Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

sábado, 28 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 23 y 24.


23




Cuando Domingo Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había. “Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara Frattini.
Ubicada en el centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos y los aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la que sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían ser vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de sus ventanas cerradas hasta que cayera la noche.
Si bien los exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al cruzar la reja que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier cárcel. La diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena conducta podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los talleres podían aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y decenas de ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en los tiempos de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día, cociendo el pan que se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de Buenos Aires. Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.
Al llegar, Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban los presos más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue conociendo a todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros conocían, los acercaban hasta la confesión.
Así conoció a los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto, como lo llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su leyenda decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran tiempos de valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco y vaciar la caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata de su pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su leyenda era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los diarios hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba oírlo hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las pupilas cada uno de sus hechos.
-        Si sacás el arma, sólo es para disparar – decía el Loco Prieto.
Y no mentía.
Algunos presos, que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los asaltos. Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le bastaba mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para dejar ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando al Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.
Dicen que una de las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición. Para eso no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía darse por muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban las palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba a los tiros. Como un Loco.
Villarino era otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él tampoco usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo, obtener un botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba llevar por el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir hacia la policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía en Las Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus historias.
Otro de los personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre tan acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate.

Además de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban, y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para reinsertarse en la sociedad.
Durante meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.
Por entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier posibilidad de rectificación.
Otros, como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga, como a Lacho Pardo.
En Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-        El Lacho Pardo se las tomó.
Días después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión.
Pero Frattini nunca pensó en escaparse. Los meses que pasó en Las Heras fue un ejemplo de buena conducta. Tanto es así que logró que lo trasladaran al penal de Santa Rosa. Cuando se iba de Las Heras, alguien le dijo, con cierta envidia, que se iba de vacaciones. Frattini entendió a qué se refería cuando llegó a La Pampa y vio aquel cielo límpido, brillante que se abría sobre el playón del penal. 
Todos los internos que aguardaban la libertad allí, contaban con una condena, es decir que habían logrado escapar del limbo donde miles de otros presos purgaban sus penas no reconocidas. Como en Las Heras, allí también había talleres de oficio, y rápidamente Frattini consiguió que lo designaran a la panadería.
El horario de trabajo iba a contramano de la vida carcelaria. Mientras los presos dormían, él y otros pocos trabajaban en torno a los grandes hornos. Lejos de fastidiarlo, aquello era una excelente forma de escapar de la realidad.
Cuando todos se acostaban, él se marchaba a trabajar. Cuando todos tenían que vivir encerrados en cuatro paredes, él saludaba a los guardias y salía del penal para dirigirse a la panadería. Cuando todos despertaban sin saber qué hacer, él llegaba agotado por el trabajo, listo para dormir.
Ya no podía escribirse con sus amigas de la revista O Cruzeiro, pero al menos podía entretenerse con tareas que creía nunca le podrían interesar. Pero aquello era una panacea para su encierro. En menos de un mes, ya había entablado relación con los convictos más peligrosos, pero también con aquellos que sufrían el encierro con temor a ser asesinados, violados o torturados por el resto. Quizá fuera el recuerdo de Zamudio, quizá su propia infancia, lo cierto es que se interesaba por aquellos desvalidos que no podían defenderse. Así conoció al Turquito, un muchacho delgado y nervioso de apenas veintiún años.
Un amanecer, luego del trabajo, Frattini regresó a su celda con la idea de tomar unos mates antes de irse a dormir. Al pasar junto a la celda del Turquito, lo vio en calzoncillos y camiseta de pie sobre la cama. Su rostro era una máscara de espanto, como si el suelo de la celda estuviera repleto de alimañas que quisieran devorarlo. A pocos metros de distancia, el celador contemplaba el pasillo y miraba con interés hacia la celda del Turquito.
-        ¿Qué pasó, Turco? ¿Qué hacés así? – preguntó Frattini, sosteniendo la mirada del celador.
