37
El 11 de mayo de
1976, Frattini fue liberado en Mar del Plata. Allí lo habían trasladado hacía
un par de semanas, para que pagara antiguos delitos de falso turista. Cuando
alcanzó el portón de salida del Penal, respiró hondo el aire impregnada de sal y
alzó la vista al cielo negro apenas salpicado de estrellas. Después, con la
mirada atenta a los movimientos de la calle, comenzó a andar hacia la estación
de trenes. Al llegar, buscó un teléfono.
-
Maga, soy yo. Me largaron – dijo, feliz.
-
¿Cuándo venís?
-
Llego a Constitución a las seis de la mañana.
-
Te voy a buscar.
-
Te quiero, Maga – dijo Frattini, y no mentía.
De los ocho años
que llevaban casados, él había permanecido cinco a la sombra. Su mayor condena
hasta entonces. Y Maga no había dejado de visitarlo ni un solo domingo.
“Me voy a
curar”, se dijo Frattini mientras el tren emprendía su viaje a Buenos Aires. Lo
necesitaba. Ya estaba cansado de perder, de soportar las violencias propias y
ajenas. Quería cuidar a su mujer y a su hija, olvidarse de las llaves,
convertirse en un hombre de bien. El maestro Soldi había prometido ayudarlo, y
Frattini se decía y se repetía que el dibujo sería su salida de emergencia.
Poco a poco, el
paisaje comenzó a volverse repetitivo en las ventanillas. Campo y más campo. Frattini
se arropó con el saco fino que llevaba. Pensó en Ana, en Maga.
Lo despertó el
grito del guarda.
-
Constitución.
Apurado,
Frattini juntó sus cosas y descendió del vagón con el cuerpo entumecido por el
viaje. Maga y Ana lo esperaban en el andén. Las besó mil veces, las alzó en el
aire, y lloró con ellas.
Los primeros dos
días ni se molestó en salir a la calle. Lo único que quería era estar con su
mujer y su hija. Al tercer día, se vistió con ropas limpias, se puso una corbata
y se preparó para volver a las calles. Maga estaba preparándose para ir al
trabajo. Hacía unos meses que había conseguido un buen puesto en el Ministerio
de Hacienda. Al verlo, se quedó sin palabras, como si hubiera visto a un
fantasma.
-
Esta la última, Carlos. Si caés una vez más,
olvidate de nosotras – dijo.
-
Ya lo sé.
Se acercó a ella
y la tomó de las manos.
-
Voy a cambiar. Voy a pintar y voy a vivir de
eso. Quiero que seas feliz.
-
Entonces quedate en casa dibujando – dijo Maga,
y su voz tenía tono de súplica. – Con lo que gano yo podemos vivir tranquilos.
No hace falta que salgas. Quedate acá, dibujá…
Frattini la
abrazó. Quería curarse de esa extraña enfermedad que se había contagiado hacía
mucho, hurgando debajo de los sifones. Pero no estaba dispuesto a convertirse
en un mantenido. Dibujaría grandes retratos, ganaría dinero, y si no,
trabajaría de cualquier otra cosa decente.
-
Me voy, Maga.
-
¿A dónde vas? – preguntó su mujer, incapaz de
disimular su angustia.
-
A ver a Soldi. Él me va a ayudar.
Maga lo estrechó
entre sus brazos.
Tomó un
colectivo en dirección al barrio de Belgrano. En los últimos años, la ciudad
había cambiado bastante. Desde la ventanilla del colectivo, pudo ver hombres
armados vestidos de civil, que viajaban en autos sin patente y se detenían para
pedirles documentos a los peatones que andaban por las calles.
