20
Aquel día, el
Tano Martinelli se había despedido de él más temprano que de costumbre.
Frattini se había quedado con los bolsillos llenos de joyas y billetes sin
saber qué hacer. Podía volver a la pensión, pero no quería estar solo. Podía ir
a visitar a sus hermanas, pero ellas le habían contado que, lejos de suavizarse,
con la muerte de Mirtha su padre se había vuelto más violento todavía.
Así fue que
decidió ir a tomar un café a La Churrasquita. Apenas llegó, se alegró de
encontrar a tres escruchantes conocidos. Los saludó, se sentó con ellos.
Mientras los mozos limpiaban las mesas y alzaban las sillas para dejarle paso a
la escoba y al trapo de piso, sus amigos le dijeron que se marchaban. Frattini
lo lamentó tanto que se le notó en el rostro.
-
¿Qué vas a hacer, Pistola? – preguntó uno de
ellos.
-
No sé…
-
¿Por qué no te venís con nosotros? Dale, así
jugamos a las cartas…
-
Dale, vení. Yo no puedo estar en la calle de
noche, me están buscando.
Frattini lo
pensó. Sabía que sus amigos vivían en una villa, pero cualquier pobre compañía
era mejor que una soledad cinco estrellas. Así fue que se incorporó junto a
ellos, saludó a los mozos y los siguió por Avenida Corrientes hasta la 9 de
Julio, donde tomaron un colectivo en dirección a la Provincia.
A medida que se
alejaban de Capital, el paisaje se iba agrisando. En Avellaneda, bajaron del
colectivo y fueron a pie por la Avenida 25 de Mayo hasta Dock Sud. Si bien
aquella zona estaba junto al Río al igual que La Boca, carecía de todo
colorido. Amontonados en las villas, los inmigrantes del país tomaban el fresco
de la tarde fuera de sus enclenques casillas de chapa. Frattini y su pulcritud
resaltaban en aquel paisaje desolado.
Sus amigos lo
guiaron hasta un pasillo, se internaron en la villa y se detuvieron frente a un
rancho. Uno dijo:
-
La casa es chica, pero el chorro es grande – y todos
rieron.
Entraron y se
quedaron jugando a las cartas hasta pasada la medianoche. Sus amigos bebiendo
vino, él manteniéndose despierto a base de galletitas y agua. Cuando terminaron
la última partida, tiraron unas mantas en el suelo y se acostaron a dormir.
Frattini estaba
acostumbrado a dormir en cualquier parte. Nunca le incomodaba el frío ni la
dureza del piso, y siempre que tenía una manta con la que taparse pensaba que todo
no estaba tan mal.
Estaba soñando
con Rita Hayworth cuando lo despertó una explosión. Abrió los ojos. En la
penumbra del rancho, pudo ver la puerta que primero se sacudía y luego caía al
suelo, tumbada por los golpes.
Como un panal,
la casilla se llenó de un enjambre de policías armados que los redujeron en
unos pocos segundos. Esposados, los cuatro fueron conducidos afuera. Frattini y
los demás guardaban silencio. Sabían que cualquier cosa que dijeran no serviría
de nada. “Qué idiota”, pensó Frattini. Callados, golpeados e insultados, fueron
cargados en tres patrulleros que esperaban a la salida de la villa.
El trayecto fue
corto: los autos se detuvieron en la puerta de la comisaría 1ª de Avellaneda.
Rápidamente, los detenidos fueron presentados ante comisario de uno en uno.
Cuando llegó su
turno, Frattini se sentó en la silla frente al escritorio. El comisario lo
miraba con curiosidad.
-
¿De dónde sos, Frattini?
-
De Capital.
-
¿Y qué mierda hacías en Dock Sud?
-
Discutí en casa y me fui a la mierda – dijo,
sosteniendo la mirada de acero del comisario, que se incorporó.
Mientras
caminaba hacia la puerta, dijo:
-
Esta cancioneta ya la escuché. No sé por qué, pero
no te creo.
El comisario
salió de la oficina, cerrando la puerta con llave. Los minutos que Frattini
pasó allí encerrado le sirvieron para descubrir que no había ni una sola
ventana. Estaba atrapado por dónde lo mirara. Ansioso, comenzó a mover una pierna,
siguiendo el ritmo de una canción imaginaria que acabó en el mismo momento en
que la puerta se abrió y el comisario volvió a entrar a la oficina.
