27
Cuando entró a
la joyería, la empleada de José lo recibió con la misma mirada de siempre.
Hacía menos de un mes que trabajaba para el reduce, y cada vez que Frattini iba
a vender sus joyas ella lo miraba de aquella extraña manera. Se llamaba Marta,
tenía una cabellera de largos mechones negros ensortijados y unos ojos negros
que atravesaban la carne y los huesos.
Estaba
atendiendo a una anciana que había ido a comprar un par de pendientes para su
nieta. Mientras la mujer elegía entre decenas de joyas, la mayoría fabricadas
con el oro que Frattini robaba cada día, Marta le hizo una seña cómica de
aburrimiento. Frattini sonrió. Marta también. Y por primera vez, Frattini
reparó en la belleza de esa sonrisa.
Al fin, la mujer
eligió un par de aros de plata, los pagó y se marchó rengueando por la calle
Libertad.
-
Hola, Marta – dijo Frattini, besando la mejilla de
la mujer.
-
Estamos solos. José salió – dijo ella, con un
brillo divertido en los ojos.
-
Al fin – dijo Frattini, doblando la apuesta.
En ese momento,
la campana de la puerta de entrada tintineó para avisar que alguien entraba a
la joyería. Frattini no volvió la vista, no podía despegar sus ojos de aquella
morocha que lo provocaba.
-
Pistola – oyó, y sólo entonces reparó que Amada
estaba al lado suyo.
-
José no está – dijo Marta y, luego, con
sorpresa, agregó: - ahí viene.
El reduce entró
y se alegró de ver a Frattini y Amada. A esa altura, más que socios eran
amigos. Quizá por eso los dos compañeros habían decidido consultarlo sobre un
asunto tan importante.
-
Vengan, muchachos… - dijo José, atravesando la
joyería en dirección a la oficina del fondo.
Lo siguieron.
Cuando
estuvieron solos, Amada miró a Frattini con nerviosismo.
-
José, queremos pedirte un favor.
-
Lo que necesites, Pistola.
-
Queremos empezar a fundir los metales nosotros
mismos.
-
¿Y eso? – preguntó el reduce alzando las cejas y,
ladeando la cabeza con desconfianza, agregó: - ¿no quieren laburar más conmigo?
-
No, no es eso… - se apuró en responder Amada.
Frattini lo
fulminó con la mirada. Después de tantos meses su compañero no había aprendido
a reconocer el humor del reduce.
-
Te está jodiendo, Turco – dijo Frattini.
Después, mirando al reduce, continuó: - Nos está yendo demasiado bien, y no
queremos tener tantas joyas en casa. Si caemos, la cana las puede reconocer.
Así que pensamos que podíamos ir fundiendo el oro y guardarlo en barras.
-
Y, sí. Es lo mejor. La cana no te puede llevar
por tener una barra de medio kilo de oro pero te pueden dar tres años por un
par de aros robados – dijo José, mientras anotaba algo en un papel. Luego,
extendiéndoselo a Frattini, agregó: - Andá acá. Preguntá por Pascual y decile
que vas de parte mía.
-
Gracias, José – dijo Frattini.
Al volver al
salón de la joyería, vio que Marta estaba sola. Entonces, le dijo a Amada que
lo esperara afuera. Esperó que saliera, sin dejar de mirar a Marta. Al fin,
cuando se quedaron solos, Frattini comenzó a hablar:
-
¿Te puedo invitar a salir?
-
Podés hacer todo lo que quieras – dijo Marta.
Por un segundo,
Frattini sintió que las mejillas se le encendían. Bajó la mirada. Se maldijo en
silencio. Al alzar la vista, vio que Marta le tendía un papel escrito con una
letra de color rojo.
-
Pasame a buscar el sábado a las ocho.
Y el sábado Frattini
se vistió con sus mejores ropas, se subió al Cadillac y se dirigió al barrio de
Mataderos.
Al ver a Marta
enfundada en el vestido negro que dejaba al descubierto sus piernas torneadas y
apenas si podía contener la exuberancia de sus caderas, Frattini quiso besarla.
Pero no lo hizo por respeto a sus padres, que los habían acompañado hasta la
calle y ahora estaban con la boca abierta frente al Cadillac rojo.
