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Cuando Domingo
Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los
porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había.
“Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen
que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara
Frattini.
Ubicada en el
centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos y los
aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la que
sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían ser
vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de sus
ventanas cerradas hasta que cayera la noche.
Si bien los
exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al cruzar la reja
que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier cárcel. La
diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena conducta
podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los talleres podían
aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y decenas de
ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en los tiempos
de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día, cociendo el pan que
se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de Buenos Aires.
Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.
Al llegar,
Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban los presos
más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue conociendo a
todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros conocían, los
acercaban hasta la confesión.
Así conoció a
los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto, como lo
llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su leyenda
decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran tiempos de
valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco y vaciar la
caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata de su
pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su leyenda
era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los diarios
hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba oírlo
hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las pupilas
cada uno de sus hechos.
-
Si sacás el arma, sólo es para disparar – decía
el Loco Prieto.
Y no mentía.
Algunos presos,
que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los asaltos.
Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le bastaba
mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para dejar
ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando al
Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de
ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.
Dicen que una de
las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición. Para eso
no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía darse por
muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban las
palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba a
los tiros. Como un Loco.
Villarino era
otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él tampoco
usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo, obtener un
botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba llevar por
el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir hacia la
policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía en Las
Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del
Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de
todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus
historias.
Otro de los
personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre tan
acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas
espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate.
Además de
historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de
regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las
armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero
sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las
ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban,
y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para
reinsertarse en la sociedad.
Durante meses
leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en
todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que
no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran
dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a
contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que
sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y
confinados otra vez a prisión.
Por entonces
Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de
su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que
lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier
posibilidad de rectificación.
Otros, como
Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera
criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en
silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido
condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban
dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga,
como a Lacho Pardo.
En Las Heras
todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el
Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la
libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar
al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba
que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa
improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había
pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-
El Lacho Pardo se las tomó.
Días después, al
fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada
con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había
quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran
cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado
entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser
descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones
que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia
descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal
penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras
como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un
auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión.
Pero Frattini
nunca pensó en escaparse. Los meses que pasó en Las Heras fue un ejemplo de
buena conducta. Tanto es así que logró que lo trasladaran al penal de Santa
Rosa. Cuando se iba de Las Heras, alguien le dijo, con cierta envidia, que se
iba de vacaciones. Frattini entendió a qué se refería cuando llegó a La Pampa y
vio aquel cielo límpido, brillante que se abría sobre el playón del penal.
Todos los
internos que aguardaban la libertad allí, contaban con una condena, es decir
que habían logrado escapar del limbo donde miles de otros presos purgaban sus
penas no reconocidas. Como en Las Heras, allí también había talleres de oficio,
y rápidamente Frattini consiguió que lo designaran a la panadería.
El horario de
trabajo iba a contramano de la vida carcelaria. Mientras los presos dormían, él
y otros pocos trabajaban en torno a los grandes hornos. Lejos de fastidiarlo,
aquello era una excelente forma de escapar de la realidad.
Cuando todos se
acostaban, él se marchaba a trabajar. Cuando todos tenían que vivir encerrados
en cuatro paredes, él saludaba a los guardias y salía del penal para dirigirse
a la panadería. Cuando todos despertaban sin saber qué hacer, él llegaba
agotado por el trabajo, listo para dormir.
Ya no podía
escribirse con sus amigas de la revista O Cruzeiro, pero al menos podía
entretenerse con tareas que creía nunca le podrían interesar. Pero aquello era
una panacea para su encierro. En menos de un mes, ya había entablado relación
con los convictos más peligrosos, pero también con aquellos que sufrían el
encierro con temor a ser asesinados, violados o torturados por el resto. Quizá
fuera el recuerdo de Zamudio, quizá su propia infancia, lo cierto es que se
interesaba por aquellos desvalidos que no podían defenderse. Así conoció al
Turquito, un muchacho delgado y nervioso de apenas veintiún años.
