Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 31 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 30, 31 y 32.



30

Al llegar a Buenos Aires, tuvo que empezar otra vez de cero. Nueva pensión, nuevo llavero, y un nuevo compañero que reemplazara a Guzmán, que prefería tomar el camino de las armas.
Esta vez, prefirió buscar alojamiento en una casa de familia, y no en una pensión donde siempre se corría el riesgo de vivir entre ladrones, soplones y niños que gritaban. A través de sus contactos, llegó a una casa cercana a la Plaza Once, que era propiedad de una mujer de cincuenta y pico de años que lo recibió con una sonrisa que se resistía a pasar de moda. No hizo falta que Frattini pagara por adelantado: su aspecto convenció a la mujer de que sería un buen inquilino.
Solucionado el tema de la residencia, lo siguiente era encontrar un nuevo compañero. Sabía que por esa fecha, febrero de 1967, Luis Alberto Ramos estaría por salir otra vez en libertad. Gracias a uno de los mozos de La Churrasquita, supo que Ramos había llegado de Viedma y se había instalado en el Tigre. Se encontraron poco tiempo después, tomaron un café y decidieron empezar a trabajar juntos.
La sociedad con Ramos amplió los horizontes de Frattini. Ahora trabajaba en Capital de una a cuatro de la tarde, y cuando caía el sol se trasladaban a la Zona Norte que tan bien conocía Ramos. Pronto, Frattini supo que no se había equivocado. Departamentos por la tarde, chalets al anochecer. En poco menos de seis meses había recuperado la confianza, el dinero y había conseguido un vestuario tan amplio como nunca en su vida. Podía pasar dos semanas sin repetir ni una sola prenda. Incluso se había comprado un equipo de música que pasaba discos. Con el tiempo, se había aficionado a las big bands americanas. Le gustaban las fotos de los discos en que aparecían todos aquellos hombres vestidos con el mismo traje, pero sobre todo disfrutaba con la vivacidad de su música. Glenn Miller, Louis Armstrong… Con sólo escucharlos sentía que el cuerpo se le llenaba de vitalidad.
Cada día se bañaba, se afeitaba y se vestía con la dedicación de un galán televisivo. La buena vida era eso. Eso y sentir las miradas soñadoras de las mujeres que cada día iban a jugar a las cartas con la casera y su hija. Al salir del cuarto, Frattini podía oír sus risotadas y sus cuchicheos, que siempre se acallaban con sus pasos. Cuando pasaba por el living en dirección a la puerta de calle, las chicas guardaban silencio, ellas le sonrían y lo despedían con miradas nerviosas. Con caballerosidad, él les deseaba los buenos días, sonría sólo lo justo y necesario, y se marchaba a trabajar.
Un mediodía, cuando se marchaba para reunirse con Ramos, la casera lo detuvo.
-        Carlos, una de las chicas me pregunta quién sos.
-        ¿Cuál? – preguntó Frattini.
-        Maga, la morocha de ojos grises. Dice que siempre te ve bien empilchado. Dice que entrás con un traje, y salís con otro. Se la pasa preguntando. Yo lo dije que trabajás… - dijo la casera, con un brillo de complicidad en los ojos.
En ese momento Frattini supo dos cosas: que podía confiar en su casera y que podía cosechar una nueva conquista amorosa. Sin perder tiempo, dijo:
-        Entonces invíteme a jugar a las cartas con las chicas.
Esa misma noche, cuando regresó de desvalijar el último chalet del día, se encontró a la casera, su hija y cinco mujeres jóvenes y hermosas esperándolo sentadas a una mesa. Las miró a todas, pero sólo se detuvo unos segundos en Maga. Sus ojos grises parpadearon, llenos de vergüenza.
-        ¿Me esperan que me baño y vengo? – dijo Frattini.
-        Claro – dijo la casera, mientras las demás sonreían.
Frattini entró a su habitación, dejó las joyas y el dinero que había ganado en el día y se lavó mientras Louis Armstrong quebraba el aire con el gemido lastimero de su trompeta. Después, eligió un traje color crema, una camisa haciendo juego, una corbata de seda y un broche de diamantes y platino. Al verlo regresar, una de las chicas lo miró a los ojos diciendo:
-        Parece una estrella de cine.
-        Gracias – respondió Frattini, sin perder de vista las mejillas ruborizadas de Maga. Se sentó a la mesa y, antes de que Lucy comenzara a repartir los naipes, apoyó las manos sobre el mantel diciendo: - Quiero que apostemos algo.
Las mujeres se miraron.
-        Si alguna de ustedes pierde, paga la pizza para todos. Pero si pierdo yo, las invito a todas al cine.
Las mujeres sonrieron, pero sólo la sonrisa de Maga era perfecta.
Para entonces, Frattini había decidido dejarse ganar. Pero no hizo falta: en poco menos de una hora las chicas le habían ganado con una facilidad que lo avergonzaba.  
-        Señoritas, ¿vamos? – dijo, incorporándose de la silla.
Las chicas aplaudieron y gritaron de alegría con los ojos fijos en Frattini. La única que no gritó ni lo miró fue Maga, y ese detalle no hizo más que provocar el deseo de Frattini.
