13
Una noche de
1954, alguien llamó a la puerta de su pieza. Al abrir, se encontró con Zamudio
y Peralta. Entraron. Peralta caminaba por la pieza mientras Zamudio, de pie,
temblaba como siempre que se ponía nervioso. Quien habló fue Peralta.
-
Carlitos, queremos ir a un cabaret pero no
podemos andar con esto encima.
Frattini resopló
al ver las dos pistolas.
-
¿Y por qué no las dejaron en su casa?
Sus compañeros
no dijeron nada.
-
Está bien, se las guardo. Pero mañana las sacan
de acá.
Zamudio y
Peralta sonrieron.
-
Gracias – dijeron a coro.
Mientras él
alzaba el colchón, los otros apoyaron las pistolas sobre los elásticos de la
cama. Se despidieron y se marcharon.
Frattini intentó
dormir, pero los nervios le habían quitado la tranquilidad que necesitaba. Al
fin, encendió la radio y se acostó. Se durmió escuchando a Los Plateros.
Aquel sueño era
el más real que había tenido nunca.
-
Frattini, abra – gritaba una voz en la noche.
Giró en la cama.
-
Frattini – repetía la voz.
-
Frattini, abra. Policía.
Se acodó en la cama.
La puerta se abrió de golpe, entraron dos hombres y se lanzaron sobre él
dejándole en claro que no se trataba de un sueño.
-
¿Dónde están las pistolas? – dijo uno.
-
Yo no uso armas – comenzó a decir Frattini,
entre dormido.
Pero entonces
recordó la visita de Zamudio y Peralta. Hijos de puta, pensó Frattini.
Los policías lo
obligaron a incorporarse, mientras otro alzaba el colchón donde estaban
guardadas las armas. El policía tomó una en cada mano y apoyó los caños en las
mejillas de Frattini.
-
Magia. Acá están – se burló el policía. Después,
con seriedad, preguntó: - ¿De quién son?
Por un momento,
pensó en dar los nombres de Zamudio y Peralta. No por miedo a los policías,
sino porque estaba furioso con ellos por haberlo metido problemas. Al fin dijo:
-
No sé, me las dejaron… Me dijeron que las venían
a buscar a la mañana.
-
Estás detenido. Vestite.
Se vistió
lentamente, mientras uno de los policías se guardaba en un bolsillo las joyas y
el dinero que había encontrado en el cajón del ropero. Lo esposaron y lo empujaron
en dirección a la calle. En la puerta de la pensión los esperaban dos
patrulleros de la policía Bonaerense, uno detrás de otro. En el primero estaban
Zamudio y Peralta que, avergonzados, evitaron su mirada.
Lo condujeron
hacia el segundo auto. El policía que iba delante abrió la puerta y entró.
Entonces Frattini se zafó del segundo y se echó a correr por la calle, en
dirección a la avenida Caseros. A sus espaldas primero oyó la voz de alto, y
luego el estruendo de un disparo.
-
Pará que te mato, hijo de puta – gritaba el
policía.
En la oscuridad,
encontró una casa a medio construir. Frattini se tiró al suelo y se escondió
detrás de una pared. Entonces escuchó el rumor de unas pisadas y al girarse vio
a otro agente que le apuntaba con el arma reglamentaria:
-
Movete y te mato.
Atrapado,
Frattini no pudo hacer más que obedecer. Lo condujeron hasta el auto y lo
subieron al asiento trasero, rodeado a un lado y otro por dos policías. Los dos
autos arrancaron y se alejaron en dirección a la Provincia de Buenos Aires.
Durante el viaje Frattini pensó en todo lo que había pasado, y se arrepintió de
haber sido tan imprudente como para decirles a sus compañeros dónde vivía. Pero
sabía que ya no podía volver el tiempo atrás.
A pesar de la
oscuridad, Frattini comprendió que los autos se habían detenido frente a una
casa, y no una comisaría. Lo obligaron a bajar a los empujones. En la vereda ya
estaban Zamudio y Peralta, callados, la vista en el suelo. Uno de los agentes
abrió la puerta de la casa y los demás los arrearon hasta el interior. La casa
no tenía muebles, salvo una pequeña mesa y unas sillas desvencijadas. Los
encerraron en una habitación con ventanas amuradas. Cuando estuvieron solos,
Frattini miró a sus compañeros y los insultó. Zamudio y Peralta intentaron
justificarse, pero entonces se abrió la puerta.