Con una
arquitectura señorial, la casa de Soldi parecía una casona inglesa que había
sido transportada mágicamente a la ciudad de Buenos Aires. Árboles en la
puerta, una cerca de madera y un timbre que Frattini de pronto no se atrevía a
tocar. ¿Se acordaría de él el maestro? Por un momento, pensó en marcharse. Como
un acto reflejo que ni el encierro ni sus deseos habían exorcizado, se llevó
una mano al bolsillo para tocar las llaves. Alzó la vista: se detuvo a mirar
los edificios lujosos que rodeaban la casa del maestro.
Entonces recordó
que las únicas llaves que llevaba eran las de su casa, y que allí lo esperaban
dos mujeres a las que les había prometido cambiar. Soltó las llaves con asco,
se acomodó la ropa, el cabello, y al fin tocó el timbre. Desde el interior de
la casa, la mujer de Soldi lo miró, confundida, incapaz de reconocer los
cientos de rostros que peregrinaban hacia allí para visitar a su marido.
-
¿Quién es?
-
Carlos Frattini. El maestro me dijo que viniera
a verlo.
La mujer hizo un
gesto vago, como si no recordara nada.
-
Yo pinté el retrato de Borges.
La mujer pareció aún más confundida.
-
En la cárcel
de Devoto – dijo Frattini con resignación.
-
Ah – dijo la mujer, asintiendo. Y mientras abría
la puerta cancel, sonrió diciendo: - Venga, pase. Disculpe, es que viene tanta
gente…
-
Me imagino – dijo Frattini.
Siguió a la
mujer por un pasillo cargado de cuadros enmarcados en madera. Cuando alcanzaron
el living, un espacio de cuatro metros por cinco, con una enorme biblioteca
atestada de volúmenes de distinto tamaño, y decorada con una sobriedad
franciscana, la mujer señaló uno de los sillones diciendo:
-
Raúl está en el taller, siéntese que voy a
llamarlo.
-
Si quiere voy yo – dijo Frattini con curiosidad.
La mujer sacudió
las manos, divertida.
-
No. Imposible.
Cuando ella se
alejó, Frattini se dejó caer en uno de los sillones de cuero amarronado. Intentó
repasar todo lo que había planeado decir, pero se dio cuenta de que tenía la
mente en blanco. Nervioso, se incorporó y comenzó a recorrer el salón. Vio
cuadros de Soldi, y también obras de otros artistas importantes. No pudo evitar
buscar su retrato de Borges, pero no estaba. De lejos le llegó el rumor de una
conversación. Volvió la vista, pero nadie se acercaba.
Se detuvo frente
a una vitrina donde estaban expuestas las plaquetas que celebraban el primer
premio del Salón Nacional de 1947 y el primer premio de la Bienal de San Pablo
de 1948. En lugar de alentarlo, aquellos logros de Soldi lo avergonzaron. ¿Qué
hacía ahí? ¿Por qué no aceptaba que era sólo un ladrón con aspiraciones de
dibujante? Poco a poco, la sala comenzó a agrandarse y él, Frattini, se sintió
tan pequeño como asustado.
-
Salió. Felicidades – dijo una voz a sus espaldas.
Frattini se
volvió y descubrió al maestro sentado en uno de los sillones. No lo había
escuchado llegar, y quizá lo estuviera mirando mirar sus premios desde hacía
unos minutos. Frattini se acercó y le tendió la mano.
-
Es un honor, maestro.
-
Siéntese. ¿Cómo se llamaba?
-
Carlos Frattini.
-
¿Y, Frattini? ¿Está pintando?
-
Sí – mintió Frattini, y luego de un silencio, se
oyó suplicar: -, pero necesitaría que alguien me promocione.
Soldi alzó las
cejas, hasta que sus ojos se volvieron blancos.
-
Y quiere que yo lo ayude.
Frattini asintió
en silencio, avergonzado. No estaba acostumbrado a pedir favores, y mucho menos
a gente tan importante como Soldi.
Sin decir nada, el
maestro tomó el teléfono de la mesa que estaba junto al sillón y marcó un
número. Mientras esperaba ser atendido, no le quitó los ojos de encima. Quizá
desconfiara, o sólo buscara contemplar la dicha que su propia generosidad podía
producir en aquel ex convicto.
