Cuando los alemanes invadieron la ciudad de Lwow, en Polonia, actualmente Lviv, Ucrania, el padre de Nusia sólo se preocupó en salvarla a ella. Le consiguió los papeles de una nena ucraniana recién fallecida y le pagó a un maestro para que le enseñara todo lo necesario para que ella pudiera fingir ser católica. Después, gracias a una ucraniana, una noche la despidió en la estación de tren y la envió a un orfanato de Varsovia para que pasara allí la guerra convertida en otra niña, Slawka. El día que se despidieron, el padre le dijo: "Tenés que callar, rezar y mentir". Entonces Nusia se convirtió en Slawka. Lo que su padre no imaginaba era que al poco tiempo de llegar al orfanato Nusia y Slawka iban a ser adoptadas entre todos los huérfanos por Claudia, la mujer del general ucraniano Bezruchko, mano derecha del asesino antisemita Petliura, quien al verla creyó que era una niña de pura sangre ucraniana. Vivió con ellos durante años, fingiendo ser otra, renunciando a su lengua, a su identidad, a su familia y a su religión, respetando la orden de su padre: callar, rezar y mentir. Así, un día, a las puertas de una iglesia católica, al otro lado del muro que delimitaba el ghetto, Nusia y Slawka vieron cómo los soldados masacraban a los judíos que, ya sin nada que perder, se habían levantado en armas contra los asesinos en ese hecho que recordamos hoy y que todos llamamos El levantamiento del ghetto de Varsovia..
"El domingo siguiente
Claudia la despertó para ir a misa. Se vistieron, desayunaron y se dirigieron a
la estación. Allí se despidieron: Claudia tomó un tranvía con destino al
hospital, mientras que Slawka tomó otro que la llevaría a la iglesia. A medida
que se acercaba al Centro, notó una mayor presencia militar que otros días.
Soldados ucranianos, lituanos y alemanes marchaban por las calles de Varsovia cantando
canciones de guerra. A través de las ventanillas abiertas también llegaba el
sonido de los disparos y un insoportable olor a quemado.
-
¿Qué ha pasado? – preguntó Slawka a uno de los
pasajeros.
-
Están quemando a los judíos – dijo el hombre en
ucraniano, aburrido.
Al llegar a la
Ciudad Vieja, Slawka bajó del tranvía. Junto a ella pasó un pelotón de soldados
ucranianos que reían y gritaban, excitados por el vodka de las botellas que se
pasaban unos a otros. Se dirigían a una de las puertas del ghetto. Desde el
interior, lenguas de fuego se alzaban hacia el cielo soltando columnas de ese
humo que envolvía las calles con un manto oscuro y putrefacto. Cuando los
soldados se alejaron y se llevaron sus canciones, Slawka pudo oír el apagado
grito de los moribundos que debían estar agonizando o escapando al otro lado de
los muros del ghetto.
Se detuvo en la
puerta de la iglesia buscando aire puro. Pero era imposible. Toda Varsovia olía
a carne quemada, a maderas y a pólvora. Los feligreses ucranianos contemplaban
la destrucción del ghetto desde las escalinatas de la iglesia con sonrisas y
gestos de espanto.
De pronto, el
repiqueteo de una campana anunció el comienzo de la misa. Poco a poco, los
fieles fueron entrando a la iglesia. Y sin embargo Slawka no se movió. Estaba
petrificada por el terror y la curiosidad. Con los ojos entornados, intentaba
divisar entre el humo lo que ocurría dentro del ghetto. No podía creer que
aquello estuviera ocurriendo realmente. Pensó en su hermana, que había sido
fusilada por los ucranianos. Pensó en su padre, abandonado a su suerte en Lwow.
Pensó en ella, fingiendo ser una más de aquellos que estaban ayudando a los
alemanes a destruir el ghetto.
De a ratos,
grupos de soldados y civiles pasaban frente a la iglesia corriendo y gritando
como desaforados.
Al menos, los
judíos se defendían antes de perecer bajo el fuego. Y ella quería ver todo.
Cuando se quiso dar cuenta, estaba caminando hacia los muros del ghetto.
Entonces, un soldado ucraniano le gritó:
-
Sal de aquí, niña. ¿O quieres tomar un arma y
disparar tú también?
Regresó a las
escaleras en el mismo momento en que las puertas de la iglesia volvían a
abrirse. A medida que salían, los fieles se iban deteniendo a mirar las llamas.
-
Pobres judíos – dijo uno.
-
Se lo merecen. Que los maten a todos de una vez
– dijo otro.
Slawka los miró,
hastiada.
Se alejó con una
sensación de asco que la acompañó ese día y los siguientes. A veces corría al
baño a lavarse la cara con violencia porque creía seguir oliendo el perfume de
la destrucción en la casa, en la escuela, en todos los sitios que visitaba.
Pero para entonces las llamas ya se habían apagado, y el ghetto, convertido en
cenizas, era la imagen pura de la derrota."
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