Llegaron a Lavalle al atardecer. La gente se volvía para mirarlos: un hombretón impecable, rodeado por cinco jovencitas hermosas. Entre risas, eligieron una película al azar y entraron a un cine. Las chicas no dejaban de mirarlo y sacarle temas de conversación. Maga guardaba silencio. Las demás gritaban e insultaban con una liviandad inquietante. Maga se movía con modales de princesa.  Durante las dos horas que duró la película, Frattini intentó que se detuviera a mirarlo, pero sólo lograba que ella se ruborizara más y más.
Al fin, cuando salieron del cine las guió hasta la pizzería Los Inmortales. Allí les pagó la cena y algunas botellas de cerveza. Él, en cambio, pidió una gaseosa. Maga hizo lo mismo. Sólo entonces se miraron, con una complicidad efímera que duró un solo segundo. Los ojos de Maga eran grises o verdes, Frattini no podía determinarlo, pero sabía que eran hermosos. Tan hermosos como su cutis pálido, sus piernas torneadas, su caderas delicadas y unos senos pequeños que parecían agitarse con cada suspiro y sonrisa que Maga soltaba en silencio por debajo del coro de gritos y carcajadas de sus amigas. Esa noche se despidieron sin cumplidos, sin promesas, sin tocarse.
Los días siguientes no pudo dejar de pensar en ella. Cada día que salía a trabajar, la hija de la casera y sus amigas le decían piropos que a veces lo excitaban y otras veces lo avergonzaban como si fuera un niño indefenso.
-        Usted debe ser un Don Juan – decía una.
-        ¿Con cuántas mujeres se acuesta? – preguntaba otra.
-        ¿Quiere que le limpie la pieza? – decía otra, sonriendo para que él comprendiera la magnitud de su oferta.
De haberlo querido, pudiera haberse acostado con cualquiera. Menos con Maga: ella nunca lo elogiaba, nunca le decía nada fuera de tono.
Al mes siguiente, Frattini decidió hacer una fiesta. La excusa de su cumpleaños treinta y siete era perfecta para generar un encuentro con Maga. Frattini reservó una mesa para treinta personas en una cantina del barrio de Caballito e invitó a Ramos, su mujer y a otros compañeros de llaves.
La noche de la fiesta, estrenó un traje italiano que había retirado del placard de un alto funcionario del Ministerio de Hacienda. Incluso le había robado un juego de gemelos de oro y brillantes, que le hacían juego con el broche de la corbata. Cuando llegó a la cantina, lo rodeó un enjambre de chicas que apenas si sabían caminar sobre sus zapatos de tacos altos. En un rincón apartado, hermosa, callada y frágil, Maga le hizo una seña para que se acercara.
-        Feliz cumpleaños – era la primera vez que le hablaba, y su voz era apenas un susurro lleno de vergüenza.
-        Gracias – respondió Frattini, sorprendido por su propio nerviosismo.
Pero en ese momento una de las chicas lo tomó de la mano y lo alejó de Maga mientras comenzaba a sonar la música. Frattini comenzó a bailar, rodeado por sus invitados, que aplaudían la destreza con que guiaba a su compañera de baile. Cada vez que ella intentaba besarlo él la obligaba a dar otra vuelta más. Cuando terminó la canción, él le hizo una reverencia y comenzó a bailar con otra de las chicas. Dos horas más tarde, bailaba sobre una mesa, completamente entregado a la música y a su pareja ocasional: una bailarina exuberante amiga de la hija de la casera. Desde abajo, Ramos y los demás escruchantes le sonreían con envidia sin que sus mujeres lo notaran. La bailarina lo rodeaba con los brazos y le hablaba al oído, sus invitados aplaudían… y sin embargo Frattini se bajó de la mesa y fue directamente hacia Maga.
-        ¿Bailás?
Ella asintió.
Al rodearla con sus brazos, creyó notar que se estremecía. Bailaron durante un buen rato. Cada vez que terminaba una canción, él intentaba sacar tema para conversar, pero ella se limitaba a bajar la vista y responder con susurros. Cuando, por casualidad, se rozaron las mejillas, ella se apartó de inmediato. Durante los segundos en que dejaron de bailar, Frattini sintió el vértigo de perderla. Era como una de esas muñecas de porcelana que al caerse se rompen en mil pedazos, y él sólo quería protegerla.
Poco a poco, los invitados se fueron marchando. Al fin, cuando sólo quedaban él, la casera y las chicas, se acercó a Maga y le ofreció acompañarla hasta la casa. Ella le agradeció el gesto con otra de sus sonrisas tímidas pero, mirándolo a los ojos, dijo:
-        Las chicas quieren seguir bailando con vos. Pasala bien.
Y se fue.
Frattini se quedó paralizado frente a aquella criatura que se alejaba con la delicadeza de un ángel y la determinación de un verdugo.  

31


La siguiente vez que se vieron, las demás chicas no estaban. No fue una casualidad. La había invitado a cenar a solas para poder conversar sin interrupciones, pero sobre todo sin los gritos groseros de sus amigas, que siempre acallaban su vocecita de pájaro, la única que Frattini quería escuchar.
Sentados en un restaurante lujoso del Centro, comenzaron a hablar de sus vidas. Fiel a su costumbre, Frattini le dijo que era cobrador de deudores morosos, y que por eso tenía tan buen pasar. Ella le dedicó media sonrisa.
-        ¿No me creés? – dijo Frattini, siempre alerta.
