Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 27 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 20, 21 y 22.



20

Aquel día, el Tano Martinelli se había despedido de él más temprano que de costumbre. Frattini se había quedado con los bolsillos llenos de joyas y billetes sin saber qué hacer. Podía volver a la pensión, pero no quería estar solo. Podía ir a visitar a sus hermanas, pero ellas le habían contado que, lejos de suavizarse, con la muerte de Mirtha su padre se había vuelto más violento todavía.
Así fue que decidió ir a tomar un café a La Churrasquita. Apenas llegó, se alegró de encontrar a tres escruchantes conocidos. Los saludó, se sentó con ellos. Mientras los mozos limpiaban las mesas y alzaban las sillas para dejarle paso a la escoba y al trapo de piso, sus amigos le dijeron que se marchaban. Frattini lo lamentó tanto que se le notó en el rostro.
-        ¿Qué vas a hacer, Pistola? – preguntó uno de ellos.
-        No sé…
-        ¿Por qué no te venís con nosotros? Dale, así jugamos a las cartas…
-        Dale, vení. Yo no puedo estar en la calle de noche, me están buscando.
Frattini lo pensó. Sabía que sus amigos vivían en una villa, pero cualquier pobre compañía era mejor que una soledad cinco estrellas. Así fue que se incorporó junto a ellos, saludó a los mozos y los siguió por Avenida Corrientes hasta la 9 de Julio, donde tomaron un colectivo en dirección a la Provincia.
A medida que se alejaban de Capital, el paisaje se iba agrisando. En Avellaneda, bajaron del colectivo y fueron a pie por la Avenida 25 de Mayo hasta Dock Sud. Si bien aquella zona estaba junto al Río al igual que La Boca, carecía de todo colorido. Amontonados en las villas, los inmigrantes del país tomaban el fresco de la tarde fuera de sus enclenques casillas de chapa. Frattini y su pulcritud resaltaban en aquel paisaje desolado.
Sus amigos lo guiaron hasta un pasillo, se internaron en la villa y se detuvieron frente a un rancho. Uno dijo:
-        La casa es chica, pero el chorro es grande – y todos rieron.
Entraron y se quedaron jugando a las cartas hasta pasada la medianoche. Sus amigos bebiendo vino, él manteniéndose despierto a base de galletitas y agua. Cuando terminaron la última partida, tiraron unas mantas en el suelo y se acostaron a dormir.
Frattini estaba acostumbrado a dormir en cualquier parte. Nunca le incomodaba el frío ni la dureza del piso, y siempre que tenía una manta con la que taparse pensaba que todo no estaba tan mal.  
Estaba soñando con Rita Hayworth cuando lo despertó una explosión. Abrió los ojos. En la penumbra del rancho, pudo ver la puerta que primero se sacudía y luego caía al suelo, tumbada por los golpes.
Como un panal, la casilla se llenó de un enjambre de policías armados que los redujeron en unos pocos segundos. Esposados, los cuatro fueron conducidos afuera. Frattini y los demás guardaban silencio. Sabían que cualquier cosa que dijeran no serviría de nada. “Qué idiota”, pensó Frattini. Callados, golpeados e insultados, fueron cargados en tres patrulleros que esperaban a la salida de la villa.
El trayecto fue corto: los autos se detuvieron en la puerta de la comisaría 1ª de Avellaneda. Rápidamente, los detenidos fueron presentados ante comisario de uno en uno.
Cuando llegó su turno, Frattini se sentó en la silla frente al escritorio. El comisario lo miraba con curiosidad.
-        ¿De dónde sos, Frattini?
-        De Capital.
-        ¿Y qué mierda hacías en Dock Sud?
-        Discutí en casa y me fui a la mierda – dijo, sosteniendo la mirada de acero del comisario, que se incorporó.
Mientras caminaba hacia la puerta, dijo:
-        Esta cancioneta ya la escuché. No sé por qué, pero no te creo.
El comisario salió de la oficina, cerrando la puerta con llave. Los minutos que Frattini pasó allí encerrado le sirvieron para descubrir que no había ni una sola ventana. Estaba atrapado por dónde lo mirara. Ansioso, comenzó a mover una pierna, siguiendo el ritmo de una canción imaginaria que acabó en el mismo momento en que la puerta se abrió y el comisario volvió a entrar a la oficina.