Con respeto,
Frattini saludó a la pareja y luego se apuró a abrir la puerta del auto para
que Marta subiera. Una hora más tarde, estaban sentados en un restaurante del
Centro, con las piernas entrelazadas bajo la mesa, incapaces de contener sus
deseos. Pasaron la noche juntos, y poco antes del amanecer el Cadillac volvió a
detenerse en aquella cuadra decrépita de Mataderos, mientras los obreros
dejaban sus casas para empezar un largo día de trabajo.
Sentados en
medio de la pieza, inspeccionando como chicos aquellas nuevas herramientas que
habían comprado, Frattini y Amada comenzaron a jugar a los alquimistas.
Con cuidado,
depositaron varias joyas de oro sobre un recipiente de hierro y encendieron el
soplete. La llama azulada comenzó a calentar el metal. Lentamente, las joyas se
derritieron, soltando un perfume agrio, a medida que los metales blandos se
evaporaban en el aire.
Más tarde,
cuando en el recipiente sólo quedaba un líquido viscoso y dorado, lo vertieron
dentro de la horma acanalada. En silencio, con los ojos fijos en aquellas cinco
canaletas repletas de oro, esperaron que el metal se enfriara. Entonces giraron
la horma y le dieron unos pequeños golpes: las cinco barras de oro se desprendieron
del hierro y cayeron sobre la mesa con un sonido parecido al del vuelo de los
ángeles.
Durante unos
minutos, sin hablar, casi sin respirar, Frattini y Amada contemplaron
extasiados el oro. Después se miraron, incapaces de contener la excitación.
Desde entonces,
una vez por semana se juntaban a reducir el botín en la pensión de Frattini. A
veces, cuando las joyas eran de mala calidad y los metales que debían evaporarse,
el conserje golpeaba la puerta quejándose del mal olor. Entonces Frattini
deslizaba unos billetes por debajo de la puerta y volvía al trabajo. De haberlo
querido, hubiese podido comprarse otro Cadillac. Pero la vida no era eso: para
él, acumular era un signo de flaqueza, casi de desconfianza.
Por eso vivía
como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente. Marta lo había entendido
rápidamente, y lejos de hacer planes para el futuro, disfrutaba salir a comer,
al teatro y a los hoteles de lujo sin preocuparse por el mañana. Era extraño.
Frattini nunca antes había estado con una mujer que supiera a qué se dedicaba.
Pero ahora disfrutaba entrar a la joyería de José cargado de barras de oro,
tomar el dinero y marcharse con Marta del brazo sin que ella lo acusara de nada
y luego encerrarse en un hotel, sabiendo que tenía dinero, un Cadillac y los
favores de aquella mujer que parecía incansable en el sexo.
Al llegar el
verano, Frattini le regaló un anillo de diamantes. Estaban sentados en el
Cadillac, frente a la costanera. A lo lejos, los barcos se internaban en la
noche oscura del Río de la Plata.
-
Es hermoso – dijo Marta, probándose el anillo.
-
Quiero que vayamos a Mar del Plata.
-
¿En serio? – preguntó Marta, bajando el volumen
de la radio.
-
Sí. Y quiero que vengan tus viejos.
Marta se lanzó
sobre él, dispuesta a mostrarle todo su agradecimiento.
Lejos de ser una
estrategia, aquel viaje era lo que Frattini realmente necesitaba. Con el paso
del tiempo, había llegado a congeniar con los padres de Marta. Incluso había
llegado a fantasear que la relación acabaría por asentarse y ellos se alejarían
del crimen y se convertirían en una verdadera familia. Lo único que debía hacer
era seguir mintiéndoles a los padres de
Marta. Que siguieran pensando lo que quisieran, que era abogado,
director de empresa, cobrador de morosos. Para las confesiones quedaba mucho
tiempo por delante.
En diciembre de
1962, Frattini, Marta y sus padres atravesaron la Provincia de Buenos Aires en
dirección a la Costa subidos al Cadillac. Mar del Plata resplandecía. Era la
primera vez que Frattini la veía con ojos de turista, y que en lugar de
escudriñar edificios y carteras, se dedicaba a contemplar tan solo el mar
azulado, rompiendo contra la playa. Alquilaron un par de habitaciones en un
hotel carísimo que él pagó por adelantado. Cada vez que, en un restaurante o en
un cine, el padre de Marta intentaba colaborar con algunos billetes, Frattini
fingía un gesto de enfado, le devolvía el dinero y pagaba todo de su propia
billetera.
