Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 25 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 16 y 17.




16

Estaba sentado al sol con el Yerbatero en uno de los rincones del patio, tomando mate. De pronto, su compañero alzó la cabeza como si hubiera descubierto un viejo recuerdo entre todos los que había contado aquella mañana. Pero no era un recuerdo, al menos no todavía.
-        Mirá, Pistola. Ese se llama Faría – dijo el Yerbatero señalando a un interno que caminaba solo por el patio.
-        ¿Y qué pasa?
-        Ya vas a ver.  Mirá, ahí viene Roldán.
De pronto, los demás presos se apartaron y Frattini pudo ver que otro se acercaba a Faría, con una mano en el bolsillo. Al llegar junto a Faría, Roldán retiró la mano de su bolsillo. Durante una milésima de segundo, Frattini pudo ver el brillo del metal. Luego, la mano de Roldán incrustó la faca en el pecho de Faría y la removió dentro de su cuerpo. Al caer, Faría ya iba camino al infierno. Roldán soltó la faca y escupió sobre el cadáver.
-        Ya lo mató. Ahora corramos… - dijo el Yerbatero, incorporándose de golpe.
Él y Frattini corrieron hacia el interior del Pabellón, entre otros presos que gritaban y los guardias que salían con los bastones en alto.
Durante dos horas, los guardias requisaron los Pabellones e interrogaron a cada uno de los internos sin obtener respuesta. Nadie había visto nada. Nadie sabía quién había sido el asesino. Sin embargo, Frattini no podía dejar de pensar en el rostro de Roldán en el momento justo en que hería de muerte a Faría.
Cuando las aguas se aquietaron, o mejor dicho, cuando las autoridades del penal aceptaron que los internos preferían compartir la condena por asesinato que denunciar al asesino, Frattini se acercó al Yerbatero y le preguntó:
-        ¿Por qué lo mató?
-        Faría y Roldán eran muy amigos. Cayeron juntos hace tiempo. Cada vez que la mujer de Roldán venía a visitarlo, a Faría se le iban los ojos. Como Faría tenía una condena menor, cuando salió lo primero que hizo fue a visitar a la mujer del Roldán. Se la cogió una vez sola. Y la semana pasada cayó en cana otra vez. Anoche lo trasladaron acá.
-        Lo peor que puede hacer un preso es cogerse a la mujer de un compañero que está adentro. Aprendételo de memoria, Pistola – dijo Pichón Laginestra,. 
Pero Faría no era el único que había sufrido una venganza en Devoto. El Yerbatero, que no había querido vengar el golpe de Frattini, parecía conocer todas aquellas historias. Incluso una que lo incluía al propio Franco.
-        Cuidate del Tano – le dijo el Yerbatero un día - Es buen pibe, pero le gusta tanto la guita que caga a cualquiera.
 Frattini no dijo nada, conocía demasiado a su amigo como para sorprenderse.
-        Cuando llegó, acá había unas piernas que habían sido compañeros suyos. El Tano les había cagado plata en un hecho, y cuando lo vieron llegar le pegaron tanto que casi lo matan.

Como al Yerbatero, a todos los internos les gustaba contar historias. Era una manera de matar el tiempo que debían pasar encerrados. Porque dentro del Penal los días se sucedían iguales unos a otros y una historia podía servir para tachar un par de horas de condena. Al principio Frattini se sorprendía al oír las conversaciones que le permitían conocer el historial de cada uno de sus compañeros y el de aquellos que habían pasado por el Pabellón. Pero con el correr de los días, notó que las anécdotas que contaban sus compañeros iban incorporando nuevos elementos, nuevos peligros, y se volvían más fantásticas cada vez que volvían a ser contadas. Después de contar su historia tres veces, Frattini también comenzó a mentir, no tanto por darse aires heroicos, sino porque hasta a él mismo se aburría.
Pero el aburrimiento se interrumpía los días de visitas. De pronto, aquel lugar sórdido se llenaba con la risa de los hijos de los presos, con el afecto de sus padres, con la sensualidad de sus mujeres y las siluetas de sus hermanas. Como en el reformatorio, Frattini volvió a sentir envidia del Tano, que recibía la visita de su familia de manera ininterrumpida.  