Frattini lo vio sonreír, y sentarse estrepitosamente. Después suspiró, y al fin dijo:
-        ¿Así que vos discutiste en tu casa? ¿Con quién? ¿Con las pistolas o con las llaves?
Frattini bajó la mirada para evitar esa sonrisa socarrona que lo condenaba desde el otro lado del escritorio.
Sin embargo, fue al único que no le dieron picana. Mientras que a sus compañeros se los llevaban para ablandarlos con descargas eléctricas, tres agentes entraron al calabozo. Lo rodearon y, antes de que pudiera cubrirse, le dieron una paliza antológica. Patadas, rodillazos, piñas, pisotones. Quince minutos después, lo dejaron tirado en el suelo con la boca y la nariz sangrando y el cuerpo aterido por los golpes. 
Atontado, sin poder mover un solo músculo, vio cómo lo cargaban en un patrullero que se perdía en las calles. Afuera amanecía, o quizá aquella luz lechosa, insoportable, tan sólo fuera el refucilo de los golpes que le habían dado y que le seguían aturdiendo los oídos.
En un momento del viaje, creyó ver que cruzaban a Capital. Se lo confirmó el color de los patrulleros detenidos en la puerta de la Comisaría donde se había detenido el auto en el que viajaba. Lo obligaron a bajar, y lo empujaron hacia el interior del edificio. Lo hicieron entrar en una oficina vacía, dónde apenas había una cama de metal sin colchón. No necesitaba saber nada más. Podía imaginarse el resto.
Cuando se lo ordenaron, se quitó la ropa. Pero cuando le pidieron que se acostara, no se movió. Dos golpes más tarde, yacía atado de pies y manos a las cuatro esquinas de la cama.
La primera descarga de picana le llenó la boca de saliva.
La segunda, le secó los labios.
La tercera, aplicada directamente sobre sus genitales, le arrancó un grito que podría haberse escuchado desde Dock Sud.
-        Hablá, mierda, puto, decí qué robaste – gritaba uno de los policías que contemplaban la tortura.
-        Que se quede callado, así puedo seguir jugando – dijo el encargado de la picana.
Poco a poco, Frattini sintió que los miembros se le separaban del torso. Sus brazos y sus piernas, atados, parecían alejarse y quebrarle cada una de las articulaciones.
-        Hablá, gil.
Lo intentó, pero su lengua parecía una pelota de trapo áspera y muerta.
-        Pará, pará… - gritó uno de los policías, sin embargo su compañero demoró unos segundos más hasta que al fin apartó la picana del cuerpo de Frattini.
-        ¿Recuperaste la memoria?
Frattini asintió. De nada servía callar a cambio de tanta picana.
-        Dos departamentos, en Callao y Paraguay, y en Avenida de Mayo y Perú – dijo, con su último aliento.
-        Laburás en Capital y caés en Provincia. Te pasó dos veces. Vos sí que sos un pelotudo… - se burló uno.
-        Este aparato es prodigioso – dijo el de la picana y, antes de desconectarla, aplicó una descarga de despedida sobre el cuerpo maltrecho de Frattini.
Lo arrastraron desnudo hasta un calabozo y lo dejaron tendido en el suelo. Luego, alguien le arrojó la ropa sobre el rostro. Pero para entonces Frattini se había desmayado, y soñaba con un banderín de Boca Juniors tirado en el piso.



21

La dieta de golpes y picana duró dos semanas enteras. Ni siquiera sabía dónde estaba. Al fin, una mañana le anunciaron que lo trasladaban a Devoto. Subió al camión de traslado con obediencia, se sentó y durante todo el viaje pensó que lo peor ya había pasado. Ni siquiera se lamentaba por haber perdido todo lo que había conseguido con el Tano Martinelli. Sabía que, al no tener noticias suyas, sus vecinos o el dueño de la pensión ya habrían desvalijado la pieza, quedándose con la ropa, las joyas, la radio y la afeitadora. Estaba otra vez solo y desnudo. Quizá fuera hora de aceptar su destino.
