonreír.
-        Hijos de puta – dijo, riendo.
-        Carlitos…
-        Todavía andás bien de reflejos…
Zamudio y Peralta lo abrazaron con afecto. Se conocían desde que tenían memoria. Se habían criado en el mismo barrio, en la misma calle en la que estaban ubicados el conventillo donde vivía él y el edificio derruido donde vivían ellos. Al verlos, Frattini recordó sólo lo bueno de aquella lejana época: Zamudio y Peralta jugando con él al fútbol en Casa Amarilla, las conversaciones nocturnas, los bailes, las canciones que desentonaban en las cantinas de la calle Necochea…
-        ¿Qué están haciendo? – les preguntó.
-        Laburando – dijo Peralta.
-        ¿Ahora crían caballos? – rió Frattini.
-        Sí, como vos – contestó Zamudio.
Habían crecido mucho desde la última vez que se habían visto. Peralta había alcanzado una altura de un metro ochenta, sus brazos eran musculosos, su pecho ancho y el cuello parecía habérsele metido entre los hombros. Su apariencia de boxeador contrastaba con la delicadeza de Zamudio. Rubio, su cabello lacio le caía desparejo a ambos lados de un rostro de facciones casi femeninas, y sus ojos azules tenían algo de perro abandonado que desde pequeño habían inspirado la protección de los demás.  
En un bar se contaron qué había sido de sus vidas. Frattini habló de llaves, ellos de pistolas y una incontenible ansia de robar. Hablaron durante horas, hasta que al fin Frattini les propuso un trato:
-        De día laburamos juntos con llaves pero sin armas. De noche hagan lo que quieran.
Zamudio y Peralta aceptaron, y Frattini pensó que la compañía de sus amigos le ayudaría a sobrellevar la soledad.

Durante un tiempo respetaron la misma modalidad que Frattini venía desarrollando desde sus comienzos con Franco: elegían un edificio, abrían la puerta de entrada, tomaban el ascensor, tocaban timbre para confirmar que no había nadie, abrían la puerta y se dedicaban a buscar el dinero y las joyas. Entre los tres, les bastaban un par de minutos para desvalijar una casa.
Así lo hicieron durante todo un año. Una tarde de 1953, mientras revolvían los cajones de un departamento enorme, de cinco habitaciones, escucharon un ruido en la puerta. Los tres se miraron. Inmediatamente, Peralta llevó una mano a la pistola que siempre llevaba a la cintura. Frattini lo fulminó con la mirada. Con un gesto les pidió que lo siguieran sin hacer nada. Alcanzaron el living en el mismo momento en que la puerta se abría. De pronto, en el departamento entraron tres hombres vestidos de traje. Se quedaron petrificados al verlos. Antes de que pudieran reaccionar, Frattini gritó:
-        Alto, policía.
Los hombres dudaron, desconcertados por el grito. Aquellos pocos segundos de indecisión les bastaron a Frattini, Zamudio y Peralta para tomar la delantera: se lanzaron contra la puerta a toda velocidad, ante la sorpresa de los hombres. Frattini sintió que algo le golpeaba la pierna izquierda, pero no se detuvo: bajaron las escaleras a los saltos, abrieron la puerta de calle y corrieron durante varias cuadras hasta que se detuvieron, exhaustos. Con la respiración agitada, entraron a un bar. Ocuparon una mesa en silencio. Sólo entonces Zamudio pareció recobrar el habla:
-        Carlitos, mirate la pierna.
Frattini vio que tenía el pantalón agujereado y manchado de sangre. En el baño del bar comprobó que la herida era profunda, y que no dejaba de sangrar. Se lavó con indiferencia, como si estuviera curando la herida de otro. La adrenalina, y sobre todo la satisfacción de haberse escapado, eran más importantes que cualquier dolor.