Frattini lo vio
sonreír, y sentarse estrepitosamente. Después suspiró, y al fin dijo:
-
¿Así que vos discutiste en tu casa? ¿Con quién?
¿Con las pistolas o con las llaves?
Frattini bajó la
mirada para evitar esa sonrisa socarrona que lo condenaba desde el otro lado
del escritorio.
Sin embargo, fue
al único que no le dieron picana. Mientras que a sus compañeros se los llevaban
para ablandarlos con descargas eléctricas, tres agentes entraron al calabozo.
Lo rodearon y, antes de que pudiera cubrirse, le dieron una paliza antológica.
Patadas, rodillazos, piñas, pisotones. Quince minutos después, lo dejaron
tirado en el suelo con la boca y la nariz sangrando y el cuerpo aterido por los
golpes.
Atontado, sin
poder mover un solo músculo, vio cómo lo cargaban en un patrullero que se
perdía en las calles. Afuera amanecía, o quizá aquella luz lechosa,
insoportable, tan sólo fuera el refucilo de los golpes que le habían dado y que
le seguían aturdiendo los oídos.
En un momento
del viaje, creyó ver que cruzaban a Capital. Se lo confirmó el color de los
patrulleros detenidos en la puerta de la Comisaría donde se había detenido el
auto en el que viajaba. Lo obligaron a bajar, y lo empujaron hacia el interior
del edificio. Lo hicieron entrar en una oficina vacía, dónde apenas había una
cama de metal sin colchón. No necesitaba saber nada más. Podía imaginarse el
resto.
Cuando se lo
ordenaron, se quitó la ropa. Pero cuando le pidieron que se acostara, no se
movió. Dos golpes más tarde, yacía atado de pies y manos a las cuatro esquinas
de la cama.
La primera
descarga de picana le llenó la boca de saliva.
La segunda, le
secó los labios.
La tercera,
aplicada directamente sobre sus genitales, le arrancó un grito que podría
haberse escuchado desde Dock Sud.
-
Hablá, mierda, puto, decí qué robaste – gritaba
uno de los policías que contemplaban la tortura.
-
Que se quede callado, así puedo seguir jugando –
dijo el encargado de la picana.
Poco a poco,
Frattini sintió que los miembros se le separaban del torso. Sus brazos y sus
piernas, atados, parecían alejarse y quebrarle cada una de las articulaciones.
-
Hablá, gil.
Lo intentó, pero
su lengua parecía una pelota de trapo áspera y muerta.
-
Pará, pará… - gritó uno de los policías, sin
embargo su compañero demoró unos segundos más hasta que al fin apartó la picana
del cuerpo de Frattini.
-
¿Recuperaste la memoria?
Frattini
asintió. De nada servía callar a cambio de tanta picana.
-
Dos departamentos, en Callao y Paraguay, y en
Avenida de Mayo y Perú – dijo, con su último aliento.
-
Laburás en Capital y caés en Provincia. Te pasó
dos veces. Vos sí que sos un pelotudo… - se burló uno.
-
Este aparato es prodigioso – dijo el de la
picana y, antes de desconectarla, aplicó una descarga de despedida sobre el
cuerpo maltrecho de Frattini.
Lo arrastraron
desnudo hasta un calabozo y lo dejaron tendido en el suelo. Luego, alguien le
arrojó la ropa sobre el rostro. Pero para entonces Frattini se había desmayado,
y soñaba con un banderín de Boca Juniors tirado en el piso.
21
La dieta de golpes
y picana duró dos semanas enteras. Ni siquiera sabía dónde estaba. Al fin, una mañana
le anunciaron que lo trasladaban a Devoto. Subió al camión de traslado con
obediencia, se sentó y durante todo el viaje pensó que lo peor ya había pasado.
Ni siquiera se lamentaba por haber perdido todo lo que había conseguido con el
Tano Martinelli. Sabía que, al no tener noticias suyas, sus vecinos o el dueño
de la pensión ya habrían desvalijado la pieza, quedándose con la ropa, las
joyas, la radio y la afeitadora. Estaba otra vez solo y desnudo. Quizá fuera hora
de aceptar su destino.