Al descender del camión, Frattini notó ciertas diferencias que lo inquietaron bastante. Lo primero fueron las ropas de los guardia. Durante el tiempo en que él había estado afuera, todos los penales habían pasado de la Policía a manos del flamante Servicio Penitenciario Federal, cuya cúpula seguía integrada por varios españoles que habían servido en los penales más remotos y terroríficos del país, como el de Ushuaia.
En la ropería, se lamentó al quitarse el único traje que tenía ahora. Vestido con las ropas de interno, con el cabello rapado y decenas de heridas que aun no terminaban de cicatrizar, Frattini se presentó ante el celador y cruzó la puerta enrejada.
Nada más entrar, oyó un grito.
-        Miren quién llegó.
Pichón Laginestra emergió de un grupo de internos, mostrando una sonrisa y los brazos abiertos en busca de un abrazo. Frattini también se alegró de verlo, y recordó que en el 54, antes de ser liberado, Pichón le había dicho “nos vemos acá en dos años”. Se habían retrasado un año, pero los dos habían acudido a la cita.
Se saludaron con afecto, casi con cariño.
-        Pistola, qué alegría – dijo Pichón.
-        Pichón, te agarraron, al final.
-        No sabés, ahora te cuento – dijo Laginestra, entusiasmado por poder contarle a alguien distinto aquella historia que había repetido cien veces desde que había regresado a Devoto: - Vení, cuando llegás a un hotel primero hay que registrarse.
Se dirigieron al dormitorio y, entre los dos, le propusieron al preso que ocupaba la cama junto a la de Pichón que se la dejara a Frattini y buscara otra en un rincón más alejado. La primera reacción del preso fue negarse. Sólo entonces Pichón dio un paso adelante, con la mirada perdida y los labios brillando, cubiertos de saliva como los de un perro de ataque.
-        ¿Vos sabés quién este? – dijo Pichón señalando a Frattini.
-        No me importa – dijo el preso.
Frattini contemplaba la escena con asco, pero también con cierta satisfacción. La herida del Yerbatero seguía dándole beneficios.
-        Es Pistola. No me pongas loco, andate y no seas gil – insistió Pichón.
Al preso se le encendieron los ojos al escuchar ese sobrenombre que, con el paso de los años y la repetición de la anécdota, había tomado envergadura de leyenda.
-        No hay problema, Pistola. Me busco otra cama – dijo el tipo, y se marchó.
-        Estos no respetan a nadie – dijo Pichón, haciéndole una seña a Frattini para que lo siguiera.
En el comedor, un centenar de presos ahogaban el tiempo con litros y litros de mate. Algunos escuchaban la radio, otros conversaban o jugaban a las cartas. Frattini y Pichón cruzaron la estancia en dirección a una mesa apartada.  
-        Volviste, Pistola.
-        Te extrañábamos.
-        Atorrante, te agarraron.
-        ¿Me vas a hacer un dibujo algún día?
-        Al fin un jugador como la gente para este pabellón de pataduras.
-        Hola, muchachos – repetía Frattini, estrechando manos y abrazando gente.
Cuando llegó a la mesa, Pichón ya había preparado el mate y ahora le tendía uno. Frattini bebió el primer sorbo lentamente. Pichón no dejaba de mirarlo, entre sorprendido y nostálgico.
-        ¿Querés que te cuente, Pistola? – dijo, suplicando.
-        Por favor.
-        Hace seis meses, mi compañero cayó con armas. Le dieron tanta máquina que me mandó al frente. Yo sabía que me buscaban porque hasta publicaron un aviso con mi cara en el diario. No sabía qué hacer. No quería irme afuera, a Uruguay o a Brasil, vos sabés que yo me deprimo con sólo cruzar la General Paz.
-        ¿Y qué hiciste?
Pichón sonrió, satisfecho de su propia imaginación.
-        Me escondí en un cisterna.
-        ¿En un tanque de agua?
-        No, boludo, adentro de un camión cisterna – dijo Pichón, soltando una carcajada que provocó un ataque de tos. Cuando se recuperó, siguió hablando: - Me pasé dos meses metido ahí adentro. Los primeros días tenía visiones por el olor de la nafta.