-        Sí, te creo – dijo ella. Y luego, sin poder ocultar su vergüenza, continuó: - Yo nunca salgo con ningún chico. No soy como las chicas…
-        Ya lo sé, por eso estamos acá. ¿Y por qué saliste conmigo?
-        No sé, siempre te miro… sos atento, simpático, te vestís como un rey… Mis amigas se quieren acostar con vos, pero vos me invitaste a salir a mí.
La niñez de Maga había terminado en el mismo instante que murió su madre. Entonces, ella había dejado la escuela primaria para cuidar de su padre y de sus hermanas menores.
-        Ahora, además de llevar mi casa también trabajo en una peluquería. No me molesta hacer todo eso, pero a veces extraño a mi mamá.
Maga dejó de hablar, conmovida por su propio relato. Para entonces Frattini estaba dispuesto a asesinar a cualquiera que se animara a lastimarla. La tomó de la mano, mientras ella, con la otra mano, intentaba contener las lágrimas. Por un momento sintió ganas de contarle cada una de sus desgracias, pero no lo hizo. No quería asustarla, tan sólo quería estar con ella, cuidarla. Esa noche se despidieron con la certeza de que volverían a verse pronto.

Desde aquel día, cada vez que abría un cajón ajeno y descubría una joya hermosa, Frattini sólo pensaba en regalársela a ella. Lo primero que le regaló fue un reloj de oro. Al verlo, Maga parpadeó, como si la joya la hubiera encandilado.
-        Es hermoso – dijo.
Y
-        Es hermoso – repitió una semana más tarde, cuando Frattini le cambió el reloj de oro por otro de platino y brillantes.
El día que fue a la peluquería para entregarle una pequeña caja forrada de terciopelo, y descubrió la gargantilla de diamantes que guardaba, ella se echó a reír.
-        Estás loco – dijo.
-        Vos me volvés loco – dijo Frattini.
-        Pero… ¿de dónde lo sacaste?
-        Soy cobrador de morosos. Ya te dije. Me quedo con la mercadería de los que no me pagan.
Con temor, Frattini esperó que Maga lo sometiera a un interrogatorio. Sin embargo a ella le bastaba con su palabra. Lo besó en la mejilla, con una delicadeza y una inocencia que lo conmovió. Maga era tan transparente que nunca hubiera imaginado siquiera la más leve de sus mentiras. Y Frattini no estaba dispuesto a perderla: con el correr de los meses, aquella muchacha le había despertado algo que ni él se sentía capaz de experimentar. La deseaba, pero por sobre todas las cosas, la necesitaba. Su sonrisa, su confianza, la ternura que le inspiraban sus ojos tristes…
Por entonces, un contacto de Ramos les dio una dirección para que realizaran un hecho.
-        Es la casa de la viuda de un escritor famoso – dijo Ramos.
-        ¿Desde cuándo los escritores tienen plata? – preguntó Frattini, siempre desconfiado.
-        Este la heredó de su familia. Me dijeron que en la casa hay oro, plata, billetes… y unos tapados de pieles que valen fortunas.
Durante un segundo, Frattini se imaginó a Maga cubierta de finas pieles. Entonces dijo:
-        Hagámoslo.
Esa misma tarde, en la pensión donde vivía Ramos, él y Frattini buscaron el apellido de la viuda en la guía telefónica.
-        Hola, sí, queremos hacerle una entrevista. Somos periodistas de Radio Mitre – dijo Ramos al teléfono, con una voz suave y mentirosa. Frattini lo vio sonreír, y al fin Ramos dijo: - No es ningún problema. El domingo estaremos ahí.
Y al domingo siguiente, temprano en la mañana, Frattini tocó el timbre de la viuda y dijo que era el periodista que quería entrevistarla. Cuando la anciana abrió la puerta, emperifollada de joyas y un vestido ajustado que parecía plegar aun más su gastada piel rugosa, Ramos dijo:
-        Métase adentro, señora. Es un asalto.
Con delicadeza, guiaron a la mujer hacia el interior del departamento y, sin tocarla, le pidieron que se quedara sentada en el enorme sillón de un living enorme. Mientras Ramos la controlaba, Frattini comenzó a abrir puertas y cajones. En ese momento, desde el cuarto principal oyó que alguien tocaba timbre. Por pedido de Ramos, la anciana se incorporó y le abrió la puerta al amigo que había ido hasta allí para presenciar la falsa entrevista.
-        Bienvenido – dijo Ramos, divertido: - Venga, siéntese con la señora en el sillón un momentito que nosotros ya nos vamos.
Para entonces Frattini ya había dado con un largo tapado de visón que debía valer miles de dólares. Sin embargo, las joyas no estaban por ninguna parte. Revolvió cajones, placares, hasta una caja fuerte, sin encontrar nada.
-        El dato era una basura – gritó Frattini, furioso con su compañero.
Estaba a punto de ordenarle que se marcharan cuando vio la puerta del baño. Entró para lavarse las manos, y por curiosidad se detuvo a mirar las bolsas de tinturas y ruleros que la anciana guardaba dentro de una fina caja de madera lustrada. Retiró los ruleros y debajo, brillante, revelador, divisó el resplandor de un pequeño alhajero de metal. Al abrirlo, supo que el hecho estaba justificado.