El Turquito lo miró, abstraído en una ensoñación. Al fin pareció reconocerlo y dijo:
-        Ahora me viene a buscar la requisa, pero no voy a ir.
-        ¿Y por qué te vienen a buscar?
-        Dicen que rompí un vidrio. Pero yo no fui. Te lo juro, Pistola. Yo de acá no pienso irme. No, no me van a sacar… - dijo el Turquito, temblando.
El miedo lo había convertido otra vez en lo que era: un muchacho asustado encerrado en una cárcel llena de convictos peligrosos y guardias ansiosos por matar el tiempo torturando gente.
-        Quedate tranquilo, no va a pasar nada… - dijo Frattini, sin mucho convencimiento.
El Turquito sacudió la cabeza.
-        Me quieren matar, Pistola. Yo no rompí el vidrio. Me sacaron al patio… estaba aburrido y le tiré un par de piedras a las palomas, pero vidrio no rompí ninguno. Ayudame.
-        Vos quedate tranquilo. No te va a pasar nada.
Frattini se alejó. Estaba demasiado cansado para aguantar los miedos ajenos. Además, el Turquito siempre había sido un chico exagerado. Lo más probable era que lo confinaran un par de días al calabozo, y nada más.
Frattini entró a su celda, que estaba abierta. Ese era otro de los beneficios de tener un trabajo a contra tiempo: como sus horarios cambiaban permanentemente y tenía tan buena conducta, los celadores nunca se preocupaban en cerrar su celda.
Agotado, se sentó en la cama y comenzó a preparar el mate. Encendió la radio que había conseguido a cambio de un par de retratos, y puso música.
Un rato después, los gritos del Turquito callaron el parafraseo del Polaco Goyeneche.
-        Verdugos, suéltenme… no me van a llevar – gritaba desesperado, el Turquito.
Frattini sintió que la boca se le llenaba de saliva.
Dejó el mate y salió de su celda para ver qué pasaba. Entonces vio que dos guardias tomaban al Turco de los brazos y las piernas e intentaban sacarlo de la celda. Aterrorizado, el Turquito se retorcía y gritaba pidiendo auxilio. En el forcejeo, tal vez sin intención, los guardias le golpearon la cabeza contra las rejas de la celda.
-        Suéltenme…
Poco a poco, los presos que dormían comenzaron a despertarse por los gritos. Todos se acercaron a los barrotes para ver lo que pasaba. Frattini, que estaba fuera de la celda, se acercó al Turco e intentó calmar a los guardias, diciendo que el Turquito tenía un ataque de nervios. Los guardias lo insultaron y volvieron a tirar del muchacho, que en su frenesí, se golpeaba contra el suelo y las paredes mientras lo llevaban al calabozo de castigo.
De pronto, Milla, uno de los presos importantes, gritó:
-        Pistola, abrí las celdas que lo están fajando al Turco.
Frattini no lo dudó ni un segundo. Inmediatamente, abrió cada una de las celdas del pabellón. A la distancia, previendo un nuevo motín, el celador cerró las rejas que permitían el acceso al pabellón y se marchó corriendo para dar la voz de alarma. Pronto, todos los presos estaban fuera de sus celdas y golpeaban los barrotes con todo lo que tenían a la mano, exigiendo la liberación del Turquito.
Pasaron las horas. Por la noche, el director del penal se presentó en el Pabellón.
-        Métanse en las celdas – dijo.
-        Primero liberen al Turco – dijo uno de los presos.
-        El pibe no hizo nada – dijo Frattini.
El Director sacudió la cabeza.
-        Era el único que estaba en el patio. Si no fue él quien rompió el vidrio, ¿quién fue? ¿El espíritu santo?
-        Pero le golpearon la cabeza contra la pared, casi lo matan – dijo Milla.
-        No exageren, fue un accidente – dijo el Director. Y luego, en tono amenazante, agregó: - Si no vuelven a las celdas va a ser peor.
