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Obsesivos y
aplicados, Frattini y el Tano Martinelli trabajaban los siete días de la
semana. Durante aquellos meses lograron botines extraordinarios. En el camino,
Perón había sido derrocado, y había cambiado la casa de Gobierno por un
carguero de bandera paraguaya mientras el General Lonardi se autonombraba
Presidente de la República.
A fin de año,
Frattini le preguntó al Tano dónde pasaría las fiestas.
-
Con vos en la calle, pelotudo – dijo el Tano.
Así fue que, el
24 de diciembre a las nueve de la noche, los dos socios recorrieron la avenida
Santa Fe vestidos con sus mejores ropas. A esa hora, los porteños ya se encontraban
sentados a una mesa que los vería embutirse de comida y alcohol hasta pasada la
medianoche. Y ellos, como los Reyes Magos Chorros que eran, abrían puertas y
desvalijaban departamentos mientras el país celebraba la Navidad.
Por los
departamentos decorados con árboles de Navidad, por las joyas abandonadas, por
el dinero que todos habían cobrado del aguinaldo, por la soledad de las calles,
por la ausencia de la policía que se encerraba en las comisarías a brindar y
beber sin prestarle atención a los delitos, aquellos días fueron
espectaculares.
El 31, al forzar
una puerta de un tercer piso de Recoleta, los ruidos llamaron la atención de un
vecino. Cuando lo vieron en el palier, Frattini le mostró la caja vacía
envuelta en papel de regalo que llevaba para la ocasión.
-
Vinimos de Rosario de sorpresa a visitar a
nuestros primos – dijo, mostrando el falso paquete.
-
Qué lástima, se fueron hace un rato – dijo el
vecino.
-
Feliz Navidad – gritaron Frattini y el Tano a
coro, conteniendo la carcajada, mientras se alejaban escaleras abajo.
A las doce de la
noche, las explosiones de los petardos que saludaban el año nuevo acallaron el
ruido de las puertas que Frattini y el Tano cerraban. Sólo entonces, cargados
de dinero, de oro y brillantes, se marcharon a una cantina a cenar y festejar, y
bailaron hasta el amanecer con bellas mujeres que eclipsaban las luces
titilantes de las marquesinas decoradas con bolas rojas y hojas de muérdago.
Poco después, en
enero de 1956, Frattini y el Tano Martinelli se marcharon tras las hordas de gente
que se dirigía a pasar el verano en Mar del Plata. Vestidos con trajes color
crema, zapatos lustrados, corbatas de seda y el cabello peinado a la
perfección, tomaron el tren hacia la Costa como dos estrellas de cine. Durante
el viaje, mientras los demás pasajeros dormían, ellos los observaban sopesando
sus ropas, sus alhajas, calculando si aquella sería una buena temporada.
Cuando bajaron
del tren, rodeados de turistas excitados que cargaban valijas, bolsos y
canastas de mimbre, Frattini oyó que alguien lo llamaba por su apellido. En el
andén los esperaba un comité de bienvenida formado por dos policías vestidos de
paisano. Sin embargo no se sorprendieron. Sabían que durante el verano cada una
de las comisarías de Capital enviaba un par de efectivos para reforzar las
dependencias provinciales con agentes que conocieran a los ladrones de Capital
que, como Frattini y Martinelli, iban a trabajar a la Costa.
Los dos policías
se acercaron y les estrecharon las manos con naturalidad.
-
Eh, ¿no se puede ir de vacaciones en este país?
– dijo Frattini.
-
Por supuesto. Vengan, vamos a tomar un café –
dijo uno de los policías.
Eligieron una
mesa apartada de uno de los bares de la estación. Pidieron café. Frattini
guardaba silencio, ensimismado. Cuando el mozo les llevó el pedido y se marchó,
uno de los agentes dijo:
-
Bueno, muchachos, bienvenidos a Mar del Plata.
¿Dónde van a laburar?
-
¿Laburar? Vinimos de vacaciones… - dijo el Tano.
-
No me pelotudiés, Martinelli. ¿Dónde van a
laburar?
-
No sé, primero vamos a ver cómo viene la mano…
qué sé yo… en Los Troncos, supongo – dijo el Tano.
Al ver que
entendían de qué se trataba aquella reunión de bienvenida, los dos agentes se
relajaron. Encendieron cigarrillos, bebieron café.
