Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 24 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 13, 14 y 15.




13

Una noche de 1954, alguien llamó a la puerta de su pieza. Al abrir, se encontró con Zamudio y Peralta. Entraron. Peralta caminaba por la pieza mientras Zamudio, de pie, temblaba como siempre que se ponía nervioso. Quien habló fue Peralta.
-        Carlitos, queremos ir a un cabaret pero no podemos andar con esto encima.
Frattini resopló al ver las dos pistolas.
-        ¿Y por qué no las dejaron en su casa?
Sus compañeros no dijeron nada.
-        Está bien, se las guardo. Pero mañana las sacan de acá.
Zamudio y Peralta sonrieron.
-        Gracias – dijeron a coro.
Mientras él alzaba el colchón, los otros apoyaron las pistolas sobre los elásticos de la cama. Se despidieron y se marcharon.
Frattini intentó dormir, pero los nervios le habían quitado la tranquilidad que necesitaba. Al fin, encendió la radio y se acostó. Se durmió escuchando a Los Plateros.

Aquel sueño era el más real que había tenido nunca.
-        Frattini, abra – gritaba una voz en la noche.
Giró en la cama.
-        Frattini – repetía la voz.
-        Frattini, abra. Policía.
Se acodó en la cama. La puerta se abrió de golpe, entraron dos hombres y se lanzaron sobre él dejándole en claro que no se trataba de un sueño.  
-        ¿Dónde están las pistolas? – dijo uno.
-        Yo no uso armas – comenzó a decir Frattini, entre dormido.
Pero entonces recordó la visita de Zamudio y Peralta. Hijos de puta, pensó Frattini.
Los policías lo obligaron a incorporarse, mientras otro alzaba el colchón donde estaban guardadas las armas. El policía tomó una en cada mano y apoyó los caños en las mejillas de Frattini. 
-        Magia. Acá están – se burló el policía. Después, con seriedad, preguntó: - ¿De quién son?
Por un momento, pensó en dar los nombres de Zamudio y Peralta. No por miedo a los policías, sino porque estaba furioso con ellos por haberlo metido problemas. Al fin dijo:
-        No sé, me las dejaron… Me dijeron que las venían a buscar a la mañana.
-        Estás detenido. Vestite.
Se vistió lentamente, mientras uno de los policías se guardaba en un bolsillo las joyas y el dinero que había encontrado en el cajón del ropero. Lo esposaron y lo empujaron en dirección a la calle. En la puerta de la pensión los esperaban dos patrulleros de la policía Bonaerense, uno detrás de otro. En el primero estaban Zamudio y Peralta que, avergonzados, evitaron su mirada.
Lo condujeron hacia el segundo auto. El policía que iba delante abrió la puerta y entró. Entonces Frattini se zafó del segundo y se echó a correr por la calle, en dirección a la avenida Caseros. A sus espaldas primero oyó la voz de alto, y luego el estruendo de un disparo.
-        Pará que te mato, hijo de puta – gritaba el policía.
En la oscuridad, encontró una casa a medio construir. Frattini se tiró al suelo y se escondió detrás de una pared. Entonces escuchó el rumor de unas pisadas y al girarse vio a otro agente que le apuntaba con el arma reglamentaria:
-        Movete y te mato.
Atrapado, Frattini no pudo hacer más que obedecer. Lo condujeron hasta el auto y lo subieron al asiento trasero, rodeado a un lado y otro por dos policías. Los dos autos arrancaron y se alejaron en dirección a la Provincia de Buenos Aires. Durante el viaje Frattini pensó en todo lo que había pasado, y se arrepintió de haber sido tan imprudente como para decirles a sus compañeros dónde vivía. Pero sabía que ya no podía volver el tiempo atrás.
A pesar de la oscuridad, Frattini comprendió que los autos se habían detenido frente a una casa, y no una comisaría. Lo obligaron a bajar a los empujones. En la vereda ya estaban Zamudio y Peralta, callados, la vista en el suelo. Uno de los agentes abrió la puerta de la casa y los demás los arrearon hasta el interior. La casa no tenía muebles, salvo una pequeña mesa y unas sillas desvencijadas. Los encerraron en una habitación con ventanas amuradas. Cuando estuvieron solos, Frattini miró a sus compañeros y los insultó. Zamudio y Peralta intentaron justificarse, pero entonces se abrió la puerta.