-        Queremos al Turquito de vuelta – dijo Milla.
El Director resopló, aburrido. Luego hizo un gesto con su mano derecha y se retiró acompañado por los guardias. Todos imaginaban lo que podía pasar: un motín que duraba mucho siempre terminaba mal. Las cosas se conseguían de inmediato, o no se conseguían nunca.
Al amanecer, con el rostro descansado por el sueño, el Director emitió su sentencia:
-        Bueno, muchachos, se terminó. Frattini, Milla y los demás cabecillas se van a ir al calabozo de castigo, y los que no entren en las celdas en este momento, también van a ser castigados. Piensenló. Yo los espero acá. Tengo toda la vida para esperarlos.
Bajo la desganada mirada del Director, que estaba junto a la reja, los presos se reunieron a debatir mientras los guardias observaban la escena desde lejos. Frattini y Milla tomaron la palabra:
-        Nos entregamos. Si no, la va a pagar todo el Pabellón.
Los demás asintieron.
Al fin, Frattini llamó al Director y dio por terminado el motín. Lentamente, los presos regresaron a sus celdas. Cuando todos estuvieron dentro, el celador activó el mecanismo y las rejas se cerraron. Frattini, Milla y otros dos permanecieron en sus lugares, con las manos en alto. Sólo entonces el Director dio la orden de que los guardias se acercaran. Formaron dos filas en torno a la puerta para custodiar la salida de los cuatro cabecillas. La reja del Pabellón se abrió con un ruido metálico. El Director invitó a Frattini y a los demás a salir. Así lo hicieron, con las manos a la espalda. A medida que pasaban por el cerco de guardias, recibieron una descarga de insultos, golpes y patadas. El ataque era feroz, pero sólo podía ser el prólogo de un largo y cruel castigo: encierro, picana, torturas. De pronto, Frattini vio que Milla se llevaba una mano a la boca, retiraba la Gillette que tenían escondida bajo la lengua y comenzó a cortarse los brazos para evitar la picana.
Pronto, los brazos de Milla comenzaron a sangrar a chorros.
-        González, pare esa hemorragia – gritó el Director, desesperado, temiendo que si Milla moría le cayera un destacamento de funcionarios judiciales.
Inmediatamente, González y otro guardia tomaron a Milla e intentaron detener la sangre con sus manos. Milla gritaba, dolorido y excitado por el dolor, mientras su sangre se derramaba por las manos de los guardias.
-        Deje eso oficial – dijo el Director.
González, lleno de sangre ajena, retiró sus manos de los brazos de Milla, que reía y los insultaba a los gritos. Al fin, Milla fue conducido a la enfermería, mientras que Frattini y los otros dos esperaban ser conducidos al calabozo de castigo. Pero se equivocaban. Con sorpresa, Frattini vio como lo sacaban del penal bajo un sol que quemaba la vista. Los cargaron en un camión, les pegaron, los transportaron hasta una comisaría de Santa Rosa y los ubicaron en calabozos individuales.
Con una nostalgia anticipada, Frattini comenzó a extrañar su trabajo en la panadería, el cielo calmo del amanecer y cada uno de los privilegios que había sabido ganar hasta entonces. Sin embargo, con el correr de los días, se sorprendió de la suerte que había tenido. Estaba esperando el almuerzo cuando se acercó un hombre a los barrotes de su calabozo.
-        Pistola, qué orgullo tenerte acá – le dijo el tipo.
-        ¿Y vos quién sos? – preguntó Frattini.
-        Un preso como vos. Pero por buena conducta me encargo de cocinarles a los canas. Así que vos, Milla y los otros van a ser mis invitados – dijo el tipo, sonriendo con las encías.
El grupo de presos que cocinaba en la comisaría conocía a la perfección todas las anécdotas, desde el golpe al Yerbatero hasta el motín de los últimos días. La fama lo había precedido, y desde aquel día Frattini y los demás recibieron más atenciones que de sus propias madres.