Además de brindar un poco de afecto y aire nuevo, las visitas les llevaban yerba, azúcar, cigarrillos, galletitas. Montones de mercadería que servían para el consumo, para sobornar celadores o bien como moneda de cambio que les permitía conseguir drogas y privilegios.
Antes de entrar al Pabellón, hombres, mujeres, niños y ancianos debían desnudarse y soportar el maltrato obsceno de los guardias. Aquello alejaba a las visitas y desolaba a los internos, que esperaban hasta último momento con la esperanza de ver entrar a sus familias. Al fin, cuando terminaba el horario de visita, muchos terminaban a los gritos, insultando al pasarela que se burlaba de ellos desde las alturas. Cada vez que un interno dejaba de recibir visitas comenzaba a desmoronarse. Pasaba días enteros acostado, se irritaba, dejaba de lavarse, como si más que una visita esperara la llegada de la muerte.
Acostumbrado a la soledad y al abandono, Frattini ni siquiera esperaba tener visitas. Quizá por eso se emocionó tanto el día que oyó su apellido resonando en el pasillo.
-        Frattiniiiiiiiiiii, Frattiniiiiiiiiiiiiii – gritaba una voz de niña.
Al asomarse, descubrió a su hermana Francisca buscándolo entre los internos. De inmediato, Frattini se echó a correr hacia la niña. La tomó en brazos y la besó en la frente, mientras sus hermanas mayores y Mirtha lloraban de alegría.
-        Las nenas te querían ver, Carlitos.
Carlitos. Su propio nombre le resultaba tan ajeno como esas caricias que le dedicaban sus hermanas.
-        ¿Cómo hicieron para venir? Papá… - comenzó a decir Frattini, y se detuvo.
Por un momento sintió que se le helaba la sangre. Carlitos, el niño golpeado seguía escondido dentro de él, detrás del hombre duro en el que se había convertido y que ya no le temía a nadie, ni siquiera a su padre.  
-        ¿Cómo está él?
-        Igual que siempre. No sabe que vinimos – respondió Mirtha.

Ocho meses después del ingreso, Peralta y Zamudio se despidieron de Frattini y se marcharon de Devoto. Zamudio lo retuvo entre sus brazos temblorosos durante un buen rato, incapaz de decir nada, pero incapaz de ignorar lo que Frattini había hecho por él.
-        Andá tranquilo, Zamudio. No te metas en quilombos – dijo Frattini, pegado a la reja, viendo cómo se alejaban aquellos dos amigos tan idiotas, peligrosos y queridos.
Franco salió al poco tiempo. De pronto, Frattini se había quedado solo en Devoto. Hasta el Yerbatero se preparaba para marcharse. Sin embargo, poco antes de cumplir su condena quiso presentarle a alguien. Estaban en el patio, y el Yerbatero se le acercó acompañado por otro hombre.
-        Pistola, te presento al Tano Martinelli.
Frattini estrechó la mano del desconocido y pudo ver que tenía los brazos atravesados por infinitas cicatrices. El Tano notó la mirada de Frattini, y sonrió.
-        Mucha picana.
-        Se nota – dijo Frattini.
-        El Tano es uno de los mejores escruchantes de Buenos Aires – dijo el Yerbatero, pasando un brazo por los hombros de Martinelli. Y, en voz baja, con gesto serio, agregó:- Si lo escuchás, vas aprender muchas cosas, Pistola.
-        Franco me habló muy bien de vos – dijo Frattini.
Desde ese día, el Tano Martinelli se convirtió en un su amigo. Aunque para Frattini más que un amigo resultó ser un verdadero maestro.
Como estaba en otro Pabellón, sólo podían compartir los recreos, pero en esos ratos Frattini lo escuchaba con atención, memorizando cada uno de los consejos que le daba.
-        De caño no vas a hacer nada, ¿me escuchaste? La condena por mano armada es larga, así que yo te voy a enseñar algunos trucos con las llaves. Es un laburo seguro, y podés ganar mucha plata.