-        Vos, rubio. Vení – dijo el policía, soltando una bocanada de humo de cigarro.
Zamudio miró a Frattini, como si le pidiera autorización, pero él estaba demasiado enojado como para prestarle atención a los temores de su compañero. Zamudio salió del cuarto, y volvieron a cerrar la puerta. De pronto, oyeron música. Alguien había encendido una radio a todo volumen.
Media horas después, cuando la puerta se volvió a abrir, dos policías arrastraron a Zamudio y lo arrojaron al piso. Estaba inconciente. En sus brazos, Frattini vio quemaduras de cigarrillo y otras que no conocía pero que bien podía imaginar.
-        Ahora vos, Frattini.
Lo sujetaron del cuello y lo empujaron hacia afuera. Lo condujeron a otro cuarto, donde había dos agentes fumando junto a una cama de hierro, sin colchón.
-        Sacate la ropa – le ordenaron.
Cuando terminó de desnudarse, lo obligaron a acostarse sobre los elásticos de la cama. Tendido, la vista en el techo, sintió cómo le ataban las manos y los pies a los cuatro extremos de la cama. Otro se acercó con un cable en cada mano, que salían de una caja de metal.
-        Máquina, no, por favor – dijo Frattini, aterrorizado por las anécdotas que conocía de otros ladrones que habían pasado por la picana.
-        ¿Qué picana? Es un micrófono. Sirve para cantar, ¿vos cantás bien?
Entonces, uno de los policías encendió la radio y el de los cables le aplicó la primera descarga eléctrica en los genitales. Frattini se sacudió en la cama, el dolor era insoportable: los cables parecían despedir lenguas de fuego que le abrazaban los pies, el cuello, la lengua, los brazos…
-        Decime dónde robaste, dónde escondés la guita y las joyas.
Frattini gritaba tan fuerte que los policías tuvieron que taparle la boca con una almohada.
-        Cantá, Gardelito. Si querés hablar mové las manos – le decían y volvían a picanearlo.
Lo torturaron durante más de una hora. Al fin, cuando estaba a punto de quedar inconsciente, se detuvieron. El olor de su propia piel quemada le provocó náuseas, y cuando lo desataron cayó de rodillas al suelo y comenzó a vomitar. Sin embargo, no lograron arrancarle una sola palabra.
Temblaba, ni siquiera podía mantenerse en pie. Lo arrastraron hasta el cuarto donde Zamudio se recuperaba de sus propios dolores y Peralta, desesperado, esperaba que le llegase el turno a él. Cuando se llevaron a Peralta, Frattini volvió a vomitar. Le dolía todo el cuerpo. La máquina era mucho peor de lo que cualquiera le hubiera dicho.
Los mantuvieron encerrados en esa casa durante un par de días, torturándolos para que confesaran, o sólo por diversión.
Al fin, un día entraron los policías y los sacaron a la calle. Los subieron a dos patrulleros y los llevaron a una comisaría, donde volvieron a interrogarlos. Después, los llevaron a otra dependencia de la bonaerense y volvieron a torturarlos. Frattini había perdido la noción del tiempo. No sabía cuánto llevaba en ese estado.
Sin embargo era más resistente de lo que creía. Durante quince días él, Zamudio y Peralta permanecieron incomunicados.
Un día les dieron ropa limpia y los llevaron a una comisaría para someterlos a una rueda de reconocimiento. Peralta, vencido, había confesado un par de hechos y ahora, colocados en hilera detrás de un cristal, los tres pudieron ver al enorme taxista que habían asaltado y arrojado al pozo del baldío de la calle Defensa. El tipo gritaba y los amenazaba:
-        Son ellos. Los mato a los tres juntos, hijos de puta.
Los policías tuvieron que interponerse para que el taxista no se lanzara sobre el cristal. Debilitados como estaban, Frattini, Zamudio y Peralta no hubieran podido sobrevivir a la furia de sus puños.