-
Vos, rubio. Vení – dijo el policía, soltando una
bocanada de humo de cigarro.
Zamudio miró a
Frattini, como si le pidiera autorización, pero él estaba demasiado enojado
como para prestarle atención a los temores de su compañero. Zamudio salió del
cuarto, y volvieron a cerrar la puerta. De pronto, oyeron música. Alguien había
encendido una radio a todo volumen.
Media horas
después, cuando la puerta se volvió a abrir, dos policías arrastraron a Zamudio
y lo arrojaron al piso. Estaba inconciente. En sus brazos, Frattini vio
quemaduras de cigarrillo y otras que no conocía pero que bien podía imaginar.
-
Ahora vos, Frattini.
Lo sujetaron del
cuello y lo empujaron hacia afuera. Lo condujeron a otro cuarto, donde había
dos agentes fumando junto a una cama de hierro, sin colchón.
-
Sacate la ropa – le ordenaron.
Cuando terminó
de desnudarse, lo obligaron a acostarse sobre los elásticos de la cama.
Tendido, la vista en el techo, sintió cómo le ataban las manos y los pies a los
cuatro extremos de la cama. Otro se acercó con un cable en cada mano, que
salían de una caja de metal.
-
Máquina, no, por favor – dijo Frattini,
aterrorizado por las anécdotas que conocía de otros ladrones que habían pasado
por la picana.
-
¿Qué picana? Es un micrófono. Sirve para cantar,
¿vos cantás bien?
Entonces, uno de
los policías encendió la radio y el de los cables le aplicó la primera descarga
eléctrica en los genitales. Frattini se sacudió en la cama, el dolor era
insoportable: los cables parecían despedir lenguas de fuego que le abrazaban
los pies, el cuello, la lengua, los brazos…
-
Decime dónde robaste, dónde escondés la guita y
las joyas.
Frattini gritaba
tan fuerte que los policías tuvieron que taparle la boca con una almohada.
-
Cantá, Gardelito. Si querés hablar mové las
manos – le decían y volvían a picanearlo.
Lo torturaron
durante más de una hora. Al fin, cuando estaba a punto de quedar inconsciente,
se detuvieron. El olor de su propia piel quemada le provocó náuseas, y cuando
lo desataron cayó de rodillas al suelo y comenzó a vomitar. Sin embargo, no
lograron arrancarle una sola palabra.
Temblaba, ni
siquiera podía mantenerse en pie. Lo arrastraron hasta el cuarto donde Zamudio
se recuperaba de sus propios dolores y Peralta, desesperado, esperaba que le
llegase el turno a él. Cuando se llevaron a Peralta, Frattini volvió a vomitar.
Le dolía todo el cuerpo. La máquina era mucho peor de lo que cualquiera le
hubiera dicho.
Los mantuvieron
encerrados en esa casa durante un par de días, torturándolos para que
confesaran, o sólo por diversión.
Al fin, un día
entraron los policías y los sacaron a la calle. Los subieron a dos patrulleros
y los llevaron a una comisaría, donde volvieron a interrogarlos. Después, los
llevaron a otra dependencia de la bonaerense y volvieron a torturarlos.
Frattini había perdido la noción del tiempo. No sabía cuánto llevaba en ese
estado.
Sin embargo era
más resistente de lo que creía. Durante quince días él, Zamudio y Peralta
permanecieron incomunicados.
Un día les dieron
ropa limpia y los llevaron a una comisaría para someterlos a una rueda de
reconocimiento. Peralta, vencido, había confesado un par de hechos y ahora,
colocados en hilera detrás de un cristal, los tres pudieron ver al enorme
taxista que habían asaltado y arrojado al pozo del baldío de la calle Defensa.
El tipo gritaba y los amenazaba:
-
Son ellos. Los mato a los tres juntos, hijos de
puta.
Los policías
tuvieron que interponerse para que el taxista no se lanzara sobre el cristal.
Debilitados como estaban, Frattini, Zamudio y Peralta no hubieran podido
sobrevivir a la furia de sus puños.