-
Estoy llamando a Canal 11 – le susurró,
cubriendo el micrófono del teléfono.
Frattini sonrió.
-
Hola, Antonio. Soldi, habla. Sí, estamos bien.
No, al final no vamos a Europa porque ando un poco achacado. La edad.
Escuchame, te voy a mandar a un pupilo mío que hace unos retratos bellísimos.
¿Le podés dar lugar en algún programa para promocionar sus obras?
Frattini contuvo
la respiración, y sólo volvió a respirar cuando el rostro de Soldi se deshizo
en un gesto de sorna.
-
Claro, lo mando con una carta de presentación.
Gracias. Sí, sí, le mando.
Soldi cortó la
llamada, colgó el tubo del teléfono y se cruzó de piernas para contemplar extasiado
la sorpresa de Frattini.
-
No sé cómo se lo voy a agradecer.
-
Vístase bien, lleve las tres mejores obras que
tenga, ¿me escucha?
-
Sí, sí – repetía Frattini.
Con esfuerzo, el
maestro se incorporó y le dio la espalda.
-
Ahora espéreme acá que voy a escribir la carta
para el canal.
-
¿Puedo conocer el taller? – preguntó Frattini,
intrigado.
Soldi se volvió
para mirarlo.
-
No. Espéreme que ya vengo.
Al entrar en su
casa, se encontró a Maga cocinando mientras Ana hacía la tarea de la escuela.
Las dos se sobresaltaron al oír el ruido de llaves, y Frattini lamentó que
estuvieran tan acostumbradas a vivir solas.
-
Me recibió el maestro – dijo con orgullo.
-
¿De verdad? – dijo Maga, secándose las manos con
un repasador.
-
Sí, me consiguió una entrevista en Canal 11 para
que lleve mis obras y me las promocionen.
-
¿Vas a salir en la tele, papi? – preguntó Ana.
-
Sí - dijo Frattini, emocionado.
Ese mismo día pensó
en ir al kiosco de diarios a comprar algunas revistas para sacar los modelos de
los tres retratos. Sin embargo, se dio cuenta de que no tenía un centavo en el
bolsillo. Con un esfuerzo sobrehumano, aceptó pedirle ayuda a su mujer.
-
Claro, Carlos. Tomá – dijo Maga, abriendo su
cartera en busca de dinero.
Cuando le tendió
los billetes, Frattini se sintió derrotado. Había cumplido cuarenta y seis
años, y ni siquiera podía pagar una revista.
-
Gracias, Maga. Es por ahora. Pero después voy a
ganar guita – se prometió.
Las semanas
siguientes las pasó dibujando. Al fin, cuando tuvo los tres retratos
terminados, se vistió con sus mejores ropas y les pidió a Maga y a Ana que lo
acompañaran a Canal 11. Ellas corrieron a vestirse, y cuando volvieron a
aparecer él las encontró más bellas que nunca.
Alcanzaron la
puerta del Canal a media mañana. Ana y Maga tomadas de la mano, con una sonrisa
imposible de disimular. Frattini, abrazado a sus tres obras como si fueran un
salvavidas y el mundo, un mar a punto de tragarlo. En la recepción, presentó la
nota de Soldi y le pidieron que esperara. Luego de una hora de incertidumbre,
apareció un periodista que olía y respiraba humo de cigarrillos negros.
-
¿Usted es el pupilo de Soldi?
-
Sí – dijo Frattini tendiéndole la carta.
El hombre la
leyó durante unos segundos, y luego se echó a andar por el largo pasillo que
conducía a los estudios de grabación. Frattini lo vio alejarse con tristeza.
Sin embargo, tras caminar diez metros, el hombre se volvió para gritarle:
-
Vengan.
