Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 1 de abril de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 33 y 34.


33



Una mañana de 1970, mientras Maga y Ana salían a hacer las compras, Frattini preparó el mate y se sentó con el diario abierto en la sección de Policiales. Con los años había tomado esa costumbre para enterarse de la suerte de sus amigos. Era la única manera de saber si habían muerto, si se habían fugado o si habían robado algo que valiera la pena contar.
Releyó tres veces el título, sin poder salir de su asombro. “Émulos de Rafle”, decía la nota. Y aunque Frattini no sabía que Rafle era un personaje de novela policial, sí sabía que aquello no podía ser nada bueno. Siguió leyendo, y pronto el asombro le dejó su lugar al terror: Carlos “Pistola” Frattini y Carlos María Saralí eran buscados fervientemente por toda la policía de Argentina por robar una joyería de Tandil, otra de Mar del Plata y el Club Joyero de Bahía Blanca.  En total, el botín que les adjudicaban ascendía a los doscientos millones de pesos.
Frattini se llevó una mano a la garganta, para contener las náuseas. Era hombre muerto. Toda la Federal lo debía estar buscando. El primer cana que lo encontrara lo mataría para robarle la fortuna que no tenía. 
Hacia el mediodía, alguien llamó a la puerta. Frattini temió lo peor. En la mirilla, la imagen del portero. Frattini entreabrió la puerta.
-        ¿Salimos a trabajar? – preguntó Carlos, con ansiedad.
-        No, por un tiempo no vamos a salir a ningún lado – respondió Frattini, dando un portazo.
Los días siguientes no salió de su casa. Permanecía detrás de las persianas bajas, escudriñando la calle para adivinar cualquier movimiento sospechoso, cualquier auto que se detuviera en la cuadra. Vendrían a buscarlo, Frattini lo sabía. Cuando descubrieran que no tenía el botín, lo asesinarían para quitarlo del medio. Un ladrón muerto era mejor que un ladrón inocente.
Al tercer mes de estar encerrado, terminó de darle forma a una idea que venía masticando desde el mismo día en que se publicó la nota en el diario. Si no la había llevado a la práctica hasta ahora era porque hacerlo suponía enfrentarse a la verdad. Pero ya no soportaba el encierro. Los ahorros comenzaban a acabarse y Maga no dejaba de preguntar. Para entonces, él ya había dejado de inventar excusas. Los deudores morosos habían desaparecido, y con ellos su disfraz de cobrador. El miedo lo había obligado a dejar las estupideces de lado, con tal de conservar su libertad.
Aquella noche, después de que su hija se quedó dormida en el cuarto, Frattini se acercó a su mujer y le tendió el diario que tanto lo había preocupado. Con movimientos nerviosos, como si intuyera la verdad, Maga leyó la nota que él le señalaba y luego guardó silencio. No lloraba, no gritaba, ni siquiera parecía enojada. En sus ojos, había algo parecido a la desolación.
-        Tu tío es inspector, hablá con él para que me ayude – suplicó Frattini.
-        Tengo miedo de que te pase algo – dijo Maga, retorciéndose las manos en el delantal, en un gesto que lo deprimió aún más.
-        No me va a mandar en cana, si soy tu esposo… Dale, Maga, por favor. Yo soy inocente.
El silencio de su mujer lo animó a continuar.
-        Preguntale qué pedido de captura tengo.
Tres días más tarde, fue el propio tío de Maga quien llamó a Frattini.
-        Mirá, Carlos, tenés una captura de doscientos millones de pesos… Te está buscando toda la Federal… – dijo el hombre.
A pesar de no verlo, Frattini podía imaginar su rostro encarnado, y en los silencios que dejaba entre frase y frase podía notar que el asunto era aun más grave de lo que pensaba.
-        Pero yo no fui. Si tuviera esa guita no estaría hablando con usted – dijo Frattini, enojado.
-        Ya lo sé. Por eso hablé con un matón de Robos y Hurtos – dijo.
Ni siquiera se preocupó por definir a sus compañeros de una manera más civilizada. No hacía falta, Frattini los conocía bien: eran un enjambre de muertos de hambre que sólo podían remediar su fracaso torturando y asesinando ladrones e incautando sus botines.