Ese mismo día
los llevaron ante un juez.
-
¿Cómo los trataron los agentes? – preguntó el
juez respetando la rutina.
-
Muy bien – contestaron ellos, respetando las
amenazas que habían recibido antes de partir.
El proceso fue
corto, casi un trámite burocrático. Demasiadas pruebas, demasiadas confesiones.
Zamudio y Peralta fueron condenados a ocho meses de prisión por robo a mano
armada. A Frattini, en cambio, lo habían detenido con dos pistolas en su poder.
Para el juez eso significaba sólo una cosa: que era el jefe de la banda, y por
lo tanto, su condena debía ser mayor. Así, Frattini recibió un año entero de
condena por culpa de las armas que siempre se había negado a usar.
14
Llegaron al
Penal de Devoto a medianoche, esposados en un camión sin ventanas. Los agentes los
hicieron bajar a empujones. Las pocas luces que iluminaban el perímetro del
Penal apenas si les permitieron adivinar el complejo de edificios donde
pasarían los próximos meses. El silencio era absoluto. Salvo la guardia
nocturna, no se veía a nadie más.
En fila india,
custodiados por cinco agentes, Frattini, Zamudio y Peralta fueron conducidos hasta
una puerta enrejada. Uno de los agentes gritó algo y la puerta se abrió. Cuando
entraron, la puerta volvió a cerrarse. Los recibió el celador, que registró sus
datos con dos dedos indecisos sobre una máquina de escribir. En la ropería dejaron
las pocas pertenencias que tenían y se cambiaron de ropa. Obedecieron en silencio,
agotados por los nervios, los golpes y las torturas de los últimos días.
Vestidos con sus
ropas carcelarias marrones, se dirigieron a otra puerta enrejada que separaba
la oficina del celador del interior del pabellón al que habían sido destinados.
Cuando la puerta se abrió, los tres ingresaron tanteando el paisaje en medio de
la penumbra. Atravesaron un largo pasillo tratando de oír los sonidos. En la
quietud de la noche, el Penal parecía desierto.
Sin embargo, al
entrar al pabellón, Frattini, Zamudio y Peralta descubrieron que todas las
camas estaban ocupadas. En el centro, otros presos dormían en colchones apoyados
directamente en el suelo. Los tres se miraron en la oscuridad. Frattini vio que
Zamudio temblaba. Entonces él señaló la única pared que estaba libre y los tres
se sentaron en el suelo.
Poco a poco
fueron acostumbrándose a la oscuridad, hasta que pudieron ver las figuras que
dormían a su alrededor. Frattini sabía que debía estar alerta, que no debía ceder
al cansancio.
Pasó la noche en
silencio, con las pupilas dilatadas, tratando de adivinar cualquier movimiento
en la oscuridad. Sentado contra la pared, recordó la primera vez que escapó de
su casa. Tenía que aguantar un año, doce meses, trescientos sesenta y cinco
días para recobrar la libertad.
Cuando comenzó a
clarear, se incorporó entre una marea de cuerpos que rezongaban y se
desperezaban en los colchones. Flexionó las rodillas, tratando de que la sangre
volviera a circular por sus piernas y le permitiera recuperar la movilidad.
Después esquivó a los presos que dormían en el suelo y se dirigió al baño.
Abrió el grifo y
se lavó la cara con agua helada.
Poco a poco los
demás internos comenzaron a llegar al baño. Al pasar lo miraban con curiosidad,
una curiosidad amenazante que distaba de ser un recibimiento hospitalario.
Entonces vio que uno de los presos se acercaba directamente a él.
-
Hijo de remil putas… - dijo el preso y le soltó
un golpe en la boca.
Frattini se
limpió con el dorso de la mano, y vio que tenía sangre. Cuando su atacante intentó
un segundo golpe, Frattini cerró los puños y comenzó a golpearlo como nunca
antes había golpeado a nadie. El otro cayó al piso, pero Frattini no se detuvo:
le tomó la cabeza y se la golpeó contra la pileta. Ya no estaba dispuesto a
aceptar ni un solo golpe más. Tomó al preso por la cabeza, y comenzó a
raspársela contra el borde de la pileta de cemento. Hilos de sangre ajena le
corrían por las manos.