La madre de
Marta, al verlos caminar de la mano, pero sobretodo viendo el auto y la ropa de
Frattini, les hablaba de matrimonio, hijos, un hogar. Ellos la oían con
atención, pero cada uno a su manera. A Marta parecía excitarla todo eso,
mientras que a Frattini le resultaba un augurio de salvación. Quizá Marta lo
ayudara a cambiar de vida.
Un día, Marta le
pidió que la acompañara a visitar a una amiga que estaba veraneando con sus
padres. Tomados de la mano, caminaron por una calle peatonal y se detuvieron en
un edificio que tenía la puerta abierta.
-
Es acá – dijo Marta.
Frattini
asintió, pensando que aquel edificio podía esconder grandes botines que él no
podría ni tocar. En realidad podría haberlo hecho, pero prefería pensar en
otras cosas. Acostumbrado a correr y saltar por las escaleras, a Frattini le
costó relajarse. Nervioso, vio que Marta se bajaba la falda y comenzaba a
quitarle los pantalones.
Poco después,
mientras él se acomodaba la ropa, Marta tocó timbre en un departamento del
segundo piso.
Como una visión
profética, la puerta se abrió para mostrarle el rostro de una mujer regordeta
y, detrás suyo, un hombre en camiseta subido a una silla, escondiendo una bolsa
dentro de un ventiluz.
Las amigas se
abrazaron, mientras Frattini seguía con la vista los movimientos del tipo. Lo
vio guardar la bolsa, bajarse con esfuerzo y quitar la silla del medio de la
habitación. Luego se volvió hacia ellos diciendo:
-
Martita, qué sorpresa.
La visita duró
poco tiempo, pero fue muy productiva. Con preguntas aparentemente inofensivas,
Frattini pudo conocer las costumbres de la familia, sus horarios, pero sobre
todo su preferencia por visitar la playa de mañana. Demasiado fácil como para desechar la
oportunidad.
Tres días más
tarde, Frattini le dijo a Marta que debía visitar a un amigo de la infancia y
se lanzó a las calles. Alcanzó el edificio y bendijo al portero que había
desaparecido de la puerta. Subió los dos pisos por las escaleras con la boca
llena de saliva, incapaz de contener la
emoción. Tocó timbre. Nadie respondió.
Extrajo una
llave de sus bolsillos y con tan sólo un movimiento de muñeca logró abrir la
puerta del departamento.
28
En marzo de
1963, después de desvalijar el segundo departamento, Frattini decidió que ya
había ganado suficiente dinero por el día.
-
Me voy a casa - dijo.
Amada lo miró
con fastidio.
-
Si recién empezamos, Pistola…
-
Estoy cansado. Quiero dormir – dijo Frattini, y
se marchó.
Hacía unos meses
que había comenzado a replantearse las cosas. Ahora se limitaba a robar sólo lo
suficiente para mantener su nivel de vida. Su noviazgo con Marta era la
relación más sólida que había logrado en sus treinta y dos años, y pensaba que
podía ayudarlo a dejar atrás el crimen. Como parte de su parcial
rehabilitación, el mes anterior había dejado la pensión para mudarse a la casa
de su hermana Francisca. Su presencia quizá lo ayudaría a controlarse, a dejar
de robar.
Los días en que
no veía a Marta se le hacían eternos. Sobre todo desde que intentaba controlar
su afición a las llaves. Aquella tarde, después de bañarse y cambiarse el traje
impecable por otro, se sentó con el diario a escuchar la radio. Durante dos
horas leyó y releyó los avisos de empleo. Primero con interés, luego con sorna,
fue pasando las ofertas de empleos míseros que podía elegir para cambiar de
vida.
Al anochecer,
cuando su cuñado regresó del trabajo, Frattini ya no soportaba el encierro. Se
despidió de su hermana y le dijo que se iba al cine. Francisca lo miró con
desconfianza.
-
Andá al cine… pero andá en serio.
Frattini la besó
en la frente y salió a la calle, en busca de distracciones.
Al llegar junto
al Cadillac, metió una mano en el bolsillo. Además de las llaves del auto,
encontró un pequeño llavero con siete llaves. Ni siquiera recordaba cuándo las
había puesto en ese lugar, ni tampoco si las había utilizado algún día. Durante
unos segundos, contempló las llaves con indecisión. Después consultó la hora.