Frattini, su
mujer y su hija se incorporaron de un salto. Siguieron al periodista por
pasillos con puertas enfrentadas. Con los ojos abiertos como dos platos, Ana se
volvía para señalar los decorados de las novelas que miraba.
Alcanzaron una
puerta, y el guía televisivo los detuvo con seriedad.
-
Ahora va a salir al aire. Vamos a mostrar sus
obras y le vamos a dar especio para que usted las promociones – dijo, y
después, mirando a Maga y a Ana, agregó: - Si no hablan se pueden quedar detrás
de cámara.
Ellas
asintieron.
Frattini estaba
tan nervioso que ni siquiera sintió los abrazos y los besos con los que su
mujer y su hija le desearon suerte. La puerta se abrió para mostrarles el
decorado de un programa de sábado, un falso living, el conductor con tres
bailarinas y, enfrentado, un mundo de cámaras, micrófonos y gente que iba de un
lado a otro sin dejar de fumar.
De pie junto a
un productor, esperó que llegara su turno abrazado a sus tres obras. A lo
lejos, Maga le arrojaba besos mientras Ana se detenía a ver los monitores, los
micrófonos y las cámaras.
En algún
momento, vio que el conductor del programa anunciaba una pausa publicitaria.
Pronto, el set se llenó de maquilladoras y técnicos que reparaban cosas. El
productor que estaba junto a él le pidió que le entregara las obras para que
las pudieran colocar en un lugar bien visible.
-
En cinco entra - dijo.
Frattini asintió
en silencio.
Exactamente
cinco minutos después, el conductor dijo:
-
Y ahora vamos a conocer un gran dibujante,
pupilo del gran maestro Raúl Soldi, que ha venido a presentar sus bellas obras.
Alguien le apoyó una mano en la espalda y lo empujó hacia adelante.
Cuando se quiso dar cuenta, estaba delante de las cámaras y el conductor le
sonreía con una falsedad tan agradable que parecía sincera.
-
Bienvenido, Frattini.
-
Carlos Frattini. Es un orgullo estar acá.
Durante una
hora, Frattini respondió preguntas y describió los retratos que, gracias a
Soldi, debían estar apareciendo en los televisores de medio país. Durante toda
la entrevista se las ingenió para desviar sus respuestas sin necesidad de decir
dónde había estado en los últimos años. Quería que lo conocieran como
dibujante, y no como ex convicto. Y lo consiguió: hacia el final de la
entrevista, estaba tan seguro de sí que hasta se animó a hacer comentarios
divertidos que el conductor aprobaba con su falsa sonrisa. Detrás de cámara,
Maga alzaba sus pulgares con una emoción que se le notaba en los ojos. Al fin,
el conductor agradeció su presencia y los técnicos lo despidieron con un
aplauso.
Frattini estaba
feliz.
38
Pasó una semana
mirando el teléfono sin recibir ni un solo llamado. Al fin, se presentó en casa
de Soldi para pedirle algo que ni él sabía qué era.
-
No sé, maestro, recomiéndeme a sus amigos… si no
vendo cuadros no puedo vivir.
-
Frattini, usted es un artista. No se olvide de
eso. Y los artistas tarde o temprano se imponen.
-
Tiene que ser temprano, no puedo esperar.
Soldi torció la
boca en un gesto que podía ser de aburrimiento, sorna o agobio. Al fin, dijo:
-
Voy a llamar a Nélida López French, la gerenta
de la Editorial Musical Korn. Ella va a darle una mano.
Al día
siguiente, vestido de punta en blanco, Frattini se presentó en el edificio que
la editorial ocupaba sobre Avenida Córdoba. Nélida lo estaba esperando por
pedido de Soldi. Al verlo, lo invitó a pasar a su oficina y le ofreció un café
que Frattini rechazó porque estaba demasiado nervioso como para tomar o comer
cualquier cosa.
-
Me dijo el maestro que usted podía ayudarme –
dijo sin perder tiempo.