Al fin lo soltó
y el tipo cayó al piso. Apenas si le quedaban fuerzas para insultarlo en voz
baja. Mientras llegaban los otros presos, Frattini volvió a lavarse las manos y
la cara como si nada hubiera pasado. Los demás lo miraban con extrañeza.
Entonces sintió que alguien lo tomaba del brazo.
-
Vení para acá.
Franco lo abrazó
y se lo llevó de regreso al pabellón, donde los presos ya comentaban la pelea
que se había producido en los baños. Se sentaron en una cama, donde otro preso
estaba preparando mate mientras una pava silbaba sobre un pequeño calentador a
gas.
-
Qué alegría, Carlitos – dijo Franco, y volvió a
abrazarlo. Después, señalando al que estaba preparando el mate, agregó: - Te
presento a mi hermano. Este es Carlitos, un gran amigo y un gran escruchante.
Lentamente,
Zamudio y Peralta se acercaron a ellos. Estaban desconcertados.
-
¿Vos te peleaste en el baño? – preguntó Peralta.
-
Me defendí.
-
Pero… ¿qué hacés acá? – preguntó el Tano.
-
Me encontraron dos pistolas 45 – dijo Frattini,
mirando a sus dos compañeros.
-
¿Vos con pistolas? ¿Y peleándote a las piñas?
Como cambiaste, Carlitos – dijo Franco, riendo.
-
Sigo siendo el mismo – dijo Frattini sin mucho
convencimiento.
Franco también
había cambiado. Los últimos años lo habían convertido en un hombre rudo, de
ancho tórax y brazos torneados. Incluso tenía varias cicatrices que Frattini no
recordaba haber visto antes. Se había convertido en el matón que se insinuaba
detrás del niño del reformatorio y el escruchante inexperto de otros tiempos.
A pesar de que seguía
recordando las diferencias que los habían distanciado, Frattini se sentía
aliviado de verlo. Pasaron el día conversando. Al anochecer, cuando cenaban en
el comedor, el preso al que Frattini había golpeado se acercó a la mesa que él
ocupaba junto a Franco, su hermano, Zamudio, Peralta y otros amigos del Tano.
Al ver al tipo con el rostro hinchado por los golpes, Frattini se incorporó
dispuesto a reanudar la pelea. Sin embargo, el tipo le tendió la mano diciendo:
-
Perdoname, te confundí con otro.
-
Está bien.
-
Me dijo el Tano que sos un tipo derecho. Hagamos
de cuenta que no pasó nada – dijo y se sentó a la mesa que Frattini compartía
con el Tano.
-
Si está acá, muy derecho no debe ser – dijo el
Tano y todos soltaron una carcajada.
Frattini notó
que Franco miraba a Zamudio con curiosidad. Cuando todos se levantaron para
lavar los platos, el Tano le preguntó:
-
¿El rubio viene con vos?
-
Es un amigo del barrio.
-
Se lo ve tiernito, y tiene pinta. Se lo van a
querer voltear enseguida – dijo el Tano.
-
No lo va a tocar nadie, ¿me escuchaste? – dijo
Frattini, serio.
-
Yo te aviso, nada más.
Durante los
primeros días, Frattini fue entendiendo la rutina de la cárcel. Se acostumbró
rápido a despertar con los gritos del
celador, que los obligaba a pararse delante de la cama para dar el presente. Lo
que no soportaba era los palazos que el pasarela pegaba contra la reja por diversión,
aburrimiento o tan solo para que el sonido del metal les recordara a todos los
internos que él estaba sobre sus cabezas, yendo y viniendo por la pasarela que
estaba suspendida en el techo y atravesaba todo el Pabellón. Sin embargo, por
la noche hasta el pasarela se callaba. A Frattini le daba curiosidad el sueño
quieto de los internos. No jugaban a las cartas, ni siquiera conversaban. Al
fin, una mañana le dijo a Franco:
-
Loco, de noche acá no se puede hacer nada.
-
Nada. El sueño del preso es sagrado – dijo
Franco, con solemnidad.
-
¿Por qué?
-
Durmiendo le robás horas a tu condena. ¿Querés
jugar al fútbol?