Al descender del
camión, Frattini notó ciertas diferencias que lo inquietaron bastante. Lo
primero fueron las ropas de los guardia. Durante el tiempo en que él había
estado afuera, todos los penales habían pasado de la Policía a manos del
flamante Servicio Penitenciario Federal, cuya cúpula seguía integrada por
varios españoles que habían servido en los penales más remotos y terroríficos
del país, como el de Ushuaia.
En la ropería,
se lamentó al quitarse el único traje que tenía ahora. Vestido con las ropas de
interno, con el cabello rapado y decenas de heridas que aun no terminaban de
cicatrizar, Frattini se presentó ante el celador y cruzó la puerta enrejada.
Nada más entrar,
oyó un grito.
-
Miren quién llegó.
Pichón
Laginestra emergió de un grupo de internos, mostrando una sonrisa y los brazos
abiertos en busca de un abrazo. Frattini también se alegró de verlo, y recordó
que en el 54, antes de ser liberado, Pichón le había dicho “nos vemos acá en
dos años”. Se habían retrasado un año, pero los dos habían acudido a la cita.
Se saludaron con
afecto, casi con cariño.
-
Pistola, qué alegría – dijo Pichón.
-
Pichón, te agarraron, al final.
-
No sabés, ahora te cuento – dijo Laginestra, entusiasmado
por poder contarle a alguien distinto aquella historia que había repetido cien
veces desde que había regresado a Devoto: - Vení, cuando llegás a un hotel
primero hay que registrarse.
Se dirigieron al
dormitorio y, entre los dos, le propusieron al preso que ocupaba la cama junto
a la de Pichón que se la dejara a Frattini y buscara otra en un rincón más
alejado. La primera reacción del preso fue negarse. Sólo entonces Pichón dio un
paso adelante, con la mirada perdida y los labios brillando, cubiertos de
saliva como los de un perro de ataque.
-
¿Vos sabés quién este? – dijo Pichón señalando a
Frattini.
-
No me importa – dijo el preso.
Frattini
contemplaba la escena con asco, pero también con cierta satisfacción. La herida
del Yerbatero seguía dándole beneficios.
-
Es Pistola. No me pongas loco, andate y no seas
gil – insistió Pichón.
Al preso se le
encendieron los ojos al escuchar ese sobrenombre que, con el paso de los años y
la repetición de la anécdota, había tomado envergadura de leyenda.
-
No hay problema, Pistola. Me busco otra cama –
dijo el tipo, y se marchó.
-
Estos no respetan a nadie – dijo Pichón,
haciéndole una seña a Frattini para que lo siguiera.
En el comedor,
un centenar de presos ahogaban el tiempo con litros y litros de mate. Algunos
escuchaban la radio, otros conversaban o jugaban a las cartas. Frattini y
Pichón cruzaron la estancia en dirección a una mesa apartada.
-
Volviste, Pistola.
-
Te extrañábamos.
-
Atorrante, te agarraron.
-
¿Me vas a hacer un dibujo algún día?
-
Al fin un jugador como la gente para este
pabellón de pataduras.
-
Hola, muchachos – repetía Frattini, estrechando
manos y abrazando gente.
Cuando llegó a
la mesa, Pichón ya había preparado el mate y ahora le tendía uno. Frattini
bebió el primer sorbo lentamente. Pichón no dejaba de mirarlo, entre
sorprendido y nostálgico.
-
¿Querés que te cuente, Pistola? – dijo,
suplicando.
-
Por favor.
-
Hace seis meses, mi compañero cayó con armas. Le
dieron tanta máquina que me mandó al frente. Yo sabía que me buscaban porque
hasta publicaron un aviso con mi cara en el diario. No sabía qué hacer. No
quería irme afuera, a Uruguay o a Brasil, vos sabés que yo me deprimo con sólo
cruzar la General Paz.
-
¿Y qué hiciste?
Pichón sonrió, satisfecho de su propia imaginación.
-
Me escondí en un cisterna.
-
¿En un tanque de agua?
-
No, boludo, adentro de un camión cisterna – dijo
Pichón, soltando una carcajada que provocó un ataque de tos. Cuando se
recuperó, siguió hablando: - Me pasé dos meses metido ahí adentro. Los primeros
días tenía visiones por el olor de la nafta.