-
Bueno, vamos a hacer una cosa… - dijo uno y, soltando
el humo, continuó: - Una vez por semana nos vamos a encontrar acá. Queremos
seis mil pesos por semana y algunos regalitos…
-
Es mucha plata, eso… - se quejó Martinelli.
-
¿Vos querés laburar tranquilo o querés volverte
a Capital en patrullero?
El Tano alzó las
palmas de sus manos y agachó la cabeza.
-
Prefiero el tren – dijo.
-
Entonces hacé lo que te decimos. Los estábamos
esperando. Nosotros también queremos plata y ustedes necesitan banca, ¿no?
-
Sí – dijo Frattini.
-
Entonces, nos avisan donde van a laburar. Si
caen adentro, nosotros vamos y los sacamos y ustedes vuelven a laburar sin
ningún problema.
El acuerdo podía
ser perfecto si la temporada era buena. Si no, tendrían que trabajar sólo para
pagar favores.
Se despidieron
con recelo. Frattini y el Tano tomaron
un taxi y se dirigieron a un hotel del Centro, donde ocuparon dos habitaciones
grandes y luminosas.
Durante los
primeros tres días, se dedicaron a hacer tareas de logística, recorriendo los
barrios y las calles para marcar chalets y edificios que, a simple vista, merecían
ser visitados. Al cuarto día, mientras tomaban café en un bar, Frattini sintió
que alguien le tocaba el hombro.
-
Eh, no pasó ni una semana – se quejó el Tano.
-
Ni siquiera empezamos a laburar – dijo Frattini,
molesto.
Los dos agentes
que los habían esperado en la estación no parecieron conformes con sus
respuestas. Uno de ellos palpó el bolsillo de Frattini, y al encontrar el
inmenso llavero dijo:
-
Tantas llaves… ¿tenés todas esas casas? Me
parece que vamos a tener que llevarlos adentro… - dijo el policía, como si no
los conociera.
-
¿Qué pasa, muchachos? ¿Necesitan plata? – dijo
Frattini, y bebió un sorbo de café.
-
¿A vos qué te parece?
Frattini y
Martinelli intercambiaron miradas durante una fracción de segundo. Luego,
Frattini metió una mano en el bolsillo de su saco y retiró mil pesos. Era un
cuarto de todo el dinero que tenían. Los dividió en dos fajos y le entregó quinientos
a cada uno de los policías.
-
¿Viste que no es tan difícil?
Frattini arqueó
las cejas. Ya empezaba a fastidiarlo el humor de aquellos dos tipos.
Antes de
marcharse, el policía que no había hablado dijo:
-
No se olviden de usar bronceador. Acá se pueden
quemar feo.
Empezaron a
trabajar al día siguiente. Los horarios más apropiados eran distintos a los de
la Capital: salían de diez a doce y de tres a cinco, cuando los turistas se
marchaban a la playa. Aquel primer día, entre los cuatro chalets a los que
entraron en Los Troncos, recogieron medio kilo de oro en alhajas y algunos
miles de pesos en efectivo. Por la noche, contemplando el botín que habían
desparramado sobre la cama de la habitación de Frattini, los dos socios se
quedaron extasiados.
-
Es una fortuna – dijo Frattini, incrédulo.
Se vistieron con
sus mejores ropas y se lanzaron a las calles a gastar el efectivo, convencidos
de que al día siguiente tendrían las mismas ganancias. No se equivocaban.
Los que los
veían caminar por la rambla los saludaban con la amabilidad que todas las
personas parecen recuperar durante el breve lapso de tiempo que duran las
vacaciones. Frarttini y el Tano devolvían saludos y sonrisas vestidos con
trajes de baño y con cámaras fotográficas colgando del cuello, que hacían aún
más reales sus disfraces de turistas. El Tano llevaba un traje de baño estampado
de mil colores que a Frattini le parecía un insulto al buen gusto. Por eso una
mañana le ofreció acompañarlo a una tienda para que se comprara uno nuevo.
-
Nos van a meter en cana por tu ropa, Tano, se ve
desde Montevideo – le dijo Frattini, riendo, mientras observaban la vidriera de
un negocio.
Pero entonces
vio algo que lo hizo olvidarse de lo que estaba haciendo allí. Junto a ellos,
tres chicas señalaban un maniquí vestido con malla enteriza. No era eso lo que
le había llamado la atención, sino el sobre que una de ellas tenía en la mano.