-        Vamos – dijo a su compañero, al llegar al living. Mientras guardaba el alhajero y el tapado dentro de una bolsa, le dijo a los ancianos: - Ahora se quedan tranquilos acá, y nosotros nos vamos sin que pase nada.
Al día siguiente, él y Ramos le llevaron el tapado de visón a un sastre amigo y le pidieron que lo utilizara para fabricar dos estolas y dos gorros altos, como los que utilizaban los rusos. Cuando, una semana más tarde, las prendas estuvieron terminadas, Ramos tomó una de las estolas y uno de los gorros y se lo llevó a su mujer. Frattini, en cambio, envolvió todo para regalo y se presentó en casa de Maga.
Hacía cuatro meses que salían. Se habían besado, se habían enamorado, pero Frattini la había respetado como a ninguna. Para él, Maga era una puerta que no quería forzar. Tal vez por eso, aquel día, después de entregarle el regalo y verla desfilar por su casa tocada con la estola y el gorro de visón, Frattini dijo:
-        Ya estoy grande, Maga. Tengo treinta y siete años, y no quiero perder tiempo noviando como un muchachito. ¿Te querés casar conmigo?
A Maga se le encendieron los ojos.
-        Claro que si… - dijo, regalándole la sonrisa más tímida y más bella de todas.
Aquella decisión lo enfrentó con algo que nunca le había preocupado hasta entonces: su identidad. Meses atrás, él y Ramos habían sido detenidos durante unas horas en una comisaría de San Isidro. Los policías los habían descubierto tratando de abrir la puerta de un chalet y les habían quitado los documentos por averiguación de antecedentes. Dentro de la comisaría, Ramos, que conocía todos los chalets pero también a todos los agentes de la Zona Norte, se las había ingeniado para sobornar a un policía y se habían escapado por una puerta trasera sin perder tiempo en recuperar sus documentos de identidad. Desde entonces, Frattini se había movido con uno falso: ahora se llamaba Antonio Raúl López, aunque sus amigos seguían llamándolo Pistola. Durante un tiempo eso le había importado poco y nada, pero ahora le resultaba un escollo para casarse legalmente. Debía resolver aquella situación lo antes posible, y Ramos parecía tener la solución.
-        Los padres de un amigo son porteros de un registro civil de San Fernando. Andá y deciles tu verdadero nombre, que ellos hablan con la jefa y te casan sin documentos ni nada.
Ese mismo día, Frattini se comunicó con los padres del amigo de Ramos, que prometieron ayudarlo. Al día siguiente, recibió un llamado de la pareja: habían hablado con una jueza, debía presentarse el cuatro de diciembre para comenzar los trámites de casamiento.
Cuando llegó el día, Frattini supo que debía impresionar a la jueza si quería conseguir lo que estaba buscando. Hacía un calor insoportable, y Frattini eligió un traje blanco de hilo, una camisa celeste, una corbata blanca de seda italiana y un par de zapatos de color beige. La imagen que le devolvió el espejo era mejor de la que esperaba: un dandy pulcro y enamorado.
El viaje en tren hasta San Fernando le resultó tan agradable como el futuro que Maga insinuaba. El sol rebotaba en los techos de las casas, los árboles ondeaban sus copas cargadas de verdor, anunciando el verano. Observaba todo con una emoción sincera, ilusionada. Nunca en su vida se había preocupado por cuestiones legales, pero por primera vez quería hacer lo correcto.
Cuando el tren se detuvo en la estación de San Fernando, Frattini se abrió paso entre los pasajeros y descendió al andén. Cruzó la plaza caminando lentamente, como si quisiera aplazar aquel momento tan esperado. ¿Era cierto que se iba a casar? ¿Era eso estar enamorado?  
En la plaza reparó en un hombre que fumaba apoyado contra un árbol. Se cruzaron las miradas. Frattini estaba tan feliz que incluso le deseó buenos días. En el registro civil, pidió hablar con la jueza, que lo atendió de inmediato. Le explicó su problema, le rogó ayuda. La mujer, seducida por su apariencia y por el dinero que Frattini le ofrecía, le dio fecha de casamiento para tres días más tarde. Frattini estaba sorprendido: era la primera vez que un juez se decidía a ayudarlo.  
Al salir a la calle, tuvo la sensación de haber cambiado por completo. Tenía novia, tenía dinero, y pronto podría tener una familia propia. El hombre al que había saludado al llegar continuaba fumando junto al árbol. Mientras cruzaba la plaza, Frattini decidió que le regalaría a Maga una gran fiesta de casamiento.
Pero entonces oyó un rechinar de neumáticos. Un auto se detuvo en medio de la calle y dos hombres vestidos con trajes impecables bajaron y se lanzaron sobre él.
-        Frattini, estás en cana – dijo uno mientras le sujetaba un brazo y se lo retorcía como un trapo de piso.
-        Vine a pedir turno para casarme – gritó Frattini.
-        No, viniste a levantar guita  - dijo el otro, mientras le sujetaba el cabello de tal forma que a Frattini las lágrimas le saltaron de los ojos.
Desesperado, comenzó a gritar.
-        Me secuestran, auxilio…
Una mujer que pasaba por allí se detuvo a observarlos. A la distancia, la escena bien parecía un secuestro: dos hombres arrastrando a un tercero por la calle, tratando de meterlo en un auto.
-        Dejenló – gritó la mujer.
Frattini supo que era su única esperanza.