Un amanecer,
luego del trabajo, Frattini regresó a su celda con la idea de tomar unos mates
antes de irse a dormir. Al pasar junto a la celda del Turquito, lo vio en
calzoncillos y camiseta de pie sobre la cama. Su rostro era una máscara de
espanto, como si el suelo de la celda estuviera repleto de alimañas que
quisieran devorarlo. A pocos metros de distancia, el celador contemplaba el
pasillo y miraba con interés hacia la celda del Turquito.
-
¿Qué pasó, Turco? ¿Qué hacés así? – preguntó
Frattini, sosteniendo la mirada del celador.
El Turquito lo
miró, abstraído en una ensoñación. Al fin pareció reconocerlo y dijo:
-
Ahora me viene a buscar la requisa, pero no voy
a ir.
-
¿Y por qué te vienen a buscar?
-
Dicen que rompí un vidrio. Pero yo no fui. Te lo
juro, Pistola. Yo de acá no pienso irme. No, no me van a sacar… - dijo el
Turquito, temblando.
El miedo lo
había convertido otra vez en lo que era: un muchacho asustado encerrado en una
cárcel llena de convictos peligrosos y guardias ansiosos por matar el tiempo
torturando gente.
-
Quedate tranquilo, no va a pasar nada… - dijo
Frattini, sin mucho convencimiento.
El Turquito
sacudió la cabeza.
-
Me quieren matar, Pistola. Yo no rompí el
vidrio. Me sacaron al patio… estaba aburrido y le tiré un par de piedras a las
palomas, pero vidrio no rompí ninguno. Ayudame.
-
Vos quedate tranquilo. No te va a pasar nada.
Frattini se
alejó. Estaba demasiado cansado para aguantar los miedos ajenos. Además, el
Turquito siempre había sido un chico exagerado. Lo más probable era que lo
confinaran un par de días al calabozo, y nada más.
Frattini entró a
su celda, que estaba abierta. Ese era otro de los beneficios de tener un
trabajo a contra tiempo: como sus horarios cambiaban permanentemente y tenía
tan buena conducta, los celadores nunca se preocupaban en cerrar su celda.
Agotado, se sentó
en la cama y comenzó a preparar el mate. Encendió la radio que había conseguido
a cambio de un par de retratos, y puso música.
Un rato después,
los gritos del Turquito callaron el parafraseo del Polaco Goyeneche.
-
Verdugos, suéltenme… no me van a llevar –
gritaba desesperado, el Turquito.
Frattini sintió
que la boca se le llenaba de saliva.
Dejó el mate y
salió de su celda para ver qué pasaba. Entonces vio que dos guardias tomaban al
Turco de los brazos y las piernas e intentaban sacarlo de la celda. Aterrorizado,
el Turquito se retorcía y gritaba pidiendo auxilio. En el forcejeo, tal vez sin
intención, los guardias le golpearon la cabeza contra las rejas de la celda.
-
Suéltenme…
Poco a poco, los
presos que dormían comenzaron a despertarse por los gritos. Todos se acercaron
a los barrotes para ver lo que pasaba. Frattini, que estaba fuera de la celda,
se acercó al Turco e intentó calmar a los guardias, diciendo que el Turquito
tenía un ataque de nervios. Los guardias lo insultaron y volvieron a tirar del
muchacho, que en su frenesí, se golpeaba contra el suelo y las paredes mientras
lo llevaban al calabozo de castigo.
De pronto, Milla,
uno de los presos importantes, gritó:
-
Pistola, abrí las celdas que lo están fajando al
Turco.
Frattini no lo
dudó ni un segundo. Inmediatamente, abrió cada una de las celdas del pabellón.
A la distancia, previendo un nuevo motín, el celador cerró las rejas que
permitían el acceso al pabellón y se marchó corriendo para dar la voz de
alarma. Pronto, todos los presos estaban fuera de sus celdas y golpeaban los
barrotes con todo lo que tenían a la mano, exigiendo la liberación del
Turquito.
Pasaron las
horas. Por la noche, el director del penal se presentó en el Pabellón.
-
Métanse en las celdas – dijo.
-
Primero liberen al Turco – dijo uno de los
presos.
-
El pibe no hizo nada – dijo Frattini.