-        ¿Y qué le dijo?
-        Que le interesaría hablar con vos.
Frattini guardó silencio. En su cabeza comenzaba a tejerse una escena que bien podía ser el acto final: lo matarían a balazos, y en Devoto todos se enterarían de su muerte a través de los diarios. Sin embargo, era la única esperanza que tenía.
-        ¿Dónde?
-        Le pedí que te viera en un lugar neutral, lleno de gente. Te espera mañana a las nueve en la confitería de Córdoba y Esmeralda. Andá tranquilo, que no va a pasar nada.
Esa noche tampoco durmió.
A la mañana siguiente, se vistió con un traje azul y antes de marcharse se detuvo para mirar a Maga. Parecía haberse encogido en los últimos días. Tenía el rostro ensombrecido por sus propios temores. Al verla, Frattini sintió ganas de abrazarla. Pero enfrentar el miedo y la tristeza de su mujer hubiera sido aceptar sus errores. 
-        Si no vuelvo decile a tu tío que me saque - dijo.
Y se marchó.
En la puerta, Carlos, el portero, lo recibió con una sonrisa.
-        ¿Hoy salimos? – preguntó.
Frattini se alejó sin responder.
Al llegar a Córdoba y Esmeralda, se detuvo a ver a los clientes que mataban el tiempo en la confitería, tratando de descubrir cuál de todos era el que posiblemente lo mataría a él. Lo descubrió en un rincón: el cabello corto al ras, el rostro contraído en una mueca de desconfianza.
Por un momento pensó en salir corriendo. Dejarlo todo, mudarse de ciudad, de país. Y sin embargo abrió la puerta de la confitería y caminó los diez metros que lo separaban del policía.
-        ¿Así que vos te robaste doscientos millones? – le preguntó el tipo, mirándolo de arriba abajo, como si no terminara de creerse que ese hombre delgado y petiso fuera el famoso Pistola del que hablaban los diarios y los presos de Devoto.
-        Si tuviera la guita, no estaría acá – dijo Frattini.
-        Mirá, Frattini, la captura que tenés encima es peor que una condena. Te van a agarrar, te van a robar la plata y después te van fusilar en una esquina cualquiera. Vos ya sabés cómo funciona esto.
Frattini no dijo nada nuevo. Tan solo se limitó a repetir:
-        Yo no fui. Ayúdeme. Por favor.
-        Lo único que puedo hacer es esto: si trabajás en Capital, hacelo tranquilo que mi gente no te va a detener. Eso sí: si te levantan otros date por muerto.
-        Gracias – dijo Frattini.
-        Gracias dale a Dios. A mí dame plata.
Frattini asintió y prometió pagar los futuros favores.

Puso el departamento en venta esa misma semana. Tener una propiedad a su nombre era una pista demasiado buena para sus perseguidores. Maga volvió a empacar sin quejarse por nada y se mudaron a un departamento de alquiler en Barracas. Segundo piso al frente. Frattini pasaba los días mirando por las ventanas, sin atreverse a salir. Cada mediodía, Carlos, el portero del edificio anterior, se presentaba en Barracas con la esperanza de que Frattini quisiera volver al trabajo. Y siempre Frattini lo despedía con excusas, sabiendo que si seguía guardado por mucho tiempo más ya no tendría con qué mantener a su familia. Sin embargo, lo que más lo agobiaba era esa conocida sensación de encierro. Necesitaba dinero, pero más extrañaba las llaves.
Un sábado a la noche, tomó los prismáticos alemanes que había robado a un juez de la Nación y comenzó a mirar la luna llena sin dejar de pensar en que la ciudad debía estar hirviendo con sus teatros, sus cines y restaurantes mientras él permanecía en cuarentena. Los prismáticos eran tan potentes que pudo reconocer los cráteres lunares, sombras extrañas que parecían moverse sobre aquella esfera plateada. Al fin, aburrido, dejó de mirar el cielo para concentrarse en algo más terrenal: los balcones vecinos. Pronto, sintió que la sangre comenzaba a correrle con más velocidad. Uno de los balcones tenía las persianas bajas, y a través de las hendijas sólo podía ver oscuridad. El departamento estaba vacío, esperándolo a él. Con ansiedad, se alejó de la ventana y comenzó a caminar por el living ante la mirada preocupada de su mujer. Nunca en su vida había robado en el barrio en que vivía. Pero necesitaba plata. Necesitaba salir.