Al fin, pasado un mes en el que se comportaron como obedientes inquilinos, él, Milla y los otros dos obtuvieron un permiso para pasar media hora al día al aire libre. Aquella primera salida descubrió que la comisaría estaba frente a una plaza. Cada vez que ellos salían a caminar, esposados y custodiados por varios agentes armados, unos parlantes pregonaban al pueblo que esos cuatro hombres eran peligrosos y habían comandado un cruel motín. Era mentira, pero bastaba para que los vecinos los señalaran de lejos y para que los niños que jugaban en la plaza se marcharan corriendo a sus hogares. Y todo por defender al Turquito miedoso.
Cuarenta y cinco días después del motín, Frattini y los demás regresaron al Penal de Santa Rosa. Para entonces la historia se había derramado sobre todos los oídos de los Pabellones, y fueron recibidos como héroes. Durante cuatro días, regresaron a la vida carcelaria, gozando de los recreos, de los partidos de fútbol al aire libre y de la mísera libertad del preso que no está castigado. Frattini pensó que lo peor había pasado, que las autoridades habían olvidado el hecho. Sin embargo, al cuarto día, los cuatro cabecillas del motín fueron conducidos ante el Director.
-        Ahora van a ir a la ropería a buscar sus cosas - dijo.
-        ¿Adónde vamos? – preguntó Frattini, confundido.
-        A Las Heras.
Los cuatro presos bajaron la vista. Las vacaciones se habían terminado.

24
Era extraño. Después de estar tres años encerrado, había olvidado lo que era la libertad. Y ahora, mirando los campos de la llanura, comprendía la magnitud de todo lo que se estaba perdiendo por estar encerrado.
Al llegar a Retiro, fueron conducidos hasta un camión celular que los llevó por Avenida Libertador hasta las proximidades de la Penitenciaría. Al pasar junto al Hipódromo, Frattini sintió que el pulso se le aceleraba. Al fin, el camión cruzó los altos portones del Penal de Las Heras y el paisaje volvió a recuperar la monotonía grisácea de los últimos años.
La primera semana la pasaron encerrados en los calabozos de castigo. Al octavo día, al fin fueron liberados. Sin embargo, ocurrió otra cosa inesperada que puso en juego la tranquilidad de Las Heras. Ocurrió ese mismo día. Milla, que no se despegaba de Frattini ni un segundo, buscando la protección que le daban los contactos de este, lo seguía a todas partes. Así fue que juntos entraron a los vestuarios para cambiarse antes de jugar un partido de fútbol. Después de dos meses de confinamiento, Frattini estaba ansioso por correr detrás de la pelota, como si eso le bastara para recuperar la alegría que le había quitado el encierro.
En el vestuario, mientras comenzaban a desvestirse, notaron que el resto de los presos se marchaban. Para los ojos perspicaces de Frattini aquello sólo podía significar una cosa: la inminencia del peligro. Sin embargo no tenía miedo. Nadie podía acusarlo de nada. Salvo con la policía, su padre y la ley, Frattini no tenía cuentas pendientes con nadie.
Al fin, un hombre entró al vestuario y se lanzó sobre Milla. Antes de que pudieran reaccionar, el tipo le había clavado una púa en pecho para vengar alguna traición que Frattini desconocía. Mientras el asesino se escabullía entre los internos que contemplaban la puerta del vestuario, Milla, malherido, comenzó a desvanecerse. Si Frattini no le hubiera tendido los brazos, se habría partido el cráneo contra el piso.
Al entrar, los guardias encontraron a Frattini cubierto de sangre, sosteniendo a su compañero herido.
Pronto, Milla fue conducido a la enfermería y Frattini a la oficina del Director, que lo esperaba con un gesto de reprobación sentado al otro lado del escritorio. Frattini permaneció de pie, ladeado por dos guardias.