-        Vos estás loco.
-        Loco o no, tardaron dos meses en encontrarme. Y acá estoy…
Pasaron el día contándose la vida que habían tenido en los últimos años. Hablaron del Tano Martinelli, de Franco, que por entonces estaba encerrado en Neuquén, y de los otros ex compañeros de encierro.
Aquel día, Frattini disfrutó de cada uno de los reencuentros, de las historias que habían vivido sus compañeros durante los años en que habían estado en libertad. Pero al día siguiente, apenas despertó, la rutina carcelaria volvió a aplastarlo.
A las seis de la mañana, puntuales como monjes de clausura, los celadores hicieron sonar sus silbatos en cada uno de los pabellones de Devoto.
-        Arriba, vagos de mierda – escuchó Frattini al despertarse.
Hacía años que no se levantaba tan temprano. Y sin embargo ahí estaba, abandonando la cama al primer aviso, vistiéndose y parándose firme para que el celador tomara lista.
Después de ser contados, la mayoría de los presos volvió a refugiarse bajo las mantas aunque eso estuviera prohibido. El celador no dijo nada: prefería que sus pupilos durmieran antes que se levantaran y comenzaran con sus riñas de siempre. Mientras se acostaba, escuchó que Pichón le decía:
-        Y ahora una siesta.
Pero no pudo dormirse. No podía dejar de pensar en lo estúpido que había sido. Si en lugar de ir a Dock Sud se hubiese ido a cenar y a bailar, ahora, en lugar de estar encerrado, estaría preparándose para salir a laburar con el Tano Martinelli. Pobre Tano. El primer día lo habría estado esperando durante horas en La Churrasquita. Después, tal y como habían acordado, se habría guardado una semana, sin salir, sin pisar la calle, sabiendo que su compañero había sido detenido y posiblemente hubiera hablado con la picana. Pero el Tano no tenía por qué preocuparse. Frattini podía caer preso, podía soportar golpes, podía desmayarse con la picana, pero nunca, nunca, delataría a un compañero.
Cansado de pensar, a las nueve se levantó con el resto de los internos. Fue al baño, se lavó, y regresó a la cama para tomar mate con Pichón. Su compañero estaba lavando la pava con una esponja de metal. 
-        Chorro pero limpio – dijo Frattini.
Conocía de sobra las estrategias que los presos tenían para ocupar el tiempo. Si se detenía a mirar, podía comprobar la obsesiva limpieza las pavas, los calentadores y los mates de todo Devoto. Pasaban horas limpiando los ínfimos enseres, y con cada lavada, con cada lustre, el tiempo se escurría y la condena se acortaba.
Tomaron mate hasta las once, escuchando la radio que la mujer de Pichón le había llevado el mes anterior. A las doce, en todas las ranchadas comenzaron a preparar el almuerzo. Pichón eligió un paquete de fideos de sus reservas personales, y se acercó con Frattini a otro interno que estaba pelando cebollas. Se saludaron, y pronto llegaron otros dos internos con una lata de puré de tomate. Mientras el cocinero freía la cebolla en una lata de dulce colocada sobre el calentador, los demás prepararon mate y comenzaron a conversar sobre sus familias.
Todos fumaban y todos se asombraban de que Frattini aún no hubiera sucumbido al vicio. El Turco, uno de sus compañeros, sacó un papel y un lápiz y comenzó a escribir una carta. Frattini lo envidió. ¿A quién podía escribirle él? ¿A sus hermanas, para que su padre se enojara con ellas? ¿A José, para que los celadores al leer la carta antes de enviarla descubrieran a su reduce? ¿A los mozos de La Churrasquita? 
A la una en punto se sentaron a almorzar. Veinte minutos después, ya habían lavado los platos y estaban preparando otra vez el mate. Aburrido, a las dos Frattini se unió a los internos que caminaban de un extremo al otro del pabellón como ratas encerradas, tratando de agotar su energía en esa especie de procesión que no conducía a ninguna parte.