El Director
sacudió la cabeza.
-
Era el único que estaba en el patio. Si no fue
él quien rompió el vidrio, ¿quién fue? ¿El espíritu santo?
-
Pero le golpearon la cabeza contra la pared,
casi lo matan – dijo Milla.
-
No exageren, fue un accidente – dijo el
Director. Y luego, en tono amenazante, agregó: - Si no vuelven a las celdas va
a ser peor.
-
Queremos al Turquito de vuelta – dijo Milla.
El Director resopló, aburrido. Luego hizo un gesto con su mano derecha y
se retiró acompañado por los guardias. Todos imaginaban lo que podía pasar: un
motín que duraba mucho siempre terminaba mal. Las cosas se conseguían de
inmediato, o no se conseguían nunca.
Al amanecer, con el rostro descansado por el sueño, el Director emitió su
sentencia:
-
Bueno, muchachos, se terminó. Frattini, Milla y
los demás cabecillas se van a ir al calabozo de castigo, y los que no entren en
las celdas en este momento, también van a ser castigados. Piensenló. Yo los
espero acá. Tengo toda la vida para esperarlos.
Bajo la
desganada mirada del Director, que estaba junto a la reja, los presos se
reunieron a debatir mientras los guardias observaban la escena desde lejos. Frattini
y Milla tomaron la palabra:
-
Nos entregamos. Si no, la va a pagar todo el
Pabellón.
Los demás
asintieron.
Al fin, Frattini
llamó al Director y dio por terminado el motín. Lentamente, los presos
regresaron a sus celdas. Cuando todos estuvieron dentro, el celador activó el
mecanismo y las rejas se cerraron. Frattini, Milla y otros dos permanecieron en
sus lugares, con las manos en alto. Sólo entonces el Director dio la orden de
que los guardias se acercaran. Formaron dos filas en torno a la puerta para
custodiar la salida de los cuatro cabecillas. La reja del Pabellón se abrió con
un ruido metálico. El Director invitó a Frattini y a los demás a salir. Así lo
hicieron, con las manos a la espalda. A medida que pasaban por el cerco de
guardias, recibieron una descarga de insultos, golpes y patadas. El ataque era
feroz, pero sólo podía ser el prólogo de un largo y cruel castigo: encierro,
picana, torturas. De pronto, Frattini vio que Milla se llevaba una mano a la
boca, retiraba la Gillette que tenían escondida bajo la lengua y comenzó a
cortarse los brazos para evitar la picana.
Pronto, los
brazos de Milla comenzaron a sangrar a chorros.
-
González, pare esa hemorragia – gritó el
Director, desesperado, temiendo que si Milla moría le cayera un destacamento de
funcionarios judiciales.
Inmediatamente,
González y otro guardia tomaron a Milla e intentaron detener la sangre con sus
manos. Milla gritaba, dolorido y excitado por el dolor, mientras su sangre se
derramaba por las manos de los guardias.
-
Deje eso oficial – dijo el Director.
González, lleno
de sangre ajena, retiró sus manos de los brazos de Milla, que reía y los
insultaba a los gritos. Al fin, Milla fue conducido a la enfermería, mientras
que Frattini y los otros dos esperaban ser conducidos al calabozo de castigo.
Pero se equivocaban. Con sorpresa, Frattini vio como lo sacaban del penal bajo
un sol que quemaba la vista. Los cargaron en un camión, les pegaron, los
transportaron hasta una comisaría de Santa Rosa y los ubicaron en calabozos
individuales.
Con una
nostalgia anticipada, Frattini comenzó a extrañar su trabajo en la panadería,
el cielo calmo del amanecer y cada uno de los privilegios que había sabido
ganar hasta entonces. Sin embargo, con el correr de los días, se sorprendió de
la suerte que había tenido. Estaba esperando el almuerzo cuando se acercó un
hombre a los barrotes de su calabozo.
-
Pistola, qué orgullo tenerte acá – le dijo el
tipo.
-
¿Y vos quién sos? – preguntó Frattini.
-
Un preso como vos. Pero por buena conducta me
encargo de cocinarles a los canas. Así que vos, Milla y los otros van a ser mis
invitados – dijo el tipo, sonriendo con las encías.