Tenía tiempo de sobra antes de que comenzara la película.
Subido al
Cadillac, dejó La Boca y alcanzó el Parque Lezama. Cuando se quiso dar cuenta,
había bajado del auto y comenzaba a caminar por San Telmo. Caminó una, dos
cuadras. Sus ojos se detenían en cada edificio, en cada ventana. No podía evitarlo.
Al fin, metió la mano en un bolsillo, tomó el llavero y se dispuso a abrir la
puerta de un edificio decorado con paneles de mármol.
La puerta se
abrió con una facilidad alentadora. Entró al edificio y comenzó a subir las
escaleras. Eligió una de las dos puertas del tercer piso, y la abrió. El
departamento estaba vacío. Absorto en su propia ansiedad, Frattini encendió la
luz para facilitarse el trabajo. Se dirigió al cuarto principal, abrió cajones
y placares, y sonrió al encontrar una decena de alhajas. Apurado, se las guardó
en los bolsillos.
Lentamente
comenzó a deshacer sus pasos cuando, de pronto, oyó un ruido extraño que
llegaba desde la calle. Hubiera preferido que fuera un avión, un bombardeo, y
no aquella frenada de auto. Rápidamente, salió del departamento y se lanzó a
las escaleras. Con agilidad, bajó los primeros dos pisos. Estaba a punto de
alcanzar la salida cuando dos sombras se cruzaron en su camino.
-
Alto, policía – gritó una voz.
-
Vivo acá – dijo Frattini.
-
¿Y por qué no usás el ascensor? – dijo otra voz,
mientras alguien lo empujaba contra la pared de la escalera.
-
Quieto.
Frattini obedeció.
Apoyó las manos en la pared, y separó las piernas.
-
¿Y todas estas llaves?
-
Son de mi casa – dijo con la velocidad de un
reflejo involuntario.
-
¿Y las joyas?
Ya no respondió.
No tenía nada más qué decir.
-
Los dueños del tercer piso están de viaje.
Prendiste la luz y te entregaste. Te vio un vecino – dijo uno de los policías,
mientras le soltaba un golpe a la altura del riñón derecho.
Las piernas se
le aflojaron, pero antes de que cayera al piso sintió otro golpe, esta vez en
la mandíbula. El sabor de la sangre le dio náuseas, y vomitó sobre las
escaleras.
-
Parate, mierda.
Lo sujetaron del
cabello y lo obligaron a levantarse. Con los ojos llenos de unas lágrimas que
no estaba dispuesto a dejar correr, se incorporó en silencio.
La luz de la
calle le permitió ver el rostro de sus captores. Uno usaba bigotes, el otro
marcas de viruela. Con violencia, lo subieron a un auto civil y lo condujeron a
una comisaría de La Boca.
Durante tres
días soportó golpes e insultos. Al cuarto, lo torturaron con la picana. Al
quinto día, ya había conseguido un trozo de hoja de afeitar que le había
prestado otro detenido. Y así, cuando los agentes se disponían a electrocutarlo
nuevamente, Frattini tomó la hoja de afeitar y, sin dudarlo, comenzó a cortarse
los brazos. De pronto, estaba cubierto de sangre. Como un susurro lejano,
mientras se desmayaba pudo oír los insultos de los policías, frustrados porque ya
no podrían divertirse con la picana.
Al entrar a
Devoto ya no le quedaban fuerzas para nada. Marta. El Cadillac. Lo había
perdido todo. Más que el encierro y las torturas, la sensación de derrota era
lo que le había quitado todas sus fuerzas, y sus palabras.
De haber sido nuevo, los demás reclusos se hubieran hecho un festín con
ese preso derrotado. Sin embargo, atravesó la puerta enrejada del Pabellón
sabiendo que allí no tenía de qué preocuparse. Lo confirmó inmediatamente,
cuando vio que se acercaba Villarino. Se saludaron con afecto, y recordaron los
tiempos compartidos en el desaparecido Penal de las Heras.
Los días siguientes pasaron con una lentitud aterradora. Los primeros dos
domingos de reclusión, Frattini observó con impaciencia al grupo de familiares
que se acercaron para visitar a los detenidos. Buscó con la vista, una y otra
vez, pero el rostro de Marta nunca estaba entre los presentes. Al tercer
domingo, la que se presentó en Devoto fue su hermana Francisca. Frattini apenas
si pudo sostenerle la mirada.