Ese mismo día los llevaron ante un juez.
-        ¿Cómo los trataron los agentes? – preguntó el juez respetando la rutina.
-        Muy bien – contestaron ellos, respetando las amenazas que habían recibido antes de partir.
El proceso fue corto, casi un trámite burocrático. Demasiadas pruebas, demasiadas confesiones. Zamudio y Peralta fueron condenados a ocho meses de prisión por robo a mano armada. A Frattini, en cambio, lo habían detenido con dos pistolas en su poder. Para el juez eso significaba sólo una cosa: que era el jefe de la banda, y por lo tanto, su condena debía ser mayor. Así, Frattini recibió un año entero de condena por culpa de las armas que siempre se había negado a usar.
  


14

Llegaron al Penal de Devoto a medianoche, esposados en un camión sin ventanas. Los agentes los hicieron bajar a empujones. Las pocas luces que iluminaban el perímetro del Penal apenas si les permitieron adivinar el complejo de edificios donde pasarían los próximos meses. El silencio era absoluto. Salvo la guardia nocturna, no se veía a nadie más.
En fila india, custodiados por cinco agentes, Frattini, Zamudio y Peralta fueron conducidos hasta una puerta enrejada. Uno de los agentes gritó algo y la puerta se abrió. Cuando entraron, la puerta volvió a cerrarse. Los recibió el celador, que registró sus datos con dos dedos indecisos sobre una máquina de escribir. En la ropería dejaron las pocas pertenencias que tenían y se cambiaron de ropa. Obedecieron en silencio, agotados por los nervios, los golpes y las torturas de los últimos días.
Vestidos con sus ropas carcelarias marrones, se dirigieron a otra puerta enrejada que separaba la oficina del celador del interior del pabellón al que habían sido destinados. Cuando la puerta se abrió, los tres ingresaron tanteando el paisaje en medio de la penumbra. Atravesaron un largo pasillo tratando de oír los sonidos. En la quietud de la noche, el Penal parecía desierto.
Sin embargo, al entrar al pabellón, Frattini, Zamudio y Peralta descubrieron que todas las camas estaban ocupadas. En el centro, otros presos dormían en colchones apoyados directamente en el suelo. Los tres se miraron en la oscuridad. Frattini vio que Zamudio temblaba. Entonces él señaló la única pared que estaba libre y los tres se sentaron en el suelo.
Poco a poco fueron acostumbrándose a la oscuridad, hasta que pudieron ver las figuras que dormían a su alrededor. Frattini sabía que debía estar alerta, que no debía ceder al cansancio.  
Pasó la noche en silencio, con las pupilas dilatadas, tratando de adivinar cualquier movimiento en la oscuridad. Sentado contra la pared, recordó la primera vez que escapó de su casa. Tenía que aguantar un año, doce meses, trescientos sesenta y cinco días para recobrar la libertad.
Cuando comenzó a clarear, se incorporó entre una marea de cuerpos que rezongaban y se desperezaban en los colchones. Flexionó las rodillas, tratando de que la sangre volviera a circular por sus piernas y le permitiera recuperar la movilidad. Después esquivó a los presos que dormían en el suelo y se dirigió al baño.
Abrió el grifo y se lavó la cara con agua helada.
Poco a poco los demás internos comenzaron a llegar al baño. Al pasar lo miraban con curiosidad, una curiosidad amenazante que distaba de ser un recibimiento hospitalario. Entonces vio que uno de los presos se acercaba directamente a él.
-        Hijo de remil putas… - dijo el preso y le soltó un golpe en la boca.
Frattini se limpió con el dorso de la mano, y vio que tenía sangre. Cuando su atacante intentó un segundo golpe, Frattini cerró los puños y comenzó a golpearlo como nunca antes había golpeado a nadie. El otro cayó al piso, pero Frattini no se detuvo: le tomó la cabeza y se la golpeó contra la pileta. Ya no estaba dispuesto a aceptar ni un solo golpe más. Tomó al preso por la cabeza, y comenzó a raspársela contra el borde de la pileta de cemento. Hilos de sangre ajena le corrían por las manos.