El grupo de
presos que cocinaba en la comisaría conocía a la perfección todas las anécdotas,
desde el golpe al Yerbatero hasta el motín de los últimos días. La fama lo
había precedido, y desde aquel día Frattini y los demás recibieron más
atenciones que de sus propias madres.
Al fin, pasado
un mes en el que se comportaron como obedientes inquilinos, él, Milla y los
otros dos obtuvieron un permiso para pasar media hora al día al aire libre. Aquella
primera salida descubrió que la comisaría estaba frente a una plaza. Cada vez
que ellos salían a caminar, esposados y custodiados por varios agentes armados,
unos parlantes pregonaban al pueblo que esos cuatro hombres eran peligrosos y
habían comandado un cruel motín. Era mentira, pero bastaba para que los vecinos
los señalaran de lejos y para que los niños que jugaban en la plaza se
marcharan corriendo a sus hogares. Y todo por defender al Turquito miedoso.
Cuarenta y cinco
días después del motín, Frattini y los demás regresaron al Penal de Santa Rosa.
Para entonces la historia se había derramado sobre todos los oídos de los
Pabellones, y fueron recibidos como héroes. Durante cuatro días, regresaron a
la vida carcelaria, gozando de los recreos, de los partidos de fútbol al aire
libre y de la mísera libertad del preso que no está castigado. Frattini pensó
que lo peor había pasado, que las autoridades habían olvidado el hecho. Sin
embargo, al cuarto día, los cuatro cabecillas del motín fueron conducidos ante
el Director.
-
Ahora van a ir a la ropería a buscar sus cosas -
dijo.
-
¿Adónde vamos? – preguntó Frattini, confundido.
-
A Las Heras.
Los cuatro
presos bajaron la vista. Las vacaciones se habían terminado.
24
Era extraño.
Después de estar tres años encerrado, había olvidado lo que era la libertad. Y
ahora, mirando los campos de la llanura, comprendía la magnitud de todo lo que
se estaba perdiendo por estar encerrado.
Al llegar a
Retiro, fueron conducidos hasta un camión celular que los llevó por Avenida
Libertador hasta las proximidades de la Penitenciaría. Al pasar junto al
Hipódromo, Frattini sintió que el pulso se le aceleraba. Al fin, el camión
cruzó los altos portones del Penal de Las Heras y el paisaje volvió a recuperar
la monotonía grisácea de los últimos años.
La primera
semana la pasaron encerrados en los calabozos de castigo. Al octavo día, al fin
fueron liberados. Sin embargo, ocurrió otra cosa inesperada que puso en juego
la tranquilidad de Las Heras. Ocurrió ese mismo día. Milla, que no se despegaba
de Frattini ni un segundo, buscando la protección que le daban los contactos de
este, lo seguía a todas partes. Así fue que juntos entraron a los vestuarios
para cambiarse antes de jugar un partido de fútbol. Después de dos meses de
confinamiento, Frattini estaba ansioso por correr detrás de la pelota, como si
eso le bastara para recuperar la alegría que le había quitado el encierro.
En el vestuario,
mientras comenzaban a desvestirse, notaron que el resto de los presos se
marchaban. Para los ojos perspicaces de Frattini aquello sólo podía significar
una cosa: la inminencia del peligro. Sin embargo no tenía miedo. Nadie podía
acusarlo de nada. Salvo con la policía, su padre y la ley, Frattini no tenía
cuentas pendientes con nadie.
Al fin, un
hombre entró al vestuario y se lanzó sobre Milla. Antes de que pudieran
reaccionar, el tipo le había clavado una púa en pecho para vengar alguna
traición que Frattini desconocía. Mientras el asesino se escabullía entre los
internos que contemplaban la puerta del vestuario, Milla, malherido, comenzó a desvanecerse.
Si Frattini no le hubiera tendido los brazos, se habría partido el cráneo
contra el piso.
Al entrar, los
guardias encontraron a Frattini cubierto de sangre, sosteniendo a su compañero
herido.