En ese momento se le ocurrió una terrible idea que no tuvo el valor de rechazar. Se volvió hacia Maga y dijo:
-        Necesito que me acompañes al edificio de la esquina.
Maga lo miró con tristeza.
-        ¿Para qué, Carlos? Mejor sentémonos a comer…
Frattini se sentó junto a ella y tomó una de sus manos entre las suyas. Se las besó, en un gesto que parecía más suplicante que cariñoso.
-        Por favor, Maga. No tenés que hacer nada.  Sólo te quedás abajo en la puerta y si viene la cana me tocás timbre – dijo Frattini.
-        No quiero que le robes a la gente – dijo Maga, en un tono seco.
-        No va a pasar nada.
Su mujer lo quería demasiado como para negarse. Dejaron a Ana durmiendo en el cuarto y bajaron a la calle. Maga no hablaba, no lo miraba, ni siquiera parecía respirar. Frattini se palpó el bolsillo derecho del saco, y al rozar las llaves se sintió tan seguro y poderoso como en los viejos buenos tiempos.
Al fin, alcanzaron el edificio que buscaban. Entonces, Frattini abrió la puerta con una llave cualquiera y dijo:
-        Bajo enseguida. Si pasa algo tocá todos los timbres.
Y se alejó.
Subió las escaleras a los saltos, desbordado por la emoción y la energía que había acumulado en los últimos meses. El departamento que había visto con las persianas bajas estaba en el segundo piso. Llamó a la puerta con dos golpes secos, no fuera que los dueños estuvieran durmiendo desde temprano. Nadie respondió. Y Frattini abrió la puerta.
En la mesa de noche encontró dos fajos de billetes grandes. En el cajón de la cómoda, un alhajero pequeño pero cargado de pendientes de oro. Con eso podrían vivir durante tres meses. Salió del departamento y cerró la puerta. Volvía a estar vivo.
Sin embargo, al llegar a la calle la alegría se convirtió en vergüenza.
Con las manos en el rostro, Maga lloraba sentada en el umbral. 
-        ¿Qué pasó, Maga? – preguntó Frattini mientras se arrodillaba junto a ella.
-        Recién pasó un patrullero…
Frattini miró la calle oscura y luego sonrió, aliviado.
-        No te preocupes, siguió de largo.
-        Estuve a punto de pararlo y decirles lo que estabas haciendo…
De pronto, Frattini vio todo con una claridad demoledora. ¿Para eso se había casado con ella? ¿Para someterla a esas situaciones? ¿Para usarla de campana? ¿Para obligarla a hacer cosas que iban en contra de su forma de vivir?
Trató de abrazarla, pero Maga lo alejó con los brazos. Después se incorporó y comenzó a andar por la calle, llorando en voz baja.   

34

Los reproches de Maga y el encierro se le hacían insoportables.  Al fin, cuando los diarios dejaron de hablar de los “Émulos de Rafle”, Frattini decidió volver a las calles.
A través de José, su reduce de siempre, se enteró de que un anticuario estaba necesitando una ayuda profesional y de confianza. Frattini no pudo resistirse. Ese mismo día entró a la tienda de antigüedades tan bien vestido como siempre.
-        ¿Necesita comprar o vender algo? – preguntó el hombre vestido de negro que fumaba al otro lado de un escritorio de madera lustrada.
-        Me manda José, el joyero. Me dijo que necesitabas ayuda.
El hombre lo escrutó con la vista durante unos segundos.
-        ¿Y vos quién sos?
-        Frattini – dijo Frattini enseñándole su llavero con setenta llaves.
Al día siguiente comenzaron a trabajar juntos.