A Frattini se le
iluminó la cara como después se iluminaron las caras de sus compañeros de
encierro cuando lo vieron jugar. Cada Pabellón tenía su propio equipo, y pronto
en todo el Penal empezó a comentarse que en el Pabellón 5º había un preso nuevo
que jugaba de wing derecho. Inmediatamente, algunos lo compararon con Félix
Lousteau, el jugador de River al que llamaban “Pistola”. Esto, sumado a las
causas de su detención, terminó de darle forma a su nuevo bautismo. Y a Frattini,
que odiaba las armas y la violencia, todos comenzaron a llamarlo “Pistola”.
Una semana
después de su llegada estaba junto a Franco, sentado en la cama, cuando su
amigo le dijo:
-
Ya andan preguntando por Zamudio. Yo te avisé.
-
¿Y qué dijiste?
-
Nada. Pero lo ven tan débil y lindo que se creen
que es maricón.
-
No es maricón – dijo Frattini, incómodo.
-
Hasta que lo agarren. Y eso va a pasar pronto.
El Yerbatero me pidió que se lo presente.
-
¿Quién?
-
Aquel de allá – dijo el Tano, señalando una cama
donde había un hombre mayor que ellos.
-
Hijo de puta – dijo Frattini, incorporándose.
-
Dejá que se arregle solo – dijo el Tano.
-
A Zamudio no lo va a tocar nadie – dijo
Frattini.
De pronto, Frattini
sintió que toda la sangre de su cuerpo comenzaba a hervir. No soportaba la idea
de que su amigo fuera violado. Sin pensarlo, tomó el calentador portátil donde
habían calentado el agua del mate y lo sujetó con fuerza.
-
¿Adónde vas? ¿estás loco, Pistola?
Frattini no
contestó. Estaba furioso. Se alejó de Franco en dirección al Yerbatero. Cuando
llegó a su cama, el otro se incorporó. Tenía su misma altura, pero su cuerpo
era mucho más robusto que el de Frattini. Sin embargo, él no se detuvo.
-
No te metas con mis compañeros, ¿me entendiste?
– gritó Frattini.
Antes de que el
Yerbatero pudiera reaccionar, Frattini alzó la mano y lo golpeó con el
calentador en la cabeza. El tipo cayó desplomado en el suelo. El golpe le había
abierto una herida que comenzaba a sangrar.
Frattini volvió
a increparlo:
-
Levantate, hijo de puta. ¿A quién querés tocar,
vos?
El Yerbatero no
contestó. Frattini lo sacudió con el pie, pero el tipo estaba inconsciente,
tendido sobre un charco de sangre.
-
¿Está muerto? – preguntó Franco, asustado.
-
Pelea – gritó el pasarela desde el cielo.
Con extrañeza,
como si se tratara de un sueño, Frattini se miró la mano que aun sostenía el
calentador. Entonces se oyeron gritos y Franco le empujó para alejarlo de la
escena. Cuando volvieron a sentarse en la cama, dijo:
-
¿Qué hiciste, animal?
Frattini no
contestó. En ese momento, prevenidos por los gritos del pasarela, una tropa de
celadores entró al pabellón y alejó a los curiosos que se habían acercado al
Yerbatero. Los guardias agitaban los bastones delante de los internos, preguntando
quién le había pegado al Yerbatero, pero nadie contestaba. En la cárcel, como
en la calle, los problemas se resolvían sin necesidad de intermediarios. Al
fin, cargaron al herido en una camilla y lo llevaron al hospital mientras los
demás internos miraban a Frattini con asombro.
Sin embargo,
Frattini no disfrutó de su victoria. Sabía que cuando se recuperase, el
Yerbatero iría en busca de revancha.
15
Le decían así
porque se pasaba el día tomando mate. Los demás presos hacían lo mismo, pero el
Yerbatero era uno de los más peligrosos, y cuando se jactaba de cebar los
mejores mates de Devoto, y para no llevarle la contra, todos lo llamaban El
Yerbatero.
Regresó una
mañana después de pasar tres días internado en el hospital. Llevaba la cabeza
vendada para cubrir la docena de puntos de sutura que habían cerrado la herida
abierta por Frattini. Al entrar al Pabellón, el Yerbatero se dirigió
directamente a donde estaban Frattini y el Tano. Los dos lo miraron con
respeto, sin atreverse a decir nada.