Frattini entornó los ojos. Fingiendo interés en la vidriera, se acercó para
leer el remitente. Memorizó la dirección y luego le hizo señas a su compañero
para que lo siguiera. Mientras se alejaban del negocio, el Tano dijo:
-
¿Te arrepentiste? Yo te dije que en Brasil se
usan estas mallas…
-
Vení. Esas pibas viven acá cerca. Es un cuarto
piso.
El Tano lo miró,
asombrado.
El departamento
estaba vacío. No les costó mucho trabajo encontrar el dinero que las chicas
habían guardado dentro de una lata de galletitas Bagley.
Siempre alerta,
siempre a la expectativa, sólo descansaban por las noches. Sin embargo, a veces
los riesgos eran demasiado altos. Como aquella tarde en que entraron a un
quinto piso de la Avenida Luro. Habían recogido unos miles de pesos y unos cien gramos de oro, cuando escucharon el
ruido del ascensor. Inmediatamente, los dos se ubicaron a cada lado de la
puerta, en silencio. Pronto, oyeron el ruido de la llave en la cerradura, que
no abría quizá porque ellos habían alterado los pernos al abrirla con una llave
que no era la más adecuada. Se miraron, nerviosos, conteniendo la respiración.
Al fin, harto de
esperar el desenlace, fue el propio Frattini quien abrió la puerta. La dueña de
casa aun tenía la llave dentro de la cerradura. Era una mujer de unos cincuenta
años, emperifollada con aros, cadenas y una capellina blanca. Detrás de ella,
una niña se quitaba la arena de los pies. Al verlos, ambas se quedaron
petrificadas.
-
¿Qué hacen acá? – dijo la mujer.
-
Nos encontramos con su marido en la calle y
subimos a tomar una copa – dijo Frattini, rápido de reflejos.
-
Soy viuda – dijo la mujer.
El Tano
Martinelli no pudo contener la carcajada.
Frattini suspiró
con fastidio. Tomó a la mujer de los hombros y, con un tono neutro, como si le
estuviera dando el pronóstico del tiempo, le dijo:
-
Entre, señora, es un asalto.
La mujer y la
niña entraron, aterrorizadas.
Temblando, la
mujer empezó a decir:
-
Por favor, no nos lastim…
Pero ellos ya se
habían marchado.
Cinco minutos
después, en un bar del San Alejandro, el Tano pidió un Vermouth y Frattini,
siempre abstemio, un Komari con soda. Brindaron. Estaban pletóricos. Si bien no
les gustaba ser descubiertos, cuando se daban aquellos encuentros con los
dueños de los departamentos se divertían como dos niños.
Un rato después,
los dos policías llegaron para recoger su pago. Aquel día, Frattini y el Tano
estaban de tan buen humor, que además de pagar la cuota de protección les
regalaron cadenas de oro para sus mujeres y sus hijas. Antes de irse, uno de
los policías les dijo:
-
Ojalá todos los chorros fueran como ustedes. Laburan
sin hacer quilombo, sin joder a nadie.
Frattini y el
Tano alzaron sus copas en dirección a los policías, que se marchaban tan
satisfechos como ellos mismos.
A fin de mes,
cargaron todo el botín en sus valijas y regresaron a Buenos Aires. Cada uno
llevaba alrededor de un kilo de joyas, entre oro y brillantes. El efectivo lo
habían dejado en las mesas del Casino, en los salones de baile y en los mejores
restaurantes de Mar del Plata. Al llegar a la Capital, visitaron al reduce y
luego, satisfecho por la gran temporada playera, bronceado y feliz, Frattini
fue al conventillo de la calle Suárez para visitar a Mirtha, a quien los
médicos seguían sin poder ayudar con sus extraños dolores de cabeza. Además,
quería llevarles a sus hermanas la caja de alfajores que les había comprado.
Después de todo, eso era lo que hacían los turistas que volvían de la Costa.
El patio del
conventillo estaba vacío. Aquello le resultó un mal augurio que se confirmó
cuando vio que la puerta la abría Estela, su hermana mayor. Al entrar, pudo ver
a Mirtha tendida en la cama, con un paño frío sobre la cabeza y rodeada de sus
hijas más pequeñas. Frattini se desembarazó de la caja de alfajores. Se
sorprendió que sus hermanas no se le echaran encima, como hacían siempre que
llegaba con regalos. Estela lo tomó de la mano. Hacía tiempo que había dejado
de ser una niña.
