25
El día en que
fue liberado, salió del Penal de Las Heras y se marchó sin mirar atrás. Había
pasado demasiado tiempo encerrado como para perder siquiera un segundo en
nostálgicas reflexiones. Mientras avanzaba por la avenida, creía notar la
mirada inquisitiva de los otros, que lo observaban con algo que él creía se
parecía a la desconfianza. Por su atuendo, por sus maneras delicadas, nadie
podría haber asegurado que era un criminal. Y sin embargo Frattini se sentía
amenazado.
Al verlo, su
hermana Francisca guardó silencio.
-
Te soltaron – dijo, abrazándolo.
-
¿Me puedo quedar unos días? Sólo hasta que
consiga plata para alquilarme una pieza – dijo Frattini, entrando a la que
había sido su casa.
Su hermana lo
miraba en silencio, y en sus ojos podía notar el lejano resplandor maternal de Mirtha.
Francisca había crecido hasta convertirse en una mujer. Podía notarlo en sus
ademanes seguros, pero sobretodo en la alianza barata que llevaba en su mano
derecha.
-
¿Te casaste? – le preguntó, sorprendido.
-
Sí, Juan está trabajando. Es un buen muchacho.
Me quiere y me cuida más que nadie.
Frattini sonrió,
feliz porque su hermana hubiera encontrado un hombre que velara por ella.
Mientras preparaba el mate, sin atreverse a mirarlo a los ojos, dijo:
-
¿Vas a buscar trabajo? – y en su voz había algo
de súplica.
-
Sí – mintió Frattini.
-
Sos un buen muchacho, Carlitos, tenés que
cambiar – dijo Francisca, mirándolo a los ojos.
Su hermana no se
equivocaba. Frattini tenía que cambiar. Pero no de vida, sino de compañero.
Al día siguiente,
se dirigió a la esquina de Lavalle y Cerrito. Lentamente, comenzó a caminar en
dirección al bajo, con los ojos atentos a cualquier movimiento, pero sobre todo
a los rostros que desfilaban por la calle. A la altura de Suipacha, reconoció a
dos pistoleros que oteaban la calle con las manos en los bolsillos. Se acercó a
ellos y les preguntó si habían visto a alguno de sus antiguos compañeros
escruchantes. Los hombres le dijeron que Amada seguía yendo a La Churrasquita
cada mediodía. Se despidió de los pistoleros y continuó su camino.
A medida que
avanzaba, podía notar el movimiento silencioso de los pungas que rastrillaban
el Centro, los cafishios que controlaban el ir y venir de sus putas desde las
mesas de los bares, la mirada inquisitiva de los policías vestidos de civil,
pero sobretodo el andar despreocupado de los peatones, que exhibían sus joyas
que refulgían al sol.
Al llegar a
Florida, giró sobre sus talones y deshizo el camino hasta alcanzar nuevamente
la 9 de Julio. El Obelisco seguía allí, impasible, alzándose sobre aquella
ciudad de inmigrantes, ladrones y trabajadores. Lo contempló durante unos
minutos, reconfortado por el ruido de la calle y el murmullo de la gente que
pasaba a su alrededor.
Luego, bajó la
vista y volvió a andar.
Al entrar, los
mozos lo recibieron con la misma cordialidad de siempre. Preguntó por Amada, a
quien Frattini sólo conocía de nombre. Uno de los mozos le señaló una mesa.
Sentado a ella, un hombre se limpiaba los bigotes manchados de tuco con una
servilleta. Frattini se acercó a él.
Al verlo, Amada
se acomodó en la silla con inquietud.
-
Tranquilo, no soy cana.
-
¿Quién sos?
-
Frattini.
-
¿Frattini?
-
Pistola. Soy amigo del Tano Franco, y de
Martinelli.
Sólo entonces, el
rostro de Amada volvió a relajarse lo suficiente como para esbozar media
sonrisa.
