Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 3 de abril de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 37, 38 y 39.



37

El 11 de mayo de 1976, Frattini fue liberado en Mar del Plata. Allí lo habían trasladado hacía un par de semanas, para que pagara antiguos delitos de falso turista. Cuando alcanzó el portón de salida del Penal, respiró hondo el aire impregnada de sal y alzó la vista al cielo negro apenas salpicado de estrellas. Después, con la mirada atenta a los movimientos de la calle, comenzó a andar hacia la estación de trenes. Al llegar, buscó un teléfono.
-        Maga, soy yo. Me largaron – dijo, feliz.
-        ¿Cuándo venís?
-        Llego a Constitución a las seis de la mañana.
-        Te voy a buscar.
-        Te quiero, Maga – dijo Frattini, y no mentía.
De los ocho años que llevaban casados, él había permanecido cinco a la sombra. Su mayor condena hasta entonces. Y Maga no había dejado de visitarlo ni un solo domingo.
“Me voy a curar”, se dijo Frattini mientras el tren emprendía su viaje a Buenos Aires. Lo necesitaba. Ya estaba cansado de perder, de soportar las violencias propias y ajenas. Quería cuidar a su mujer y a su hija, olvidarse de las llaves, convertirse en un hombre de bien. El maestro Soldi había prometido ayudarlo, y Frattini se decía y se repetía que el dibujo sería su salida de emergencia.
Poco a poco, el paisaje comenzó a volverse repetitivo en las ventanillas. Campo y más campo. Frattini se arropó con el saco fino que llevaba. Pensó en Ana, en Maga.
Lo despertó el grito del guarda.
-        Constitución.
Apurado, Frattini juntó sus cosas y descendió del vagón con el cuerpo entumecido por el viaje. Maga y Ana lo esperaban en el andén. Las besó mil veces, las alzó en el aire, y lloró con ellas.
Los primeros dos días ni se molestó en salir a la calle. Lo único que quería era estar con su mujer y su hija. Al tercer día, se vistió con ropas limpias, se puso una corbata y se preparó para volver a las calles. Maga estaba preparándose para ir al trabajo. Hacía unos meses que había conseguido un buen puesto en el Ministerio de Hacienda. Al verlo, se quedó sin palabras, como si hubiera visto a un fantasma.
-        Esta la última, Carlos. Si caés una vez más, olvidate de nosotras – dijo.
-        Ya lo sé.
Se acercó a ella y la tomó de las manos.  
-        Voy a cambiar. Voy a pintar y voy a vivir de eso. Quiero que seas feliz.
-        Entonces quedate en casa dibujando – dijo Maga, y su voz tenía tono de súplica. – Con lo que gano yo podemos vivir tranquilos. No hace falta que salgas. Quedate acá, dibujá…
Frattini la abrazó. Quería curarse de esa extraña enfermedad que se había contagiado hacía mucho, hurgando debajo de los sifones. Pero no estaba dispuesto a convertirse en un mantenido. Dibujaría grandes retratos, ganaría dinero, y si no, trabajaría de cualquier otra cosa decente.  
-        Me voy, Maga.
-        ¿A dónde vas? – preguntó su mujer, incapaz de disimular su angustia.
-        A ver a Soldi. Él me va a ayudar.
Maga lo estrechó entre sus brazos.
Tomó un colectivo en dirección al barrio de Belgrano. En los últimos años, la ciudad había cambiado bastante. Desde la ventanilla del colectivo, pudo ver hombres armados vestidos de civil, que viajaban en autos sin patente y se detenían para pedirles documentos a los peatones que andaban por las calles.  
Con una arquitectura señorial, la casa de Soldi parecía una casona inglesa que había sido transportada mágicamente a la ciudad de Buenos Aires. Árboles en la puerta, una cerca de madera y un timbre que Frattini de pronto no se atrevía a tocar. ¿Se acordaría de él el maestro? Por un momento, pensó en marcharse. Como un acto reflejo que ni el encierro ni sus deseos habían exorcizado, se llevó una mano al bolsillo para tocar las llaves. Alzó la vista: se detuvo a mirar los edificios lujosos que rodeaban la casa del maestro.