Cansado de caminar, a las tres se acostó a dormir la siesta. Estaba tan aburrido que ni siquiera le quedaba imaginación para idear ningún sueño. A las cuatro se despertó y volvió a lavarse. Cuatro y diez estaba otra vez en el comedor tomando mate, escuchando las historias de sus compañeros.  
El cambio de guardia de las seis de la tarde los ayudaba a distraerse. Al cambiar el celador, al menos cambiaban los insultos que escuchaban. El maltrato, en cambio, siempre era el mismo.
Con el cambio de guardia llegaban los enormes ollas con aquel guiso aguachento que los celadores llamaban cena. A Frattini le daba tristeza ver a sus compañeros con el tenedor en la mano, usándolo de arpón para capturar los dos o tres pedazos de carne, hueso o grasa que flotaban en el guiso.
A las siete ya esta sentados otra vez en el comedor, con el calentador entre los pies, tomando mate y conversando mientras en las pequeñas altas ventanas la luz del sol se apagaba con la caída de la noche.
Al fin, a las 12, el toque de queda dio por terminado el día. Frattini y los demás se acostaron con la voz del pasarela de fondo, insultándolos, amenazándolos, exigiéndoles que se callaran y se durmieran de una vez por todas. Y poco a poco todos se iban quedando dormidos, mientras algunos conversaban en voz baja, aliviados de haber sobrevivido a otro día de condena.
El día siguiente fue igual, idéntico a los que lo siguieron.
Durante unas semanas Frattini se acopló a aquella rutina que se repetía con una exactitud agobiante. Despertarse con los gritos del celador, dormirse con los insultos del Pasarela. En el medio, mate, aburrimiento, historias repetidas.
Al mes de estar allí, cuando el Turco volvió a escribir una carta, Frattini comenzó a desesperarse.
-        ¿A quién le escribís? ¿A tu novia?
El Turco sonrió.
-        Ojalá. Pero nunca se sabe… - respondió, misterioso.
-        Dale, boludo, te pregunto en serio.
-        ¿Querés saber?
-        Claro.
El Turco se incorporó y se dirigió a la ranchada. Cuando regresó, llevaba una revista en la mano.
-        O Cruzeiro. La mejor revista del mundo – dijo mientras abría la revista y pasaba las páginas buscando algo.
Al fin, le mostró una página a Frattini, con el título “Cartas al lector”.
-        Mirá, escriben un montón de minas que quieren “entablar amistad”, no te rías, boludo, le dicen así… Las minas escriben y dejan sus datos para cartearse con gente de cualquier lado. Yo me estoy escribiendo con una peruana.
Frattini guardó silencio, pensativo. Después dijo:
-        ¿Vos no tenés condena?
-        Todavía no. Cuando la tenga, sólo le voy a poder escribir a mi familia. Pero por ahora, disfruto con mi peruanita.
-        Yo tampoco tengo condena – dijo Frattini.
-        ¿Y qué estás esperando? Dale, escribí hasta que te corten el chorro – dijo Turco tendiéndole la revista.
Frattini se pasó la tarde leyendo y releyendo cada una de las “cartas a los lectores”. Lo bueno de O Cruzeiro era que, al ser distribuida por toda América Latina, algunas lectoras también escribían en castellano, como la peruana del Turco. Por la noche, eligió cuatro chicas que escribían desde Puerto Rico, Córdoba, Río de Janeiro y Montevideo. Al día siguiente pidió papel y lápiz y, con un esfuerzo sobrehumano, le escribió una carta a cada una. No le costaba pensar en otra cosa, pero su dominio del lenguaje no era el mejor. Por eso escribía, tachaba y a veces se quedaba en silencio durante minutos tratando de hallar la palabra apropiada que expresara lo que quería decir. Después de la cena, cuando las cuatro cartas estuvieron terminadas y sólo restaba firmarlas y poner el remitente, se detuvo.
-        ¿Vos cómo firmás?
-        Salvador Alí Amud. Ese es mi nombre artístico – dijo el Turco, soltando una carcajada.
Frattini pensó un momento, recordando las telenovelas y los teleteatros de Puerto Rico y Brasil, donde vivían las chicas a las que les había escrito. Al fin, tomó el lápiz y firmó:
-        Carlos Alberto del Soler Frattini, para servirle.