En apenas tres
meses, todo volvió a la normalidad. Esa normalidad signada por las llaves, los bolsillos
repletos de joyas y una colección de trajes y camisas que hubieran despertado
la envidia de cualquier actor de Hollywood. Las cosas iban bien. Tan bien que,
contra su costumbre, había tenido que buscar un escondite para guardar el
efectivo y las joyas que decidía conservar o que no llegaba a gastar antes de
recaudar nuevos botines.
Al anochecer,
Frattini se afeitaba con cuidado, se bañaba, y volvía a vestirse con un traje
limpio, una camisa impoluta, una corbata de seda y unos zapatos nuevos haciendo
juego. Después salía a la noche con los bolsillos llenos de dinero, y se
sentaba en la butaca de un cine o un teatro. Luego cenaba algo liviano en uno
de los mejores restaurantes de Buenos Aires, y se marchaba a alguna boîte para
bailar hasta que decidiera regresar a la pensión acompañado por alguna mujer
hermosa.
Su vida había
vuelto a ser perfecta.
Una noche, después
de cenar decidió caminar un poco por el Centro. A esa hora, por Lavalle sólo se
veían parejas que se besaban en los umbrales, criminales que caminaban por la
sombra, tratando de ocultarse de los policías que debían controlar la ciudad.
Aquella crudeza a Frattini lo llenaba de vida.
Al llegar a 25
de Mayo, se detuvo a mirar a los hombres que entraban y salían de los cabarets
del Bajo. Así como detestaba las armas, Frattini también odiaba los cabarets. Él,
que tenía llaves para robar sin violencia, también tenía encantos para seducir
sin pagar. Pero aquella noche estaba aburrido, no quería regresar tan temprano
a su cama, y tenía sed.
Entre los
escaparates, reconoció el nombre del cabaret al que iba Amada. Frattini entró
con la misma curiosidad con la que un niño visita por primera vez un zoológico.
En la barra pidió una gaseosa, que el camarero le sirvió con sorna. A su
alrededor, hombres de ojos inyectados en sangre y labios húmedos bebían whisky,
ginebra y manoseaban a las chicas que sonreían con labios pintados de rojo.
-
¿No era que no te gustaban las putas? – dijo
alguien detrás suyo.
Al volverse,
descubrió a Amada y a otros dos ladrones que conocía de La Churrasquita.
Frattini sonrió.
-
No me gustan. Vine de visita. ¿Y vos?
-
Yo de las putas me enamoro – dijo Amada.
-
¿Y ustedes? ¿Vinieron a tirarle arroz a los
novios? – le preguntó Frattini a los otros.
Ellos festejaron
el chiste con una carcajada sonora. Al fin, se sentaron junto a Frattini y
pidieron licor.
De reojo, Amada
miraba la puerta de acceso a las pequeñas habitaciones donde ocurría aquello
que los hombres iban a buscar. Parecía nervioso.
-
¿Todo bien, Turco? – preguntó Frattini.
-
Sí – dijo Amada, mirando su reloj – estoy
esperando que Stella termine de trabajar.
-
Se pasa todas las noches acá, embobado con esa
puta – dijo uno de los hombres.
El otro, al que
los mozos de La Churrasquita llamaban Cacho, miraba a Frattini con cierta
impaciencia, como si no se animara a decirle lo que estaba pensando. Sólo se
decidió a hablar después de la segunda copa.
-
Pistolita, estamos arruinados. ¿Tenés algo para
hacer? Necesitamos plata.
Eran poco más de
la una de la mañana. Frattini estaba cansado. Pero de pronto sintió ese
hormigueo que sólo le producían las llaves.
-
Hay un tipo que es mayorista de artículos para
el hogar, y tiene el negocio en Patricios y Suárez. El hijo de puta me cagó
guita, y además me gana siempre al billar. Podemos ir a reventar el negocio –
dijo Frattini, soltando un largo bostezo.
Los hombres
intercambiaron miradas y al fin le sonrieron a Frattini, que estaba buscando
algo en sus bolsillos. Retiró un pequeño llavero con tres llaves.
-
Tengo solamente tres – dijo, enseñándoles las
llaves -, así que traete la pico de loro, porque si yo no puedo la puerta la
reventás vos.