Entonces recordó que las únicas llaves que llevaba eran las de su casa, y que allí lo esperaban dos mujeres a las que les había prometido cambiar. Soltó las llaves con asco, se acomodó la ropa, el cabello, y al fin tocó el timbre. Desde el interior de la casa, la mujer de Soldi lo miró, confundida, incapaz de reconocer los cientos de rostros que peregrinaban hacia allí para visitar a su marido.
-        ¿Quién es?
-        Carlos Frattini. El maestro me dijo que viniera a verlo.
La mujer hizo un gesto vago, como si no recordara nada.
-        Yo pinté el retrato de Borges.
La mujer pareció aún más confundida.
-         En la cárcel de Devoto – dijo Frattini con resignación.
-        Ah – dijo la mujer, asintiendo. Y mientras abría la puerta cancel, sonrió diciendo: - Venga, pase. Disculpe, es que viene tanta gente…
-        Me imagino – dijo Frattini.
Siguió a la mujer por un pasillo cargado de cuadros enmarcados en madera. Cuando alcanzaron el living, un espacio de cuatro metros por cinco, con una enorme biblioteca atestada de volúmenes de distinto tamaño, y decorada con una sobriedad franciscana, la mujer señaló uno de los sillones diciendo:
-        Raúl está en el taller, siéntese que voy a llamarlo.
-        Si quiere voy yo – dijo Frattini con curiosidad.
La mujer sacudió las manos, divertida.
-        No. Imposible.  
Cuando ella se alejó, Frattini se dejó caer en uno de los sillones de cuero amarronado. Intentó repasar todo lo que había planeado decir, pero se dio cuenta de que tenía la mente en blanco. Nervioso, se incorporó y comenzó a recorrer el salón. Vio cuadros de Soldi, y también obras de otros artistas importantes. No pudo evitar buscar su retrato de Borges, pero no estaba. De lejos le llegó el rumor de una conversación. Volvió la vista, pero nadie se acercaba.
Se detuvo frente a una vitrina donde estaban expuestas las plaquetas que celebraban el primer premio del Salón Nacional de 1947 y el primer premio de la Bienal de San Pablo de 1948. En lugar de alentarlo, aquellos logros de Soldi lo avergonzaron. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué no aceptaba que era sólo un ladrón con aspiraciones de dibujante? Poco a poco, la sala comenzó a agrandarse y él, Frattini, se sintió tan pequeño como asustado.
-        Salió. Felicidades – dijo una voz a sus espaldas.
Frattini se volvió y descubrió al maestro sentado en uno de los sillones. No lo había escuchado llegar, y quizá lo estuviera mirando mirar sus premios desde hacía unos minutos. Frattini se acercó y le tendió la mano.
-        Es un honor, maestro.
-        Siéntese. ¿Cómo se llamaba?
-        Carlos Frattini.
-        ¿Y, Frattini? ¿Está pintando?
-        Sí – mintió Frattini, y luego de un silencio, se oyó suplicar: -, pero necesitaría que alguien me promocione.  
Soldi alzó las cejas, hasta que sus ojos se volvieron blancos.
-        Y quiere que yo lo ayude.
Frattini asintió en silencio, avergonzado. No estaba acostumbrado a pedir favores, y mucho menos a gente tan importante como Soldi.
Sin decir nada, el maestro tomó el teléfono de la mesa que estaba junto al sillón y marcó un número. Mientras esperaba ser atendido, no le quitó los ojos de encima. Quizá desconfiara, o sólo buscara contemplar la dicha que su propia generosidad podía producir en aquel ex convicto.
-        Estoy llamando a Canal 11 – le susurró, cubriendo el micrófono del teléfono.
Frattini sonrió.