Pronto, Milla
fue conducido a la enfermería y Frattini a la oficina del Director, que lo
esperaba con un gesto de reprobación sentado al otro lado del escritorio.
Frattini permaneció de pie, ladeado por dos guardias.
-
Frattini, Frattini… - comenzó a decir el
Director mirando sus propias manos que recorrían el borde del escritorio, como
si más que enojado estuviera agobiado por la presencia de Frattini. – La
población acá está tranquila… Y ustedes llegaron después de encabezar un motín,
y encima, el primer día acuchillan a tu compañero… ¿Cómo te explico? – El
Director hizo un silencio, alzó la vista y le clavó los ojos a Frattini, para
agregar: - No quiero quilombos en mi cárcel.
Frattini bajó la
vista para aparentar sumisión.
-
Yo tampoco – dijo -, no tengo idea por qué lo
acuchillaron a Milla, no lo conozco, la primera vez que lo vi fue en Santa
Rosa…
-
Mejor así. Se salvó de pedo. Pero las cosas se
pagan, así que es posible que lo maten cuando salga de la enfermería. Ahora te
vas a ir a un Pabellón, pero a la primera de cambio, se te pudre todo.
-
No se preocupe – dijo Frattini, sabiendo que lo
peor ya había pasado.
La suerte volvía
a estar de su lado. Lo supo apenas entró al Pabellón 5º.
-
Pistola, el destino quiere que estemos juntos –
gritó Franco, mientras se acercaba con dos de sus hermanos.
Frattini los
abrazó con alivio. Sólo entonces reparó que los hermanos Prieto también se
acercaban para saludarlo, junto a Villarino, al que hasta entonces sólo conocía
de vista.
Aliviado, se
sentó con ellos y les contó con lujo de detalles el motín de Santa Rosa.
Tras oír su
relato, Villarino, al que todos trataban con una obediencia ciega que rayaba en
admiración, lo miró diciendo:
-
Estuviste bien, Pistola. Ese muchacho necesitaba
una mano.
De pronto,
Frattini volvía a estar a salvo. Lo sabía, y lo confirmaban las miradas temerosas
del resto de los presos, que lo veían rodeado por los más renombrados
delincuentes, los héroes, los macabros, en fin, lo más parecido que tenía a una
familia.
De su propia
familia no tenía noticias desde hacía más de un año. Cansadas de la requisa,
sus hermanas habían dejado de visitarlo.
Al poco tiempo
de haber regresado a Las Heras, Frattini, que no había sido destinado a ninguno
de los talleres, recibió la visita del Sargento.
-
Frattini, vos vas a trabajar en el carrito, con
dos más.
-
Gracias – dijo Frattini, que en verdad estaba
agradecido por recibir una tarea y dejar de pensar en su encierro.
El carrito era
una de las tareas más valoradas del penal. Consistía en una especie de
carretilla profunda en la que él y sus compañeros debían colocar toda la basura
que encontraran en todos los Pabellones. Pronto, comprendió el valor que tenía
esa tarea: a diferencia del resto de talleres, donde los internos estaban
encerrados, los encargados del carrito tenían libertad para moverse por todo el
penal.
A la mañana
siguiente, luego del cambio de guardia y el recuento de las seis, el celador
comenzó con sus gritos de siempre:
-
Panadería, carpintería, herrería… al trabajo. Y
los carritos también.
Entonces
Frattini se incorporó y comenzó a aprender sus nuevas tareas. No eran
difíciles: debían recorrer los pabellones prestando atención a la basura que se
acumulaba en los rincones, y en los cestos de las oficinas de los guardias. Si
bien debía soportar el olor nauseabundo de los desperdicios de sus compañeros,
al menos podía manejarse con libertad, sin hacer mayores esfuerzos ni soportar
el asedio de ningún encargado.
Se movían con
ligereza, y les bastaban un par de horas para realizar todo el recorrido.
Pronto, Frattini comenzó a entablar relación con los presos que tenían
asignadas las tareas más importantes, como la cocina. Esas amistades
prosperaron de tal manera, que rápidamente Frattini comenzó a transportar todo
tipo de alimentos a espaldas de los guardias.