El negocio era muy transparente. Cuando encontraba algún aviso en el diario donde se ofrecía alguna pieza valiosa a la venta, el anticuario realizaba una visita al vendedor fingiendo estar interesado y luego se marchaba sin comprar nada. Frattini se presentaba en la tienda alrededor de las cinco de la tarde y recibía las instrucciones:
-        Acá hay un tipo que tiene un juego de ajedrez con piezas de marfil – decía el anticuario mostrándole la dirección que figuraba en el aviso. Y agregaba: - Vive solo y a esta hora nunca está. La puerta tiene dos cerraduras. Una yale y una larga. Además del ajedrez tiene una colección de mates de plata. Traete todo lo que encuentres.
Después Frattini se lanzaba a las calles y se dirigía a cumplir su parte del trabajo. Regresaba a la tienda con todas las antigüedades que podía cargar. Entonces recibía una recompensa generosa: un hecho de esos representaba una semana entera de trabajo con el portero. Pronto, Frattini comprendió que aquello era mejor que todo lo que había hecho en su vida. Entrar a un departamento donde ya sabía qué debía buscar no dejaba sitio para la sorpresa, pero los botines siempre eran enormes y la logística que hacía el anticuario hacía que su propio trabajo fuera seguro.
El 31 de diciembre de aquel año, 1970, mientras se preparaba para salir a trabajar, su mujer le dijo:
-        ¿No te vas a quedar con nosotras?
-        Tengo que hacer unas cosas y vuelvo para cenar.
Maga no respondió.
Esa noche, después de apoderarse del bastón que San Alejandro había utilizado durante sus últimos días en Francia, Frattini estaba por salir del departamento donde lo había robado cuando algo le llamó la atención en el cuarto de los niños. Siempre tenía la costumbre de entrar sólo a los cuartos de los mayores, pero esa vez no pudo resistirse. Pensó en Ana. Entonces tomó el ciervo de peluche de tamaño natural y se marchó con él escaleras abajo.
Al ver el muñeco, Ana comenzó a gritar de felicidad.  
-        ¿Qué te pasa, Maga? – preguntó Frattini.
-        Carlitos, le robaste el juguete a un chico… - dijo su mujer con abatimiento y luego, llorando, susurró: - No puedo más, Carlos.
-        No pensés más… - dijo él, intentando una caricia.
-        ¿Cómo querés que no piense? Estoy acá con la nena, esperándote con la comida para festejar fin de año y no sé dónde estás, si te mataron o te metieron preso…
Ya había pasado el tiempo de las mentiras, había desaparecido cualquier lugar para la metáfora. La realidad era eso: el terror de su mujer, la inocencia de su hija y su adicción a las llaves.

La relación con el anticuario fue haciéndose cada vez más estrecha. Se necesitaban uno al otro, pero también disfrutaban de la compañía. Una noche, al verlo llegar con el tipo, Maga no pudo esconder su fastidio.
-        No sabía que venías con gente – dijo.
-        No te preocupes. Donde comen tres comen cuatro – dijo Frattini.
-        Mucho gusto, señora – dijo el anticuario.
-        Sí, mucho gusto – respondió Maga, y no volvió a hablar en el resto de la noche.
Sólo lo hizo luego de que el visitante se despidiera. Entonces, enfrentó a su marido diciendo:
-        No me gusta que traigas a esa gente acá.
-        ¿Qué gente? – preguntó Frattini. No le había dicho quién era su acompañante.
-        Los que roban con vos. Esos delincuentes. Tenemos una hija, Carlos. No quiero que crezca con esa gente.
-        Esa gente soy yo – dijo Frattini, y se arrepintió apenas terminó de decirlo.
-        Pensé que eras otra cosa.
A mediados de ese año, por alguna razón que no se animó a contarle pero que Frattini podía imaginar, Maga decidió volver a trabajar. Gracias a su tío inspector, consiguió un puesto en la Secretaría de Turismo de la Nación. Un puesto estable, con un buen sueldo. Frattini sintió aquello como una traición. Pero en realidad sólo era un presagio.
Tres días más tarde, al salir de su casa se encontró con su destino. Dos autos bloqueaban la calle. Al verlos, Frattini creyó que se convertía en piedra: no se podía mover, no podía pensar. Lo único que podía hacer era mirar al anticuario en el asiento trasero de uno de los autos, señalando hacia donde él estaba parado, sorprendido, sin poder moverse.
Antes de que pudiera reaccionar, tres policías de civil saltaron de los autos y corrieron a detenerlo.