Durante días, Martinelli le enseñó los secretos del buen escruchante. Primero había que aprender a identificar las llaves y clasificarlas según las combinaciones que cada una permitiera. La llave más sencilla era la que el Tano llamaba “petisa”, que tenía apenas cinco combinaciones. La Yale, esa que se usaba para abrir las puertas de calle de los edificios, era la más compleja de todas, con más de 100.000 combinaciones.
-        ¿Vos trabajabas las llaves?
-        No – respondió Frattini.
-        Tenés que trabajarlas todas. Tu llavero tiene que ser como el muestrario de un tapicero: cada llave debe tener su propia textura, su propio color, su propio canal y su propia cantidad de dientes. Limalas de un lado y del otro. Cuantas más llaves distintas tengas, más puertas se te van a abrir.
-        Ya tengo ganas de salir…
-        ¿Para qué querés salir a robar?
-        Para poder vivir.
-        Para poder vivir podés limpiar baños – dijo el Tano, con un tono de reproche. Después, mirándolo a los ojos, agregó:- No, Pistola. Si salís a robar, es para vivir bien. Para ir a los mejores restaurantes, para tomar el mejor vino, para tomar la mejor falopa, para vestir las mejores pilchas del mundo y para cogerte a las mejores minas. Si no es para eso, ¿qué sentido tiene arriesgarse?
-        Yo no tomo y no me falopeo – dijo Frattini, con el orgullo herido.
-        Mejor. Y si algún día empezás a tomar falopa, hacelo cuando no trabajes. El que se falopea para salir a robar es un gil. No tiene reflejos y se saca y puede terminar matando a alguien. Y eso no es de buen ladrón.
La proximidad del fin de su condena y las conversaciones con el Tano envolvieron a Frattini en una ansiedad que lo asfixiaba. Cada día, se detenía a mirar el cielo con la boca abierta, como un pez afuera del agua.
Cuando el Tano Martinelli salió, el aburrimiento se le volvió insoportable. Estaba harto de la rutina. A veces, mirándose al espejo, creía notar que su piel estaba verde, quizá por el encierro, quizá por el mate que pasaba de mano en mano, como si eso bastara para que el tiempo pasara de una vez por todas.
Cerraba los ojos para imaginar las calles de Buenos Aires, los cines, los restaurantes y las puertas que esperaban ser abiertas para regalarle joyas y billetes.
Fue por aquellos últimos meses de condena que, sin darse cuenta, empezó a dibujar. Desde sus épocas de estudiante que no se concentraba en algo más que no fueran llaves y cerraduras. Pero aquel día encontró una fotografía de Rita Hayworth en una revista y no pudo contenerse. Pidió prestado un lápiz, un papel, y comenzó a dibujar el retrato. Lentamente, otros internos se fueron acercando para contemplar el prodigio.
-        Pistola, ¿quién te enseñó a dibujar así? – le preguntó Pichón Laginestra.
Pero Frattini no le contestó. Ya había comenzado a copiar el rostro de Glenn Ford. No podía detenerse. Cada línea que dibujaba, cada minuto que pasaba, era uno menos ahí adentro.




17


Eran las doce de la noche cuando cruzó aquel mismo portón por el que había entrado hacía ya un año. La calle estaba desierta. Antes de alejarse del Penal, lo observó con detenimiento. De las ventanas de los pabellones le llegó el desconsuelo mudo de sus ahora ex compañeros de encierro. Frattini se desabrochó los primeros botones de la camisa para superar esa sensación de asfixia que lo había acompañado durante toda su condena.
Esa misma noche alquiló una pieza en una pensión del Once. Aunque estaba agotado por los nervios, le costó dormirse. Él, que siempre había sido un niño, un joven, un hombre solitario, de pronto extrañaba los murmullos, el roce de las mantas y los ronquidos de los demás internos que habían sido su canción de cuna durante todo un año.