-        Frattini, Frattini… - comenzó a decir el Director mirando sus propias manos que recorrían el borde del escritorio, como si más que enojado estuviera agobiado por la presencia de Frattini. – La población acá está tranquila… Y ustedes llegaron después de encabezar un motín, y encima, el primer día acuchillan a tu compañero… ¿Cómo te explico? – El Director hizo un silencio, alzó la vista y le clavó los ojos a Frattini, para agregar: - No quiero quilombos en mi cárcel.
Frattini bajó la vista para aparentar sumisión.
-        Yo tampoco – dijo -, no tengo idea por qué lo acuchillaron a Milla, no lo conozco, la primera vez que lo vi fue en Santa Rosa…
-        Mejor así. Se salvó de pedo. Pero las cosas se pagan, así que es posible que lo maten cuando salga de la enfermería. Ahora te vas a ir a un Pabellón, pero a la primera de cambio, se te pudre todo.
-        No se preocupe – dijo Frattini, sabiendo que lo peor ya había pasado.
La suerte volvía a estar de su lado. Lo supo apenas entró al Pabellón 5º.
-        Pistola, el destino quiere que estemos juntos – gritó Franco, mientras se acercaba con dos de sus hermanos.
Frattini los abrazó con alivio. Sólo entonces reparó que los hermanos Prieto también se acercaban para saludarlo, junto a Villarino, al que hasta entonces sólo conocía de vista.
Aliviado, se sentó con ellos y les contó con lujo de detalles el motín de Santa Rosa.
Tras oír su relato, Villarino, al que todos trataban con una obediencia ciega que rayaba en admiración, lo miró diciendo:
-        Estuviste bien, Pistola. Ese muchacho necesitaba una mano.
De pronto, Frattini volvía a estar a salvo. Lo sabía, y lo confirmaban las miradas temerosas del resto de los presos, que lo veían rodeado por los más renombrados delincuentes, los héroes, los macabros, en fin, lo más parecido que tenía a una familia.
De su propia familia no tenía noticias desde hacía más de un año. Cansadas de la requisa, sus hermanas habían dejado de visitarlo.

Al poco tiempo de haber regresado a Las Heras, Frattini, que no había sido destinado a ninguno de los talleres, recibió la visita del Sargento.
-        Frattini, vos vas a trabajar en el carrito, con dos más.
-        Gracias – dijo Frattini, que en verdad estaba agradecido por recibir una tarea y dejar de pensar en su encierro.
El carrito era una de las tareas más valoradas del penal. Consistía en una especie de carretilla profunda en la que él y sus compañeros debían colocar toda la basura que encontraran en todos los Pabellones. Pronto, comprendió el valor que tenía esa tarea: a diferencia del resto de talleres, donde los internos estaban encerrados, los encargados del carrito tenían libertad para moverse por todo el penal.
A la mañana siguiente, luego del cambio de guardia y el recuento de las seis, el celador comenzó con sus gritos de siempre:
-        Panadería, carpintería, herrería… al trabajo. Y los carritos también.
Entonces Frattini se incorporó y comenzó a aprender sus nuevas tareas. No eran difíciles: debían recorrer los pabellones prestando atención a la basura que se acumulaba en los rincones, y en los cestos de las oficinas de los guardias. Si bien debía soportar el olor nauseabundo de los desperdicios de sus compañeros, al menos podía manejarse con libertad, sin hacer mayores esfuerzos ni soportar el asedio de ningún encargado.
Se movían con ligereza, y les bastaban un par de horas para realizar todo el recorrido. Pronto, Frattini comenzó a entablar relación con los presos que tenían asignadas las tareas más importantes, como la cocina. Esas amistades prosperaron de tal manera, que rápidamente Frattini comenzó a transportar todo tipo de alimentos a espaldas de los guardias.
Un día, el cocinero le entregó un churrasco. En otro momento de su vida, Frattini hubiera sentido asco por ese trozo de carne macilenta, pero ahora las cosas eran distintas: cansados de comer guisos de fideos y arroz, la posibilidad de comer un trozo de carne era poco menos que el augurio de una fiesta para el Tano Franco, los Prieto y Villarino.