Con alegría,
Cacho le mostro los dientes manchados de tabaco. Era un especialista. Frattini
lo sabía. Amada le había dicho que Cacho podía abrir cualquier puerta,
cualquier caja fuerte usando tan solo la pico de loro.
-
¿Vos qué hacés? – le preguntó Frattini a su
compañero.
-
Me quedo. La voy a esperar a Stella – dijo
Amada, sin quitar la vista de la puerta interior del cabaret.
-
Bueno, nos vemos mañana – dijo Frattini,
incorporándose.
Salió a la calle
seguido por los dos hombres.
En Alem, tomaron
un taxi en dirección a La Boca.
El negocio era
realmente enorme: un edificio de cinco pisos sobre un terreno de quince metros
de frente que se extendía hasta el otro lado de la manzana. La única puerta de
acceso era pequeña, y de metal.
Frattini retiró
el llavero y, al observar las llaves, sacudió la cabeza.
-
¿Qué pasa, Pistola? – preguntó Cacho.
-
Con esto no vamos a poder hacer nada. Tené lista
la pico de loro – dijo Frattini, malhumorado.
Acostumbrado a
trabajar con un llavero de cien llaves, el que tenía en la mano le parecía el
llavero de un principiante. Sin embargo decidió intentarlo. El desafío, a esas
horas de la noche, lo llenó de excitación.
Con cuidado,
introdujo una de las tres llaves en la cerradura. Podía sentir que Cacho y el
otro contenían la respiración a sus espaldas. Con delicadeza, giró la muñeca
sosteniendo la llave una, dos, tres veces, hasta que la puerta cedió. Satisfecho,
Frattini se volvió para mirar a sus improvisados compañeros.
-
Nos queda sólo una puerta - dijo.
Entraron.
Cruzaron un
pasillo oscuro y alcanzaron la segunda puerta. A través de los altos
ventanales, llegaba el reflejo tenue de una luz de la calle. A Frattini le
bastaba con eso. Se sonó los nudillos, se secó las manos sudadas sobre el
pantalón y contempló la puerta cerrada. Había dos cerraduras, una debajo de
otra.
Como siempre,
Frattini comenzó desde arriba hacia abajo. Con cuidado, introdujo la misma
llave con la que había abierta la puerta de calle. Cerró los ojos, para
concentrarse tan sólo en los sonidos reveladores de la puerta. Hizo bailar la
llave dentro del tambor hasta que creyó notar que encajaba en la cerradura. Al
fin, sacudió la muñeca como un espástico y de pronto oyó el placentero tintineo
metálico de la cerradura que cedía.
Sintió que
alguien le palmeaba la espalda.
-
Sos un genio, Pistolita – dijo Cacho.
-
Silencio – dijo Frattini.
Necesitaba
concentrarse. O, mejor dicho, quería disfrutar de aquello sin que nadie lo
molestara.
Le quedaba la
última cerradura. Pensó en cambiar de llave, pero no lo hizo. A esa altura,
después de dos triunfos, apostó por conseguir el tercero y definitivo con la
misma llave. Aquello era parte del juego.
Cuando la puerta
se abrió, Frattini se limitó a sonreír. Había abierto las tres cerraduras con
la misma llave. Había ganado. Otra vez, había ganado. Sus compañeros lo miraron
con asombro, y festejaron el prodigio con una sonrisa y los ojos abiertos de
par en par.
Frattini los
condujo hacia el interior de la tienda en busca del botín, aunque, lo sabía, lo
mejor ya había pasado.
-
Enciendan un fósforo que no se ve nada.
Cacho se apuró a
obedecerlo.
La llamarada del
fósforo les reveló un largo mostrador y, al fondo, la caja registradora, que
estaba abierta. Avanzaron mientras la luz del fósforo se extinguía y todo
volvía a fundirse en negro. Con el segundo fósforo, descubrieron los treinta
mil pesos que los esperaban dentro de la caja registradora. Frattini tomó el
dinero.