22

Las cartas fueron tan efectivas que Frattini no necesitó recurrir al dibujo para mantenerse ocupado. Un tiempo después, Frattini recibía diez cartas por día. Hasta el cartero se sorprendía con la cantidad de sobres que llegaban.
Frattini las leía todas, pero sólo conservaba las mejores. Con el paso del tiempo había aprendido que el valor de una “amiga” no se relacionaba tanto con la descripción física que esta hiciera de sí misma, sino con lo que le contara en las cartas, con las palabras que usaba, con las historias que lo ayudaban a pensar en otra cosa, a olvidarse de los muros y del tiempo.
Las cartas que no le importaban tanto se las daba a sus compañeros para que se entretuvieran con la lectura. Había semanas que ni el Turco ni él daban abasto para escribir tantas respuestas.
Entre sus cartas favoritas estaban las que le enviaba Irma, una cordobesa de Río Cuarto. A Frattini lo había sorprendido un frase en especial: “No me preguntes si soy linda, fea o renga… yo te voy a escribir todos los días hasta que salgas en libertad”. Así lo hizo. En las primeras cartas no hablaron de amor ni de nada parecido. Pronto, se convirtieron en los mejores amigos. Conversaban sobre cine, teatro, política… Irma escribía tan bien que cada vez que recibía una carta de ella, sus compañeros le pedían que se las leyera en voz alta.
Un año y cientos de cartas después, el celador lo despertó a las seis de la mañana y le dijo que debía presentarse ante el juez que dictaría su condena. Frattini y los demás que debían ir a Tribunales se fueron a afeitar mientras el resto de los internos regresaban a la cama. Vestidos y aseados, los viajeros se sentaron a tomar mate. No hablaban. Sabían de sobra que aquel viaje sería peor que un día de encierro.
Al fin, el celador se presentó en el comedor y les ordenó que lo siguieran. Frattini formó fila detrás del tipo y junto a los demás se dirigió al otro lado de la puerta enrejada. En la oficina, él y los demás fueron requisados con una violencia mayor, incluso, que la que soportaban las visitas.
-        Abrite los cantos. Levantate los huevos. Abrí la boca.
Frattini obedeció cada orden al pie de la letra. De nada servía resistirse ahora que no contaba siquiera con el apoyo de sus compañeros. Los hicieron esperar desnudos durante media hora, mientras los celadores tomaban mate y los insultaban.
Luego, ya vestidos, los condujeron hacia el patio, donde los esperaba el camión de la penitenciaría. Frattini y los otros veintitrés presos fueron divididos en las doce celdas de un metro cuadrado, que tenía el camión. Hacinado junto a otros dos presos, Frattini se alegró de viajar en el primer camión del día. En el 54 había viajado en el camión del mediodía, y había pasado la tarde entera encerrado en las leoneras de Tribunales. Ahora, con suerte, podría regresar antes de la siesta.
Viajaron durante más de una hora sumidos en un silencio de velorio. Desde afuera, las bocinas y el ruido de los autos llegaban hasta sus oídos como una promesa o una burla de la ciudad que los había exiliado. Frattini alzaba el cuello tratando de respirar algo del aire que entraba por los pequeños agujeros del respiradero sin conseguirlo, agobiado por el aire rancio con perfume a orina que despedía el camión.
Cuando se detuvieron, todos se prepararon sabiendo que lo peor estaba por comenzar. Entraron los guardias, abrieron las celdas, los golpearon, los insultaron, y los bajaron a empujones. Rodeados por dos cercos de agentes de la Policía Federal, Frattini y los demás fueron conducidos hasta las mazmorras de los Tribunales. Durante los cinco segundos que estuvo en la calle, Frattini miró todo con curiosidad, con nostalgia, sabiendo que a pocas cuadras de allí José estaría fundiendo el oro de joyas robadas mientras en La Churrasquita los escruchantes desayunaban antes de empezar a trabajar.