-
Tano – dijo el Yerbatero, mirando a Franco.
-
Yerbatero – dijo Franco.
Pronunciaron sus
nombres como si eso bastara para reconocer el respeto que sentían uno por otro
y, además, para dejar en claro que el problema no era entre ellos dos.
Frattini estaba dispuesto
a terminar aquel asunto. Sin embargo, el Yerbatero no lo golpeó, ni siquiera lo
insultó. Tan sólo señaló su propia cama diciendo:
-
Venite a la ranchada, Pistola.
Frattini le
sostuvo la mirada. Estaba convencido que aquello era una excusa para devolverle
la gentileza. Pero no estaba asustado. Se había dado cuenta de que ya no le
tenía miedo a nada.
-
Quiero tomar unos mates con vos – dijo el
Yerbatero y se alejó en dirección a su cama.
Cuando se
quedaron solos, Frattini miró a Franco.
-
Tengo que ir – dijo.
-
Llevate esto por las dudas – dijo Franco,
mientras buscaba algo entre sus ropas.
Con cuidado,
retiró una faca, como los internos llamaban a los cuchillos caseros que
fabricaban con una bombilla de hierro afilada y un manojo de lonas por mango.
Frattini aceptó el consejo y se guardó la faca en el bolsillo.
-
Cuidate, Pistola – dijo Franco. Durante años lo
había llamado Carlitos, pero ahora lo llamaba por aquel sobrenombre que él
mismo le había puesto y que cada día parecía ser más apropiado.
Frattini se
volvió y, antes de empezar a caminar, contempló durante unos segundos la cabeza
vendada del Yerbatero, que tenía la mirada perdida en la pava que estaba sobre
el calentador.
Comenzó a
caminar lentamente, no por miedo, sino para reparar en cada detalle del
pabellón, no fuera que el Yerbatero hubiera acordado compartir la venganza con
otros internos. A medida que Frattini se acercaba, los que rodeaban al
Yerbatero se incorporaron y se alejaron de la escena.
Cuando estuvo
junto a la cama del Yerbatero, Frattini se detuvo. El Yerbatero alzó la vista y
las cejas, en un gesto que bien podía significar una bienvenida como una
amenaza.
-
Sentate, Pistola.
Frattini se
sentó. Con una mano en el bolsillo, aferraba la faca dispuesto a usarla por
primera y única vez en su vida. Durante unos segundos no dijeron nada, fue el
tiempo que el Yerbatero necesitó para cebar el primer mate, poner los ojos en
blanco para catar el primer sorbo y soltar un suspiro de aprobación.
-
El mate del hospital es una mierda – dijo, tendiéndole
el segundo mate a Frattini.
Frattini lo tomó
en silencio.
-
Rico el mate – dijo Frattini, y se arrepintió de
inmediato. Después de todo, no se habían juntado para tomar mate y hablar del
tiempo.
Pero entonces el
Yerbatero lo miró y, mientras se acomodaba la venda que le envolvía la cabeza,
dijo:
-
Estuve mal, Pistola, me quise meter con tus
compañeros… Pero tenés saber que no soy botón, por eso cuando en el hospital me
preguntaron qué me había pasado yo no te mandé al frente. Dije “me peleé” y punto.
-
Gracias – dijo Frattini, y a pesar de que sonó
altanero, realmente respetaba ese tipo de detalles.
Cuando pensaba
que todo había terminado, el Yerbatero se volvió a tomar la cabeza, como si la
presencia de Frattini hubiera abierto la herida.
-
Pero vos estuviste mal, Pistola, muy mal. Me
rompiste la cabeza.
-
Yo… - empezó a decir Frattini, pero el Yerbatero
lo detuvo con un gesto.
-
Si hubiera sido otro, no le hubiera ido a hablar
como estamos haciendo ahora. No. Voy y lo mato directamente. ¿Entendés?
Sin darse
cuenta, Frattini apretó tanto la faca que llevaba en el bolsillo que sintió un
pinchazo en uno de sus dedos.
-
Pero me hablaron de vos, Pistola. Me dijeron que
sos un tipo derecho, que no hacés boludeces.