-
Vos estás loco.
-
Loco o no, tardaron dos meses en encontrarme. Y
acá estoy…
Pasaron el día
contándose la vida que habían tenido en los últimos años. Hablaron del Tano
Martinelli, de Franco, que por entonces estaba encerrado en Neuquén, y de los
otros ex compañeros de encierro.
Aquel día,
Frattini disfrutó de cada uno de los reencuentros, de las historias que habían
vivido sus compañeros durante los años en que habían estado en libertad. Pero
al día siguiente, apenas despertó, la rutina carcelaria volvió a aplastarlo.
A las seis de la
mañana, puntuales como monjes de clausura, los celadores hicieron sonar sus
silbatos en cada uno de los pabellones de Devoto.
-
Arriba, vagos de mierda – escuchó Frattini al
despertarse.
Hacía años que
no se levantaba tan temprano. Y sin embargo ahí estaba, abandonando la cama al
primer aviso, vistiéndose y parándose firme para que el celador tomara lista.
Después de ser
contados, la mayoría de los presos volvió a refugiarse bajo las mantas aunque eso
estuviera prohibido. El celador no dijo nada: prefería que sus pupilos
durmieran antes que se levantaran y comenzaran con sus riñas de siempre.
Mientras se acostaba, escuchó que Pichón le decía:
-
Y ahora una siesta.
Pero no pudo
dormirse. No podía dejar de pensar en lo estúpido que había sido. Si en lugar
de ir a Dock Sud se hubiese ido a cenar y a bailar, ahora, en lugar de estar
encerrado, estaría preparándose para salir a laburar con el Tano Martinelli.
Pobre Tano. El primer día lo habría estado esperando durante horas en La
Churrasquita. Después, tal y como habían acordado, se habría guardado una
semana, sin salir, sin pisar la calle, sabiendo que su compañero había sido
detenido y posiblemente hubiera hablado con la picana. Pero el Tano no tenía por
qué preocuparse. Frattini podía caer preso, podía soportar golpes, podía
desmayarse con la picana, pero nunca, nunca, delataría a un compañero.
Cansado de
pensar, a las nueve se levantó con el resto de los internos. Fue al baño, se
lavó, y regresó a la cama para tomar mate con Pichón. Su compañero estaba
lavando la pava con una esponja de metal.
-
Chorro pero limpio – dijo Frattini.
Conocía de sobra
las estrategias que los presos tenían para ocupar el tiempo. Si se detenía a
mirar, podía comprobar la obsesiva limpieza las pavas, los calentadores y los
mates de todo Devoto. Pasaban horas limpiando los ínfimos enseres, y con cada
lavada, con cada lustre, el tiempo se escurría y la condena se acortaba.
Tomaron mate
hasta las once, escuchando la radio que la mujer de Pichón le había llevado el
mes anterior. A las doce, en todas las ranchadas comenzaron a preparar el almuerzo.
Pichón eligió un paquete de fideos de sus reservas personales, y se acercó con
Frattini a otro interno que estaba pelando cebollas. Se saludaron, y pronto
llegaron otros dos internos con una lata de puré de tomate. Mientras el
cocinero freía la cebolla en una lata de dulce colocada sobre el calentador,
los demás prepararon mate y comenzaron a conversar sobre sus familias.
Todos fumaban y
todos se asombraban de que Frattini aún no hubiera sucumbido al vicio. El
Turco, uno de sus compañeros, sacó un papel y un lápiz y comenzó a escribir una
carta. Frattini lo envidió. ¿A quién podía escribirle él? ¿A sus hermanas, para
que su padre se enojara con ellas? ¿A José, para que los celadores al leer la
carta antes de enviarla descubrieran a su reduce? ¿A los mozos de La
Churrasquita?
A la una en
punto se sentaron a almorzar. Veinte minutos después, ya habían lavado los
platos y estaban preparando otra vez el mate. Aburrido, a las dos Frattini se
unió a los internos que caminaban de un extremo al otro del pabellón como ratas
encerradas, tratando de agotar su energía en esa especie de procesión que no
conducía a ninguna parte.