-        Llame al abogado Gutiérrez – le gritó a la mujer, sin pensar en lo que hacía – dígale que me secuestraron.
Pendientes de la mujer, los policías se descuidaron y Frattini logró liberar uno de sus brazos. Estaba a punto de escaparse cuando vio que el hombre que fumaba junto al árbol cruzaba la plaza para acercarse a ellos. Sin decir nada, le lanzó un golpe en el estómago. Cuando Frattini cayó de rodillas, doblado por el dolor, el tipo le apoyó un pie embarrado sobre el saco blanco y lo obligó a tenderse en medio de la calle.
Mientras los otros dos volvían a levantarlo y lo empujaban hacia el interior del auto, el tercero encendió otro cigarrillo. Antes de que el auto arrancara, pudo ver que la mujer anotaba algo en un papel.
-        Llame al abogado Guitiérrez. Dígale que me secuestran. Soy Frattini.
Entonces, un puño voló desde el asiento delantero y le selló la boca con sangre. Durante todo el viaje, Frattini no pudo dejar de pensar en Maga. ¿Qué diría si se enteraba?
Minutos más tarde, el auto se detuvo frente a una casa. Los policías lo obligaron a bajar. Uno de ellos llamó a la puerta, que se abrió para enseñarle al policía más gordo y lascivo que había visto en su vida.
-        Entrá, sorete, que vas a cantar hasta que te quedes mudo.
Lo empujaron dentro. La casa estaba vacía, sin un mueble, sin un objeto. Lo guiaron hasta uno de los cuartos, que tenía las ventanas tapiadas con madera. En el centro, el elástico de una cama sin colchón. Frattini comenzó a gritar.
-        Desvetite, sorete.
Mientras el gordo lo inmovilizaba con aquellos brazos que parecían cuellos de toro, los otros dos le quitaron la ropa. Lo empujaron y le ataron los miembros a los cuatro costados de la cama.
-        Ahora empieza el show – dijo el gordo, escupiéndolo en el rostro.
Durante horas lo sometieron a la picana. Cada vez que le apoyaban los cables sobre los genitales, los labios y los brazos, la descarga elevaba su cuerpo por sobre el elástico de la cama, tensando sus miembros como si fueran de hilo.
Cuando se desmayó, el gordo le echó un balde de agua fría sobre el cuerpo maltratado.
- ¿Qué quieren? – dijo, con un hilo de voz.
-        Sabemos que te robaste el tapado de chinchilla de Pinky.
-        ¿De quién? – preguntó Frattini, incrédulo.
-        De Pinky, no te hagas el pelotudo. La actriz. Vos se lo robaste.
-        No, están locos. Me caso pasado mañana. Yo no le robé nada a Pinky – dijo, y dejó de hablar al ver que el gordo volvía a acercarse con la picana.
En algún momento que él no podía precisar, los policías se aburrieron de torturarlo sin que pudieran obtener ninguna confesión. Lo cierto es que, cuando despertó, estaba tendido en el suelo de la casa y el gordo le gritaba que se vistiera. Con los músculos rígidos por las descargas eléctricas, se movió lentamente y comenzó a vestirse con lo que quedaba de su traje blanco.
Lo empujaron hasta la puerta de calle y lo subieron a un auto. Minutos después, entraba en una comisaría y lo conducían a uno de los calabozos. Para entonces ya había recuperado algo de sus movimientos, y toda su conciencia. Maga. Comenzó a caminar por el estrecho calabozo persiguiendo una sola idea: recuperar la libertad, reencontrarse con ella. Pronto, lo invadió un cansancio infinito. Estaba harto de todo: de la policía, de sus fracasos, de vivir al margen de cualquier felicidad.
Pero entonces descubrió a Guitiérrez al otro lado de los barrotes conversando con un oficial. Al ver al abogado amigo del reduce, Frattini volvió a vivir.
-        Sacame, Gutiérrez. Me caso pasado mañana – gritó desde el calabozo.
Gutiérrez le hizo una seña que intentaba ser tranquilizadora, pero que a Frattini sólo le  provocó más ansiedad. Al fin, el oficial se alejó y el abogado se acercó a la celda.
-        ¿Qué pasó, Pistola? Me llamó una mina diciendo que te secuestraban…
-        Me detuvieron por algo que no hice y me caso en dos días. Me tenés que sacar de acá. Mi novia no sabe nada. Salvame.
-        Tranquilizate. Ahora vuelvo.
Gutiérrez se alejó y desapareció durante poco más de una hora. Cuando regresó, su rostro mostraba toda la gravedad del asunto.
-     Estás jodido, tenías un documento falso.
-     Por favor, sacame, andá a casa, llevate todo lo que encuentres y pagá lo que haga falta…
-     Tranquilizate, Carlos…
-     Sacame, por favor… - gimió Frattini, desesperado, al borde las lágrimas.
Gutiérrez volvió  a marcharse.
Después se acercó un agente, abrió el calabozo y lo llevó hasta la oficina del comisario.
-        Mirá, grandísimo hijo de puta – dijo el Comisario señalándolo con un dedo grueso y rugoso -, ahora te vas a ir porque te sacó Gutiérrez, pero la próxima vez que caigas acá no volvés ni a tu casa ni a la prisión. ¿Me entendiste? Ahora andate.