Al fin lo soltó y el tipo cayó al piso. Apenas si le quedaban fuerzas para insultarlo en voz baja. Mientras llegaban los otros presos, Frattini volvió a lavarse las manos y la cara como si nada hubiera pasado. Los demás lo miraban con extrañeza. Entonces sintió que alguien lo tomaba del brazo.
-        Vení para acá.
Franco lo abrazó y se lo llevó de regreso al pabellón, donde los presos ya comentaban la pelea que se había producido en los baños. Se sentaron en una cama, donde otro preso estaba preparando mate mientras una pava silbaba sobre un pequeño calentador a gas.
-        Qué alegría, Carlitos – dijo Franco, y volvió a abrazarlo. Después, señalando al que estaba preparando el mate, agregó: - Te presento a mi hermano. Este es Carlitos, un gran amigo y un gran escruchante.
Lentamente, Zamudio y Peralta se acercaron a ellos. Estaban desconcertados.
-        ¿Vos te peleaste en el baño? – preguntó Peralta.
-        Me defendí.
-        Pero… ¿qué hacés acá? – preguntó el Tano.
-        Me encontraron dos pistolas 45 – dijo Frattini, mirando a sus dos compañeros.
-        ¿Vos con pistolas? ¿Y peleándote a las piñas? Como cambiaste, Carlitos – dijo Franco, riendo.
-        Sigo siendo el mismo – dijo Frattini sin mucho convencimiento.
Franco también había cambiado. Los últimos años lo habían convertido en un hombre rudo, de ancho tórax y brazos torneados. Incluso tenía varias cicatrices que Frattini no recordaba haber visto antes. Se había convertido en el matón que se insinuaba detrás del niño del reformatorio y el escruchante inexperto de otros tiempos.
A pesar de que seguía recordando las diferencias que los habían distanciado, Frattini se sentía aliviado de verlo. Pasaron el día conversando. Al anochecer, cuando cenaban en el comedor, el preso al que Frattini había golpeado se acercó a la mesa que él ocupaba junto a Franco, su hermano, Zamudio, Peralta y otros amigos del Tano. Al ver al tipo con el rostro hinchado por los golpes, Frattini se incorporó dispuesto a reanudar la pelea. Sin embargo, el tipo le tendió la mano diciendo:
-        Perdoname, te confundí con otro.
-        Está bien.
-        Me dijo el Tano que sos un tipo derecho. Hagamos de cuenta que no pasó nada – dijo y se sentó a la mesa que Frattini compartía con el Tano.
-        Si está acá, muy derecho no debe ser – dijo el Tano y todos soltaron una carcajada.
Frattini notó que Franco miraba a Zamudio con curiosidad. Cuando todos se levantaron para lavar los platos, el Tano le preguntó:
-        ¿El rubio viene con vos?
-        Es un amigo del barrio.
-        Se lo ve tiernito, y tiene pinta. Se lo van a querer voltear enseguida – dijo el Tano.
-        No lo va a tocar nadie, ¿me escuchaste? – dijo Frattini, serio.
-        Yo te aviso, nada más.

Durante los primeros días, Frattini fue entendiendo la rutina de la cárcel. Se acostumbró rápido a  despertar con los gritos del celador, que los obligaba a pararse delante de la cama para dar el presente. Lo que no soportaba era los palazos que el pasarela pegaba contra la reja por diversión, aburrimiento o tan solo para que el sonido del metal les recordara a todos los internos que él estaba sobre sus cabezas, yendo y viniendo por la pasarela que estaba suspendida en el techo y atravesaba todo el Pabellón. Sin embargo, por la noche hasta el pasarela se callaba. A Frattini le daba curiosidad el sueño quieto de los internos. No jugaban a las cartas, ni siquiera conversaban. Al fin, una mañana le dijo a Franco:
-        Loco, de noche acá no se puede hacer nada.
-        Nada. El sueño del preso es sagrado – dijo Franco, con solemnidad.
-        ¿Por qué?
-        Durmiendo le robás horas a tu condena. ¿Querés jugar al fútbol?