-        Hola, Antonio. Soldi, habla. Sí, estamos bien. No, al final no vamos a Europa porque ando un poco achacado. La edad. Escuchame, te voy a mandar a un pupilo mío que hace unos retratos bellísimos. ¿Le podés dar lugar en algún programa para promocionar sus obras?
Frattini contuvo la respiración, y sólo volvió a respirar cuando el rostro de Soldi se deshizo en un gesto de sorna.
-        Claro, lo mando con una carta de presentación. Gracias. Sí, sí, le mando.
Soldi cortó la llamada, colgó el tubo del teléfono y se cruzó de piernas para contemplar extasiado la sorpresa de Frattini.
-        No sé cómo se lo voy a agradecer.
-        Vístase bien, lleve las tres mejores obras que tenga, ¿me escucha?
-        Sí, sí – repetía Frattini.
Con esfuerzo, el maestro se incorporó y le dio la espalda.
-        Ahora espéreme acá que voy a escribir la carta para el canal.
-        ¿Puedo conocer el taller? – preguntó Frattini, intrigado.
Soldi se volvió para mirarlo.
-        No. Espéreme que ya vengo.

Al entrar en su casa, se encontró a Maga cocinando mientras Ana hacía la tarea de la escuela. Las dos se sobresaltaron al oír el ruido de llaves, y Frattini lamentó que estuvieran tan acostumbradas a vivir solas.
-        Me recibió el maestro – dijo con orgullo.
-        ¿De verdad? – dijo Maga, secándose las manos con un repasador.
-        Sí, me consiguió una entrevista en Canal 11 para que lleve mis obras y me las promocionen.
-        ¿Vas a salir en la tele, papi? – preguntó Ana.
-        Sí - dijo Frattini, emocionado.
Ese mismo día pensó en ir al kiosco de diarios a comprar algunas revistas para sacar los modelos de los tres retratos. Sin embargo, se dio cuenta de que no tenía un centavo en el bolsillo. Con un esfuerzo sobrehumano, aceptó pedirle ayuda a su mujer.
-        Claro, Carlos. Tomá – dijo Maga, abriendo su cartera en busca de dinero.
Cuando le tendió los billetes, Frattini se sintió derrotado. Había cumplido cuarenta y seis años, y ni siquiera podía pagar una revista.
-        Gracias, Maga. Es por ahora. Pero después voy a ganar guita – se prometió.
Las semanas siguientes las pasó dibujando. Al fin, cuando tuvo los tres retratos terminados, se vistió con sus mejores ropas y les pidió a Maga y a Ana que lo acompañaran a Canal 11. Ellas corrieron a vestirse, y cuando volvieron a aparecer él las encontró más bellas que nunca.
Alcanzaron la puerta del Canal a media mañana. Ana y Maga tomadas de la mano, con una sonrisa imposible de disimular. Frattini, abrazado a sus tres obras como si fueran un salvavidas y el mundo, un mar a punto de tragarlo. En la recepción, presentó la nota de Soldi y le pidieron que esperara. Luego de una hora de incertidumbre, apareció un periodista que olía y respiraba humo de cigarrillos negros.
-        ¿Usted es el pupilo de Soldi?
-        Sí – dijo Frattini tendiéndole la carta.
El hombre la leyó durante unos segundos, y luego se echó a andar por el largo pasillo que conducía a los estudios de grabación. Frattini lo vio alejarse con tristeza. Sin embargo, tras caminar diez metros, el hombre se volvió para gritarle:
-        Vengan.
Frattini, su mujer y su hija se incorporaron de un salto. Siguieron al periodista por pasillos con puertas enfrentadas. Con los ojos abiertos como dos platos, Ana se volvía para señalar los decorados de las novelas que miraba.
Alcanzaron una puerta, y el guía televisivo los detuvo con seriedad.
-        Ahora va a salir al aire. Vamos a mostrar sus obras y le vamos a dar especio para que usted las promociones – dijo, y después, mirando a Maga y a Ana, agregó: - Si no hablan se pueden quedar detrás de cámara.