-
Sí, ya hablé con él. Vamos a hacer una cosa:
deme una semana para que le consiga fotografías de gente famosa. Después,
organizamos una exposición con los retratos que usted pinte y los invitamos a
todos para que compren los cuadros. ¿Le parece bien?
Frattini asintió. No quería perder más tiempo. Necesitaba pintar,
necesitaba vender sus cuadros. Necesitaba tener dinero para no necesitar volver
a las llaves. Esa semana, la espera se le hizo insoportable. Quería empezar
cuanto antes. Cada día, antes de marcharse al trabajo, Maga abría la cartera y
le preguntaba si necesitaba dinero. Entonces Frattini bajaba la mirada con
vergüenza.
-
No, Maga, gracias - decía.
La semana
siguiente, Nélida López French lo esperaba sentada a su escritorio, con una
montaña de fotografías.
-
Mire, Frattini, ¿los conoce? – le dijo con una
sonrisa, señalando los rostros que aparecían en las fotos.
Primero con vergüenza,
luego con asombro, Frattini fue mirando las fotos de la pequeña Andrea del Boca, de Horacio Ferrer, de Nacho Manzi,
Mirtha Legrand, Piazzola, Discépolo, Troilo, Ramírez y muchos otros músicos y
actores famosos que él conocía del cine y de las tapas de los discos.
-
Gracias, Nélida. Muchas gracias.
No llevaba
cartera. Y las fotografías eran tantas que tuvo que distribuirlas en todos los
bolsillos del saco. Cuando salió de la oficina, besó a Nélida en las mejillas y
se lanzó a las calles con la sensación de estar viviendo el primer día del
resto de su vida.
Comenzó a pintar
esa misma tarde.
Durante los dos
meses siguientes, Frattini pasó más de diez horas al día inclinado sobre la
mesa de la cocina, con los ojos como péndulos que oscilaban entre las fotografías
y sus retratos. Sólo salía a la calle para ir a buscar a Ana a la escuela o
comprar más papel de dibujo. Por la noche, cuando Maga veía los avances de sus
obras, guardaba un silencio de asombro.
-
Son hermosos – decía.
-
Mirá, el de Pichuco va a quedar mejor que la
foto – decía Frattini, satisfecho.
Un domingo, al
amanecer, mientras afuera la ciudad despertaba con un sonido quedo de sirenas y
motores de colectivos, Frattini dejó el lápiz sobre la mesa y se pasó una mano
por el rostro. Estaba agotado. Había pasado toda la noche definiendo los
últimos trazos del último retrato. Ahora que había terminado sentía que se
había quedado sin fuerzas para nada. Con esfuerzo, se incorporó de la silla y
comenzó a colocar la veintena de retratos sobre el piso, uno junto al otro,
para poder ver el resultado de su trabajo.
De pronto,
sintió ganas de gritar.
Se dirigió al
cuarto para contarle a su mujer que había terminado. Pero al entrar y ver a Ana
y Maga durmiendo abrazadas, guardó silencio. Las contempló durante unos minutos.
-
¿Qué hacés, Carlos? – preguntó Maga,
entreabriendo los ojos.
-
Las miro y pienso en todo lo que me perdí.
-
¿No
dormiste?
-
No. Pero terminé de pintar.
Maga sonrió y
abrió los brazos, invitándolo a que se acostara junto a ellas.
Hacía más de veinte
minutos que Nélida López French estaba mirando los retratos, y no había dicho
ni una sola palabra. Frattini comenzaba a desesperarse, pero por alguna razón
no se decidía a preguntarle nada, como si no tuviera fuerzas para saber si
aquello era un triunfo o su última derrota.
Al fin, Nélida
tomó el teléfono de su escritorio y marcó un número. De pronto la oyó decir:
-
Horacio, soy Nélida. Tenés que ver algo. No,
ahora. Por favor. Nunca te pido nada – dijo, con una voz que no dejaba lugar a
la duda. Y después, sonriendo, agregó: - Gracias.