Un día, el
cocinero le entregó un churrasco. En otro momento de su vida, Frattini hubiera
sentido asco por ese trozo de carne macilenta, pero ahora las cosas eran
distintas: cansados de comer guisos de fideos y arroz, la posibilidad de comer
un trozo de carne era poco menos que el augurio de una fiesta para el Tano
Franco, los Prieto y Villarino.
De modo que se
colocó el churrasco entre el cinturón y sus caderas, bien oculto de la vista de
los guardias. Se alejó de la cocina arrastrando el carrito, mientras sus dos
compañeros se retrasaban para recoger la basura acumulada en el pasillo que
conducía al Pabellón 2º. Estaba a punto de cruzar la reja cuando el celador lo
detuvo.
-
¿Todo bien, Frattini?
-
Sí – respondió él sin detenerse.
-
Pará, no te apures – dijo el celador, cruzándose
en su camino.
Frattini comenzó
a sudar mientras el celador lo requisaba con la vista.
-
¿Qué traés ahí?
-
Nada – dijo Frattini.
El celador
arqueó las cejas.
-
¿Nada? A ver… sacate los pantalones.
Frattini bufó,
mientras se bajaba los pantaloness y el churrasco se escurría entre sus piernas.
Al ver la carne y el gesto incómodo de Frattini, el celador empezó a reírse a
carcajadas. Frattini no pudo contener la sonrisa.
-
¿Cómo te diste cuenta, hijo de puta? – dijo con
curiosidad.
-
Tenías la hebilla del cinto un poquito corrida…
y vos siempre te vestís a la perfección – dijo el celador, riendo.
Frattini sacudió
la cabeza, derrotado.
-
Ahora hacemos una cosa: yo me quedo el churrasco
y vos te vas una semanita de vacaciones al calabozo – dijo el celador, que ya
no reía.
Durante una
semana, Frattini permaneció confinado a la sombra. El único contacto que tenía
con el exterior era el propio Villarino que, siempre atento a los gestos
humanitarios, valoraba que Frattini se hubiera expuesto al castigo para que sus
amigos pudieran comer un poco de carne. Cada mañana, Villarino se presentaba en
el calabozo con una taza de café con leche y un trozo de pan para que Frattini
tuviera un buen desayuno. Los demás castigados lo miraban con envidia, no tanto
por el desayuno sino porque contara con el apoyo de semejante personaje que se movía por el penal como si fuera su
propietario.
-
Buen día, Pistola – decía Villarino, luego de
pasar los controles amparado en su apellido y el terror que despertaba en los
guardias.
El domingo
siguiente, Frattini esperó a Villarino durante dos horas. Al fin, cuando el sol
escaló hasta la altura de las ventanas, supo que algo no marchaba bien. Quince
minutos después, los altoparlantes del penal vomitaron la noticia como un loro
asustado:
-
Jorge Eduardo Villarino, Jorge Eduardo
Villarino, Jorge Eduardo Villarino.
Tres veces.
Pero a Frattini
le había bastado oírlo una sola vez para entender que Villarino se había fugado.
Un domingo,
mientras los internos estaban en el comedor escuchando un partido en la radio,
Frattini, que no tenía ánimos ni siquiera para levantarse, estaba acostado
sobre su cama intentando dormir cuando notó que le faltaba el aire. Se sentó en
la cama, abrió la boca todo lo que pudo, pero no encontró aire que respirar. Se
llevó una mano al pecho. A su alrededor, las paredes comenzaron a moverse, como
si la celda se encogiera. Intentó llamar al celador, pero no le salieron las
palabras. Volvió a respirar hondo, pero lo que le llegó a los pulmones no fue
oxígeno, sino un humo viscoso cargado de espanto.
Sus gritos
atrajeron la atención del pasarela.
-
¿Qué pasa?
-
Me muero – balbuceó Frattini.
-
Celador – gritó el pasarela.
Pronto, frente a
la celda de Frattini aparecieron dos guardias.
-
Abrime la puerta que me ahogo.
Los guardias,
que conocían demasiado a Frattini como para suponer que estaba fingiendo, se
apuraron a llamar al médico del penal. Frattini sólo dejó gritar cuando el
médico lo obligó a tragar una pastilla. Después, poco a poco, fue sintiendo que
el aire volvía a animarlo mientras su cuerpo comenzaba a ceder a la somnolencia
que le producía el remedio.