-
Salvamos la noche, Pistola – dijo Cacho,
agradecido.
Pero Frattini no
lo escuchó. A la luz del tercer fósforo había descubierto una larga llave de
metal dentro de la caja registradora. Tomó la llave y, al girarse, el último
resplandor del fósforo se reflejó en la enorme caja fuerte que estaba a sus
espaldas.
-
Vamos – dijo Cacho.
-
No – dijo Frattini, señalando la caja.
Asombrado, Cacho
ni siquiera se dio cuenta de que el fósforo le estaba quemando las yemas de los
dedos. Lo arrojó al piso y encendió otro, para iluminar a Frattini, que ya
estaba junto a la caja fuerte con la llave en la mano.
-
Recen para que sea esta llave – dijo, mientras
introducía la llave.
Como siempre, San
Pedro escuchó sus plegarias.
Dentro de la caja
fuerte había dos cajas de cartón.
Frattini tomó la
primera, y tuvo que redoblar la fuerza de sus manos para poder levantarla. Apoyó
la pesada caja sobre el mostrador. Dentro, había más monedas de las que él
había robado en sus años de falso sodero.
-
¿Qué hacemos con esto? – preguntó.
-
Las llevamos, ¿qué problema hay? – dijo Cacho,
inquieto.
-
¿Vamos? – preguntó el otro.
-
Todavía no – dijo Frattini, mientras regresaba
junto a la caja fuerte.
En la oscuridad,
tomó la segunda caja de cartón y pidió que encendieran otro fósforo. Cuando la
abrió, los tres se quedaron sin palabras. Nunca habían visto tanto dinero
junto. Rápidamente, cerraron la caja fuerte y colocaron la llave dentro de la
caja registradora. Vaciaron el interior de las cajas de cartón dentro de una
bolsa de basura y salieron a la calle en
busca de un taxi. No hablaban, los nervios apenas les permitían respirar.
A las tres de la
mañana se detuvieron frente a un edificio del barrio de Congreso, en el cual el
padre de Cacho trabajaba como portero. Entraron. Siguieron a Cacho escaleras
abajo hasta el subsuelo donde su padre guardaba los enceres de limpieza. Sobre
una mesa, vaciaron la bolsa con el botín.
Sólo entonces
Frattini comprendió la magnitud de su éxito. En la mesa, diez fajos de cien mil
pesos cada uno. Un millón en total. Su primer millón. Y todo gracias a una sola
llave.
Sus compañeros
lo abrazaron, felices.
Dividieron el
botín entre los tres y quedaron en encontrarse al mediodía en La Churrasquita.
Antes de marcharse, Frattini tomó la bolsa con las monedas y se la obsequió al
padre de Cacho.
Al día siguiente,
al entrar en La Churrasquita Frattini fue recibido con aplausos. Cacho y su
compañero les estaban contando a todos con lujo de detalles lo que Pistola
había hecho en la oscuridad, con tan solo una sola llave. Amada lo recibió con
una sonrisa amarga.
-
Yo espero que se terminen de coger a mi puta
mientras vos te llenás de guita por ahí…
-
Te dije que vinieras – dijo Frattini, animado.
-
¿Qué vas a hacer con la guita? – preguntó Amada.
-
Me voy a comprar un Cadillac. Rojo. Siempre
quise tener un Cadillac rojo – dijo Frattini.
-
Pero… ahora ¿qué hacemos, Pistola? – preguntó
Cacho.
Frattini yo lo
había decidido. Cuando descubrieran el robo, toda la Federal saldría a
rastrillar las calles en busca de los culpables. Lo mejor era desaparecer por
unos días.
-
Nos vamos a Córdoba – dijo Frattini.
-
Sí, unas vacaciones para gastar la guita – dijo
Cacho.
Frattini
chasqueó la lengua, desencantado.
-
No, Cacho. Nos vamos a laburar.
-
Qué hijos de puta – dijo Amada.
-
¿Venís, Turco? – preguntó Frattini. – Yo te
invito todo.