-
Mamá está mal – le dijo, gravemente.
Pudo comprobarlo
con sus propios ojos. Mirtha se apretaba la cabeza con fuerza y se lamentaba en
silencio. Juana y Francisca se incorporaron. Mientras las abrazaba, Frattini
pudo notar que lloraban con el rostro vuelto de costado, para que su madre no
las pudiera ver.
Sin embargo, Mirtha
dijo:
-
No lloren, que se van a arrugar.
Frattini se
sentó junto a ella.
-
¿Cómo estás?
-
Peor.
-
Yo te veo linda como siempre – mintió Frattini.
Por un momento,
los ojos de Mirtha se abrieron de par en par con lejano fulgor.
-
Carlitos… - dijo, sonriendo.
Inmediatamente
volvió a cerrarlos.
-
Hasta la luz me hace doler la cabeza.
Al rato, Mirtha
se quedó dormida. Sólo entonces, Estela le hizo señas a su hermano de que la
siguiera hasta el rincón más apartado de la sala, donde Mirtha no podía verlos.
Frattini obedeció.
-
Tiene un tumor en la cabeza – dijo su hermana, de
pronto y sin aviso.
-
¿Y entonces…? – dijo Frattini, sin atreverse a
terminar la frase.
-
Y entonces se va a morir, Carlos. No pueden
hacer nada. Sólo hay que esperar – dijo ella, llorando.
Los ojos de
Frattini también se llenaron de lágrimas. En un segundo, la mente se le llenó
de recuerdos. Había sido Mirtha quien lo había vestido aquel lejano día de su
llegada, desnudo y asombrado, temblando de frío y curiosidad, allá por 1935. La
sonrisa de Mirtha. Su voz tarareando tangos. Sus manos retorciéndose en el
delantal, librando una oscura batalla con pensamientos con nunca le revelaría a
nadie. Mirtha. Casi una madre que no era su madre pero que siempre lo había
tratado como a un hijo a pesar de sus propios temores.
Tuvo ganas de
quedarse la noche entera allí mismo, velando el sueño desgastado de Mirtha…
pero entonces Francisca, la más chica de las chicas, se acercó con cara de
asustada, y le dijo:
-
Papá está por venir, Carlos.
-
Ya sé – dijo él, mirando su reloj pulsera.
-
Quedate igual – dijo Estela.
-
Dale, quedate a comer – dijo Dora, arrepentida.
Los tres
regresaron junto a Mirtha y Juana, que no se había movido del lado de su madre.
Frattini quería quedarse, debía quedarse. Sin embargo, no quería perturbar el
descanso de Mirtha con la furia que despertaría su presencia. Al fin, luego de
entregarle una buena cantidad de dinero a Estela, Frattini hincó una rodilla
frente a la cama, besó la frente de la enferma. Y se marchó.
19
Durante los dos
años que llevaba trabajando con Martinelli lo había recuperado todo: las joyas,
la ropa de etiqueta, los impecables zapatos de cuero, las corbatas de seda, la
butaca del Teatro Maipo y hasta su mesa en el restaurante del hipódromo. Ganaba
tanto como lo que gastaba. Los consejos del Tano lo habían moldeado hasta
convertirlo en un dandy que siempre acaparaba la mirada de todos. Cuando
entraba a La Churrasquita vestido con un traje nuevo, las mujeres de sus
compañeros lo miraban de reojo. A veces, la mujer de Tito Ramos les decía a los
otros:
-
Ustedes se tienen que vestir como Pistola. El sabe
cómo combinar las medias, el cinturón, el pañuelito… aprendan de él.
Y Frattini
sonreía con orgullo. Su ropa y sus joyas eran lo único que poseía. Siempre
andaba con lo puesto, mudándose de pensión en pensión, viajando en colectivo o
taxi, sin siquiera pensar en la posibilidad de ahorrar para comprarse un auto y
una casa. Como si creyera que, por el solo hecho de firmar un documento de
propiedad, su vida volvería a los rieles a los que había renunciado. Pero lo
que más temía era que al figurar en un papel oficial, su nombre atrajera a la
policía en cualquier momento. Prefería vestirse bien, gastarse el dinero en
restaurantes y boliches, en esa carrera maratónica que había emprendido el
primer día que su padre lo echó de casa y que parecía no tener más destino que
el sólo hecho de correr. Escapar. Siempre hacia adelante, siempre solo.