Al día
siguiente, luego de doce horas de un sueño profundo, irreal, Frattini se
presentó en el hospital de la cárcel. El médico lo sometió a todo tipo de
pruebas físicas sin encontrar nada extraño.
-
No sos el primero que miente para que lo traten
mejor.
-
Le juro que no estoy mintiendo.
-
No tenés nada.
-
Ayer casi me ahogo.
-
Vos te querés escapar, o querés que te liberen
por enfermedad.
-
No. Me quedan cuatro meses, no voy a escaparme
ahora.
El médico lo
observó durante unos segundos. Frattini abrió la boca. Volvía a faltarle el
aire. Se incorporó y se acercó a la ventana para tragar quilos y quilos de
aire.
-
¿Sabés lo que tenés? – dijo el médico, y
Frattini se volvió para escucharlo: -Psicosis carcelaria.
Aquello le
sonaba a locura de preso, a desesperación acumulada.
-
Voy a dar la orden de que te permitan estar con
la puerta de la celda abierta y la luz encendida hasta que termines la condena.
-
Gracias, doctor – dijo Frattini, sinceramente
agradecido.
Pocos días
después, mientras dormía en su celda, lo despertó la voz del celador. A
Frattini le resultó extraño que no le gritara, y al notar que el tipo susurraba
se incorporó de un salto, listo para defenderse. Sin embargo, no podía hacer
nada:
-
Vestite que salís a la calle.
-
¿Amnistía? – preguntó Frattini, entre dormido.
-
No, velorio.
Una hora más
tarde, vestido con su antiguo traje de calle y custodiado por dos policías de
civil, Frattini descendió del patrullero que había estacionado sobre la calle
Suárez. Antes de cruzar la puerta del conventillo, uno de los policías se
acercó para quitarle las esposas.
-
Entrá solo a tu casa. Hacé lo que tengas que
hacer, tranquilo. Nosotros no te vamos a molestar.
-
Gracias – dijo Frattini.
-
Eso sí, - dijo el otro agente: - si intentás
escapar, te cagamos a tiros.
Frattini
asintió.
Lentamente, fue
ingresando al conventillo. El patio estaba lleno de gente, vecinos que se
alegraron de verlo y se acercaron para darle el pésame.
-
Bien muerto está ese hijo de puta que te pegaba
– dijo el Rengo, abrazándolo con todas sus fuerzas.
Sin embargo,
Frattini no se sentía aliviado por la muerte de su padre. Al contrario. Se
sentía culpable.
Subió los
peldaños de la escalera con cierta extrañeza. ¿Cómo sería vivir sin temer los
golpes o las crueldades de aquel monstruo que sólo se alimentaba a base de
cerveza y cigarrillos rubios? Llamó a la puerta con tristeza, más que con
miedo. Al verlo, sus hermanas se echaron a sus brazos.
-
Se murió – dijo Estela.
-
El hijo de puta se murió – dijo Francisca.
Frattini se
apartó de ellas para acercarse a la cama donde su padre había agonizado durante
una semana. Ahora tenía el rostro ablandado por el rictus plácido de la muerte.
Al verlo allí tendido, indefenso, Frattini comprendió que todos los golpes,
todo el maltrato que su padre no había bastado para que él lo odiara.
Detrás suyo, sus
hermanas permanecían en silencio.
Al fin, Francisca
lo abrazó por detrás y apoyó su rostro sobre la espalda de su hermano. En voz
baja, muy baja, le dijo:
-
¿Sabés lo que me dijo antes de morirse? “El domingo
voy a ir a visitar a Carlitos. Hace mucho que no lo veo”. ¿Puede ser tan hijo
de puta?
Primero fue un
gemido. Luego, un suspiro profundo. Y al fin, Frattini ya no pudo contener el
llanto. Durante una hora lloró arrodillado frente al cadáver de su padre,
mirando sus manos quietas, al fin quietas, esperando, deseando que al menos
revivieran para darle otra golpiza.
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