De modo que se colocó el churrasco entre el cinturón y sus caderas, bien oculto de la vista de los guardias. Se alejó de la cocina arrastrando el carrito, mientras sus dos compañeros se retrasaban para recoger la basura acumulada en el pasillo que conducía al Pabellón 2º. Estaba a punto de cruzar la reja cuando el celador lo detuvo.
-        ¿Todo bien, Frattini?
-        Sí – respondió él sin detenerse.
-        Pará, no te apures – dijo el celador, cruzándose en su camino.
Frattini comenzó a sudar mientras el celador lo requisaba con la vista.
-        ¿Qué traés ahí?
-        Nada – dijo Frattini.
El celador arqueó las cejas.
-        ¿Nada? A ver… sacate los pantalones.
Frattini bufó, mientras se bajaba los pantaloness y el churrasco se escurría entre sus piernas. Al ver la carne y el gesto incómodo de Frattini, el celador empezó a reírse a carcajadas. Frattini no pudo contener la sonrisa.
-        ¿Cómo te diste cuenta, hijo de puta? – dijo con curiosidad.
-        Tenías la hebilla del cinto un poquito corrida… y vos siempre te vestís a la perfección – dijo el celador, riendo.
Frattini sacudió la cabeza, derrotado.
-        Ahora hacemos una cosa: yo me quedo el churrasco y vos te vas una semanita de vacaciones al calabozo – dijo el celador, que ya no reía.

Durante una semana, Frattini permaneció confinado a la sombra. El único contacto que tenía con el exterior era el propio Villarino que, siempre atento a los gestos humanitarios, valoraba que Frattini se hubiera expuesto al castigo para que sus amigos pudieran comer un poco de carne. Cada mañana, Villarino se presentaba en el calabozo con una taza de café con leche y un trozo de pan para que Frattini tuviera un buen desayuno. Los demás castigados lo miraban con envidia, no tanto por el desayuno sino porque contara con el apoyo de semejante personaje que  se movía por el penal como si fuera su propietario.
-        Buen día, Pistola – decía Villarino, luego de pasar los controles amparado en su apellido y el terror que despertaba en los guardias.
El domingo siguiente, Frattini esperó a Villarino durante dos horas. Al fin, cuando el sol escaló hasta la altura de las ventanas, supo que algo no marchaba bien. Quince minutos después, los altoparlantes del penal vomitaron la noticia como un loro asustado:
-        Jorge Eduardo Villarino, Jorge Eduardo Villarino, Jorge Eduardo Villarino.
Tres veces.
Pero a Frattini le había bastado oírlo una sola vez para entender que Villarino se había fugado.

Un domingo, mientras los internos estaban en el comedor escuchando un partido en la radio, Frattini, que no tenía ánimos ni siquiera para levantarse, estaba acostado sobre su cama intentando dormir cuando notó que le faltaba el aire. Se sentó en la cama, abrió la boca todo lo que pudo, pero no encontró aire que respirar. Se llevó una mano al pecho. A su alrededor, las paredes comenzaron a moverse, como si la celda se encogiera. Intentó llamar al celador, pero no le salieron las palabras. Volvió a respirar hondo, pero lo que le llegó a los pulmones no fue oxígeno, sino un humo viscoso cargado de espanto.
Sus gritos atrajeron la atención del pasarela.
-        ¿Qué pasa?
-        Me muero – balbuceó Frattini.
-        Celador – gritó el pasarela.
Pronto, frente a la celda de Frattini aparecieron dos guardias.
-        Abrime la puerta que me ahogo.
Los guardias, que conocían demasiado a Frattini como para suponer que estaba fingiendo, se apuraron a llamar al médico del penal. Frattini sólo dejó gritar cuando el médico lo obligó a tragar una pastilla. Después, poco a poco, fue sintiendo que el aire volvía a animarlo mientras su cuerpo comenzaba a ceder a la somnolencia que le producía el remedio.