Cansado de
caminar, a las tres se acostó a dormir la siesta. Estaba tan aburrido que ni
siquiera le quedaba imaginación para idear ningún sueño. A las cuatro se
despertó y volvió a lavarse. Cuatro y diez estaba otra vez en el comedor
tomando mate, escuchando las historias de sus compañeros.
El cambio de
guardia de las seis de la tarde los ayudaba a distraerse. Al cambiar el
celador, al menos cambiaban los insultos que escuchaban. El maltrato, en
cambio, siempre era el mismo.
Con el cambio de
guardia llegaban los enormes ollas con aquel guiso aguachento que los celadores
llamaban cena. A Frattini le daba tristeza ver a sus compañeros con el tenedor
en la mano, usándolo de arpón para capturar los dos o tres pedazos de carne,
hueso o grasa que flotaban en el guiso.
A las siete ya esta
sentados otra vez en el comedor, con el calentador entre los pies, tomando mate
y conversando mientras en las pequeñas altas ventanas la luz del sol se apagaba
con la caída de la noche.
Al fin, a las
12, el toque de queda dio por terminado el día. Frattini y los demás se
acostaron con la voz del pasarela de fondo, insultándolos, amenazándolos,
exigiéndoles que se callaran y se durmieran de una vez por todas. Y poco a poco
todos se iban quedando dormidos, mientras algunos conversaban en voz baja,
aliviados de haber sobrevivido a otro día de condena.
El día siguiente
fue igual, idéntico a los que lo siguieron.
Durante unas
semanas Frattini se acopló a aquella rutina que se repetía con una exactitud
agobiante. Despertarse con los gritos del celador, dormirse con los insultos
del Pasarela. En el medio, mate, aburrimiento, historias repetidas.
Al mes de estar
allí, cuando el Turco volvió a escribir una carta, Frattini comenzó a
desesperarse.
-
¿A quién le escribís? ¿A tu novia?
El Turco sonrió.
-
Ojalá. Pero nunca se sabe… - respondió,
misterioso.
-
Dale, boludo, te pregunto en serio.
-
¿Querés saber?
-
Claro.
El Turco se
incorporó y se dirigió a la ranchada. Cuando regresó, llevaba una revista en la
mano.
-
O Cruzeiro. La mejor revista del mundo – dijo
mientras abría la revista y pasaba las páginas buscando algo.
Al fin, le
mostró una página a Frattini, con el título “Cartas al lector”.
-
Mirá, escriben un montón de minas que quieren
“entablar amistad”, no te rías, boludo, le dicen así… Las minas escriben y
dejan sus datos para cartearse con gente de cualquier lado. Yo me estoy
escribiendo con una peruana.
Frattini guardó
silencio, pensativo. Después dijo:
-
¿Vos no tenés condena?
-
Todavía no. Cuando la tenga, sólo le voy a poder
escribir a mi familia. Pero por ahora, disfruto con mi peruanita.
-
Yo tampoco tengo condena – dijo Frattini.
-
¿Y qué estás esperando? Dale, escribí hasta que
te corten el chorro – dijo Turco tendiéndole la revista.
Frattini se pasó
la tarde leyendo y releyendo cada una de las “cartas a los lectores”. Lo bueno
de O Cruzeiro era que, al ser distribuida por toda América Latina, algunas
lectoras también escribían en castellano, como la peruana del Turco. Por la
noche, eligió cuatro chicas que escribían desde Puerto Rico, Córdoba, Río de
Janeiro y Montevideo. Al día siguiente pidió papel y lápiz y, con un esfuerzo
sobrehumano, le escribió una carta a cada una. No le costaba pensar en otra
cosa, pero su dominio del lenguaje no era el mejor. Por eso escribía, tachaba y
a veces se quedaba en silencio durante minutos tratando de hallar la palabra
apropiada que expresara lo que quería decir. Después de la cena, cuando las cuatro
cartas estuvieron terminadas y sólo restaba firmarlas y poner el remitente, se
detuvo.
-
¿Vos cómo firmás?
-
Salvador Alí Amud. Ese es mi nombre artístico –
dijo el Turco, soltando una carcajada.
Frattini pensó
un momento, recordando las telenovelas y los teleteatros de Puerto Rico y
Brasil, donde vivían las chicas a las que les había escrito. Al fin, tomó el
lápiz y firmó:
-
Carlos Alberto del Soler Frattini, para servirle.