-
Te dijeron bien. Yo hice lo que hice para defender
a mi compañero. No tengo ningún problema con vos.
Cuando se
estrecharon la mano, Frattini ya había soltado la faca.
Desde aquel día,
para sorpresa de todos, Frattini y el Yerbatero se convirtieron en amigos. A
veces, el Yerbatero se tocaba la cicatriz que le había quedado en la cabeza y
le decía:
-
Hijo de puta, Pistola, mirá cómo me dejaste – y
soltaba una carcajada.
Frattini también
reía, sabiendo que aquellos doce puntos en la cabeza del Yerbatero eran su
credencial de respeto frente a todos los internos del Penal de Devoto.
Con el correr de
los días, Frattini supo que Zamudio la había sacado barata. La mayoría de los
recién llegados eran evaluados por todos los presos. Aquellos que llegaban
solos eran observados con especial atención. Los miraban caminar solos por el
patio, aterrorizados por la soledad y el encierro, esperando que alguien les
hablara o algún grupo de internos los aceptara como compañeros. Si eran jóvenes
y atractivos como Zamudio, al poco tiempo de llegar alguien los invitaba a tomar
mate, les hacía preguntas para asegurarse de que estaban perdidos y por la
noche terminaban siendo violados en las duchas. Sólo unos pocos se resistían al
ataque, se defendían y luego eran tratados con respeto. Pero la mayoría de los
jóvenes eran atacados y violados, y preferían aceptar su nueva condición como parte
de una estrategia de sobrevivencia. Terminaban convirtiéndose en pareja de
algún peso pesado del Penal, y además de los favores sexuales también lavaban
ropa, platos y cocinaban a cambio de protección.
Sin embargo,
aquellos que primero eran violados y luego obligados a convertirse en
homosexuales eran marginados por todos. Los necesitaban, pero los maltrataban, y
los escondían de la vista del resto de los internos. Por eso ocupaban las
celdas del primer piso, junto al pasarela, y tenían el cruel beneficio de
recibir visitantes a todo hora que buscaban aquello que los otros no les podían
dar. Internos, celadores, policías, todos visitaban a los homosexuales y
pagaban los favores con regalos.
La primera vez
que Frattini vio entrar a un violador en el Penal, se sorprendió de cómo se
desarrollaban las cosas. Estaba en el pasillo cuando vio a un hombre joven
frente al celador, vestido con nuevas ropas carcelarias, a punto de ingresar.
Antes de abrir la reja, el celador gritó:
-
Muchachos, este es violín.
Frattini pudo
ver cómo se desencajaba el rostro del tipo, mientras los internos se acercaban
golpeando las paredes como una marea de demonios justicieros. Apenas cruzó la
reja, el tipo fue alzado en andas por los internos y lo condujeron a las duchas
para hacerle lo mismo que lo había llevado a prisión.
Como en el
reformatorio, como en la calle y como en todos los lugares por los que se había
movido hasta entonces, Frattini aprendió que no todos los presos eran iguales.
Franco, que llevaba más de un año ahí dentro, le dio una clase magistral sobre
los escalafones implícitos y explícitos que organizaban aquella sociedad de
marginados.
-
Arriba de todo están los que andan de apriete, de caño. Son la pesada:
ladrones de bancos, piratas del asfalto. Hablan poco, no hacen giladas. Si
tienen algún problema, vienen y te matan de una. Después están los que son como
vos, los escruchantes que salen de llave. En Pabellón 4 hay uno que se llama
Martinelli, el Tano Martinelli. Algún día tendrías que trabajar con él. Es
bueno en serio. Los estafadores vienen después que los escruchantes, esos están
acostumbrados a la buena vida y les cuesta adaptarse a la tumba.
Frattini lo
escuchaba con atención, tratando de encontrar en los internos que charlaban a
su alrededor algún signo que identificara la actividad que los había llevado
hasta Devoto. Pero, a simple vista, todos eran iguales. No para Franco.
-
Fijate, ese de ahí es un punga. Miralo. Mirá
cómo se mueve sin hacer ruido, esos son menos importantes que los otros que te
dije.
-
¿Y los asesinos?