-        Arriba las manos  - gritó uno mientras otro lo golpeaba en el rostro.
Lo condujeron hacia uno de los autos. Al pasar junto a la ventanilla desde donde lo miraba el anticuario, Frattini se insultó en silencio. “Estúpido. Enfermo estúpido. Lo trajiste a tu casa y él te vendió”. Sentado en el asiento trasero del otro auto, Frattini parecía ausente.
-        ¿Quiénes son? – se oyó preguntar.
-        Robos y Hurtos de La Plata – respondió el que manejaba.
Frattini creyó hundirse en un sueño profundo. La ciudad comenzó a pasar por las ventanillas a una velocidad vertiginosa. Después, una ruta, el campo, y al fin una comisaría de La Plata. Lo bajaron a empujones y lo condujeron hasta la oficina del comisario: una mole de cien kilos que lo miraba con intriga desde el otro lado del escritorio.
-        Frattini, al fin viniste. ¿Sabés que te está buscando toda la policía de capital y provincia?
-        ¿Por qué? – a Frattini su propia pregunta le resultó estúpida.
-        Por doscientas millones de razones – dijo el comisario con una sonrisa.
De pronto, el aviso del tío de Maga volvía como una sentencia: “Te van a agarrar, te van a robar la plata y después te van fusilar en una esquina cualquiera”.
-        Yo no fui – dijo Frattini, inquieto.
El comisario guardó silencio durante los segundos que demoró en encender un habano que olía a cadáver. Después, soltando el humo por la nariz, dijo:
-        Ya sé. Pero igual quiero que charlemos, Pistola. Te dicen así, ¡no? Yo sé cómo trabajás vos. Da gracias, porque si te hubiera detenido otro andá a saber dónde estarías fusilado… Pero yo te conozco, sé que laburás bien, que sos buen ladrón, que ganás mucha guita. ¿No?
En medio del terror, Frattini tuvo tiempo de sentirse alagado.
-        Ahora andá a la celda a pensar un rato. Vas a tener que hablar, Frattini. Te lo digo por tu bien. Algo me vas a tener que entregar – dijo el comisario fingiendo estar abatido. Y luego, gritando, ordenó: - Oficial, llévese al reo al calabozo.
Lo metieron en una celda donde tres detenidos miraban el piso sentados en un banco. Al oír el chillido de la reja, los tres hombres alzaron la vista y sonrieron. Uno se incorporó, con gesto de sorpresa.
-        Pistola, ¿qué pasó?
-        Lo mismo que a vos – dijo Frattini al estrecharle la mano. No recordaba su nombre, pero sí las rondas de mate que habían compartido en Devoto.
Estar incomunicado era como esperar en la recepción del purgatorio. Nervioso, Frattini comenzó a caminar por la celda. Sin abogados, sin jueces que intercedieran por él, el incomunicado dependía únicamente de su capacidad para soportar palizas y picanas. Su única salida era denunciar compañeros, hechos y reduces. Pero él no iba a hablar. Nunca iba a hablar. Aunque eso le costara la muerte.
De pronto, se detuvo.
Maga. Pensó. Ana. Las había olvidado por completo. Entonces, sus fuerzas se esfumaron, y lo embargó una sensación de asco por sí mismo. “Enfermo”.
Al caer la noche, sus tres compañeros se tendieron en el piso y se durmieron con placidez. Él, en cambio, no podía dejar de caminar, como si buscara cansarse hasta el agotamiento para dejar de pensar en su propio final.
Por la mañana, cuando fueron a buscarlo, estaba psicológicamente destruido. La estrategia del comisario había sido perfecta.
-        Arriba, Frattini. Nos vamos de excursión.
Siguió al oficial sin siquiera volver la vista para despedirse de sus compañeros. Lo condujeron hasta la puerta de calle y lo metieron dentro de un auto negro. Viajaron durante unos minutos que a Frattini le parecieron horas, días. Ante cada movimiento brusco del auto se le aceleraba el pulso. Al pasar por un baldío, rezó para que no detuvieran el auto. Pero el conductor ni se inmutó. Aceleraba como si estuviera ansioso por alcanzar el fin del viaje. Y el viaje terminó justo en la puerta de un galpón abandonado, en las afueras de Berisso.