Desde aquel día cambiaron la forma de trabajar: cuando Frattini entraba un edificio con Zamudio o Peralta, el otro permanecía en la calle, atento a cualquier movimiento. Si entraba algún vecino, o veían un patrullero por el lugar, el que estaba abajo tocaba los timbres de todo el edificio para prevenirlos y se dirigía al bar donde habían quedado en encontrarse. De esta forma, siempre podría salvarse alguno y los otros estarían avisados del peligro.
Así como durante el día Zamudio y Peralta respetaban las decisiones de Frattini, por las noches se dedicaban a lo que les daba más placer. Les encantaba robar taxis. En verdad robaban sólo uno: el Chevrolet 51. Podían esperar durante horas, parados en una esquina, dejando pasar decenas de taxis hasta que apareciera uno de esa marca y ese modelo. Frattini, que a veces los acompañaba para matar el aburrimiento, no podía creer que sus compañeros perdieran tiempo y se arriesgaran por esas estupideces. Para él todos los taxis eran iguales: valían tan sólo la recaudación del chofer. Sin embargose lo divertía al ver cómo Zamudio y Peralta pasaban las mano por el tablero del auto, con la misma delicadeza con que se acaricia a una mujer.
Distinto era el trato que le daban a los choferes: a veces, si el tipo manejaba mal durante las cuatro o cinco cuadras en que ellos fingían ser pasajeros, Frattini debía interponerse para frenar la furia de Peralta y evitar que lo baleara ahí nomás.
-        No se merece manejar un autazo como este, Carlitos. Dejame que lo mato – gritaba Peralta.
Luego de dejar al chofer en cualquier parte y tomar el dinero de la recaudación, pasaban la noche manejando por la ciudad con las ventanillas abiertas. Al amanecer abandonaban el auto en alguna calle apartada, con una tristeza infantil.
Una noche, después de cenar en Spadavecchia, los tres tomaron un taxi en la Avenida Paseo Colón. Peralta sacó el arma y apoyó el caño sobre la nuca del chofer.
-        Ahora te quedás quietito y hacés lo que te diga.
Le pidieron que estacionara en una calle oscura. Allí lo obligaron a bajar. Se sorprendieron al ver que el chofer era más alto que Peralta. Mientras éste le apuntaba con el arma, Zamudio y Frattini lo ataron de manos y pies. Entonces abrieron el baúl y lo encerraron allí dentro.
Cuando volvieron a sentarse en el auto, Peralta dijo:
-        En la calle Defensa hay un baldío, dejémoslo ahí.
Zamudio aceleró a fondo.
Subieron por Independencia y tomaron la calle Defensa. Era la una de la madrugada de una noche sin luna. La ciudad estaba vacía. Mientras Zamudio y Peralta bajaban al chofer, Frattini saltó la cerca que delimitaba el baldío. Tuvo que aferrarse al alambrado para no caer: el centro del terreno tenía un enorme pozo de tres metros de profundidad.
Al volverse, vio que Zamudio y Peralta, armados, empujaban al chofer hasta el lugar.
-        Ahora saltá, hijo de puta – gritó Peralta.
-        Pará, loco, si salta con las manos atadas se va a matar – dijo Frattini, mirando el interior del pozo.
-        Saltá, mierda – gritó Zamudio.
Frattini lo miró sorprendido: Zamudio generalmente actuaba en silencio, casi con temor. El chofer también los miraba y los insultaba en voz baja. Al fin, Frattini tomó una madera del piso y empujó al chofer hacia la boca del pozo diciendo:
-        No hagas ninguna gilada. Agarrate del palo y te ayudo a bajar.
Peralta soltó una carcajada.
-        ¿Querés traerle comida, también?
Frattini lo miró de tal forma que Peralta dejó de reír.
-        Si voy preso que sea por robo, no por homicidio – dijo Frattini.
Con cuidado, el chofer comenzó a descender por el pozo aferrado a la madera que sostenía Frattini. Cuando estuvo a pocos centímetros del suelo se dejó caer.
-        Hijos de puta, vayan a laburar – gritó con voz ronca.
-        En eso estamos – dijo Peralta, apuntándole con la pistola y emitiendo un chasquido con la lengua, fingiendo que iba a disparar.

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