Un día, él y el
Tano Martinelli se dirigieron a la calle Paraguay, a la altura de Callao.
Semanas atrás, habían luchado con una puerta que no habían logrado abrir de
ninguna manera. Ahora llevaban otras llaves, convencidos de que al fin podrían
completar el trabajo. Solían hacerlo. Más que por ambición, porque no
soportaban renunciar a ningún alhajero por culpa de una maldita puerta.
Mientras el Tano
metía una Yale en la puerta de calle, Frattini descubrió que, en el edificio de
enfrente, asomada a una ventana, una mujer fumaba un cigarrillo sin dejar de
mirarlos.
Cuando el Tano
abrió y entraron al edificio, Frattini dijo:
-
Vamos a esperar un poco en el entrepiso.
Laburamos y salimos rápido, que esta mina nos están mirando y nos van a mandar
en cana
El Tano asintió.
Quince minutos
después, salían del edificio con una docena de joyas y unos miles de pesos en
billetes chicos. La mujer ya no estaba en la ventana. Comenzaron a caminar por
Paraguay hacia el Bajo, en silencio. A las dos cuadras, escucharon la sirena de
un patrullero que, a contramano de los demás vehículos, cruzaba la Avenida a
toda velocidad y se detenía en el edificio que habían robado.
-
Tarde piaste – dijo el Tano, riendo.
En un bar,
decidieron que desde ese día comenzarían a tomar nuevos recaudos. Antes de
plantarse frente a una puerta de calle, lo primero que harían sería mirar si
alguien estaba observando sus movimientos. Tampoco se detendrían a probar
distintas llaves en una puerta. Era un problema, una pérdida de tiempo y una
situación que podía resultar demasiado evidente para los ojos de cualquier
vecino que no tuviera nada mejor que hacer que estar mirando por las ventanas.
Cuando marcaran una puerta, desde ahora se acercarían con cuatro o cinco llaves
preparadas, sujetas entre los dedos de la mano, como si las llaves fueran
terminaciones óseas de sus propias extremidades.
Después de
conversar largo y tendido sobre las nuevas estrategias, visitaron a José,
redujeron el botín y se despidieron.
-
¿Adónde vas tan apurado? – preguntó el Tano, que
insistía con ir juntos a ver la nueva película de Rita Hayworth, no tanto
porque le gustara el cine, sino porque disfrutaba escuchar a Frattini
contándole sobre la vida y obra de su actriz favorita.
Sin embargo,
Frattini volvió a negarse.
-
No puedo. Tengo cosas que hacer y ya no llego...
No mentía.
Apurado, se subió a un colectivo de la línea 29 y se dirigió a La Boca.
Era octubre, y
el verano comenzaba a insinuarse en esa brisa cálida y en aquel cielo límpido que,
a esa hora de la tarde, comenzaba a sangrar sobre los techos de Buenos Aires.
Todo, el clima, la ciudad, incluso los colectivos despedían una sensación de placidez,
como si todos quisieran disfrutar con tranquilidad de aquel atardecer de
primavera.
Todos menos
Frattini, que miraba su reloj y sacaba cuentas mentalmente. Tenía quince
minutos para visitar a Mirtha antes de que llegara su padre. En la parada,
Frattini se lanzó del colectivo en marcha y se echó a correr en dirección a la
calle Suárez.
Al llegar, otra
vez se encontró el patio vacío hasta de sombras. Lentamente, se acercó a su
casa. En el momento exacto en que pisaba el segundo peldaño de la escalera,
desde adentro resonó un grito indescifrable para cualquiera, menos para él. Se
maldijo por haber llegado tarde.
Mientras se
alejaba, se preguntó si la enfermedad de Mirtha podría reblandecer a su padre.
Quién podía saberlo. Mirtha moría su vida y él continuaba borracho, gritando
como si nada.
Desolado, se
alejó de la casa sin saber a dónde ir. Se había ilusionado con pasar un rato
con las chicas, escuchándolas, viéndolas cuidar a Mirtha. Pero a esa hora
aquello ya era imposible. En la puerta del conventillo se cruzó con el Rengo y
Pepe, dos amigos que hacía tiempo no veía.