-
Esos están mal vistos. Sobretodo los que mataron
policías. Cuando alguien mata a un rati, los ratis se decargan con los otros.
Por eso nadie los acepta, porque el chorro en serio no necesita matar para
robar. Villarino siempre dice eso.
-
¿Villarino?
-
Jorge Eduardo Villarino. Unas piernas bárbaras.
Algún día lo vas a conocer.
-
Cuando cae un asesino, acá la pasa mal. Lo
cagamos a trompadas para que aprenda. No podés matar a un tipo para robarle
diez pesos – dijo el Yerbatero, que se había acercado hasta ellos.
Frattini
asintió, como si estuviera en la escuela. Franco alzó un dedo:
-
Se le pega pero también se le habla. Si se
endereza, lo aceptamos y no vuelve a tener problemas. Pero muchos terminan
siendo alcahuetes de la cana y terminan mal.
-
Los alcahuetes son como los violadores. Son los
últimos, lo peor, la basura que hay que sacar – dijo el Yerbatero.
Sin embargo,
para los guardias los presos eran todos iguales. Frattini pudo verlo a los diez
días de llegar. Estaban tomando mate cuando el pasarela empezó a golpear las
rejas. Sólo entonces Frattini pudo ver a una treintena de guardias armados que
entraba al pabellón a la carrera. Inmediatamente, uno de los internos gritó:
-
Requisa.
Todos los
internos se incorporaron con un gesto de furia. Frattini no entendía qué
pasaba. Lo supo justo en ese mismo momento. A fuerza de palazos, los guardias los
obligaron a colocarse mirando contra la pared mientras comenzaban a correr las
camas hacia los cuatro costados del Pabellón. Cuando el centro estuvo
desocupado, empezaron a revolver los colchones, la ropa, los magros utensilios
de cocina que usaban los internos…
Excitado por la
escena que veía pero de la que no podía participar, el pasarela gritaba:
-
Mierdas, entreguen todo.
El sonido de los
palos era ensordecedor, golpeaban los barrotes, las camas, los vasos, las
pavas, los colchones… incluso quitaban las baldosas flojas en busca de facas,
púas, cualquier elemento punzante. Cuando encontraban cocaína, se apuraban a
guardársela para luego volver a vendérsela a los mismos presos que la habían
escondido en aquellos rincones. En un momento, Frattini intentó ver qué pasaba,
pero un palazo en los riñones lo convenció de que era mejor seguir mirando la
pared.
A sus espaldas,
el ruido a cosas que se rompían y los insultos cada vez eran mayores.
Al fin, fueron
acercándose en grupos a cada uno de los internos buscando más miserias. Cuando
llegó su turno, Frattini sintió un palazo en el hombro derecho.
-
Date vuelta, mierda.
Se giró, y por
sobre los guardias vio una maraña de colchones, ropas y enseres rotos,
mezclados en una enorme montaña en el centro del Pabellón.
-
Abrí la boca.
Frattini abrió
la boca. Uno de los guardias introdujo su mano enguantada y revisó a la boca de
Frattini con la delicadeza de un gorila.
-
Date vuelta y bajate los pantalones.
Frattini giró y se
bajó los pantalones.
-
Abrí los cantos.
Frattini separó
las piernas.
-
Levantate los huevos.
Los guardias
deslizaron sus manos por los genitales de Frattini, por el ano, riendo y
burlándose de él.
-
Listo. Vestite, sorete.
El interno que
estaba junto a él tuvo peor suerte. Los guardias le encontraron una hoja de
afeitar en la media y lo molieron a palos. Desde el pasillo alguien gritó:
-
Vamos – y todos los guardias se marcharon para
repetir la requisa en otro Pabellón.
Cuando los
internos se quedaron solos, dejaron de mirar la pared para volverse y descubrir
el desastre que habían provocado los guardias. Lentamente, se fueron acercando
a la montaña de ropas y colchones buscando sus pocas pertenencias. Frattini vio
que un preso se arrodillaba en un rincón con trozos de papel en la mano. Como
si se tratara de un rompecabezas, intentaba volver a armar la carta que su
novia le había enviado esa semana y que los guardias acababan de romper.
Alguien le apoyó
una mano en el hombro. Era Franco:
-
Bienvenido a Devoto.
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