-
No fuiste al cine – dijo Francisca, mientras le
entregaba una bolsa con yerba, azúcar y fideos.
Frattini ni
siquiera pudo responderle con un chiste. Tan sólo dijo:
-
Gracias.
Su hermana le
provocaba los mismos remordimientos que Mirtha, con la salvedad de que Francisca
se animaba a enfrentarlo, como antes había enfrentado a su padre. Su hermana
era una gran mujer, y pensó que quizá esa grandeza lo ayudara a recuperar lo
que más le importaba.
-
Quiero pedirte un favor.
-
No quiero saber nada de tus robos.
-
No, otra cosa. Es por mi novia – dijo Frattini,
y se detuvo al oír la palabra que él mismo había pronunciado. Luego continuó: -
Marta. La conocés.
-
Sí. ¿Qué pasa? – en los ojos de Francisca vio un
brillo de misericordia, y eso lo animó a continuar.
-
¿Le avisás que estoy adentro?
-
Ya se lo debe imaginar, ¿no?
Su hermana
volvió a mirarlo con dureza. Y, formando una sonrisa triste con sus labios
finos, dijo:
-
¿No te vino a ver?
Frattini no
respondió.
-
Le voy a avisar mañana, que tengo que ir al
Centro a hacer un trámite.
-
Gracias – dijo, tomando la mano de su hermana.
-
Si fueras tan agradecido, me escucharías más
cuando te digo las cosas.
Francisca se
marchó con una promesa que lo animó a sobrellevar la semana. Pero el domingo
siguiente, Marta tampoco estaba entre las visitas. Sus esperanzas fueron
mermando con el correr de las semanas, hasta que, dos meses más tarde, Francisca
se presentó para confirmarle todos sus temores.
-
La fui a ver a la puta esa – dijo, y en su tono
no había tristeza, sólo furia.
-
¿Y? ¿Cómo está?
-
¿Cómo va a estar? Bien. Le dije si te iba a
venir a ver…
Frattini guardó
silencio.
-
Ni me contestó. Casi la agarro de los pelos. Le
dije “bien que te gustaba cuando mi hermano te llevaba a los mejores lugares, a
Mar del Plata, y ahora que te necesita ni te acordás que está vivo”. Pero es
culpa tuya, Carlitos. Vos te las buscás putas.
Las palabras de
su hermana eran duras, pero retrataban con exactitud lo que pasaba.
Ese día, cuando
se despidieron, Frattini aceptó que había perdido todo. Antes de que cayera la
noche, ya le había propuesto a dos celadores realizar retratos de sus hijos a
cambio de una resma de papel y algunos lápices. Era lo único que sabía hacer
para escaparle al encierro. Dibujar. Sólo así podría sobrevivir a una nueva
condena.
Era extraño,
pero cuando estaba en libertad ni se le ocurría dibujar aquellos rostros
perfectos que todos valoraban en Devoto. Era como si aquello fuera una
habilidad que sólo surgía en el encierro, entre esa la violencia que se
respiraba entre los presos.
El clima en
Devoto era idéntico al que le había relatado Villarino. Esa extraña relación
que unía presos y guardias con sobornos, códigos y benevolencia se había roto
para siempre. Al fin y al cabo, lo único que había hecho el motín del 62 había
sido quitar caretas. Ahora se trataban como lo que eran: enemigos condenados a
un encierro compartido. Así, seis meses después de su llegada, Frattini se
enteró de un nuevo asesinato.
Esta vez le tocó
al Loco Prieto. Lo encontraron una mañana, calcinado en su celda. Las
autoridades dijeron que se trató de un suicidio, pero en Devoto todos sabían
que había sido una venganza de los guardias. Villarino lo repetía cada día. Los
guardias no dejarían de amenazarlos hasta que el último sobreviviente del motín
del 62 hubiera pasado a mejor vida.