-        Llegamos al Teatro – dijo el conductor, mientras su compañero descendía del auto y sujetaba a Frattini del cabello.
Lo arrastraron hasta el interior del galpón: una nave industrial de miles de metros cuadrados vacíos, cubiertos de polvo, donde sólo había un objeto. El peor que Frattini podía esperar.
-        Desvestite – le gritó uno de los policías.
“Otra vez no”, pensó Frattini. Entonces, uno de los agentes lo tomó de los cabellos al tiempo que el otro le quitaba la ropa a los tirones. Cuando estuvo desnudo, le taparon los ojos con una venda.
-        Por favor, no – gritaba Frattini.
Pero era imposible resistirse a los golpes. Sintió un rodillazo en la cintura, y luego un golpe seco en la nuca lo obligó a ceder. Lo acostaron sobre el elástico de la cama, lo ataron con unas sogas que parecían destrozarle la piel. Sintió que le colocaban una toalla sobre los genitales y después todo fue miedo, fuego y oscuridad.
-        No te pedimos los doscientos millones, pero queremos algo.
La segunda descarga se la aplicaron sobre los labios. La boca se le durmió, como si estuviera bebiendo plomo fundido.
-        Queremos hechos… dale, pajarito, cantá.
-        Quiero agua.
La tercera descarga le entumeció las piernas.
-        Quiero agua.
-        Y yo quiero datos. Un reduce. Dale, entregame al reduce y se termina todo.
-        No tengo reduce… si quieren puedo entregarles hechos…
-        Queremos al reduce.
La cuarta descarga le abrazó el pecho. De pronto comenzó a faltarle el aire, ni siquiera podía pensar. 
-        Hablá, mierda.
Cuando se aburrieron de torturarlo, le quitaron la venda. La luz que entraba por los ventanales rotos lo cegó. Pero al cerrar los ojos seguía viendo extrañas manchas multicolores que se movían sobre un mar oscuro, con un balanceo que le provocaba nauseas.
-        Segundo turno – escuchó que decía una voz.
Entonces, uno de los oficiales apareció en su radio de visión para escupirlo justo sobre el rostro. Volvieron a ponerle la venda. Volvieron a torturarlo.
En un momento se hizo de noche. No podía saberlo por la luz, pero lo intuía por el frío que se extendía en el galpón. Para entonces Frattini pedía a gritos que lo mataran.
-        Sería más fácil, pero primero necesitamos que hables.
-        Entreganos al reduce.
-        No tengo reduce. Les entrego todos los hechos que hice.
Siguió repitiendo eso durante toda la noche. Al fin, al amanecer, los oficiales le quitaron la venda y lo desataron.
-        Bueno, si no tenés reduce, vas a cantar los hechos.
-        Lo que quieran – dijo, y al hablar sintió que la garganta se le desgarraba.
Lo obligaron a incorporarse. Frattini lo intentó, pero sus rodillas estaban demasiado entumecidas como para sostenerlo. Cayó al suelo y allí se quedó, abrazándose las rodillas contra el pecho.
-        ¿Y este es el famoso Pistola? – dijo uno de los policías.
Un rato después, Frattini entraba nuevamente a la celda de la comisaría de La Plata. Allí le dieron un vaso de café aguachento y un trozo de pan. Tenía tanta sed que no le importó quemarse la boca. Tragó el café, pero cuando intentó masticar el pan sintió que le rechinaban los dientes. Ni siquiera podía mover la mandíbula. Sentado en el suelo, comenzó a mirarse el cuerpo. La toalla había evitado que la picana le dejara marcas.
Esa tarde, la del tercer día de su detención, un oficial se acercó a la celda y lo obligó a salir de ella.
-        ¿Dónde me llevan?
La sola idea de volver a ser torturado le daba terror.
-        Tenés visita.
Sorprendido y avergonzado, Frattini se dejó guiar hasta una celda vacía. Entró y se sentó sobre el banco, incapaz de mantenerse en pie.
Segundos después, los ojos de Maga lo lastimaron más que una decena de picanas.
-        Hola – dijo, y ya no pudo hablar.
En brazos de su madre, Ana lo miraba con espanto.