Colgó el
teléfono y volvió a pasar la vista por los retratos. Se detuvo en el de Troilo,
con un interés detectivesco.
-
El Gordo quedó bárbaro, Frattini.
-
No entiendo, Nélida – comenzó a decir Frattini,
pero se detuvo al ver que ella alzaba una mano.
-
Usted no tienen que entender nada. Sólo tiene
que pintar.
-
¿A quién llamó?
-
¿No le gustan las sorpresas, Frattini?
No respondió.
Las sorpresas nunca eran buenas. Sin embargo, guardó silencio y trató de
concentrarse en el café que tenía delante, como si en eso se le fuera la
vida.
Minutos, horas
más tarde, alguien llamó a la puerta.
-
¿Quién es?
-
Horacio – dijo una voz.
Cuando se abrió
la puerta y vio aparecer a Horacio Ferrer, Frattini miró a Nélida con los ojos
desbordados de agradecimiento. Ella le guiñó un ojo y le señaló los retratos a
Ferrer.
-
Te presento a Carlos Frattini, un artista que
necesita ayuda – dijo Nélida.
-
Mucho gusto, Horacio Ferrer – dijo el poeta.
Frattini estaba
tan emocionado que no pudo decir nada.
-
Quiero que me digas qué te parecen los retratos
– dijo Nélida.
Ferrer se sentó
y comenzó a mirar los rostros de Pichuco, la Legrand, Piazzola. Pasaba de uno a
otro con frenesí, sin detenerse más que unos pocos segundos.
-
Sinceramente, me parecen fantásticos, Frattini –
dijo Ferrer al cabo de unos minutos de silencio.
-
Gracias – dijo Frattini, con un esfuerzo
sobrehumano.
-
Horacio: quiero que escribas un poema para cada
retrato – dijo Nélida.
-
¿Original?
-
Original. Sólo van a salir en los cuadros. Eso
va a hacer que la gente se interese más. ¿Qué decís?
Horacio Ferrer
miró a Frattini con un gesto ambiguo.
-
Espero no arruinarlos – dijo después, tan generoso
como su sonrisa.
Frattini ya no
pudo contenerse.
-
Maestro, no sé cómo agradecerle. Y a usted,
Nélida. Gracias. Gracias a los dos.
-
En un mes hacemos la muestra en el microcine. Ya
pueden empezar a trabajar.
A fines de Julio
de aquel año, 1976, cada uno de los veinte retratos tenía un poema original
escrito y firmado por Horacio Ferrer. Al ver el resultado de aquellos meses de
trabajo, Nélida le auguró un éxito inmediato.
-
Soldi tenía razón. Usted es un artista.
Prepárese, porque todos van a querer un retrato suyo.
39
Vestidos con sus
mejores ropas, Frattini, Maga y Ana tomaron un taxi en dirección a la Avenida
Córdoba. A través de las ventanillas del auto, Frattini creyó notar que la
gente lo observaba. Se sentía importante. Y más importante se sintió cuando,
apenas al llegar, lo rodearon tres periodistas para fotografiarlo posando con
sus cuadros.
Nélida estaba
exultante.
-
Confirmaron todos. Va a ser un éxito.
No mentía. A
medida que pasaban los minutos, el microcine donde estaban expuestas sus obras
se iba llenando de periodistas y gente famosa y desconocida. Pronto, se vio
frente a aquella niña que salía en televisión y que había retratado con tanto
esmero.
-
¿Viste que bien saliste en el cuadro, Andrea? –
dijo Nélida.
La niña miró su
rostro retratado y después a Frattini. Tenía la misma edad que Ana, pero estaba
vestida como una princesa. El flash de una cámara cegó a Frattini por unos
segundos.
-
Gracias por el regalo– dijo la niña.
