Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

domingo, 26 de abril de 2020

Fragmento: Su rostro en el tiempo. El fin del fascismo en Sicilia.



"Al día siguiente, Giuseppina volvió a visitar a Vito. Lloraron la muerte de su madre abrazados, recordando sus cuidados y los tiempos en que ambos eran pequeños y Rosalía aún llevaba la casa.
Poco después, afuera de la cueva se oyeron disparos. Vito se apartó de Giuseppina. Mientras se vestía, dijo:
-     No salgas hasta que te diga.
Vito empuñó su arma, salió de la cueva y durante unos minutos Giuseppina no oyó nada más silencio.
Al fin escuchó unas risas, un disparo y a Vito, que gritaba:
-     Pina, mirá.
Afuera, un grupo de carabinieris se alejaba por el camino dando tumbos, corriendo en zigzag para eludir los disparos de los partizanos, que se pasaban una botella de vino y festejaban cuando alguno acertaba el tiro. Uno de los hombres de Vito dijo:
-     Se están replegando hacia Messina. Y los alemanes desaparecieron de repente.
-     ¿Qué pasa, Vito? – preguntó Giuseppina, asustada.
Vito la sujetó por los hombros, sonriendo.
-     Se acercan los Aliados, la guerra va a terminar pronto.

La partida de los soldados provocó una reacción contradictoria entre los refugiados. La mayoría festejaba que se fueran las tropas del Duce y de Hitler, aunque todos desconfiaban cómo sería la nueva invasión. Como la mayoría tenía familia en América, deseaban que los invasores fueran americanos y no esos ingleses que tenían fama de ser salvajes piratas con sed de venganza. Lo cierto era que todos ansiaban el final de aquella guerra, y por eso pasaron los días siguientes mirando los caminos, esperando descubrir las banderas de los nuevos invasores adentrándose en la isla.
Así lo habían hecho siempre.
Generación tras generación.
Pero no vieron nada, ni ese día ni el siguiente: apenas grupos perdidos de soldados italianos corriendo hacia las montañas, donde los partisanos los esperaban para asesinarlos o tomarlos prisioneros. 
Al fin, una noche julio de 1943, todos los refugiados despertaron por un rugido ensordecedor. Cuando alzaron la vista descubrieron que no era uno, sino una decena de aviones los que cruzaban el cielo de la isla. Los niños se aferraron a las ropas de Giuseppina; Peppino y Giulio temblaban, Francesca se había orinado las ropas y se cubría la cabeza con un canasto de mimbre con la esperanza de que eso la protegiera de las bombas. Marianinna, que para entonces ya tenía trece años, temblaba en un rincón:
-     Dicen que violan a las mujeres, Pina.
Giuseppina le pidió que se acercara. Mientras su hermana se echaba a su lado, le dijo:
-     Tranquila, no voy a dejar que te lastimen.
Marianno y los mellizos estaban afuera; el primero con el rifle colgado al hombro, los niños con un revólver y un sable alemán que habían encontrado entre los pastizales. Pronto, en las montañas otros niños y otras mujeres comenzaron a gritar.
Todos alzaban las manos al cielo, rogando
-     Santa Madonna
que los aviones se alejaran,
-     Santa Madonna
que las bombas no cayeran sobre ellos,
-     Santa Madonna
que la muerte no se ensañara aún más con la isla.
Y así fue que las bombas no explotaron, ni siquiera las vieron caer, y los aviones se alejaron por donde habían venido. Hubo un silencio en el que Giuseppina pensó en Vito.
Entonces alguien gritó:
-     Paracaidistas.
Todos miraron hacia arriba: pendidos de blancas burbujas que flotaban sobre la noche, cientos de paracaidistas caían lentamente sobre el campo. Aterrizaban con un ruido seco, desperdigados por el monte, los viñedos y los caminos. Al caer se despojaban del equipo con velocidad y empuñaban sus metrallas para ocupar posiciones que les permitieran dominar el terreno. Atemorizados, le apuntaban a todo lo que se movía.
De pronto, los sicilianos comenzaron a salir de sus escondites gritando:
­-   Americanos, americanos…
Quizá los americanos esperaban ser atacados por las tropas italianas; quizá temieran el recelo de aquel pueblo atrasado y hambriento… Tal vez por eso gritaban palabras incomprensibles para los sicilianos, les enseñaban sus armas con gesto amenazante y luego blasfemaban, desconcertados por aquellos ancianos, mujeres y niños que, en lugar de atacarlos, se acercaban sonriendo para abrazarlos, besarlos y darles la bienvenida
-        Santa Madonna
felices porque después de tantos siglos, después de generaciones enteras, los ángeles de la Madonna volvían a descender a la tierra y los enemigos de la isla otra vez huían lejos, hacia el mar. 

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