Al día siguiente, luego de doce horas de un sueño profundo, irreal, Frattini se presentó en el hospital de la cárcel. El médico lo sometió a todo tipo de pruebas físicas sin encontrar nada extraño.
-        No sos el primero que miente para que lo traten mejor.
-        Le juro que no estoy mintiendo.
-        No tenés nada.
-        Ayer casi me ahogo.
-        Vos te querés escapar, o querés que te liberen por enfermedad.
-        No. Me quedan cuatro meses, no voy a escaparme ahora.
El médico lo observó durante unos segundos. Frattini abrió la boca. Volvía a faltarle el aire. Se incorporó y se acercó a la ventana para tragar quilos y quilos de aire.
-        ¿Sabés lo que tenés? – dijo el médico, y Frattini se volvió para escucharlo: -Psicosis carcelaria.
Aquello le sonaba a locura de preso, a desesperación acumulada.
-        Voy a dar la orden de que te permitan estar con la puerta de la celda abierta y la luz encendida hasta que termines la condena.
-        Gracias, doctor – dijo Frattini, sinceramente agradecido.

Pocos días después, mientras dormía en su celda, lo despertó la voz del celador. A Frattini le resultó extraño que no le gritara, y al notar que el tipo susurraba se incorporó de un salto, listo para defenderse. Sin embargo, no podía hacer nada:
-        Vestite que salís a la calle.
-        ¿Amnistía? – preguntó Frattini, entre dormido.
-        No, velorio.  
Una hora más tarde, vestido con su antiguo traje de calle y custodiado por dos policías de civil, Frattini descendió del patrullero que había estacionado sobre la calle Suárez. Antes de cruzar la puerta del conventillo, uno de los policías se acercó para quitarle las esposas.
-        Entrá solo a tu casa. Hacé lo que tengas que hacer, tranquilo. Nosotros no te vamos a molestar.
-        Gracias – dijo Frattini.
-        Eso sí, - dijo el otro agente: - si intentás escapar, te cagamos a tiros.
Frattini asintió.
Lentamente, fue ingresando al conventillo. El patio estaba lleno de gente, vecinos que se alegraron de verlo y se acercaron para darle el pésame.
-        Bien muerto está ese hijo de puta que te pegaba – dijo el Rengo, abrazándolo con todas sus fuerzas.
Sin embargo, Frattini no se sentía aliviado por la muerte de su padre. Al contrario. Se sentía culpable. 
Subió los peldaños de la escalera con cierta extrañeza. ¿Cómo sería vivir sin temer los golpes o las crueldades de aquel monstruo que sólo se alimentaba a base de cerveza y cigarrillos rubios? Llamó a la puerta con tristeza, más que con miedo. Al verlo, sus hermanas se echaron a sus brazos.
-        Se murió – dijo Estela.
-        El hijo de puta se murió – dijo Francisca.
Frattini se apartó de ellas para acercarse a la cama donde su padre había agonizado durante una semana. Ahora tenía el rostro ablandado por el rictus plácido de la muerte. Al verlo allí tendido, indefenso, Frattini comprendió que todos los golpes, todo el maltrato que su padre no había bastado para que él lo odiara.  
Detrás suyo, sus hermanas permanecían en silencio.
Al fin, Francisca lo abrazó por detrás y apoyó su rostro sobre la espalda de su hermano. En voz baja, muy baja, le dijo:
-        ¿Sabés lo que me dijo antes de morirse? “El domingo voy a ir a visitar a Carlitos. Hace mucho que no lo veo”. ¿Puede ser tan hijo de puta?
Primero fue un gemido. Luego, un suspiro profundo. Y al fin, Frattini ya no pudo contener el llanto. Durante una hora lloró arrodillado frente al cadáver de su padre, mirando sus manos quietas, al fin quietas, esperando, deseando que al menos revivieran para darle otra golpiza.  

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