-
Le aviso a Stella y nos vamos – dijo Amada,
agradecido, palmeando una rodilla de Frattini.
Ese mismo día,
llamaron a un amigo de Cacho que era taxista y le compraron su tiempo y su auto
por dos semanas enteras. Y así, casi sin proponérselo, Frattini conoció las
montañas.
26
Una mañana de septiembre
de 1962, Frattini se vistió de punta en blanco y recogió la bolsa con regalos
que estaba sobre la cama. Al salir a la calle, lo recibió una brisa tibia,
mezclada con el smog de los colectivos que pasaban por la calle. Lentamente,
Frattini dejó atrás la puerta de la pensión y se detuvo en la vereda. Durante
unos minutos se dedicó a observar el auto estacionado junto al cordón. Era
rojo, con ribetes blancos. Era modelo 1954. Era un Cadillac, y era suyo.
Cuando logró
despertar de aquella ensoñación, el auto seguía allí.
Frattini abrió
la puerta, apoyó la bolsa sobre el asiento y, con cuidado, recogió la capota y
la ajustó en la parte trasera del Cadillac. Luego, alzó la vista para
contemplar la calle. La portera del edificio de enfrente estaba baldeando la
vereda, como cada mañana. Y como cada mañana cruzaron una mirada lenta, llena
de proposiciones que nunca serían pronunciadas. Frattini la saludó con un gesto
imperceptible, y encendió el motor.
La ciudad estaba
en calma. Sin embargo, durante el viaje a La Boca, Frattini notó la presencia
de decenas de policías en las calles. Los insultó en voz baja. Frattini y Amada
les costaba trabajar con tranquilidad sabiendo que las calles estaban repletas
de agentes.
Al llegar,
estacionó el Cadillac sobre la calle Suárez, justo delante del conventillo.
Mientras bajaba, bolsa en mano, pudo sentir el rumor de los vecinos que lo
miraban. El Rengo le gritó algo desde la esquina. Frattini le hizo señas para
que se acercara.
-
Hijo de puta, mirá el autazo que te compraste.
-
Te traje un regalito, Rengo – dijo Frattini,
abriendo la bolsa que tenía en sus manos.
La cara del
Rengo se transformó al ver la afeitadora eléctrica.
-
¿Te gusta? Así te afeitás y cambiás un poco la
facha, que parecés un pordiosero – dijo Frattini.
-
Gracias, Carlitos.
Feliz, Frattini
repitió el gesto cinco veces antes de alcanzar la casa que ahora era de su
hermana. Y aunque todos los vecinos sabían de dónde provenían los anillos, las
corbatas, las radios y afeitadoras eléctricas que Frattini les regalaba, nadie
lo cuestionó. El conventillo era así: se disfrutaba la bonanza de los amigos, y
se los ayudaba en la desgracia sin cuestionamientos, sin acusaciones.
Después llamó a
la puerta de su hermana, que lo recibió con la misma alegría de siempre. Sólo
dejó de sonreír cuando Frattini le entregó la bolsa de los regalos. Desde hacía
un tiempo, había dejado de regalarles joyas, por miedo a implicarlas en caso de
ser detenido. Por eso se conformaba con dejarles electrodomésticos pequeños,
dinero y tapados de pieles.
-
Agarralo, dale una afeitadora a tu marido y vendé
el resto. Vas a sacar unos buenos mangos. El tapado quedátelo vos. Es de zorro.
Vale una fortuna.
-
¿Por qué no lo guardás? Con todas las cosas que
regalás podrías comprarte una casa, Carlitos.
-
¿Para qué voy a ahorrar?
Una hora más
tarde, Frattini volvió a subir al auto. Los chicos del conventillo, hijos de
aquellos chicos con los que él había compartido la infancia, corrieron detrás
suyo gritando y aplaudiendo hasta que el Cadillac se perdió en el horizonte de
casas bajas.
Al descender del
auto, se detuvo a observar una mancha de excremento de paloma que mancillaba el
capot. Con cuidado, retiró un pañuelo de seda, lo humedeció con saliva y limpió la mancha. Luego volvió a mirar el
auto. Limpio y brillante. Acarició el metal con la yema de los dedos, como si
sintiera nostalgia por separarse de él durante las horas de trabajo.
Al fin, le dio
la espalda al Cadillac y comenzó a caminar en dirección al Centro. En La
Churrasquita se encontró con Amada. Frattini tenía entre ceja y ceja un
edificio cercano a la Plaza de Mayo. Hacía semanas que lo observaba a la
pasada, y maldecía al portero que nunca dormía la siesta.
-
Probemos otra vez – dijo Frattini.
-
El portero tiene insomnio – dijo Amada, bebiendo
el último sorbo de café.
-
Hoy tengo un buen pálpito– dijo Frattini.
Amada se encogió
de hombros. Nunca se animaba a contradecirlo.
Se dirigieron a
la Plaza de Mayo con la misma parsimonia de siempre. Podían estar nerviosos,
asustados o exaltados, pero nunca, nunca lo demostraban en sus gestos ni en la
forma de caminar. El traje de falso peatón debía ser perfecto. Bastaba con que
un solo policía los detuviera y, al ver las llaves, los condenara al encierro.
Por eso, debían mostrarse seguros, hipócritas serenos, y caminar por la calle
como si estuvieran yendo a misa.
Al ver la
entrada del edificio vacía, Amada silbó de admiración.
-
¿Tenés algún otro pálpito? Decime y vamos al
Hipódromo.
Frattini festejó
el chiste con una breve sonrisa, mientras introducía una llave en la cerradura
de la puerta. El hall de entrada también estaba vacío. Tras años de insomnio,
el portero al fin parecía haberse rendido al cansancio.
Subieron por las
escaleras hasta el último piso y entraron en el único departamento que lo
ocupaba.
Al abrir el cajón
de la mesa de noche, Frattini descubrió una pistola automática. La tomó entre
sus manos y se la acercó a los ojos.
-
Colt. Police – leyó Frattini.
-
Es yanqui. Debe valer una fortuna – dijo Amada,
mirándola de cerca.
-
La llevamos y la vendemos – dijo Frattini,
mientras le quitaba las balas.
Con cuidado, se
colocó el arma en la cintura, sujeta con el cinturón. Después siguieron
recorriendo el departamento, demasiado grande, demasiado lujoso para ofrecerles
tan solo un par de gargantillas y dos alfileres de corbata de oro.
-
Al menos podemos vender la pistola – dijo
Frattini y dejó de hablar al ver que Amada cerraba los ojos intentando
descifrar el sonido que llegaba de la calle.
Era un zumbido,
y se acercaba a ellos.
Entonces
reconocieron el sonido del avión, y luego las explosiones los obligaron a
tenderse en el suelo en busca de refugio.
-
Se pudrió todo – dijo Amada.
Sin perder
tiempo, volvieron a cerrar los cajones y salieron del departamento.
Al llegar a la
calle, los recibió una columna de humo que se elevaba desde la Plaza y se
impregnaba en el aire del Centro. Cuando volvieron a oír el zumbido, alzaron
los ojos al cielo para ver la formación de aviones que sobrevolaban Buenos
Aires cargados con bombas explosivas.
Entonces se
echaron a correr.
Al llegar a la
Avenida Belgrano, comenzaron a correr en dirección a la Nueve de Julio. En la
esquina de Defensa, justo delante de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario,
vieron a un policía de tránsito que contemplaba el cielo con un gesto de
terror. Al ver pasar a los aviones, el agente se arrancó los cubre mangas de
color blanco que lo identificaban como tal, para no ser reconocido por los
pilotos, y se echó a correr.
Por Belgrano
bajaban autos policiales y carros militares a toda velocidad, en dirección a la
Casa Rosada. Frattini no supo si se proponían atacar o defender al Gobierno.
Tampoco le importaba. Lo único que quería era seguir corriendo y escapar de
allí.