Cuando entró a la leonera, como llamaban a las pequeñas celdas para cuatro personas del subsuelo, pensó que se desmayaba. El aire era irrespirable, peor que la del camión. En cada celda, doce presos se hacinaban contra los barrotes. Lo hicieron entrar a una de ellas, y sólo lo logró empujando a los presos que lo rodeaban. Rostros amenazantes, surcados de profundas cicatrices y horas de desvelo, lo observaron con fastidio.  
Un rato después, les sirvieron una sopa fría.
Con el pasar de las horas, la celda se fue vaciando. Al fin, cuando quedaban ocho personas, Frattini pudo ver que la pared del fondo de la celda estaba completamente escrita con mensajes de los presos que habían pasado por ahí: “Dios ayudame a salir de esta”, “Dios cuidá a mi vieja”, “Dios en vos confío”.
Cuando escuchó su nombre, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en Tribunales. Se incorporó, se acomodó la ropa y siguió al agente que lo había llamado. Cruzaron un pasillo, tres puertas, y Frattini al fin llegó hasta la oficina donde lo esperaba el juez. Entró y, tal como le había dicho el agente, permaneció de pie ante el escritorio. El juez estaba leyendo unas notas, seguramente su prontuario. Con una mano, le hizo señas de que esperara. Frattini lo observó con cuidado, tratando de intuir su destino en los gestos de aquel juez que no dejaba de tocarse el bigote.
-        Bueno, Frattini, ¿cómo andás? – dijo sin mirarlo.
-        Bien.
-        ¿Te tratan bien en Devoto? – dijo, y esta vez lo miró directo a los ojos.
-        Sí, todo bien.
El juez sonrió ante la mentira de Frattini, que conocía el procedimiento y sabía de sobra que al juez lo único que le interesaba era cumplir con esa visita de rutina que imponían las leyes. Lo mismo le daba que lo hayan violado, herido o torturado en Devoto. Tan sólo quería escuchar que los presos “estaban bien” para poder analizar el caso y empezar a determinar la condena.
-        Bueno, por lo que veo te van a caer algunos años.
-        ¿Cuándo sale la sentencia? – preguntó Frattini.
-        ¿Estás apurado? – dijo el juez – Ya te vas a enterar. Oficial, puede llevárselo.
Frattini regresó a la leonera y tuvo que esperar un par de horas más hasta que lo subieron de nuevo al camión. Anochecía sobre Devoto cuando regresó y volvieron a requisarlo. Entró al pabellón agotado física y psicológicamente. El protocolo era perfecto: de Tribunales los presos siempre regresaban sabiendo que ningún abogado, ningún juez, nadie velaba por ellos.

El verano de 1960 fue insoportable. El sol parecía apuntar con toda su luz y su calor exclusivamente hacia el Penal de Devoto. Desde hacía cinco días, Frattini estaba confinado en un calabozo del Celular 5º a causa de una pelea en la que no había participado pero de la que había preferido no dar detalles a los celadores. El silencio tenía esas cosas: generaba tanto la confianza ciega de sus compañeros como la furia de los guardias.
-        Ah, ¿no vas a hablar? Entonces al calabozo – le habían dicho.
Y allí estaba: asándose en el celular del quinto piso junto con otros cuatro internos castigados. El calabozo era tan estrecho, que a veces se rozaban los codos o las rodillas bañadas de sudor. El aire parecía estancado allí dentro. De a ratos, Frattini y los demás se turnaban para respirar el aire limpio que entraba por las ventanas tan altas que bordeaban el techo.
Cuando llegó su turno, ayudó a bajar al compañero que estaba subido sobre sus hombros y cambiaron los roles. Con cuidado, Frattini pisó las rodillas del tipo, apoyó sus propias rodillas en los hombros del otro y al fin consiguió pararse.
De pronto, algo le llamó la atención. En la esquina, un hombre fumaba con una campera doblada sobre su brazo.
-        Ese boludo de ahí tiene campera. Con el calor que hace – dijo, para compensar el interés que sus compañeros mostraban debajo de él.
Pero entonces vio algo que no esperaba.
De pronto, frente a la ventana a la que estaba pegado, vio caer algo, y otra cosa más. Cuatro bultos pasaron delante de sus ojos y, abajo, se convirtieron en presos que emprendían su fuga.