A Frattini se le iluminó la cara como después se iluminaron las caras de sus compañeros de encierro cuando lo vieron jugar. Cada Pabellón tenía su propio equipo, y pronto en todo el Penal empezó a comentarse que en el Pabellón 5º había un preso nuevo que jugaba de wing derecho. Inmediatamente, algunos lo compararon con Félix Lousteau, el jugador de River al que llamaban “Pistola”. Esto, sumado a las causas de su detención, terminó de darle forma a su nuevo bautismo. Y a Frattini, que odiaba las armas y la violencia, todos comenzaron a llamarlo “Pistola”.  

Una semana después de su llegada estaba junto a Franco, sentado en la cama, cuando su amigo le dijo:
-        Ya andan preguntando por Zamudio. Yo te avisé.
-        ¿Y qué dijiste?
-        Nada. Pero lo ven tan débil y lindo que se creen que es maricón.
-        No es maricón – dijo Frattini, incómodo.
-        Hasta que lo agarren. Y eso va a pasar pronto. El Yerbatero me pidió que se lo presente.
-        ¿Quién?
-        Aquel de allá – dijo el Tano, señalando una cama donde había un hombre mayor que ellos.
-        Hijo de puta – dijo Frattini, incorporándose.
-        Dejá que se arregle solo – dijo el Tano.
-        A Zamudio no lo va a tocar nadie – dijo Frattini.
De pronto, Frattini sintió que toda la sangre de su cuerpo comenzaba a hervir. No soportaba la idea de que su amigo fuera violado. Sin pensarlo, tomó el calentador portátil donde habían calentado el agua del mate y lo sujetó con fuerza.
-        ¿Adónde vas? ¿estás loco, Pistola?
Frattini no contestó. Estaba furioso. Se alejó de Franco en dirección al Yerbatero. Cuando llegó a su cama, el otro se incorporó. Tenía su misma altura, pero su cuerpo era mucho más robusto que el de Frattini. Sin embargo, él no se detuvo.
-        No te metas con mis compañeros, ¿me entendiste? – gritó Frattini.
Antes de que el Yerbatero pudiera reaccionar, Frattini alzó la mano y lo golpeó con el calentador en la cabeza. El tipo cayó desplomado en el suelo. El golpe le había abierto una herida que comenzaba a sangrar.
Frattini volvió a increparlo:
-        Levantate, hijo de puta. ¿A quién querés tocar, vos?
El Yerbatero no contestó. Frattini lo sacudió con el pie, pero el tipo estaba inconsciente, tendido sobre un charco de sangre.
-        ¿Está muerto? – preguntó Franco, asustado.
-        Pelea – gritó el pasarela desde el cielo.
Con extrañeza, como si se tratara de un sueño, Frattini se miró la mano que aun sostenía el calentador. Entonces se oyeron gritos y Franco le empujó para alejarlo de la escena. Cuando volvieron a sentarse en la cama, dijo:
-        ¿Qué hiciste, animal?
Frattini no contestó. En ese momento, prevenidos por los gritos del pasarela, una tropa de celadores entró al pabellón y alejó a los curiosos que se habían acercado al Yerbatero. Los guardias agitaban los bastones delante de los internos, preguntando quién le había pegado al Yerbatero, pero nadie contestaba. En la cárcel, como en la calle, los problemas se resolvían sin necesidad de intermediarios. Al fin, cargaron al herido en una camilla y lo llevaron al hospital mientras los demás internos miraban a Frattini con asombro.
Sin embargo, Frattini no disfrutó de su victoria. Sabía que cuando se recuperase, el Yerbatero iría en busca de revancha.





15
Le decían así porque se pasaba el día tomando mate. Los demás presos hacían lo mismo, pero el Yerbatero era uno de los más peligrosos, y cuando se jactaba de cebar los mejores mates de Devoto, y para no llevarle la contra, todos lo llamaban El Yerbatero.  
Regresó una mañana después de pasar tres días internado en el hospital. Llevaba la cabeza vendada para cubrir la docena de puntos de sutura que habían cerrado la herida abierta por Frattini. Al entrar al Pabellón, el Yerbatero se dirigió directamente a donde estaban Frattini y el Tano. Los dos lo miraron con respeto, sin atreverse a decir nada.