-
¿Qué hacen?
-
Nada. ¿Y vos?
-
Acá, vine a ver a mi vieja…
-
Anda mal, la Mirtha – dijo Pepe.
Frattini
asintió.
-
Bueno, me voy… - dijo, sin mucho convencimiento.
-
¿A dónde vas a ir? Quedate con nosotros. Una vez
que venís al barrio… - dijo el Rengo.
Lo de Mirtha lo
había deprimido demasiado como para quedarse solo, así que se sentó con ellos
en el cordón de la calle, como cuando era un chico de pantalones cortos.
Juan
Spadavecchia tampoco había cambiado.
-
Todo transpirado, Juan, así no podés atender a
los clientes – dijo Frattini y los demás rieron.
-
Muchachos, me tienen que salvar. Hay gente
importante en la cantina y necesito que alguien los alegre. ¿Vienen?
-
¿No te parece que ya estamos grandes para la
pandereta? – preguntó el Rengo.
-
¿Conocen a Los Plateros? – preguntó Juan a su
vez.
A Frattini se le
iluminaron los ojos. Siempre había disfrutado de la música, y aquel grupo
americano había sido la banda de sonido de muchas de sus conquistas amorosas.
Se incorporó de inmediato. No le vendría mal divertirse un poco.
Aquella noche,
la cantina de Spadavecchia parecía un decorado de cine. Al entrar, lo primero
que Frattini vio fue una mesa con cinco negros vestidos impecable, homogénea,
solemnemente con trajes idénticos, y una mujer inabarcable embutida dentro de
un vestido rojo cuatro talles más pequeño del que necesitaba. Como dos plantas
carnívoras, sus tetas parecían a punto de escapar de aquel débil balcón convertido
en escote.
En la pista,
improvisada en el único sector de la cantina donde no había mesas, una docena
de mujeres rubias, vestidas de gala, bailaban coreografías musicales al estilo
Broadway.
Frattini, el
Rengo y Pepe se detuvieron a observarlas.
-
Son las bailarinas de la Compañía Las Vegas.
Vinieron a actuar al Teatro Ópera con los Plateros – dijo Frattini, que había
oído la noticia días atrás en la radio.
-
Para mí son todas muñecas – dijo el Rengo,
luchando por enderezar su cuerpo.
Juan
Spadavecchia les alcanzó dos panderetas y una guitarra. Todos los presentes
guardaron silencio. Incluso las bailarinas dejaron de moverse, cosa que los
tres amigos lamentaron. Después de saludar a aquel público poco acostumbrado a
ver cómo otros se llevaban los aplausos, el Rengo tomó la guitarra y Frattini y
Pepe las panderetas. Durante quince minutos entonaron una antigua canción italiana,
una que cantaban cuando eran niños y debían alegrar a turistas menos
prestigiosos que los que los escuchaban ahora.
Cuando
terminaron de tocar, la cantina estalló en aplausos. Los tres, sonriendo,
aceptaron las bebidas que les ofrecieron desde una de las mesas. Con un vaso de
agua en la mano, Frattini se separó del grupo y se acercó a la mesa que
ocupaban Los Plateros, mientras el Rengo y Pepe se perdían entre las
bailarinas.
Sin decir nada,
Frattini tomó una silla y se sentó junto al grupo. Uno de los músicos le
ofreció una copa de champagne. Frattini decidió aparcar su carácter abstemio
para no despreciar el gesto. Tomó su copa, la alzó como hacían los otros, y él
también brindó por aquel deseo incompresible que pidieron los americanos en su
propio idioma.
Poco después, en
un acto que buscaba honrar a los visitantes pero que pareció más un detalle
obsecuente y redundante, Juan Spadavecchia hizo sonar “Only you” en el
tocadiscos de la cantina. Al oír los primeros acordes, los músicos se tomaron
la cabeza, como si aquel éxito suyo les resultara una carga insoportablemente
aburrida. Frattini, en cambio, se incorporó de un salto. Con una reverencia
divertida, extendió su mano hacia la cantante negra y la invitó a bailar. Los
músicos aplaudieron. La mujer se incorporó, ofreciendo toda la inmensidad de su
carne y se dejó guiar por Frattini, que la condujo hacia el centro de la pista.