Ese temor, y su
incapacidad para soportar el encierro, llevaron a Villarino a planear otro de
sus grandes escapes. Para eso, él, el Loco Grana y un tercer interno llamado
Salinas sobornaron a uno de los celadores del turno noche. El plan era tan
sencillo como descabellado: se escaparían saltado de la claraboya del Pabellón
4º. La noche acordada para el escape, Villarino, el Loco Grana y Salinas
subieron a la claraboya ante la mirada atenta del celador sobornado. Allí,
Villarino se cubrió las manos con retazos de tela y se colgó de uno de los
cables que colgaban junto a la pared. Con cuidado, amparado por la oscuridad de
la noche, se deslizó por el cable hasta alcanzar la vereda, al otro lado de los
muros que limitaban la prisión. Tras él fue Salinas, que también se había
procurado pedazos de sábanas para protegerse las manos. Cuando ambos estuvieron
libres, el Loco Grana se aferró al cable. Tan apurado como estaba por recobrar
la libertad, ni siquiera había oído los consejos de Villarino. Al deslizarse
por el cable con las manos desprotegidas, se quemó por la fricción, las manos
comenzaron a sangrarle de tal manera que ya no pudo sujetarse. Se quebró una
pierna con la caída. Sus gritos de dolor atrajeron las luces de la patrulla que
realizaba la ronda nocturna. Cuando lo encontraron, herido y derrotado,
Villarino y Salinas ya se habían perdido por las calles de Devoto.
La partida de
Villarino provocó la admiración de todos los internos, salvo de Frattini.
Acostumbrado a las hazañas de su compañero, ahora sólo lamentaba su ausencia.
Sin embargo, pronto Frattini fue conducido a Tribunales, donde recibió una
condena de dos años y medio, de los cuales ya había pasado uno. El resto de la
condena debería pasarla en otro sitio. Viedma. “El culo del mundo”, pensó
Frattini, rodeado de guardias, mientras el tren lo conducía hacia el sur, por
entre montañas, desiertos y un cielo diáfano que cegaba la vista.
29
No le sorprendió
que sus nuevos compañeros de encierro conocieran su historia de antemano. Pero
no pudo evitar la sorpresa de saber que los celadores sabían que era aficionado
al dibujo y, apenas al llegar, le encargaran varios retratos a cambio de un
trato sino amable, al menos civilizado.
Pronto, sus
dibujos fueron saliendo de la cárcel. Al cabo de unos meses, todos en Viedma
sabían que en el penal había un recluso que hacía excelentes retratos a lápiz.
Dedicado a su pasatiempo, Frattini se mantenía al margen de todos los
conflictos que se producían entre los detenidos y las autoridades. Eso no hizo
más que promocionar su imagen de hombre de códigos, dentro y fuera del penal. Y,
sobretodo, pasar la condena sin involucrarse en motines o peleas que no le
servían de nada.
A través del
capellán de su pabellón, Frattini entabló una relación epistolar con un tal
Isaack, dueño de una enorme cadena de supermercados dispuestos a lo largo y
ancho de toda Argentina. Primero con temor, luego con confianza, Frattini le
fue pidiendo materiales para continuar con sus dibujos. En agradecimiento,
retrató a su esposa y a otros familiares utilizando como modelo las fotografías
que el propio Isaack le envió a través del cura.
Era la primera
vez que alguien que no fuera Francisca le daba una oportunidad para cambiar de
vida. Tanto era así que, en 1966, poco antes de completar su último año de condena,
Frattini volvió a escribirle para que lo ayudara a establecerse en Viedma con
la esperanza de que lo ayudara a cambiar de vida.
Isaack le
respondió al día siguiente, y como siempre la carta llegó acompañada por una
caja repleta de papeles, lápices, yerba y azúcar. Las palabras de su
improvisado mecenas le provocaron alegría y desconfianza al mismo tiempo.
Isaack prometía ayudarlo, pero Frattini se preguntaba por qué estaba dispuesto
a hacerlo. No lo entendía. ¿Qué podía obtener Isaack como recompensa de ese
buen trato que le ofrecía? Nada. Salvo dibujos.
El día de su
liberación, un sábado exageradamente frío, Frattini descubrió otro de los
cambios en la política carcelaria. Antes, los detenidos eran liberados a
medianoche, en la oscuridad, para ocultarlos de la vista de los ciudadanos
comunes. Pero ahora los liberaban a mediodía, como si quisieran que el sol los
cegara para siempre.
Y el sol de Viedma
era implacable. El viento barría la calle del penal como un rastrillo de hielo.
Frattini cruzó el portón con las manos embutidas en los bolsillos de su saco.
Miró la inmensidad de la Patagonia, que se abría ante sus ojos como un manto
frío que se perdía en el horizonte, bajo un cielo diáfano, sin una sola nube.
Con las piernas
entumecidas por el frío, Frattini pasó junto a un auto que estaba estacionado
en la calle, justo delante del penal. Al verlo, el conductor bajó la ventanilla
y habló soltando una nube de vapor que se alzó pro el aire.
-
¿Carlos Frattini?
Frattini le
dedicó una mirada tan helada y desconcertante como Viedma.
-
Soy Ramón, un amigo de Isaack, vine a buscarte.
Vení.
-
Gracias – dijo Frattini, asombrado.
La calidez del
interior del auto le quitó el frío y le infundió algo de esperanza. Era la
primera vez que alguien lo recibía al salir en libertad, y quien lo esperaba
era un desconocido. Sin embargo, a Frattini le pareció una buena señal.
Lo confirmó
cuando el auto se detuvo frente a las puertas de un pequeño edificio de tres
pisos del Centro de Viedma.
-
Isaack te preparó un departamentito que tiene
acá para que te quedes unos días – dijo el conductor, bajándose del auto.
Frattini lo
siguió.
Entraron al
edificio. Subieron las escaleras y se detuvieron frente a la puerta de un
departamento del segundo piso. Cuando Ramón abrió y encendió la luz, Frattini
descubrió una cama preparada, un par de cajas con comida, ropa nueva y un
equipo de mate. Era más de lo que esperaba, más de lo que podía haber imaginado
nunca. Emocionado, intentó agradecerle a Ramón pero este sacudió la cabeza.
-
A mí no me digas nada. Agradecéselo a Isaack.
-
¿Cuándo lo puedo ver?
-
Mañana a las ocho te pasamos a buscar para ir a
pasear por Viedma.
Cuando Ramón se
marchó, Frattini se tendió en la cama. Desde allí observó los objetos que lo
rodeaban. Nunca había recibido tanto a cambio de tan poco.
Al día siguiente
se despertó a la hora de la requisa. Desorientado, se incorporó de golpe. El
pequeño departamento estaba iluminado con la tenue luz lechosa del alba.
Cuando Isaack
llegó, Frattini ya se había bañado y afeitado, y apenas podía contener la
ansiedad que le generaba el encuentro.
-
Hola, Frattini. Soy Isaack – dijo su mecenas
tendiéndole la mano.
Agradecido,
Frattini se salteó la formalidad y lo estrechó en un abrazo.
-
No sé qué hubiera hecho sin vos – dijo Frattini,
aunque conocía bien la respuesta.
-
¿Estás listo para una sorpresa?
Salieron a la
calle y se subieron al auto cero quilómetro de Isaack: un Ford que les hubiera
quitado el aliento a Zamudio y Peralta. Atravesaron Viedma y se detuvieron a
las puertas del Hotel Comahue. Descendieron del auto, y Frattini siguió a
Isaack en dirección a la galería que se ubicaba en la planta baja del hotel: un
pequeño patio de baldosas rojas rodeado por ocho locales de venta de ropa,
zapatos y comida. Isaack se detuvo frente a la puerta del único local que
estaba desocupado. Retiró una llave y abrió la puerta.
Dentro, dijo:
-
Te voy a dar todo lo necesario para que alquiles
este local. Así podés vivir y pintar acá. Además, entra mucha gente, y con mis
contactos te voy a recomendar como retratista así podés tener un trabajo
decente.
Frattini miraba
las estanterías polvorientas, la mesa desvencijada sin poder aceptar que todo
era real. De pronto, tenía la posibilidad de vivir dedicado al dibujo. Algo que
ni siquiera había imaginado. Volvió a abrazar a Isaack deshaciéndose en
agradecimientos y promesas de cambio.
La semana
siguiente ya estaba establecido en el local de la galería. Isaack había
cumplido su promesa: además de entregarle varias resmas de papel de dibujo,
lápices y gomas, también le había enviado varios clientes que deseaban
encargarle retratos de sus seres queridos.
Sin darse
cuenta, al mes de haber sido liberado, Frattini vivía de lo que dibujaba. Le
iba bien. Pintaba un retrato por día. Le alcanzaba para vivir con decencia, de
eso no podía quejarse. Pero con Viedma le pasaba algo muy distinto.
Acostumbrado a Buenos Aires, se sentía agobiado en aquel pueblo de poco más de
quince mil habitantes. Al atardecer, cuando los ojos comenzaban a arderle de
tanto dibujar, se cambiaba de ropa y salía en busca de distracciones que nunca
encontraba. ¿Cómo podía divertirse en una ciudad que tenía tan solo una
confitería y un cine que se empecinaba en repetir siempre la misma película de
Sandrini? Parecía que los ciudadanos de Viedma tuvieran que dormir la siesta
por decreto municipal. Lo cierto es que después del almuerzo las calles estaban
desiertas, las puertas y ventanas cerradas, y él quedaba siempre solo en la
calle, sin nadie con quién hablar.
Tal vez por esa
soledad, cada semana se acercaba al penal para conversar y llevarle algunas
provisiones a su amigo Ramos, que todavía tenía pendientes varios meses de
condena.
Poco después de
que se cumpliera el cuarto mes, tuvo una visita inesperada. Era un Guzmán, un escruchante
amigo de Ramos, que acababa de salir en libertad. Aquel encuentro a Frattini le
quitó la modorra de los últimos meses que había pasado tras su máscara de
decencia. Lo recibió con las puertas abiertas, le ofreció mate y galletitas,
ansioso por conversar. Sin embargo, en los ojos de Guzmán no había alegría,
sólo decepción.
-
¿Todo bien, Pistola?
-
Sí, acá, tranquilo – dijo Frattini, y no mentía.
-
¿Cómo no vas a estar tranquilo si esto es una
mierda? Es un pueblo, Pistola, vámonos a la mierda, a laburar…
Frattini no
respondió. Ni siquiera pudo sostenerle la mirada a Guzmán. Giró la cabeza y
ocupó la vista en los retratos que estaban dispersos por el local. Una gorda
cachetuda de cincuenta años, un viudo de setenta con el rostro surcado por una
cicatriz, un niño caprichoso con el pelo revuelto… ¿Eso era su nueva vida?
¿Retratar gente insignificante que ni siquiera valía el trozo de mina de lápiz
que gastaba?
-
Dale, Pistola, vamos a laburar. Dejate de joder
con estos dibujos. Vos estás para cosas grandes.
Irremediablemente,
Frattini asintió.
-
Está bien. Pero acá no robamos. Nos vamos de
Viedma
Al día
siguiente, después de preparar la valija, se despidió de Guzmán y quedaron en
encontrarse en la estación de trenes dos horas más tarde. Sólo entonces
Frattini salió a la calle y caminó las cuadras que separaban la galería de la
casa de Isaack. A medida que avanzaba, paso a paso, sentía que la mente se le
nublaba por el remordimiento. Sin embargo, no pensaba volver atrás.
Isaack lo
recibió con la misma calidez de siempre. Le ofreció café, le preguntó por sus
dibujos.
-
Me voy – dijo Frattini, de pronto.
-
¿Te vas? ¿En serio, te vas?
En la voz de
Isaack se notaba todo su desencanto. Frattini bajó la mirada.
-
Sí, gracias por todo.
-
Pero… Frattini, esta era tu oportunidad de vivir
tranquilo…
Isaack lo escudriñó
con la vista, esperando una reacción, pero se tuvo que conformar con un suspiro
de abatimiento.
-
Si preferís irte, andá. Acá siempre vas a tener
las puertas abiertas.
¿Por qué no se
enojaba? ¿Por qué no lo acusaba? Su generosidad sólo le provocaba más
remordimientos.
-
¿Cuándo te vas?
-
El tren sale en un rato – dijo Frattini, mirando
su reloj.
-
Dale, te llevo.
Isaack, su mujer
y sus hijos lo acompañaron hasta la estación, donde lo esperaba Guzmán. Al
verlo llegar rodeado por esa comitiva de gente bien vestida, su nuevo compañero
le dedicó una sonrisa burlona. Pero Frattini no estaba para chistes. Quería
marcharse y retomar su antigua vida, pero eso ni significaba que fuera tan
necio como para burlarse de quienes lo habían ayudado tanto.
Con tristeza,
abrazó a Isaack y los suyos y se subió al tren que lo llevaría de regreso al
pasado.
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