Nélida sonrió
con incomodidad.
-
Si te gusta el cuadro podés comprarlo, ¿no,
Nicolás? – dijo, mirando al padre de la niña con nerviosismo.
El padre
asintió, y en ese momento se alejaron para saludar a Tania, la mujer de
Discépolo, que acababa de entrar al microcine. Cuando se quedaron solos, Nélida
le dijo a Frattini en voz baja:
-
Tranquilo, está saliendo todo bien.
Pero a Frattini
le resultaba imposible relajarse y disfrutar el momento. No le interesaban los
cumplidos, tan sólo quería asegurarse de vender sus cuadros.
-
Zita, fue él.
-
Sonrían – dijo una voz.
Nélida, Frattini
y Zita posaron para la cámara.
Frattini trató
de concentrarse en lo que oía. Zita. Conocía el nombre. Dejó de mirar al
fotógrafo para descubrir a la mujer que, junto a él, se llevaba un dedo al ojo
derecho para detener la caída de una lágrima. Nélida le pasó un brazo por los
hombros y la besó sobre el cabello.
-
¿Quedó lindo?
-
Hermoso. Gracias por pintar a mi gordito – dijo
Zita con nostalgia.
-
Yo lo admiraba mucho – dijo Frattini.
-
Gracias. No lo venda que me lo voy a llevar yo –
dijo Zita, señalando el retrato de Troilo.
Supo que había
llegado Soldi con sólo oír los aplausos. Rápidamente, Frattini se acercó a Maga
y Ana, que, en un rincón, comentaban en voz baja la entrada de cada famoso.
-
Esto es increíble, Carlos.
-
Vení, Maga, quiero que conozcas al maestro.
Los tres se
acercaron al grupo que asfixiaba a Soldi con cámaras fotográficas y sonrisas
embelesadas. Al verlo, el maestro lo señaló con el mentón.
-
¿No le dije que los artistas terminan
imponiéndose? – dijo Soldi.
-
Gracias por todo, maestro. Le presento a mi
mujer y a mi hija.
Pronto, Nélida
lo apartó de los periodistas para darle la segunda buena noticia de la tarde.
-
La secretaria de Ariel Ramírez pidió que le
lleves el retrato en la semana – dijo, extendiéndole una tarjeta.
Frattini se la
guardó en el bolsillo.
Los famosos y
los desconocidos continuaron acercándose a Frattini durante toda la exposición.
Los saludaba con paciencia, agradecía los cumplidos y prometía nuevos retratos.
Cuando el público comenzó a marcharse,
él había descubierto dos cosas: que sus retratos eran un éxito, y que el éxito
era algo demasiado intangible para sus necesidades. Al de Troilo y Ramírez, se
habían sumado apenas dos ventas más. Frattini ni recordaba de quiénes eran los
retratos vendidos. Le daba lo mismo. Sólo pensaba que con ese dinero podría
vivir dos, tres meses a lo sumo.
Poco a poco, el
microcine comenzó a vaciarse de gente.
Soldi fue uno de
los últimos en marcharse. Cuando Frattini vio que comenzaba a despedirse de
quienes lo rodeaban, se acercó con una idea fija.
-
Maestro, quiero hablar con usted.
-
Dígame, Frattini.
-
Esto va ir lento, ¿no? – dijo Frattini,
señalando los cuadros con un gesto vago.
-
Sí. Puede llevar años. Pero va a terminar
imponiéndose en el mundo del arte. Está condenado al triunfo, Frattini.
Soldi lo palmeó.
Un gesto paternal que Frattini agradeció con una sonrisa, pero que no le
bastaba para calmar a sus demonios.
-
Maestro, le pido un favor. Yo voy a seguir
dibujando…
-
Tiene que seguir dibujando. ¿No vio a esta
gente? Se emocionan con lo que usted pinta – dijo Soldi.