Bailaron esa
pieza y otra, y otra, y otra más. Bailaron toda la noche, conversando en susurros,
sin entender ni una sola palabra de lo que decían.
En un momento,
Frattini vio que afuera amanecía. Como si despertara de un sueño, se incorporó
y estrechó la mano de los cinco músicos y besó la de la bella cantante negra,
que intentó retenerlo con palabras que él no pudo descifrar.
Salió de la
cantina con paso ligero. Dos copas de champagne podían animar a cualquier
abstemio. Tomó la calle Suárez y, sin decidirlo, alcanzó el patio del
Conventillo. Consultó la hora. Su padre estaría a punto de salir hacia el
trabajo.
Durante unos
minutos, se quedó petrificado con los ojos fijos en la puerta de su casa.
Habían pasado más de veinte años, había abierto miles y miles de puertas
ajenas, pero aquella continuaba cerrada para él.
Con cuidado, se
metió entre los pilares de su casa y trató de ocultarse bajo una pila de hojas
de diario. Esperó quince, treinta, cuarenta minutos. En su recuerdo, aquel
lugar era más lúgubre de lo que le resultaba ahora. Incluso hasta lo divertía
el hecho de estar escondido. Un tipo grande, un atorrante como él, escondido
bajo una montaña de diarios.
En ese momento
se escucharon ruidos que venían de arriba. La puerta se abrió, con aquel crujido
que tantas veces lo había paralizado. Pies pesados descendieron la escalera.
Los zapatos de su padre avanzaban sin separarse del suelo, incapaces de
soportar el peso de mil y una borracheras. Poco a poco, sin darse cuenta,
Frattini fue emergiendo de su escondite.
Entonces lo vio.
Su primera
reacción fue la de protegerse, tal vez por eso retrocedió otra vez hacia los
pilares, debajo de la casa. Hacía años que no lo veía, y aunque su apariencia
no sólo ya no lo asustaba, sino que además era mucho más pequeña de lo que
recordaba, Frattini volvió a sentir miedo por su padre, por aquellas manos nudosas
que sostenían un cigarrillo Brasil encendido hacía siglos y que nunca acababa
de consumirse.
Lo vio alejarse,
lo vio salir del conventillo. Sólo entonces Frattini tomó coraje y salió de su
escondite. Mientras subía las escaleras, el patio comenzó a llenarse de vecinos
que se lavaban y peinaban antes de ir al trabajo y lo saludaban con gestos cansinos.
Llamó a la
puerta. Estela lo abrazó al verlo.
Frattini entró a
la casa y fue directo hacia Mirtha. La besó en la frente, y durante los pocos
segundos que la tuvo entre sus brazos, pudo sentir sus huesos faltos de carne,
el temblor de sus brazos, la debilidad de todo su cuerpo.
-
Carlitos, viniste… - dijo Mirtha.
-
Hola, mamá – dijo él mientras se sentaba junto a
ella.
Estela preparó
mate y, mientras le cebaba uno a su hermano, le ordenó a sus hermanas que se
apuraran si no querían llegar tarde a la escuela. Sin embargo, cuando Francisca
y Juana estaban por salir, su madre les pidió que se quedaran. Las chicas
miraron a Estela buscando su aprobación.
-
Tienen que estudiar – dijo ella.
-
Dejalas que se queden, mamá quiere que estén acá
– intercedió Frattini.
-
¿Vos venís una vez cada tanto y encima me decís
lo que tienen que hacer?
Su hermana
estaba furiosa.
-
Mandás vos, Estela – dijo Frattini.
-
Por favor, Estelita – dijeron las niñas a coro.
Entonces Mirtha
se incorporó en la cama, soltado un gemido de furia. Con las manos, se tomaba
la cabeza y, mirando a Frattini, dijo:
-
Sacame la cabeza, no aguanto más.
Él se acomodó en
la cama, de modo que Mirtha pudiera reposar la cabeza en su pecho. Así se
quedó, respirando cada vez más lentamente, mientras Frattini le acariciaba el
cabello. Un rato, un siglo después, vio que sus tres hermanas empezaban a llorar,
que se tomaban la cabeza y se arrodillaban ante la cama.
No sabía por
qué.
No quería
saberlo.
Tan sólo quería
quedarse así, llorando, acariciando a Mirtha, susurrándole cosas al oído sin
importarle que ya no pudiera escucharlo.
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