Asustado, Frattini se incorporó y comenzó a alejarse sin darle la espalda, como si esperara que el tipo le disparara ahí mismo. Sabía que aquellas amenazas siempre se cumplían, y ahora, en la puerta de comisaría, al ver a los dos agentes que lo habían detenido en la estación, pensó que había llegado su hora. Uno de los tipos le apuntó con un dedo y una sonrisa imperfecta. Frattini deshizo sus pasos y volvió a presentarse en la oficina del comisario.
-        Dígale a esos dos que se vayan, me van a matar.
El comisario sonrió.
-        Hoy no. Así que andá tranquilo.
Antes de salir, Frattini buscó con la vista el Torino blanco de Gutiérrez. Tenía que caminar tan sólo cincuenta metros. Se obligó a salir, a caminar sin volver la vista, sin dejar de sentir la mirada de los canas como un soplido en la nuca. Cuando estuvo sentado junto a Guitiérrez, le gritó que arrancara.
Al llegar a la casa en la que vivía, se demoró unos minutos en la puerta. Temía que Maga estuviera esperándolo allí. ¿Qué diría al verlo en ese estado, sucio, con cicatrices? Pero Maga no estaba. Rápidamente, se bañó y se cambió de ropa. Esa misma tarde se presentó en la peluquería. Quizá Maga estuviera preocupada por su ausencia. Sin embargo, al verla, supo que más que preocupada estaba furiosa.
-        ¿Te pasó algo? – le preguntó.
-        No, nada… me peleé con tu hermana Francisca - contestó Maga.
-        ¿Por qué? – preguntó Frattini, alarmado.
-        Cosa de mujeres. ¿Y vos? ¿Por qué estás así?
-        Me robaron.
Se despidió de ella con la excusa de que debía continuar con los preparativos de la boda, pero se dirigió a casa de su hermana.
-        ¿Qué pasó con Maga?
-        Está enamorada – contestó Francisca, sosteniéndole la mirada.
-        No entiendo.
-        Mirá Carlos, Maga es una chica buena. Cuando desapareciste, me imaginé que te habían metido en cana. Así que fui a la casa de Maga y le dije “Mirá, mi hermano es un pan de Dios. Pero es chorro. Estás a tiempo de salvarte”.
Frattini bajó la mirada. Su hermana lo había traicionado, pero no podía culparla.  
-        ¿Y qué te dijo?
-        Nada. Me pegó un cachetazo y me echó a los gritos diciendo que era una mentirosa. Yo le avisé. Que después no se queje.
-        No se va a quejar – dijo Frattini, aunque ni él mismo podía asegurarlo. Tal vez por eso agregó: - Me compré una casa. Esta vez va en serio.
Su hermana bajó los ojos con tristeza.
-        Vos no cambiás más, Carlos.

32
Dos días más tarde, vestido con smoking, con los zapatos perfectamente lustrados, el cabello bien peinado y las cicatrices disimuladas con el maquillaje de su casera, Frattini esperaba en el altar de una iglesia de la calle Mitre la llegada de su prometida. Desde allí podía ver a sus hermanas con sus maridos, a Ramos, su esposa y una decena de ladrones vestidos de fiesta, y al resto de los invitados a la boda.
De pronto, las puertas de la iglesia se abrieron de par en par para dejarle paso a ese ángel vestido de blanco que parecía deslizarse por la alfombra descolorida. Tomada del brazo de su padre, que sonreía con orgullo, Maga avanzaba hacia a él como una promesa de un futuro mejor. Cuando se detuvo a su lado, le dijo que era hermosa. Ella sonrió por debajo del tul que le ocultaba el rostro.
La ceremonia acabó antes de que Frattini pudiera quitarle los ojos de encima a la que había sido su prometida y ahora se había convertido en su esposa. Cuando el sacerdote se lo indicó, él le alzó el tul para descubrirle el rostro. Se miraron durante un segundo y después se besaron ensordecidos por los aplausos de sus invitados.
Lentamente, comenzaron a alejarse del altar, devolviendo sonrisas hasta alcanzar la puerta. Allí, la lluvia de arroz a Frattini le recordó las bodas del cine. Y como los actores, él se apuró a abrir la puerta de uno de los cuatro Cadillacs que había alquilado para que los llevaran a ellos y también a sus familiares más cercanos a la fiesta.
1968 terminaba. La noche era cálida, el cielo un cofre oscuro dónde brillaba tan sólo una moneda de plata. Durante el viaje, Maga y Frattini no dejaron de acariciarse ni un solo momento. Al llegar al salón, los recibió otra sinfonía de aplausos. Frattini estaba orgulloso: de su mujer, de los Cadillacs, de la casa que había comprado. Pero sobre todo estaba orgulloso de haber logrado poner la piedra fundacional de esa familia que no había tenido nunca.
Se pasó la noche bailando, brindando con agua sin dejar de contemplar la felicidad de Maga. Poco antes del amanecer, la tomó de la mano y le dijo:
-        Vamos a pasar la noche de bodas. Eso es lo que hacen los recién casados, ¿no?
Maga lo abrazó con todas sus fuerzas.
Tomados de la mano, se despidieron de los invitados y se subieron al Cadillac que los esperaba. La ciudad despertaba en las calles, sin embargo Frattini tenía la sensación de estar comenzando un sueño. El auto se detuvo en la 9 de Julio, y ellos entraron al hotel más caro que Frattini pudo reservar los días anteriores. Subieron a la suite, y por primera vez contemplaron sus cuerpos desnudos.