-        Tano – dijo el Yerbatero, mirando a Franco.
-        Yerbatero – dijo Franco.
Pronunciaron sus nombres como si eso bastara para reconocer el respeto que sentían uno por otro y, además, para dejar en claro que el problema no era entre ellos dos.
Frattini estaba dispuesto a terminar aquel asunto. Sin embargo, el Yerbatero no lo golpeó, ni siquiera lo insultó. Tan sólo señaló su propia cama diciendo:
-        Venite a la ranchada, Pistola.
Frattini le sostuvo la mirada. Estaba convencido que aquello era una excusa para devolverle la gentileza. Pero no estaba asustado. Se había dado cuenta de que ya no le tenía miedo a nada.
-        Quiero tomar unos mates con vos – dijo el Yerbatero y se alejó en dirección a su cama.
Cuando se quedaron solos, Frattini miró a Franco.
-        Tengo que ir – dijo.
-        Llevate esto por las dudas – dijo Franco, mientras buscaba algo entre sus ropas.
Con cuidado, retiró una faca, como los internos llamaban a los cuchillos caseros que fabricaban con una bombilla de hierro afilada y un manojo de lonas por mango. Frattini aceptó el consejo y se guardó la faca en el bolsillo.
-        Cuidate, Pistola – dijo Franco. Durante años lo había llamado Carlitos, pero ahora lo llamaba por aquel sobrenombre que él mismo le había puesto y que cada día parecía ser más apropiado.
Frattini se volvió y, antes de empezar a caminar, contempló durante unos segundos la cabeza vendada del Yerbatero, que tenía la mirada perdida en la pava que estaba sobre el calentador.
Comenzó a caminar lentamente, no por miedo, sino para reparar en cada detalle del pabellón, no fuera que el Yerbatero hubiera acordado compartir la venganza con otros internos. A medida que Frattini se acercaba, los que rodeaban al Yerbatero se incorporaron y se alejaron de la escena. 
Cuando estuvo junto a la cama del Yerbatero, Frattini se detuvo. El Yerbatero alzó la vista y las cejas, en un gesto que bien podía significar una bienvenida como una amenaza.
-        Sentate, Pistola.
Frattini se sentó. Con una mano en el bolsillo, aferraba la faca dispuesto a usarla por primera y única vez en su vida. Durante unos segundos no dijeron nada, fue el tiempo que el Yerbatero necesitó para cebar el primer mate, poner los ojos en blanco para catar el primer sorbo y soltar un suspiro de aprobación.
-        El mate del hospital es una mierda – dijo, tendiéndole el segundo mate a Frattini.
Frattini lo tomó en silencio.  
-        Rico el mate – dijo Frattini, y se arrepintió de inmediato. Después de todo, no se habían juntado para tomar mate y hablar del tiempo.
Pero entonces el Yerbatero lo miró y, mientras se acomodaba la venda que le envolvía la cabeza, dijo:
-        Estuve mal, Pistola, me quise meter con tus compañeros… Pero tenés saber que no soy botón, por eso cuando en el hospital me preguntaron qué me había pasado yo no te mandé al frente. Dije “me peleé” y punto.
-        Gracias – dijo Frattini, y a pesar de que sonó altanero, realmente respetaba ese tipo de detalles.
Cuando pensaba que todo había terminado, el Yerbatero se volvió a tomar la cabeza, como si la presencia de Frattini hubiera abierto la herida.
-        Pero vos estuviste mal, Pistola, muy mal. Me rompiste la cabeza.
-        Yo… - empezó a decir Frattini, pero el Yerbatero lo detuvo con un gesto.
-        Si hubiera sido otro, no le hubiera ido a hablar como estamos haciendo ahora. No. Voy y lo mato directamente. ¿Entendés?
Sin darse cuenta, Frattini apretó tanto la faca que llevaba en el bolsillo que sintió un pinchazo en uno de sus dedos.
-        Pero me hablaron de vos, Pistola. Me dijeron que sos un tipo derecho, que no hacés boludeces.