Pero al día siguiente disfrutó darse una ducha en soledad. Se afeitó, se vistió con las únicas ropas que tenía y salió a la calle. Si bien en Devoto había fantaseado con los robos que haría el primer día de libertad, ahora que había llegado el momento algo en su interior le decía que no podía cometer los mismos errores.
Antes que nada, quería visitar a Mirtha y las nenas. Poco a poco, a medida que se fue acercando a La Boca, su cuerpo se fue aflojando, como si las calles por las que había vagado de niño sólo le trajeran recuerdos felices. Los saludos de los vecinos, de los almaceneros, de los canillitas que lo conocían lo pusieron de buen humor. Después de un año entre ladrones, asesinos y violadores, La Boca era el paraíso.
Al entrar al patio del conventillo, las mujeres lo abrazaron.
-        Carlitos, no te metas en quilombos – le decían.
El las abrazaba, las besaba en las mejillas y les preguntaba por cada uno de sus hijos, maridos o nietos. Al fin, se decidió a entrar en su casa. Subió las escaleras con el recuerdo de las noches que había pasado allí escondido, escapando de los golpes de su padre.
Llamó a la puerta, y Mirtha lo recibió con una sonrisa. Entró y se sentó a la mesa. Mirtha le sirvió facturas y mate, con ese gesto tan suyo que encerraba el silencioso sometimiento al que la había condenado su marido.
En un momento, Mirtha se llevó ambas manos a la cabeza y comenzó a presionarse la frente con los pulgares. Con los ojos cerrados, se masajeó las sienes respirando lentamente, como si los movimientos le costaran demasiado esfuerzo.
-        ¿Qué te pasa?
-        Nada. Me duele la cabeza.
-        ¿Tomaste una aspirina?
-        Sí, pero no se me pasa. Todos los días es igual. Y cada vez me duele más. A veces, ni siquiera puedo dormir.
-        ¿Fuiste al médico?
-        Sí, pero dicen que no es nada.
Conversaron durante un rato, hasta que Frattini comenzó a sentirse inquieto. Miraba las paredes, las camas, los juguetes de sus hermanas y, además de la emoción del reencuentro y los recuerdos, sintió una terrible extrañeza con todo lo que lo rodeaba. Era y no era su casa. Era y no era su infancia. Era su vida, pero él quería otra.
Al fin, se incorporó y se despidió de Mirtha.
-        ¿No te quedás a comer? Las nenas van a llegar del colegio en un rato… siempre preguntan por vos – dijo Mirtha, retorciéndose las manos en el delantal.
-        No, mamá. Vengo otro día. Tengo mucho que hacer.
-        Cuidate, Carlitos. Por favor, cuidate.

Al verlo entrar, los mozos de La Churrasquita se acercaron para saludarlo.
-        Carlitos, tanto tiempo…
-        Hola, hola…
Mientras estrechaba manos y repartía abrazos, buscaba entre los comensales el rostro que había ido a buscar. Lo encontró sentado a una mesa, comiendo un enorme plato de carnes y ensalada. Cuando estuvo junto a él, el Tano Martinelli, que se estaba llevando el tenedor a la boca, se incorporó de un salto.
-        Pistola, viniste.
Se abrazaron con afecto.
-        Vení, sentate – dijo el Tano, mientras alzaba una mano para llamar a uno de los mozos.
-        ¿Qué desean los señores atorrantes? – preguntó el mozo, que los conocía demasiado.
-        ¿Qué comés, Pistola? – le preguntó el Tano.
-        Ya comí – mintió Frattini.
El Tano ladeó la cabeza.
-        Dale, dale. Yo invito.
Mientras comían, conversaron sobre la suerte de sus compañeros. Al fin, cuando les retiraron los platos y les sirvieron el café, el Tano se puso serio. Había llegado la hora de hablar de negocios.
-        Me imagino que no viniste solamente para saludarme – dijo.
-        No.
-        ¿Querés volver a laburar?
Frattini retiró de su bolsillo un llavero con más de cincuenta llaves que había limado y perfeccionado tal y como el Tano le había enseñado en los recreos de Devoto.