-        Se escapan, hay unos turros que se están escapando – gritó Frattini, excitado.
-        ¿Quiénes son? – preguntaron sus compañeros.
-        Creo que son del 7º…
Cuando cayó el quinto preso, él tuvo que quitar la cabeza de la ventana para no ver lo que pasaba.
-        No, pelotudo – gritó Frattini.
-        ¿Qué pasa, Pistola?
-        Es Hidalgo.
Había caído con tanta mala fortuna que se había clavado una de las lanzas de la reja en medio del pecho y había rebotado hasta la calle. Ahí estaba ahora, con una terrible herida, gimiendo en medio de un charco de sangre. En ese momento, mientras Hidalgo sangraba y los otros escapistas dudaban qué hacer, comenzaron a oírse las sirenas. Pronto, por la calle del desaguadero Frattini vio acercarse a un Jeep cargado de guardias que disparaban hacia el lugar donde los otros presos se ocultaban, aun dentro del penal. 
-        ¿Qué pasa, Pistola?
Frattini no entendía lo que oía. Estaba completamente absorbido por las imágenes. Y en ese preciso instante, vio que el hombre de la esquina tiraba el cigarrillo al piso con parsimonia, y dejaba caer la campera que hasta ese momento había ocultado la ametralladora que tenía en la mano. Entonces comenzó a disparar.
-        Qué huevos que tiene ese hijo de puta – gritó Frattini, emocionado.
Los cartuchos caían de la ametralladora mientras los guardias retrocedían, volvían a subirse al Jeep y se marchaban de la escena. Desde su posición privilegiada, Frattini vio que el hombre de la ametralladora les hacía señas a los presos. Ellos comenzaron a saltar la reja mientras el tipo volvía a descargar otra balacera sobre la parte trasera del jeep que se alejaba. Hidalgo estaba perdido, pero los demás ya corrían en libertad. La calle estaba desierta.
Con sorpresa, con fascinación, Frattini vio que el hombre volvía a ocultar el arma debajo de la campera y se alejaba caminando tranquilamente. Después lo vio subirse a un auto que lo esperaba y se marchó, dejando tras de sí cientos de cartuchos de bala y decenas de policías heridos.
  
El otro intento de fuga que presenció aquel año fue menos espectacular, pero no por eso menos divertido.
En el patio se comentaba que unos internos del Pabellón 3 estaban planeando una fuga. La mujer de uno de ellos había logrado ingresar al penal con una lima dentro de un paquete de yerba. Cuando se enteró, Frattini no pudo contener una sonrisa. Había que estar desesperado para pensar que aquello podía tener éxito. Sin embargo, los internos habían pasado las noches de dos meses enteros limando los barrotes de una de las ventanas. Por lo que se sabía, la fuga ocurriría muy pronto. Al fin, una noche, mientras los escapistas se preparaban para quitar los barrotes, fueron sorprendidos por la requisa.
La frase que uno de los guardias les dedicó a aquellos presos fue valorada por todos en el patio. El guardia había entrado al Pabellón fumando, muy tranquilo, decían. También decían que no había necesitado amenazas para obtener la confesión de los presos. Tan sólo se limitó a decirles que, aunque podía esperarlos abajo y matarlos uno por uno a medida que bajaran, prefería que le entregaran la lima sin hacer quilombo.  No hizo falta que lo pensaran. Entregaron las herramientas y, agradecidos, se dirigieron al calabozo de castigo sabiendo que habían escapado de una muerte segura.

Al fin, en marzo de 1960, Frattini volvió a Tribunales.
-        Tengo una noticia buena y otra mala. ¿Cuál preferís que te diga primero? – preguntó el juez.
Frattini encogió los hombros.
-        La mala es que tenés condena. Te vamos a trasladar a la Penitenciaría de Las Heras.
-        ¿Y la buena? – preguntó Frattini, aceptando que ya no podría seguir intercambiando cartas con sus amigas.
-        Que la condena es de tres años, y ya cumpliste dos. En un año vas a estar afuera de nuevo.
Frattini asintió. Su encierro ya tenía fecha de vencimiento.  

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