-        Te dijeron bien. Yo hice lo que hice para defender a mi compañero. No tengo ningún problema con vos. 
Cuando se estrecharon la mano, Frattini ya había soltado la faca.
Desde aquel día, para sorpresa de todos, Frattini y el Yerbatero se convirtieron en amigos. A veces, el Yerbatero se tocaba la cicatriz que le había quedado en la cabeza y le decía:
-        Hijo de puta, Pistola, mirá cómo me dejaste – y soltaba una carcajada.
Frattini también reía, sabiendo que aquellos doce puntos en la cabeza del Yerbatero eran su credencial de respeto frente a todos los internos del Penal de Devoto.

Con el correr de los días, Frattini supo que Zamudio la había sacado barata. La mayoría de los recién llegados eran evaluados por todos los presos. Aquellos que llegaban solos eran observados con especial atención. Los miraban caminar solos por el patio, aterrorizados por la soledad y el encierro, esperando que alguien les hablara o algún grupo de internos los aceptara como compañeros. Si eran jóvenes y atractivos como Zamudio, al poco tiempo de llegar alguien los invitaba a tomar mate, les hacía preguntas para asegurarse de que estaban perdidos y por la noche terminaban siendo violados en las duchas. Sólo unos pocos se resistían al ataque, se defendían y luego eran tratados con respeto. Pero la mayoría de los jóvenes eran atacados y violados, y preferían aceptar su nueva condición como parte de una estrategia de sobrevivencia. Terminaban convirtiéndose en pareja de algún peso pesado del Penal, y además de los favores sexuales también lavaban ropa, platos y cocinaban a cambio de protección.
Sin embargo, aquellos que primero eran violados y luego obligados a convertirse en homosexuales eran marginados por todos. Los necesitaban, pero los maltrataban, y los escondían de la vista del resto de los internos. Por eso ocupaban las celdas del primer piso, junto al pasarela, y tenían el cruel beneficio de recibir visitantes a todo hora que buscaban aquello que los otros no les podían dar. Internos, celadores, policías, todos visitaban a los homosexuales y pagaban los favores con regalos.

La primera vez que Frattini vio entrar a un violador en el Penal, se sorprendió de cómo se desarrollaban las cosas. Estaba en el pasillo cuando vio a un hombre joven frente al celador, vestido con nuevas ropas carcelarias, a punto de ingresar. Antes de abrir la reja, el celador gritó:
-        Muchachos, este es violín.
Frattini pudo ver cómo se desencajaba el rostro del tipo, mientras los internos se acercaban golpeando las paredes como una marea de demonios justicieros. Apenas cruzó la reja, el tipo fue alzado en andas por los internos y lo condujeron a las duchas para hacerle lo mismo que lo había llevado a prisión.

Como en el reformatorio, como en la calle y como en todos los lugares por los que se había movido hasta entonces, Frattini aprendió que no todos los presos eran iguales. Franco, que llevaba más de un año ahí dentro, le dio una clase magistral sobre los escalafones implícitos y explícitos que organizaban aquella sociedad de marginados.
-        Arriba de todo están los  que andan de apriete, de caño. Son la pesada: ladrones de bancos, piratas del asfalto. Hablan poco, no hacen giladas. Si tienen algún problema, vienen y te matan de una. Después están los que son como vos, los escruchantes que salen de llave. En Pabellón 4 hay uno que se llama Martinelli, el Tano Martinelli. Algún día tendrías que trabajar con él. Es bueno en serio. Los estafadores vienen después que los escruchantes, esos están acostumbrados a la buena vida y les cuesta adaptarse a la tumba.
Frattini lo escuchaba con atención, tratando de encontrar en los internos que charlaban a su alrededor algún signo que identificara la actividad que los había llevado hasta Devoto. Pero, a simple vista, todos eran iguales. No para Franco.
-        Fijate, ese de ahí es un punga. Miralo. Mirá cómo se mueve sin hacer ruido, esos son menos importantes que los otros que te dije.
-        ¿Y los asesinos?
-        Esos están mal vistos. Sobretodo los que mataron policías. Cuando alguien mata a un rati, los ratis se decargan con los otros. Por eso nadie los acepta, porque el chorro en serio no necesita matar para robar. Villarino siempre dice eso.
-        ¿Villarino?
-        Jorge Eduardo Villarino. Unas piernas bárbaras. Algún día lo vas a conocer.
-        Cuando cae un asesino, acá la pasa mal. Lo cagamos a trompadas para que aprenda. No podés matar a un tipo para robarle diez pesos – dijo el Yerbatero, que se había acercado hasta ellos.
Frattini asintió, como si estuviera en la escuela. Franco alzó un dedo:
-        Se le pega pero también se le habla. Si se endereza, lo aceptamos y no vuelve a tener problemas. Pero muchos terminan siendo alcahuetes de la cana y terminan mal.
-        Los alcahuetes son como los violadores. Son los últimos, lo peor, la basura que hay que sacar – dijo el Yerbatero.
Sin embargo, para los guardias los presos eran todos iguales. Frattini pudo verlo a los diez días de llegar. Estaban tomando mate cuando el pasarela empezó a golpear las rejas. Sólo entonces Frattini pudo ver a una treintena de guardias armados que entraba al pabellón a la carrera. Inmediatamente, uno de los internos gritó:
-        Requisa.
Todos los internos se incorporaron con un gesto de furia. Frattini no entendía qué pasaba. Lo supo justo en ese mismo momento. A fuerza de palazos, los guardias los obligaron a colocarse mirando contra la pared mientras comenzaban a correr las camas hacia los cuatro costados del Pabellón. Cuando el centro estuvo desocupado, empezaron a revolver los colchones, la ropa, los magros utensilios de cocina que usaban los internos…
Excitado por la escena que veía pero de la que no podía participar, el pasarela gritaba:
-        Mierdas, entreguen todo.
El sonido de los palos era ensordecedor, golpeaban los barrotes, las camas, los vasos, las pavas, los colchones… incluso quitaban las baldosas flojas en busca de facas, púas, cualquier elemento punzante. Cuando encontraban cocaína, se apuraban a guardársela para luego volver a vendérsela a los mismos presos que la habían escondido en aquellos rincones. En un momento, Frattini intentó ver qué pasaba, pero un palazo en los riñones lo convenció de que era mejor seguir mirando la pared.
A sus espaldas, el ruido a cosas que se rompían y los insultos cada vez eran mayores.
Al fin, fueron acercándose en grupos a cada uno de los internos buscando más miserias. Cuando llegó su turno, Frattini sintió un palazo en el hombro derecho.
-        Date vuelta, mierda.
Se giró, y por sobre los guardias vio una maraña de colchones, ropas y enseres rotos, mezclados en una enorme montaña en el centro del Pabellón.
-        Abrí la boca.
Frattini abrió la boca. Uno de los guardias introdujo su mano enguantada y revisó a la boca de Frattini con la delicadeza de un gorila.
-        Date vuelta y bajate los pantalones.
Frattini giró y se bajó los pantalones.
-        Abrí los cantos.
Frattini separó las piernas.
-        Levantate los huevos.
Los guardias deslizaron sus manos por los genitales de Frattini, por el ano, riendo y burlándose de él.
-        Listo. Vestite, sorete.
El interno que estaba junto a él tuvo peor suerte. Los guardias le encontraron una hoja de afeitar en la media y lo molieron a palos. Desde el pasillo alguien gritó:
-        Vamos – y todos los guardias se marcharon para repetir la requisa en otro Pabellón.
Cuando los internos se quedaron solos, dejaron de mirar la pared para volverse y descubrir el desastre que habían provocado los guardias. Lentamente, se fueron acercando a la montaña de ropas y colchones buscando sus pocas pertenencias. Frattini vio que un preso se arrodillaba en un rincón con trozos de papel en la mano. Como si se tratara de un rompecabezas, intentaba volver a armar la carta que su novia le había enviado esa semana y que los guardias acababan de romper.
Alguien le apoyó una mano en el hombro. Era Franco:
-        Bienvenido a Devoto.

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