-        Epa, estuviste con el cerrajero, veo.
-        Sí, pero necesito un compañero – respondió Frattini mirándolo a los ojos.
-        ¿Dónde vas a encontrar un compañero que te garpe la comida? – dijo el Tano, señalándose el pecho.
Frattini sonrió. Otra vez estaba en el ruedo.

Era el mes de mayo, y el cielo de Buenos Aires comenzaba a fundirse en gris plomo, cubriendo de sombras las calles, el hollín de las iglesias que habían sido incendiadas el año anterior, la fachada de los edificios y hasta la Casa de Gobierno, cercada por los conspiradores.  Y sin embargo, Frattini y el Tano Martinelli disfrutaban de una eterna primavera iluminada por el brillo de las joyas.
Desde el comienzo de aquella sociedad, Frattini había incorporado cada uno de los tics que el Tano le había enseñado en Devoto. Para el Tano, estaba prohibido tomar ascensores. Después de abrir una puerta de calle, subían las escaleras hasta el último de los pisos. Elegían una puerta, y entonces el Tano se quitaba el alfiler de la corbata con delicadeza y la utilizaba para abrir la mirilla de la puerta. Si la casa parecía despejada, entraban. Si alguna sombra se movía, se echaban a correr por las escaleras como dos atletas olímpicos. Siempre la misma rutina, siempre grandes botines. Era una época dorada, literalmente. Frattini podía notarlo en cada cajón, en cada cómoda, en cada alhajero que desvalijaba.
Tantas joyas había que en apenas un par de semanas pudo comprarse trajes a medida, camisas, medias, zapatos y sobretodos mejores que los que había tenido antes de ser detenido y que, quién podía saberlo, habrían sido robados por sus antiguos vecinos de pensión o, incluso, por los mismos policías que lo habían detenido allá por 1954.
Ahora hasta podía darse el lujo de conservar algunas joyas. Así fue que, un día, al abrir un cajón de una mesa de luz de un departamento de Palermo, se encontró un anillo de metal blanco con una enorme piedra engarzada. Al recogerla, lo primero que hizo fue enseñársela al Tano Martinelli.
-        Lindo anillo – dijo su compañero.
Frattini se acercó el anillo a la boca y le arrojó una bocanada de aliento. Al ver que la piedra no se empañaba, su corazón latió más fuerte.
-        Es una piedra buena – dijo.
-        Dale, vamos a ver qué dice José.
Se marcharon del departamento cargados de joyas. En la calle Libertad, José los hizo pasar a la oficina del fondo. El Tano y Frattini vaciaron los bolsillos sobre el mostrador. Después de analizar, pesar y ponerle un precio a las joyas, el reduce les entregó el dinero que les correspondía. Sólo entonces Frattini retiró el anillo de su bolsillo y se lo enseñó a José, diciendo:
-        ¿Qué tan bueno es?
José volvió a colocarse el monóculo, tomó el anillo y lo observó detenidamente.
-        Es un brillante. Cinco quilates.
-        ¿Y tiene carbón?
-        Nada. Te lo compro.
-        No, me lo voy a quedar – dijo Frattini y le entregó la mitad de su valor al Tano Martinelli.
-        Guardá la plata. Te lo regalo – dijo su compañero. Y, riendo, agregó: - Así se lo regalás a alguna mina.
Frattini consultó la hora. Tenía una hora antes de que su padre regresara del trabajo. Debía apurarse, comprar aspirinas y visitar a Mirtha, que seguía con sus terribles dolores de cabeza.

El 16 de junio de aquel año, 1955, mientras almorzaban, el Tano Martinelli le dijo que hacía tiempo que quería entrar a un edificio de la esquina de Avenida de Mayo y Perú.
-        Vamos, hoy estoy cansado, no quiero caminar mucho – respondió Frattini.
-        Vos no caminás, Pistola, vos volás. Como cuando jugabas a la pelota. Si te vieras, no te reconocerías. Vas en el aire… - se rió Tito Ramos, uno de los otros escruchantes que compartían mesa con él y Martinelli.
-        Dale, pedí la cuenta y vamos.