-        Anita, vení, dale un beso a papá – rogó Frattini.
Maga deslizó a Ana hasta que sus pies tocaron el suelo. Entonces, la niña empezó a llorar. Frattini le tendía los brazos para que se acercara, pero ella no quería despegarse de su madre.
-        Vení, Ana – dijo Frattini.
-        Mami, mami – gritaba su hija, llorando.
-        Tiene miedo – dijo Maga.
Frattini bajó la mirada. Se tomó la cabeza.
-        Llevatelá, Maga – dijo, sin atreverse a mirarla a los ojos.
Sintió el rumor de ropas al rozarse. Cuando alzó la vista, Maga estaba junto a la reja, con Ana en brazos.
-        Oficial, ábrame – gritó Maga.
-        Perdoname.
Ella no contestó. Pero, durante el segundo en que pudo sostenerle la mirada, Frattini vio tanta decepción en sus ojos que prefirió estar muerto.

 Al día siguiente, dos oficiales lo subieron arriba de un auto y se marcharon de La Plata. Cuando alcanzaban la Capital, uno de los hombres dijo:
-        Ahora vamos a pasear por Buenos Aires, y vos nos vas a marcar todos los edificios donde robaste.
Esposado en el asiento trasero, comenzó a señalar edificios al azar, sabiendo que cualquiera de ellos habría sido robado en los últimos meses. Entonces, los policías detenían el auto y preguntaban:
-        ¿En qué piso robaste?
-        Creo que en el quinto – mentía Frattini.
Mientras él esperaba en el auto junto al conductor, el otro oficial se acercaba al portero y chequeaba la información que le había dado Frattini.
-        Pelotudo, en el quinto no robó nadie. Pero en el séptimo sí.
-        No me acordaba… Pero ahora sí, es cierto, era el séptimo – mentía Frattini.
Después, el oficial volvía al edificio y constataba el robo. Lo pasearon durante todo el día, y cuando Frattini marcó el falso décimo robo, los oficiales dejaron de insistir.
Su estrategia le sirvió para calmar la ansiedad de los oficiales pero sobre todo para despistar al juez. Sin el secuestro de la mercancía, nunca podrían adjudicarle esos robos.
Sin embargo, su reincidencia bastó para que el juez le diera cinco años de condena.
Esa misma tarde, el propio comisario se encargó de trasladarlo a Devoto. En otros tiempos, Frattini hubiera valorado aquel gesto como un reconocimiento de su propia leyenda. Pero ahora eso le importaba poco y nada.
Al llegar a Devoto, uno de los guardias de la puerta le dijo al comisario que podía retirarse. Sin embargo, el comisario insistió con acompañarlo él mismo en persona. Así fue que Frattini pasó por el guarda ropa, entregó sus pertenencias y luego atravesó el pasillo que lo condujo hasta la reja de entrada al pabellón. El comisario lo seguía a menos de un metro, con un silencio respetuoso que sólo rompió cuando los celadores y los presos repararon en la presencia de Frattini y se incorporaban para darle la bienvenida.
-        Acá les traigo un ladrón, pero un ladrón verdadero – dijo el comisario, llamando la atención de todos: -. Hay pocos como él. Tiene códigos y no hace estupideces.
¿De qué le servía ese reconocimiento? De nada, más que para asegurarse el respeto de los otros presos, algo que ya había conseguido hacía años, gracias al Yerbatero.

A medida que los días pasaban y se acercaba el domingo, se preguntaba si Maga iría a visitarlo. Pobre Maga, pensaba Frattini al imaginar a su mujer, frágil, inocente, teniendo que soportar el manoseo de la requisa tan sólo para visitar al hombre que la había condenado con sus propios vicios. En Ana no podía pensar. Cada vez que recordaba su cara de miedo en la celda sentía que el corazón se le abría y se le rompía en pedazos.
El domingo, temprano en la mañana, mientras los presos se afeitaban y se vestían lo mejor posible para recibir a sus familias, Frattini no pudo levantarse de la cama. Sabía que Maga no iría a verlo.
Y sin embargo, al entrar al comedor, vio que allí estaba. Maga. La mirada triste, el rostro atento a los movimientos de los presos, asustada, incapaz de renunciar a él.

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