Al día siguiente, abrazados en un micro, se dirigieron a Córdoba a pasar la luna de miel entre las montañas. Aquella semana que pasaron en Villa Carlos Paz, fue lo mejor que Frattini había vivido hasta entonces. Ninguna joya, ningún fajo de billetes le había provocado nunca tanta felicidad como ver a Maga contemplando extasiada las montañas, o despertando en la mañana, acurrucándose contra su cuerpo debajo de las mantas, temblando como una flor mientras comenzaba a acariciarla.

De regreso en Buenos Aires, se establecieron en el departamento que Frattini había comprado sobre la calle Hipólito Yrigoyen. Maga, que había llegado con  tan solo una valija, tardó una semana en desempacar la ropa de su marido.
-        ¿Para qué querés tanta ropa? – preguntaba mientras colgaba las camisas de seda.
-        Para que sigas enamorada de mí. ¿No me visto como un rey? – contestaba Frattini, feliz, y la abrazaba.
Aquellos días fueron los primeros del resto de una vida que debía ser maravillosa. Por pedido suyo, Maga dejó de trabajar. Por la mañana se despertaban y desayunaban escuchando la radio. Conversaban, hacían planes. Cuando sonaba alguna canción movediza, él se incorporaba de un salto y la tomaba de la mano para invitarla a bailar. Bailaban por toda la casa hasta que se hacía la hora de encontrarse con Ramos. Entonces Frattini se vestía con un traje impecable, recogía su llavero de sesenta llaves sin que Maga se diera cuenta y la besaba diciendo:
-        Me voy a trabajar.
-        Que tengas un buen día – decía Maga, ciega de confianza.
Desde la boda, él había decidido trabajar lo menos posible. Salía dos o tres días por semana, lo cual, para un trabajador aplicado como él le resultaba un esfuerzo sobrehumano. Pero Maga merecía eso y mucho más. Si hasta había dejado de ir al hipódromo. Ahora, en cambio, se preocupaba por tener dinero ahorrado para cualquier emergencia. También había comenzado a conservar parte del botín. Cada día, llegaba a su casa y le entregaba un nuevo regalo a su mujer. Un juego de tazas de plata, tapados de piel, un abanico del  siglo XVII, pendientes de oro, anillos con brillantes engarzados, figuras de marfil.
Tres meses después de la boda, de regreso del trabajo, Frattini se asustó al ver a su mujer tendida en la cama con un paño húmedo sobre los ojos.
-        ¿Estás bien? – preguntó mientras se arrodillaba junto a la cama.
-        Mejor que nunca.
-        ¿Y por qué estás acostada?
-        Quiero que el bebé descanse.
Frattini sintió que el cuerpo se le deshacía como agua. Iba a tener un hijo. Irremediablemente, pensó en su padre, y se preguntó si tendría valor para ser mejor que él. Ana nació al año siguiente: mientras el Hombre caminaba por primera vez sobre la Luna, Frattini tocaba el cielo con las manos.  

Sin darse cuenta, en apenas tres años había dejado de ser un presidiario para convertirse en marido y padre de familia. Ahora, en su casa lo esperaban dos mujeres que necesitaban de él. Así fue que Frattini decidió redoblar el trabajo. No sólo porque necesitaba dinero, sino porque estar trabajando en las calles le aseguraba cierta intimidad. Estaba demasiado acostumbrado a la soledad y a las llaves como para renunciar a ellas. Quizá Francisca no estuviera tan equivocada.
Por entonces, la relación con Ramos estaba en caída libre. Frattini lo había descubierto robándole las joyas del botín, y desde ese día le había perdido la confianza. Pronto, dejaron de verse. Ahora Frattini salía a trabajar solo. No le gustaba, se sentía indefenso, y sabía que cuatro manos robaban mejor que dos. Necesitaba un compañero confiable.
Con el correr de los meses, había trabado cierta relación con Carlos, el portero de su edificio. Cada vez que entraba o salía, el tipo lo miraba con ojos de cordero degollado. Frattini había reparado en eso, y más que fastidiarlo, aquella envidia le resultó prometedora.
Un día, bajó hasta la calle con la  pequeña Ana en brazos. El portero estaba baldeando la vereda.
-        Buen día – dijo Frattini.
-        Buen día – contestó el portero.
-        ¿Hace mucho que laburás acá?
-        Sí, pero estoy por dejar. El sueldo no me alcanza para nada.
Frattini sonrió.
-        Si necesitás plata yo te puedo ayudar.
-        ¿Cómo? – dijo el portero, apoyándose en el mango de la escoba mientras la manguera rebalsaba el balde de agua.
-        Necesito a alguien que me haga de campana, que se quede en la calle y me avise si viene la cana.
Nada más. No le dijo si robaba, asesinaba o algo peor. No hacía falta. El tipo lo había entendido todo.
-        Estoy acostumbrado a estar en la puerta – dijo Carlos - ¿cuándo empezamos?
-        Mañana. Pero le pido que no le diga nada a mi mujer. Ella no sabe lo que hago.
Al día siguiente comenzaron a salir juntos. Desde entonces, Frattini volvió a trabajar con dedicación. Ahora salía los cinco días de la semana, y los sábados y domingos aprovechaba los paseos de la gente para entrar en sus casas y robar. Pronto, Maga reparó en sus ausencias. Y sin embargo, lo que más le molestaba a su mujer no era que su marido trabajara tanto, sino que no tuviera tiempo para salir con ella.
-        Te la pasás trabajando, Carlos. Aflojá. Salgamos. Llevame aunque sea a tomar unos mates a los lagos de Palermo.
Frattini asentía en silencio, le besaba la frente y volvía a lanzarse a las calles en busca de joyas y dinero. Tras casi un año robando sólo lo necesario, se había comenzado a agobiar. No quería vivir con lo puesto. No quería que le dijeran lo que debía hacer. De pronto, era como si hubiera despertado de aquel sueño que había comenzado con la boda y que parecía deshacerse bajo sus pasos, cada vez que subía o bajaba una escalera.
Los reclamos de Maga cada vez eran más desesperados.
-        Te compraste un auto, tenemos una casa… Dale, pará de trabajar. Llevanos a pasear.
Al fin, un domingo soleado, Frattini le preguntó a Maga si quería salir a pasear. A su mujer se le encendieron los ojos. Volvía a ser la muchacha indefensa que lo había sabido enamorar. En pocos minutos, preparó una canasta de mimbre con la merienda, los juguetes de la nena, vistió a Ana con ropas nuevas, se peinó el cabello y estuvo lista para salir.
Bajaron a la calle y se subieron al Falcon que Frattini había comprado hacía apenas unas semanas. Maga estaba tan feliz que comenzó a tararear uno de sus tangos preferidos. Frattini condujo el auto por el Bajo, hasta alcanzar la avenida Santa Fe. En brazos de su madre, Ana señalaba los autos y los edificios con asombro. A medida que el auto avanzaba, Maga comenzó a cantar más fuerte, y Ana trataba de imitarla balbuceando cosas incomprensibles. Con las manos aferradas al volante, Frattini las miraba de costado. Nervioso, sentía que comenzaba a faltarle el aire. De pronto, el Falcon le resultó demasiado pequeño como para tres personas. A través de las ventanillas, las calles vacías comenzaron a inquietarlo. Instintivamente, se llevó una mano al bolsillo del saco. Al tocar las llaves sintió que se asfixiaba. Vio un edificio que tenía la puerta abierta, vio ventanas con las persianas bajas, imaginó departamentos vacíos, repletos de joyas.
Entonces ya no pudo pensar en nada más que las llaves. De pronto, pegó un volantazo que casi lo hace chocar contra otros autos y estacionó el Falcon sobre la avenida Santa Fe.
-        ¿Qué hacés, Carlos? – preguntó Maga.
-        Esperame acá un segundo con la nena que voy hasta lo de un amigo que me debe plata – se escuchó decir Frattini.
Cuando se quiso dar cuenta, estaba de pie sobre la avenida, con el llavero en la mano. Eligió la primera puerta que vio y la abrió con la misma facilidad de siempre. Pronto, sintió que la sangre volvía a correrle por el cuerpo. Volvía a respirar.
Sin embargo, a medida que comenzaba a subir las escaleras sintió que la alegría y el vértigo se desvanecían. Pensaba en su mujer, ilusionada en el Falcon esperando una tarde en familia. Pensaba en su hija. Y entonces, sólo entonces, pensó en él. Frattini. Tenía la familia que había querido tener. Tenía casa, coche y dinero. Pero todo le resultaba ajeno. Aquello no le bastaba. Derrotado, Frattini alcanzó el último piso del edificio y se sentó en la escalera.  
Se tomó la cabeza con las manos. Se frotó los ojos.
-        Estoy enfermo – dijo.
Se incorporó lentamente y comenzó a bajar las escaleras sin entrar a un solo departamento.
-        ¿Estaba tu amigo? – le preguntó Maga cuando él volvió a sentarse tras el volante.
-        No, salió – dijo Frattini, seco.
Sentados sobre un mantel que Maga había colocado sobre el césped, junto a la orilla de uno de los lagos de Palermo, no pudo dejar de pensar en eso que, hasta entonces, nunca había sabido ver como un problema. Enfermo. La palabra lo asustaba, pero más que nada lo enfrentaba con su propia desidia.
Junto a él, Ana gateaba sobre el pasto tratando de alcanzar una paloma. Su sonrisa sincera a Frattini le provocaba más vergüenza, más frustración.
-        ¿Qué te pasa que estás tan callado? – preguntó Maga al tenderle un mate.
-        Nada.
Nada. Eso era lo que veía. Nada: un cuerpo vacío, que sólo respondía a sonido de las llaves.
Esa noche no pudo dormir.
Junto a él, tendida en la cama con una plácida sonrisa en el rostro, Maga debía estar soñando con el futuro que imaginaba venir: tardes en familia, el sol sobre los hombros de Ana, la sonrisa de su marido. Pero Frattini no tenía motivos para sonreír. En la penumbra del cuarto, pensó que estaba perdido para siempre. La idea lo quemaba por dentro. “Estoy enfermo”. No era por el dinero, ni siquiera por la felicidad de ver cómo se abrían las puertas. Lo que más lo entristecía, lo que lo desesperaba, era saber que no estaba dispuesto a renunciar a eso. Estaba enfermo, pero no sabía vivir de otra forma.

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