Al salir a la calle, sintieron un ruido extraño. Alzaron la vista, para descubrir el cielo cubierto por una espesa neblina.
-        ¿Qué pasa? – preguntó Frattini.
-        Qué sé yo. Dale, tenés que ver ese edificio.
Bajaron por Corrientes hasta Florida, y allí doblaron en dirección a la Avenida de Mayo. Las calles estaban sembradas de policías que no dejaban de mirar el cielo, como toda la gente que entraba y salía de los bancos, las oficinas y los negocios. ¿Tanta curiosidad podía darles esa neblina? 
Al llegar a la esquina de Perú y Avenida de Mayo, el Tano le señaló el edificio. Cabezas de Cupidos, ángeles o niños sobrealimentados decoraban la fachada revestida de mármol y yeso. La puerta, de hierro con apliques de bronce lustrado, se abrió tan fácilmente que sólo podía ser un buen augurio. Subieron hasta el tercer piso por las escaleras impecablemente barridas y enceradas.
Se detuvieron frente a la única puerta que encontraron. El Tano se quitó el alfiler de la corbata, y abrió la mirilla. Se acercó para mirar el interior del departamento y sacudió la cabeza, dando a entender que estaba vacío. Con cuidado, Frattini insertó una de sus llaves en la cerradura. Cerró los ojos, tomó el picaporte con la otra mano e hizo girar la llave. Cuando la puerta se abrió, volvió a abrir los ojos. Entraron.
El departamento ocupaba todo el piso. Recorrieron las cinco habitaciones con tanto éxito que las joyas apenas si les cabían en los bolsillos del pantalón y del saco. El Tano sonreía, feliz y orgulloso.
-        Te dije, Pistola.
-        Vamos – dijo Frattini.
Mientas bajaban las escaleras oyeron un zumbido estridente. Se miraron, asustados.
-        Dale, dale – murmuró el Tano, saltando de a tres escalones.
-        ¿Qué mierda es? – preguntó Frattini.
Lo supieron al salir a la calle.
La gente corría de un lado a otro, como si la ciudad fuera un hormiguero. Pronto, oyeron una gran explosión que provenía desde la Plaza de Mayo. Alzaron la vista, y entonces los vieron: los aviones que habían pasado toda la mañana sobrevolando la ciudad por sobre la neblina, ahora se lanzaban en picada sobre la Plaza, soltando racimos de bombas. Desde la 9 de Julio vieron que se acercaba una muchedumbre.
Desesperados, se echaron a correr en dirección a la Plaza. Al llegar, se detuvieron completamente desorientados, aterrorizados y confundidos por los cráteres que abrían las entrañas de Buenos Aires y los árboles que ardían como si fuera una pesadilla. El grito de los heridos a Frattini le dio más pavor que todas las peleas y las requisas que había presenciado en Devoto. En ese momento, por Balcarce ingresaba un autobús. Entonces el aire de la plaza se cortó por el zumbido de un avión que pasaba en vuelo rasante. Segundos después, el ómnibus estallaba y se alzaba sobre la plaza convertido en una maraña de fuego e hierros retorcidos.
A Frattini le retumbaban los oídos, el corazón. No podía moverse. De pronto, el Tano Martinelli lo tomó del brazo.
-        Corré, pelotudo – le gritó.
Se echaron a correr sin mirar atrás, sin prestar atención a los cadáveres, a los heridos, a los edificios que comenzaban a derrumbarse por las bombas.
Llegaron a San Telmo con el último aliento. Frattini temblaba. Se despidieron poco después, cuando los aviones se habían marchado a Uruguay, buscando refugio tras el Golpe de Estado fallido.
Esa noche Frattini compró la edición de la tarde de un periódico. Entró a un restaurante, se sentó en una mesa y abrió el diario. Vio una fotografía del autobús que había visto estallar delante de sus ojos. Pidió la comida. Entornando los ojos, leyó el epígrafe de la foto. El autobús estaba repleto de niños que iban a la escuela.
Regresó a la pensión sin probar un solo bocado.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario