Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 30 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 27, 28 y 29.



27

Cuando entró a la joyería, la empleada de José lo recibió con la misma mirada de siempre. Hacía menos de un mes que trabajaba para el reduce, y cada vez que Frattini iba a vender sus joyas ella lo miraba de aquella extraña manera. Se llamaba Marta, tenía una cabellera de largos mechones negros ensortijados y unos ojos negros que atravesaban la carne y los huesos.
Estaba atendiendo a una anciana que había ido a comprar un par de pendientes para su nieta. Mientras la mujer elegía entre decenas de joyas, la mayoría fabricadas con el oro que Frattini robaba cada día, Marta le hizo una seña cómica de aburrimiento. Frattini sonrió. Marta también. Y por primera vez, Frattini reparó en la belleza de esa sonrisa.
Al fin, la mujer eligió un par de aros de plata, los pagó y se marchó rengueando por la calle Libertad.
-        Hola, Marta – dijo Frattini, besando la mejilla de la mujer.
-        Estamos solos. José salió – dijo ella, con un brillo divertido en los ojos.
-        Al fin – dijo Frattini, doblando la apuesta.
En ese momento, la campana de la puerta de entrada tintineó para avisar que alguien entraba a la joyería. Frattini no volvió la vista, no podía despegar sus ojos de aquella morocha que lo provocaba.
-        Pistola – oyó, y sólo entonces reparó que Amada estaba al lado suyo.
-        José no está – dijo Marta y, luego, con sorpresa, agregó: - ahí viene.
El reduce entró y se alegró de ver a Frattini y Amada. A esa altura, más que socios eran amigos. Quizá por eso los dos compañeros habían decidido consultarlo sobre un asunto tan importante.
-        Vengan, muchachos… - dijo José, atravesando la joyería en dirección a la oficina del fondo.
Lo siguieron.
Cuando estuvieron solos, Amada miró a Frattini con nerviosismo.
-        José, queremos pedirte un favor.
-        Lo que necesites, Pistola.
-        Queremos empezar a fundir los metales nosotros mismos.
-        ¿Y eso? – preguntó el reduce alzando las cejas y, ladeando la cabeza con desconfianza, agregó: - ¿no quieren laburar más conmigo?
-        No, no es eso… - se apuró en responder Amada.
Frattini lo fulminó con la mirada. Después de tantos meses su compañero no había aprendido a reconocer el humor del reduce.
-        Te está jodiendo, Turco – dijo Frattini. Después, mirando al reduce, continuó: - Nos está yendo demasiado bien, y no queremos tener tantas joyas en casa. Si caemos, la cana las puede reconocer. Así que pensamos que podíamos ir fundiendo el oro y guardarlo en barras.  
-        Y, sí. Es lo mejor. La cana no te puede llevar por tener una barra de medio kilo de oro pero te pueden dar tres años por un par de aros robados – dijo José, mientras anotaba algo en un papel. Luego, extendiéndoselo a Frattini, agregó: - Andá acá. Preguntá por Pascual y decile que vas de parte mía.
-        Gracias, José – dijo Frattini.
Al volver al salón de la joyería, vio que Marta estaba sola. Entonces, le dijo a Amada que lo esperara afuera. Esperó que saliera, sin dejar de mirar a Marta. Al fin, cuando se quedaron solos, Frattini comenzó a hablar:
-        ¿Te puedo invitar a salir?
-        Podés hacer todo lo que quieras – dijo Marta.
Por un segundo, Frattini sintió que las mejillas se le encendían. Bajó la mirada. Se maldijo en silencio. Al alzar la vista, vio que Marta le tendía un papel escrito con una letra de color rojo.
-        Pasame a buscar el sábado a las ocho.
Y el sábado Frattini se vistió con sus mejores ropas, se subió al Cadillac y se dirigió al barrio de Mataderos.
Al ver a Marta enfundada en el vestido negro que dejaba al descubierto sus piernas torneadas y apenas si podía contener la exuberancia de sus caderas, Frattini quiso besarla. Pero no lo hizo por respeto a sus padres, que los habían acompañado hasta la calle y ahora estaban con la boca abierta frente al Cadillac rojo.
Con respeto, Frattini saludó a la pareja y luego se apuró a abrir la puerta del auto para que Marta subiera. Una hora más tarde, estaban sentados en un restaurante del Centro, con las piernas entrelazadas bajo la mesa, incapaces de contener sus deseos. Pasaron la noche juntos, y poco antes del amanecer el Cadillac volvió a detenerse en aquella cuadra decrépita de Mataderos, mientras los obreros dejaban sus casas para empezar un largo día de trabajo.

Sentados en medio de la pieza, inspeccionando como chicos aquellas nuevas herramientas que habían comprado, Frattini y Amada comenzaron a jugar a los alquimistas.
Con cuidado, depositaron varias joyas de oro sobre un recipiente de hierro y encendieron el soplete. La llama azulada comenzó a calentar el metal. Lentamente, las joyas se derritieron, soltando un perfume agrio, a medida que los metales blandos se evaporaban en el aire.
Más tarde, cuando en el recipiente sólo quedaba un líquido viscoso y dorado, lo vertieron dentro de la horma acanalada. En silencio, con los ojos fijos en aquellas cinco canaletas repletas de oro, esperaron que el metal se enfriara. Entonces giraron la horma y le dieron unos pequeños golpes: las cinco barras de oro se desprendieron del hierro y cayeron sobre la mesa con un sonido parecido al del vuelo de los ángeles.
Durante unos minutos, sin hablar, casi sin respirar, Frattini y Amada contemplaron extasiados el oro. Después se miraron, incapaces de contener la excitación.
Desde entonces, una vez por semana se juntaban a reducir el botín en la pensión de Frattini. A veces, cuando las joyas eran de mala calidad y los metales que debían evaporarse, el conserje golpeaba la puerta quejándose del mal olor. Entonces Frattini deslizaba unos billetes por debajo de la puerta y volvía al trabajo. De haberlo querido, hubiese podido comprarse otro Cadillac. Pero la vida no era eso: para él, acumular era un signo de flaqueza, casi de desconfianza.
Por eso vivía como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente. Marta lo había entendido rápidamente, y lejos de hacer planes para el futuro, disfrutaba salir a comer, al teatro y a los hoteles de lujo sin preocuparse por el mañana. Era extraño. Frattini nunca antes había estado con una mujer que supiera a qué se dedicaba. Pero ahora disfrutaba entrar a la joyería de José cargado de barras de oro, tomar el dinero y marcharse con Marta del brazo sin que ella lo acusara de nada y luego encerrarse en un hotel, sabiendo que tenía dinero, un Cadillac y los favores de aquella mujer que parecía incansable en el sexo.
Al llegar el verano, Frattini le regaló un anillo de diamantes. Estaban sentados en el Cadillac, frente a la costanera. A lo lejos, los barcos se internaban en la noche oscura del Río de la Plata.
-        Es hermoso – dijo Marta, probándose el anillo.
-        Quiero que vayamos a Mar del Plata.
-        ¿En serio? – preguntó Marta, bajando el volumen de la radio.
-        Sí. Y quiero que vengan tus viejos.
Marta se lanzó sobre él, dispuesta a mostrarle todo su agradecimiento.
Lejos de ser una estrategia, aquel viaje era lo que Frattini realmente necesitaba. Con el paso del tiempo, había llegado a congeniar con los padres de Marta. Incluso había llegado a fantasear que la relación acabaría por asentarse y ellos se alejarían del crimen y se convertirían en una verdadera familia. Lo único que debía hacer era seguir mintiéndoles a los padres de  Marta. Que siguieran pensando lo que quisieran, que era abogado, director de empresa, cobrador de morosos. Para las confesiones quedaba mucho tiempo por delante.

En diciembre de 1962, Frattini, Marta y sus padres atravesaron la Provincia de Buenos Aires en dirección a la Costa subidos al Cadillac. Mar del Plata resplandecía. Era la primera vez que Frattini la veía con ojos de turista, y que en lugar de escudriñar edificios y carteras, se dedicaba a contemplar tan solo el mar azulado, rompiendo contra la playa. Alquilaron un par de habitaciones en un hotel carísimo que él pagó por adelantado. Cada vez que, en un restaurante o en un cine, el padre de Marta intentaba colaborar con algunos billetes, Frattini fingía un gesto de enfado, le devolvía el dinero y pagaba todo de su propia billetera.
La madre de Marta, al verlos caminar de la mano, pero sobretodo viendo el auto y la ropa de Frattini, les hablaba de matrimonio, hijos, un hogar. Ellos la oían con atención, pero cada uno a su manera. A Marta parecía excitarla todo eso, mientras que a Frattini le resultaba un augurio de salvación. Quizá Marta lo ayudara a cambiar de vida.
Un día, Marta le pidió que la acompañara a visitar a una amiga que estaba veraneando con sus padres. Tomados de la mano, caminaron por una calle peatonal y se detuvieron en un edificio que tenía la puerta abierta.
-        Es acá – dijo Marta.
Frattini asintió, pensando que aquel edificio podía esconder grandes botines que él no podría ni tocar. En realidad podría haberlo hecho, pero prefería pensar en otras cosas. Acostumbrado a correr y saltar por las escaleras, a Frattini le costó relajarse. Nervioso, vio que Marta se bajaba la falda y comenzaba a quitarle los pantalones.
Poco después, mientras él se acomodaba la ropa, Marta tocó timbre en un departamento del segundo piso.
Como una visión profética, la puerta se abrió para mostrarle el rostro de una mujer regordeta y, detrás suyo, un hombre en camiseta subido a una silla, escondiendo una bolsa dentro de un ventiluz.
Las amigas se abrazaron, mientras Frattini seguía con la vista los movimientos del tipo. Lo vio guardar la bolsa, bajarse con esfuerzo y quitar la silla del medio de la habitación. Luego se volvió hacia ellos diciendo:
-        Martita, qué sorpresa.
La visita duró poco tiempo, pero fue muy productiva. Con preguntas aparentemente inofensivas, Frattini pudo conocer las costumbres de la familia, sus horarios, pero sobre todo su preferencia por visitar la playa de mañana.  Demasiado fácil como para desechar la oportunidad.
Tres días más tarde, Frattini le dijo a Marta que debía visitar a un amigo de la infancia y se lanzó a las calles. Alcanzó el edificio y bendijo al portero que había desaparecido de la puerta. Subió los dos pisos por las escaleras con la boca llena de saliva, incapaz de  contener la emoción. Tocó timbre. Nadie respondió.
Extrajo una llave de sus bolsillos y con tan sólo un movimiento de muñeca logró abrir la puerta del departamento.  



28



En marzo de 1963, después de desvalijar el segundo departamento, Frattini decidió que ya había ganado suficiente dinero por el día.
-        Me voy a casa - dijo.
Amada lo miró con fastidio.
-        Si recién empezamos, Pistola…
-        Estoy cansado. Quiero dormir – dijo Frattini, y se marchó.
Hacía unos meses que había comenzado a replantearse las cosas. Ahora se limitaba a robar sólo lo suficiente para mantener su nivel de vida. Su noviazgo con Marta era la relación más sólida que había logrado en sus treinta y dos años, y pensaba que podía ayudarlo a dejar atrás el crimen. Como parte de su parcial rehabilitación, el mes anterior había dejado la pensión para mudarse a la casa de su hermana Francisca. Su presencia quizá lo ayudaría a controlarse, a dejar de robar.
Los días en que no veía a Marta se le hacían eternos. Sobre todo desde que intentaba controlar su afición a las llaves. Aquella tarde, después de bañarse y cambiarse el traje impecable por otro, se sentó con el diario a escuchar la radio. Durante dos horas leyó y releyó los avisos de empleo. Primero con interés, luego con sorna, fue pasando las ofertas de empleos míseros que podía elegir para cambiar de vida.
Al anochecer, cuando su cuñado regresó del trabajo, Frattini ya no soportaba el encierro. Se despidió de su hermana y le dijo que se iba al cine. Francisca lo miró con desconfianza.
-        Andá al cine… pero andá en serio.
Frattini la besó en la frente y salió a la calle, en busca de distracciones.
Al llegar junto al Cadillac, metió una mano en el bolsillo. Además de las llaves del auto, encontró un pequeño llavero con siete llaves. Ni siquiera recordaba cuándo las había puesto en ese lugar, ni tampoco si las había utilizado algún día. Durante unos segundos, contempló las llaves con indecisión. Después consultó la hora. Tenía tiempo de sobra antes de que comenzara la película.
Subido al Cadillac, dejó La Boca y alcanzó el Parque Lezama. Cuando se quiso dar cuenta, había bajado del auto y comenzaba a caminar por San Telmo. Caminó una, dos cuadras. Sus ojos se detenían en cada edificio, en cada ventana. No podía evitarlo. Al fin, metió la mano en un bolsillo, tomó el llavero y se dispuso a abrir la puerta de un edificio decorado con paneles de mármol.
La puerta se abrió con una facilidad alentadora. Entró al edificio y comenzó a subir las escaleras. Eligió una de las dos puertas del tercer piso, y la abrió. El departamento estaba vacío. Absorto en su propia ansiedad, Frattini encendió la luz para facilitarse el trabajo. Se dirigió al cuarto principal, abrió cajones y placares, y sonrió al encontrar una decena de alhajas. Apurado, se las guardó en los bolsillos.
Lentamente comenzó a deshacer sus pasos cuando, de pronto, oyó un ruido extraño que llegaba desde la calle. Hubiera preferido que fuera un avión, un bombardeo, y no aquella frenada de auto. Rápidamente, salió del departamento y se lanzó a las escaleras. Con agilidad, bajó los primeros dos pisos. Estaba a punto de alcanzar la salida cuando dos sombras se cruzaron en su camino.
-        Alto, policía – gritó una voz.
-        Vivo acá – dijo Frattini.
-        ¿Y por qué no usás el ascensor? – dijo otra voz, mientras alguien lo empujaba contra la pared de la escalera.
-        Quieto.
Frattini obedeció. Apoyó las manos en la pared, y separó las piernas.
-        ¿Y todas estas llaves?
-        Son de mi casa – dijo con la velocidad de un reflejo involuntario.
-        ¿Y las joyas?
Ya no respondió. No tenía nada más qué decir.
-        Los dueños del tercer piso están de viaje. Prendiste la luz y te entregaste. Te vio un vecino – dijo uno de los policías, mientras le soltaba un golpe a la altura del riñón derecho.
Las piernas se le aflojaron, pero antes de que cayera al piso sintió otro golpe, esta vez en la mandíbula. El sabor de la sangre le dio náuseas, y vomitó sobre las escaleras.
-        Parate, mierda.
Lo sujetaron del cabello y lo obligaron a levantarse. Con los ojos llenos de unas lágrimas que no estaba dispuesto a dejar correr, se incorporó en silencio.
La luz de la calle le permitió ver el rostro de sus captores. Uno usaba bigotes, el otro marcas de viruela. Con violencia, lo subieron a un auto civil y lo condujeron a una comisaría de La Boca.
Durante tres días soportó golpes e insultos. Al cuarto, lo torturaron con la picana. Al quinto día, ya había conseguido un trozo de hoja de afeitar que le había prestado otro detenido. Y así, cuando los agentes se disponían a electrocutarlo nuevamente, Frattini tomó la hoja de afeitar y, sin dudarlo, comenzó a cortarse los brazos. De pronto, estaba cubierto de sangre. Como un susurro lejano, mientras se desmayaba pudo oír los insultos de los policías, frustrados porque ya no podrían divertirse con la picana.

Al entrar a Devoto ya no le quedaban fuerzas para nada. Marta. El Cadillac. Lo había perdido todo. Más que el encierro y las torturas, la sensación de derrota era lo que le había quitado todas sus fuerzas, y sus palabras.
De haber sido nuevo, los demás reclusos se hubieran hecho un festín con ese preso derrotado. Sin embargo, atravesó la puerta enrejada del Pabellón sabiendo que allí no tenía de qué preocuparse. Lo confirmó inmediatamente, cuando vio que se acercaba Villarino. Se saludaron con afecto, y recordaron los tiempos compartidos en el desaparecido Penal de las Heras.
Los días siguientes pasaron con una lentitud aterradora. Los primeros dos domingos de reclusión, Frattini observó con impaciencia al grupo de familiares que se acercaron para visitar a los detenidos. Buscó con la vista, una y otra vez, pero el rostro de Marta nunca estaba entre los presentes. Al tercer domingo, la que se presentó en Devoto fue su hermana Francisca. Frattini apenas si pudo sostenerle la mirada.  
-        No fuiste al cine – dijo Francisca, mientras le entregaba una bolsa con yerba, azúcar y fideos.
Frattini ni siquiera pudo responderle con un chiste. Tan sólo dijo:
-        Gracias.
Su hermana le provocaba los mismos remordimientos que Mirtha, con la salvedad de que Francisca se animaba a enfrentarlo, como antes había enfrentado a su padre. Su hermana era una gran mujer, y pensó que quizá esa grandeza lo ayudara a recuperar lo que más le importaba.
-        Quiero pedirte un favor.
-        No quiero saber nada de tus robos.
-        No, otra cosa. Es por mi novia – dijo Frattini, y se detuvo al oír la palabra que él mismo había pronunciado. Luego continuó: - Marta. La conocés.
-        Sí. ¿Qué pasa? – en los ojos de Francisca vio un brillo de misericordia, y eso lo animó a continuar.
-        ¿Le avisás que estoy adentro?
-        Ya se lo debe imaginar, ¿no?
Su hermana volvió a mirarlo con dureza. Y, formando una sonrisa triste con sus labios finos, dijo:
-        ¿No te vino a ver?
Frattini no respondió.
-        Le voy a avisar mañana, que tengo que ir al Centro a hacer un trámite.
-        Gracias – dijo, tomando la mano de su hermana.
-        Si fueras tan agradecido, me escucharías más cuando te digo las cosas.
Francisca se marchó con una promesa que lo animó a sobrellevar la semana. Pero el domingo siguiente, Marta tampoco estaba entre las visitas. Sus esperanzas fueron mermando con el correr de las semanas, hasta que, dos meses más tarde, Francisca se presentó para confirmarle todos sus temores.
-        La fui a ver a la puta esa – dijo, y en su tono no había tristeza, sólo furia.
-        ¿Y? ¿Cómo está?
-        ¿Cómo va a estar? Bien. Le dije si te iba a venir a ver…
Frattini guardó silencio.
-        Ni me contestó. Casi la agarro de los pelos. Le dije “bien que te gustaba cuando mi hermano te llevaba a los mejores lugares, a Mar del Plata, y ahora que te necesita ni te acordás que está vivo”. Pero es culpa tuya, Carlitos. Vos te las buscás putas.
Las palabras de su hermana eran duras, pero retrataban con exactitud lo que pasaba.
Ese día, cuando se despidieron, Frattini aceptó que había perdido todo. Antes de que cayera la noche, ya le había propuesto a dos celadores realizar retratos de sus hijos a cambio de una resma de papel y algunos lápices. Era lo único que sabía hacer para escaparle al encierro. Dibujar. Sólo así podría sobrevivir a una nueva condena.
Era extraño, pero cuando estaba en libertad ni se le ocurría dibujar aquellos rostros perfectos que todos valoraban en Devoto. Era como si aquello fuera una habilidad que sólo surgía en el encierro, entre esa la violencia que se respiraba entre los presos.
El clima en Devoto era idéntico al que le había relatado Villarino. Esa extraña relación que unía presos y guardias con sobornos, códigos y benevolencia se había roto para siempre. Al fin y al cabo, lo único que había hecho el motín del 62 había sido quitar caretas. Ahora se trataban como lo que eran: enemigos condenados a un encierro compartido. Así, seis meses después de su llegada, Frattini se enteró de un nuevo asesinato.
Esta vez le tocó al Loco Prieto. Lo encontraron una mañana, calcinado en su celda. Las autoridades dijeron que se trató de un suicidio, pero en Devoto todos sabían que había sido una venganza de los guardias. Villarino lo repetía cada día. Los guardias no dejarían de amenazarlos hasta que el último sobreviviente del motín del 62 hubiera pasado a mejor vida.
Ese temor, y su incapacidad para soportar el encierro, llevaron a Villarino a planear otro de sus grandes escapes. Para eso, él, el Loco Grana y un tercer interno llamado Salinas sobornaron a uno de los celadores del turno noche. El plan era tan sencillo como descabellado: se escaparían saltado de la claraboya del Pabellón 4º. La noche acordada para el escape, Villarino, el Loco Grana y Salinas subieron a la claraboya ante la mirada atenta del celador sobornado. Allí, Villarino se cubrió las manos con retazos de tela y se colgó de uno de los cables que colgaban junto a la pared. Con cuidado, amparado por la oscuridad de la noche, se deslizó por el cable hasta alcanzar la vereda, al otro lado de los muros que limitaban la prisión. Tras él fue Salinas, que también se había procurado pedazos de sábanas para protegerse las manos. Cuando ambos estuvieron libres, el Loco Grana se aferró al cable. Tan apurado como estaba por recobrar la libertad, ni siquiera había oído los consejos de Villarino. Al deslizarse por el cable con las manos desprotegidas, se quemó por la fricción, las manos comenzaron a sangrarle de tal manera que ya no pudo sujetarse. Se quebró una pierna con la caída. Sus gritos de dolor atrajeron las luces de la patrulla que realizaba la ronda nocturna. Cuando lo encontraron, herido y derrotado, Villarino y Salinas ya se habían perdido por las calles de Devoto.
La partida de Villarino provocó la admiración de todos los internos, salvo de Frattini. Acostumbrado a las hazañas de su compañero, ahora sólo lamentaba su ausencia. Sin embargo, pronto Frattini fue conducido a Tribunales, donde recibió una condena de dos años y medio, de los cuales ya había pasado uno. El resto de la condena debería pasarla en otro sitio. Viedma. “El culo del mundo”, pensó Frattini, rodeado de guardias, mientras el tren lo conducía hacia el sur, por entre montañas, desiertos y un cielo diáfano que cegaba la vista.

29

No le sorprendió que sus nuevos compañeros de encierro conocieran su historia de antemano. Pero no pudo evitar la sorpresa de saber que los celadores sabían que era aficionado al dibujo y, apenas al llegar, le encargaran varios retratos a cambio de un trato sino amable, al menos civilizado.
Pronto, sus dibujos fueron saliendo de la cárcel. Al cabo de unos meses, todos en Viedma sabían que en el penal había un recluso que hacía excelentes retratos a lápiz. Dedicado a su pasatiempo, Frattini se mantenía al margen de todos los conflictos que se producían entre los detenidos y las autoridades. Eso no hizo más que promocionar su imagen de hombre de códigos, dentro y fuera del penal. Y, sobretodo, pasar la condena sin involucrarse en motines o peleas que no le servían de nada.
A través del capellán de su pabellón, Frattini entabló una relación epistolar con un tal Isaack, dueño de una enorme cadena de supermercados dispuestos a lo largo y ancho de toda Argentina. Primero con temor, luego con confianza, Frattini le fue pidiendo materiales para continuar con sus dibujos. En agradecimiento, retrató a su esposa y a otros familiares utilizando como modelo las fotografías que el propio Isaack le envió a través del cura.
Era la primera vez que alguien que no fuera Francisca le daba una oportunidad para cambiar de vida. Tanto era así que, en 1966, poco antes de completar su último año de condena, Frattini volvió a escribirle para que lo ayudara a establecerse en Viedma con la esperanza de que lo ayudara a cambiar de vida.
Isaack le respondió al día siguiente, y como siempre la carta llegó acompañada por una caja repleta de papeles, lápices, yerba y azúcar. Las palabras de su improvisado mecenas le provocaron alegría y desconfianza al mismo tiempo. Isaack prometía ayudarlo, pero Frattini se preguntaba por qué estaba dispuesto a hacerlo. No lo entendía. ¿Qué podía obtener Isaack como recompensa de ese buen trato que le ofrecía? Nada. Salvo dibujos.
El día de su liberación, un sábado exageradamente frío, Frattini descubrió otro de los cambios en la política carcelaria. Antes, los detenidos eran liberados a medianoche, en la oscuridad, para ocultarlos de la vista de los ciudadanos comunes. Pero ahora los liberaban a mediodía, como si quisieran que el sol los cegara para siempre.
Y el sol de Viedma era implacable. El viento barría la calle del penal como un rastrillo de hielo. Frattini cruzó el portón con las manos embutidas en los bolsillos de su saco. Miró la inmensidad de la Patagonia, que se abría ante sus ojos como un manto frío que se perdía en el horizonte, bajo un cielo diáfano, sin una sola nube.
Con las piernas entumecidas por el frío, Frattini pasó junto a un auto que estaba estacionado en la calle, justo delante del penal. Al verlo, el conductor bajó la ventanilla y habló soltando una nube de vapor que se alzó pro el aire.
-        ¿Carlos Frattini?
Frattini le dedicó una mirada tan helada y desconcertante como Viedma.
-        Soy Ramón, un amigo de Isaack, vine a buscarte. Vení.
-        Gracias – dijo Frattini, asombrado.
La calidez del interior del auto le quitó el frío y le infundió algo de esperanza. Era la primera vez que alguien lo recibía al salir en libertad, y quien lo esperaba era un desconocido. Sin embargo, a Frattini le pareció una buena señal.
Lo confirmó cuando el auto se detuvo frente a las puertas de un pequeño edificio de tres pisos del Centro de Viedma.
-        Isaack te preparó un departamentito que tiene acá para que te quedes unos días – dijo el conductor, bajándose del auto.
Frattini lo siguió.
Entraron al edificio. Subieron las escaleras y se detuvieron frente a la puerta de un departamento del segundo piso. Cuando Ramón abrió y encendió la luz, Frattini descubrió una cama preparada, un par de cajas con comida, ropa nueva y un equipo de mate. Era más de lo que esperaba, más de lo que podía haber imaginado nunca. Emocionado, intentó agradecerle a Ramón pero este sacudió la cabeza.
-        A mí no me digas nada. Agradecéselo a Isaack.
-        ¿Cuándo lo puedo ver?
-        Mañana a las ocho te pasamos a buscar para ir a pasear por Viedma.
Cuando Ramón se marchó, Frattini se tendió en la cama. Desde allí observó los objetos que lo rodeaban. Nunca había recibido tanto a cambio de tan poco.
Al día siguiente se despertó a la hora de la requisa. Desorientado, se incorporó de golpe. El pequeño departamento estaba iluminado con la tenue luz lechosa del alba.  
Cuando Isaack llegó, Frattini ya se había bañado y afeitado, y apenas podía contener la ansiedad que le generaba el encuentro.
-        Hola, Frattini. Soy Isaack – dijo su mecenas tendiéndole la mano.
Agradecido, Frattini se salteó la formalidad y lo estrechó en un abrazo.
-        No sé qué hubiera hecho sin vos – dijo Frattini, aunque conocía bien la respuesta.
-        ¿Estás listo para una sorpresa?
Salieron a la calle y se subieron al auto cero quilómetro de Isaack: un Ford que les hubiera quitado el aliento a Zamudio y Peralta. Atravesaron Viedma y se detuvieron a las puertas del Hotel Comahue. Descendieron del auto, y Frattini siguió a Isaack en dirección a la galería que se ubicaba en la planta baja del hotel: un pequeño patio de baldosas rojas rodeado por ocho locales de venta de ropa, zapatos y comida. Isaack se detuvo frente a la puerta del único local que estaba desocupado. Retiró una llave y abrió la puerta.
Dentro, dijo:
-        Te voy a dar todo lo necesario para que alquiles este local. Así podés vivir y pintar acá. Además, entra mucha gente, y con mis contactos te voy a recomendar como retratista así podés tener un trabajo decente.
Frattini miraba las estanterías polvorientas, la mesa desvencijada sin poder aceptar que todo era real. De pronto, tenía la posibilidad de vivir dedicado al dibujo. Algo que ni siquiera había imaginado. Volvió a abrazar a Isaack deshaciéndose en agradecimientos y promesas de cambio.
La semana siguiente ya estaba establecido en el local de la galería. Isaack había cumplido su promesa: además de entregarle varias resmas de papel de dibujo, lápices y gomas, también le había enviado varios clientes que deseaban encargarle retratos de sus seres queridos.
Sin darse cuenta, al mes de haber sido liberado, Frattini vivía de lo que dibujaba. Le iba bien. Pintaba un retrato por día. Le alcanzaba para vivir con decencia, de eso no podía quejarse. Pero con Viedma le pasaba algo muy distinto. Acostumbrado a Buenos Aires, se sentía agobiado en aquel pueblo de poco más de quince mil habitantes. Al atardecer, cuando los ojos comenzaban a arderle de tanto dibujar, se cambiaba de ropa y salía en busca de distracciones que nunca encontraba. ¿Cómo podía divertirse en una ciudad que tenía tan solo una confitería y un cine que se empecinaba en repetir siempre la misma película de Sandrini? Parecía que los ciudadanos de Viedma tuvieran que dormir la siesta por decreto municipal. Lo cierto es que después del almuerzo las calles estaban desiertas, las puertas y ventanas cerradas, y él quedaba siempre solo en la calle, sin nadie con quién hablar.
Tal vez por esa soledad, cada semana se acercaba al penal para conversar y llevarle algunas provisiones a su amigo Ramos, que todavía tenía pendientes varios meses de condena.
Poco después de que se cumpliera el cuarto mes, tuvo una visita inesperada. Era un Guzmán, un escruchante amigo de Ramos, que acababa de salir en libertad. Aquel encuentro a Frattini le quitó la modorra de los últimos meses que había pasado tras su máscara de decencia. Lo recibió con las puertas abiertas, le ofreció mate y galletitas, ansioso por conversar. Sin embargo, en los ojos de Guzmán no había alegría, sólo decepción.
-        ¿Todo bien, Pistola?
-        Sí, acá, tranquilo – dijo Frattini, y no mentía.
-        ¿Cómo no vas a estar tranquilo si esto es una mierda? Es un pueblo, Pistola, vámonos a la mierda, a laburar…
Frattini no respondió. Ni siquiera pudo sostenerle la mirada a Guzmán. Giró la cabeza y ocupó la vista en los retratos que estaban dispersos por el local. Una gorda cachetuda de cincuenta años, un viudo de setenta con el rostro surcado por una cicatriz, un niño caprichoso con el pelo revuelto… ¿Eso era su nueva vida? ¿Retratar gente insignificante que ni siquiera valía el trozo de mina de lápiz que gastaba?
-        Dale, Pistola, vamos a laburar. Dejate de joder con estos dibujos. Vos estás para cosas grandes.
Irremediablemente, Frattini asintió.
-        Está bien. Pero acá no robamos. Nos vamos de Viedma
Al día siguiente, después de preparar la valija, se despidió de Guzmán y quedaron en encontrarse en la estación de trenes dos horas más tarde. Sólo entonces Frattini salió a la calle y caminó las cuadras que separaban la galería de la casa de Isaack. A medida que avanzaba, paso a paso, sentía que la mente se le nublaba por el remordimiento. Sin embargo, no pensaba volver atrás.
Isaack lo recibió con la misma calidez de siempre. Le ofreció café, le preguntó por sus dibujos.
-        Me voy – dijo Frattini, de pronto.
-        ¿Te vas? ¿En serio, te vas?
En la voz de Isaack se notaba todo su desencanto. Frattini bajó la mirada.
-        Sí, gracias por todo.
-        Pero… Frattini, esta era tu oportunidad de vivir tranquilo…
Isaack lo escudriñó con la vista, esperando una reacción, pero se tuvo que conformar con un suspiro de abatimiento. 
-        Si preferís irte, andá. Acá siempre vas a tener las puertas abiertas.
¿Por qué no se enojaba? ¿Por qué no lo acusaba? Su generosidad sólo le provocaba más remordimientos.
-        ¿Cuándo te vas?
-        El tren sale en un rato – dijo Frattini, mirando su reloj.
-        Dale, te llevo.
Isaack, su mujer y sus hijos lo acompañaron hasta la estación, donde lo esperaba Guzmán. Al verlo llegar rodeado por esa comitiva de gente bien vestida, su nuevo compañero le dedicó una sonrisa burlona. Pero Frattini no estaba para chistes. Quería marcharse y retomar su antigua vida, pero eso ni significaba que fuera tan necio como para burlarse de quienes lo habían ayudado tanto.
Con tristeza, abrazó a Isaack y los suyos y se subió al tren que lo llevaría de regreso al pasado.

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