Armado con una
pistola sin balas, pero con los bolsillos llenos de balas y joyas, se lanzó
entre los automóviles seguido por Amada. Al llegar a la 9 de Julio, pudieron
ver la escena con mayor claridad. Los aviones se perseguían en el aire. Los
policías escapaban. Los militares se enfrentaban entre ellos, disparando en
medio de las calles convertidas en campo de batalla.
Asustados, se
alejaron en dirección a Constitución.
La Plaza estaba
tomada por un regimiento de soldados que disparaban hacia el Hotel, desde donde
llegaban los disparos que hacían saltar las flores de la Plaza, provocando una
llovizna de tierra, hojas y pétalos que bañaba a los soldados parapetados
detrás de los árboles. Las ventanas del hotel estallaban, y los cristales rotos
reflejaban el sol durante los segundos que demoraban en caer y estrellarse
contra la vereda.
Con la mitad del
cuerpo oculto tras un auto agujereado por las balas, Frattini intentó descubrir
qué pasaba. Sólo entonces notó que los soldados de la plaza llevaban como
distintivo un lazo de color azul. En las mangas de los otros, que disparaban
desde las ventanas del hotel, vio lazos rojos.
-
Salgamos de acá – gritó Amada.
-
¿Qué?
Los estruendos
de los disparos y el vuelo de los aviones aturdían.
Un grupo de
hombres arrojaron una silla contra los cristales de una tienda. En pocos
segundos, el saqueo había comenzado.
En ese preciso
momento, oyeron la voz de alto.
Al girarse,
Amada y Frattini descubrieron que estaban rodeados por un destacamento de
policías que gritaban y los insultaban con energía, como si quisieran
demostrarles que lo que sentían no era terror.
-
Contra la pared.
Frattini y Amada
se miraron. Amada señaló hacia un lado con el mentón, dispuesto a escaparse.
Frattini sacudió la cabeza. Si salían corriendo, lo más probable era que fueran
acribillados por la espalda. Lo más seguro era obedecer y esperar que la situación
se tranquilizara.
Junto a los
demás peatones que habían caído en la redada, Frattini y Amada alzaron los
brazos y obedecieron. Los agentes los empujaron contra la pared. Ya conocían el
resto de la maniobra. Separaron las piernas, alzaron las manos y apoyaron las
palmas contra la pared, sin volver la vista para no despertar la furia de los
agentes.
No serían más de
veinte personas. Desde una punta de la pared, dos agentes comenzaron a cachear
a los detenidos mientras los demás policías les apuntaban con las armas sin
dejar de observar el tiroteo que dejaba cadáveres entre las flores destrozadas
de la Plaza.
Sólo entonces Frattini
recordó que llevaba un arma en la cintura. El cacheo se acercaba. A sus
espaldas, oyeron la detonación de una granada que hizo saltar de sus goznes las
puertas del Hotel. Los hombres que rodeaban a Frattini comenzaron a gritar de
miedo. No exageraban: los disparos se multiplicaban, y algunas balas perdidas
impactaban contra la vereda y la pared donde esperaban.
Al fin, tan asustado
como el resto de la Plaza, el oficial a cargo del operativo les ordenó a sus
agentes que interrumpieran el cacheo.
Los pasos del
oficial se precipitaron.
-
Vos… vos… vos…
Al azar, los
detenidos eran golpeados y conducidos a los camiones.
Con sorpresa,
casi con emoción, Frattini vio por entre sus piernas que los zapatos del
oficial pasaban junto a él sin detenerse. Además de Frattini y Amada, habían
quedado unos cinco hombres tan bien vestidos como ellos. Entonces, el oficial
gritó:
-
Corran lo más rápido que puedan.
Antes de que
terminara de completar la frase, Amada, Frattini y la Colt corrían por Garay
escapando de las balas.
Los
enfrentamientos continuaron durante todo el día en distintas partes del país. Azules
contra Colorados. Pero eso a Frattini no le importaba. Para él, todos los
milicos eran iguales. Lo importante era que se había salvado. Ahora necesitaba deshacerse
del arma lo antes posible.
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