22
Las cartas
fueron tan efectivas que Frattini no necesitó recurrir al dibujo para
mantenerse ocupado. Un tiempo después, Frattini recibía diez cartas por día. Hasta
el cartero se sorprendía con la cantidad de sobres que llegaban.
Frattini las
leía todas, pero sólo conservaba las mejores. Con el paso del tiempo había
aprendido que el valor de una “amiga” no se relacionaba tanto con la
descripción física que esta hiciera de sí misma, sino con lo que le contara en
las cartas, con las palabras que usaba, con las historias que lo ayudaban a pensar
en otra cosa, a olvidarse de los muros y del tiempo.
Las cartas que
no le importaban tanto se las daba a sus compañeros para que se entretuvieran
con la lectura. Había semanas que ni el Turco ni él daban abasto para escribir
tantas respuestas.
Entre sus cartas
favoritas estaban las que le enviaba Irma, una cordobesa de Río Cuarto. A
Frattini lo había sorprendido un frase en especial: “No me preguntes si soy
linda, fea o renga… yo te voy a escribir todos los días hasta que salgas en
libertad”. Así lo hizo. En las primeras cartas no hablaron de amor ni de nada
parecido. Pronto, se convirtieron en los mejores amigos. Conversaban sobre
cine, teatro, política… Irma escribía tan bien que cada vez que recibía una
carta de ella, sus compañeros le pedían que se las leyera en voz alta.
Un año y cientos
de cartas después, el celador lo despertó a las seis de la mañana y le dijo que
debía presentarse ante el juez que dictaría su condena. Frattini y los demás
que debían ir a Tribunales se fueron a afeitar mientras el resto de los
internos regresaban a la cama. Vestidos y aseados, los viajeros se sentaron a
tomar mate. No hablaban. Sabían de sobra que aquel viaje sería peor que un día
de encierro.
Al fin, el
celador se presentó en el comedor y les ordenó que lo siguieran. Frattini formó
fila detrás del tipo y junto a los demás se dirigió al otro lado de la puerta
enrejada. En la oficina, él y los demás fueron requisados con una violencia
mayor, incluso, que la que soportaban las visitas.
-
Abrite los cantos. Levantate los huevos. Abrí la
boca.
Frattini
obedeció cada orden al pie de la letra. De nada servía resistirse ahora que no
contaba siquiera con el apoyo de sus compañeros. Los hicieron esperar desnudos
durante media hora, mientras los celadores tomaban mate y los insultaban.
Luego, ya
vestidos, los condujeron hacia el patio, donde los esperaba el camión de la
penitenciaría. Frattini y los otros veintitrés presos fueron divididos en las
doce celdas de un metro cuadrado, que tenía el camión. Hacinado junto a otros
dos presos, Frattini se alegró de viajar en el primer camión del día. En el 54
había viajado en el camión del mediodía, y había pasado la tarde entera
encerrado en las leoneras de Tribunales. Ahora, con suerte, podría regresar
antes de la siesta.
Viajaron durante
más de una hora sumidos en un silencio de velorio. Desde afuera, las bocinas y
el ruido de los autos llegaban hasta sus oídos como una promesa o una burla de
la ciudad que los había exiliado. Frattini alzaba el cuello tratando de
respirar algo del aire que entraba por los pequeños agujeros del respiradero sin
conseguirlo, agobiado por el aire rancio con perfume a orina que despedía el
camión.
Cuando se
detuvieron, todos se prepararon sabiendo que lo peor estaba por comenzar.
Entraron los guardias, abrieron las celdas, los golpearon, los insultaron, y
los bajaron a empujones. Rodeados por dos cercos de agentes de la Policía
Federal, Frattini y los demás fueron conducidos hasta las mazmorras de los
Tribunales. Durante los cinco segundos que estuvo en la calle, Frattini miró
todo con curiosidad, con nostalgia, sabiendo que a pocas cuadras de allí José
estaría fundiendo el oro de joyas robadas mientras en La Churrasquita los
escruchantes desayunaban antes de empezar a trabajar.
Cuando entró a
la leonera, como llamaban a las pequeñas celdas para cuatro personas del
subsuelo, pensó que se desmayaba. El aire era irrespirable, peor que la del
camión. En cada celda, doce presos se hacinaban contra los barrotes. Lo
hicieron entrar a una de ellas, y sólo lo logró empujando a los presos que lo
rodeaban. Rostros amenazantes, surcados de profundas cicatrices y horas de desvelo,
lo observaron con fastidio.
Un rato después,
les sirvieron una sopa fría.
Con el pasar de
las horas, la celda se fue vaciando. Al fin, cuando quedaban ocho personas,
Frattini pudo ver que la pared del fondo de la celda estaba completamente
escrita con mensajes de los presos que habían pasado por ahí: “Dios ayudame a
salir de esta”, “Dios cuidá a mi vieja”, “Dios en vos confío”.
Cuando escuchó
su nombre, había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en Tribunales. Se
incorporó, se acomodó la ropa y siguió al agente que lo había llamado. Cruzaron
un pasillo, tres puertas, y Frattini al fin llegó hasta la oficina donde lo
esperaba el juez. Entró y, tal como le había dicho el agente, permaneció de pie
ante el escritorio. El juez estaba leyendo unas notas, seguramente su
prontuario. Con una mano, le hizo señas de que esperara. Frattini lo observó
con cuidado, tratando de intuir su destino en los gestos de aquel juez que no
dejaba de tocarse el bigote.
-
Bueno, Frattini, ¿cómo andás? – dijo sin
mirarlo.
-
Bien.
-
¿Te tratan bien en Devoto? – dijo, y esta vez lo
miró directo a los ojos.
-
Sí, todo bien.
El juez sonrió
ante la mentira de Frattini, que conocía el procedimiento y sabía de sobra que
al juez lo único que le interesaba era cumplir con esa visita de rutina que
imponían las leyes. Lo mismo le daba que lo hayan violado, herido o torturado
en Devoto. Tan sólo quería escuchar que los presos “estaban bien” para poder
analizar el caso y empezar a determinar la condena.
-
Bueno, por lo que veo te van a caer algunos
años.
-
¿Cuándo sale la sentencia? – preguntó Frattini.
-
¿Estás apurado? – dijo el juez – Ya te vas a
enterar. Oficial, puede llevárselo.
Frattini regresó
a la leonera y tuvo que esperar un par de horas más hasta que lo subieron de
nuevo al camión. Anochecía sobre Devoto cuando regresó y volvieron a
requisarlo. Entró al pabellón agotado física y psicológicamente. El protocolo
era perfecto: de Tribunales los presos siempre regresaban sabiendo que ningún
abogado, ningún juez, nadie velaba por ellos.
El verano de 1960
fue insoportable. El sol parecía apuntar con toda su luz y su calor
exclusivamente hacia el Penal de Devoto. Desde hacía cinco días, Frattini
estaba confinado en un calabozo del Celular 5º a causa de una pelea en la que
no había participado pero de la que había preferido no dar detalles a los
celadores. El silencio tenía esas cosas: generaba tanto la confianza ciega de
sus compañeros como la furia de los guardias.
-
Ah, ¿no vas a hablar? Entonces al calabozo – le
habían dicho.
Y allí estaba:
asándose en el celular del quinto piso junto con otros cuatro internos
castigados. El calabozo era tan estrecho, que a veces se rozaban los codos o
las rodillas bañadas de sudor. El aire parecía estancado allí dentro. De a
ratos, Frattini y los demás se turnaban para respirar el aire limpio que
entraba por las ventanas tan altas que bordeaban el techo.
Cuando llegó su
turno, ayudó a bajar al compañero que estaba subido sobre sus hombros y
cambiaron los roles. Con cuidado, Frattini pisó las rodillas del tipo, apoyó
sus propias rodillas en los hombros del otro y al fin consiguió pararse.
De pronto, algo
le llamó la atención. En la esquina, un hombre fumaba con una campera doblada
sobre su brazo.
-
Ese boludo de ahí tiene campera. Con el calor
que hace – dijo, para compensar el interés que sus compañeros mostraban debajo
de él.
Pero entonces
vio algo que no esperaba.
De pronto,
frente a la ventana a la que estaba pegado, vio caer algo, y otra cosa más.
Cuatro bultos pasaron delante de sus ojos y, abajo, se convirtieron en presos
que emprendían su fuga.
-
Se escapan, hay unos turros que se están
escapando – gritó Frattini, excitado.
-
¿Quiénes son? – preguntaron sus compañeros.
-
Creo que son del 7º…
Cuando cayó el
quinto preso, él tuvo que quitar la cabeza de la ventana para no ver lo que
pasaba.
-
No, pelotudo – gritó Frattini.
-
¿Qué pasa, Pistola?
-
Es Hidalgo.
Había caído con
tanta mala fortuna que se había clavado una de las lanzas de la reja en medio
del pecho y había rebotado hasta la calle. Ahí estaba ahora, con una terrible
herida, gimiendo en medio de un charco de sangre. En ese momento, mientras
Hidalgo sangraba y los otros escapistas dudaban qué hacer, comenzaron a oírse
las sirenas. Pronto, por la calle del desaguadero Frattini vio acercarse a un Jeep
cargado de guardias que disparaban hacia el lugar donde los otros presos se
ocultaban, aun dentro del penal.
-
¿Qué pasa, Pistola?
Frattini no
entendía lo que oía. Estaba completamente absorbido por las imágenes. Y en ese
preciso instante, vio que el hombre de la esquina tiraba el cigarrillo al piso con
parsimonia, y dejaba caer la campera que hasta ese momento había ocultado la
ametralladora que tenía en la mano. Entonces comenzó a disparar.
-
Qué huevos que tiene ese hijo de puta – gritó
Frattini, emocionado.
Los cartuchos
caían de la ametralladora mientras los guardias retrocedían, volvían a subirse
al Jeep y se marchaban de la escena. Desde su posición privilegiada, Frattini
vio que el hombre de la ametralladora les hacía señas a los presos. Ellos
comenzaron a saltar la reja mientras el tipo volvía a descargar otra balacera
sobre la parte trasera del jeep que se alejaba. Hidalgo estaba perdido, pero
los demás ya corrían en libertad. La calle estaba desierta.
Con sorpresa,
con fascinación, Frattini vio que el hombre volvía a ocultar el arma debajo de
la campera y se alejaba caminando tranquilamente. Después lo vio subirse a un
auto que lo esperaba y se marchó, dejando tras de sí cientos de cartuchos de
bala y decenas de policías heridos.
El otro intento
de fuga que presenció aquel año fue menos espectacular, pero no por eso menos
divertido.
En el patio se
comentaba que unos internos del Pabellón 3 estaban planeando una fuga. La mujer
de uno de ellos había logrado ingresar al penal con una lima dentro de un
paquete de yerba. Cuando se enteró, Frattini no pudo contener una sonrisa.
Había que estar desesperado para pensar que aquello podía tener éxito. Sin
embargo, los internos habían pasado las noches de dos meses enteros limando los
barrotes de una de las ventanas. Por lo que se sabía, la fuga ocurriría muy
pronto. Al fin, una noche, mientras los escapistas se preparaban para quitar
los barrotes, fueron sorprendidos por la requisa.
La frase que uno
de los guardias les dedicó a aquellos presos fue valorada por todos en el
patio. El guardia había entrado al Pabellón fumando, muy tranquilo, decían.
También decían que no había necesitado amenazas para obtener la confesión de
los presos. Tan sólo se limitó a decirles que, aunque podía esperarlos abajo y
matarlos uno por uno a medida que bajaran, prefería que le entregaran la lima
sin hacer quilombo. No hizo falta que lo
pensaran. Entregaron las herramientas y, agradecidos, se dirigieron al calabozo
de castigo sabiendo que habían escapado de una muerte segura.
Al fin, en marzo
de 1960, Frattini volvió a Tribunales.
-
Tengo una noticia buena y otra mala. ¿Cuál
preferís que te diga primero? – preguntó el juez.
Frattini encogió
los hombros.
-
La mala es que tenés condena. Te vamos a
trasladar a la Penitenciaría de Las Heras.
-
¿Y la buena? – preguntó Frattini, aceptando que
ya no podría seguir intercambiando cartas con sus amigas.
-
Que la condena es de tres años, y ya cumpliste
dos. En un año vas a estar afuera de nuevo.
Frattini
asintió. Su encierro ya tenía fecha de vencimiento.
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