-
Yo voy a seguir pintando en mis ratos libres…
pero… hasta que me meta en el mercado del arte… ¿no me puede conseguir un laburito
de cualquier cosa?
Soldi cerró los
ojos con fastidio. Después apoyó sus manos en los hombros de Frattini y,
mirándolo a los ojos, dijo:
-
¿Trabajar? Olvídese, Frattini. Usted es un
artista. Y los artistas pintan, no trabajan.
En silencio,
Frattini lo vio colocarse el sobretodo y el sombrero.
Antes de
marcharse, le dijo:
-
Tenga paciencia. Usted es un artista.
A medida que
Soldi se alejaba, Frattini creyó sentir que el microcine se llenaba con una
bruma pesada, tan sólida como para alzarlo y sostenerlo en el aire, por sobre
la cabeza de los periodistas que volvían a retratarlo. De pronto, una voz lo
devolvió a la realidad.
-
¿Vamos, Carlos?
Maga lo tomó de
la mano con afecto. En ese momento se acercó Nélida.
-
Lo está esperando Zita, Frattini. Quiere que le
lleve el retrato usted en persona.
Las sorpresas
nunca eran buenas. Pero aquella era maravillosa. Era un artista, y la mujer de
Aníbal Troilo quería que le llevara el retrato de su marido a la casa.
-
Andá, Carlos. Nos vemos en casa. Saludá a papi, Anita.
Besó a su mujer
y a su hija y siguió a Nélida hasta la puerta. Allí, un empleado de la
Editorial sostenía el retrato de Pichuco envuelto en papel madera. Al verlo
acercarse, Zita dijo:
-
¿Es mucha molestia si viene a casa?
-
Es un honor, Zita – respondió Frattini.
Cuando llegaron,
Zita bajó del auto con el retrato atesorado entre sus brazos. Al ver la
indecisión de Frattini, lo animó diciendo:
-
Venga, Frattini, no sea tímido.
Él se apuró a
bajar, y luego la siguió por la vereda y entraron juntos a la casa. Apenas
pisar el living, Frattini se detuvo en seco. Nunca había visto tantos retratos juntos
de una misma persona. Decenas de Pichucos lo miraban con gesto altanero desde
las cuatro paredes. Zita lo dejó mirar los cuadros en silencio. Frattini la
miró, confundido. ¿Para qué quería otro retrato?
-
No se quede ahí parado, venga. Descuelgue ese
cuadro – dijo Zita, señalando el retrato más grande de todos.
Él obedeció.
Parado sobre una silla, retiró el cuadro enmarcado y lo apoyó en el piso.
-
Ahora cuelgue el que pintó usted.
Lo hizo, y luego
se sentó junto a Zita en el sillón que estaba enfrentado a aquella pared, donde
su Pichuco los miraba con ojos de carbón. Sin dejar de mirar el cuadro, Zita le
apoyó una mano en la rodilla diciendo:
-
Lo pintaron todos. Con pinceles, al carbón, de
todas formas. Pero usted es el único artista que capturó su verdadera mirada,
Frattini.
Aturdido,
Frattini permaneció algunos minutos compartiendo la nostalgia silenciosa de
Zita. Luego, ella le entregó el cheque y lo despidió sin moverse, concentrada
en sus propias lágrimas y en aquel Pichuco pintado al carbón que parecía
regresar desde la oscuridad de la muerte.
Esa noche, al
acostarse, Maga se acurrucó contra su cuerpo.
-
¿Estás contento?
-
Sí, pero vendí sólo cuatro cuadros.
-
¿Qué importa? De a poco los vas a ir vendiendo
todos. Quedate acá dibujando. Yo trabajo. Yo puedo ganar plata – dijo Maga con
una generosidad tan sincera y despreocupada que a Frattini lo llenó de
vergüenza.
-
Es tarde, Maga. Tenés que dormir.
Frattini cerró
los ojos. “Soy un artista”, fue lo último que pensó antes de dormirse.
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