Ellas asintieron.
Frattini estaba tan nervioso que ni siquiera sintió los abrazos y los besos con los que su mujer y su hija le desearon suerte. La puerta se abrió para mostrarles el decorado de un programa de sábado, un falso living, el conductor con tres bailarinas y, enfrentado, un mundo de cámaras, micrófonos y gente que iba de un lado a otro sin dejar de fumar.
De pie junto a un productor, esperó que llegara su turno abrazado a sus tres obras. A lo lejos, Maga le arrojaba besos mientras Ana se detenía a ver los monitores, los micrófonos y las cámaras.
En algún momento, vio que el conductor del programa anunciaba una pausa publicitaria. Pronto, el set se llenó de maquilladoras y técnicos que reparaban cosas. El productor que estaba junto a él le pidió que le entregara las obras para que las pudieran colocar en un lugar bien visible.
-        En cinco entra - dijo.
Frattini asintió en silencio.
Exactamente cinco minutos después, el conductor dijo:
-        Y ahora vamos a conocer un gran dibujante, pupilo del gran maestro Raúl Soldi, que ha venido a presentar sus bellas obras.
Alguien le apoyó una mano en la espalda y lo empujó hacia adelante. Cuando se quiso dar cuenta, estaba delante de las cámaras y el conductor le sonreía con una falsedad tan agradable que parecía sincera.
-        Bienvenido, Frattini.
-        Carlos Frattini. Es un orgullo estar acá.
Durante una hora, Frattini respondió preguntas y describió los retratos que, gracias a Soldi, debían estar apareciendo en los televisores de medio país. Durante toda la entrevista se las ingenió para desviar sus respuestas sin necesidad de decir dónde había estado en los últimos años. Quería que lo conocieran como dibujante, y no como ex convicto. Y lo consiguió: hacia el final de la entrevista, estaba tan seguro de sí que hasta se animó a hacer comentarios divertidos que el conductor aprobaba con su falsa sonrisa. Detrás de cámara, Maga alzaba sus pulgares con una emoción que se le notaba en los ojos. Al fin, el conductor agradeció su presencia y los técnicos lo despidieron con un aplauso.
Frattini estaba feliz.

38

Pasó una semana mirando el teléfono sin recibir ni un solo llamado. Al fin, se presentó en casa de Soldi para pedirle algo que ni él sabía qué era.
-        No sé, maestro, recomiéndeme a sus amigos… si no vendo cuadros no puedo vivir.
-        Frattini, usted es un artista. No se olvide de eso. Y los artistas tarde o temprano se imponen.
-        Tiene que ser temprano, no puedo esperar.
Soldi torció la boca en un gesto que podía ser de aburrimiento, sorna o agobio. Al fin, dijo:
-        Voy a llamar a Nélida López French, la gerenta de la Editorial Musical Korn. Ella va a darle una mano.
Al día siguiente, vestido de punta en blanco, Frattini se presentó en el edificio que la editorial ocupaba sobre Avenida Córdoba. Nélida lo estaba esperando por pedido de Soldi. Al verlo, lo invitó a pasar a su oficina y le ofreció un café que Frattini rechazó porque estaba demasiado nervioso como para tomar o comer cualquier cosa. 
-        Me dijo el maestro que usted podía ayudarme – dijo sin perder tiempo.
-        Sí, ya hablé con él. Vamos a hacer una cosa: deme una semana para que le consiga fotografías de gente famosa. Después, organizamos una exposición con los retratos que usted pinte y los invitamos a todos para que compren los cuadros. ¿Le parece bien?
Frattini asintió. No quería perder más tiempo. Necesitaba pintar, necesitaba vender sus cuadros. Necesitaba tener dinero para no necesitar volver a las llaves. Esa semana, la espera se le hizo insoportable. Quería empezar cuanto antes. Cada día, antes de marcharse al trabajo, Maga abría la cartera y le preguntaba si necesitaba dinero. Entonces Frattini bajaba la mirada con vergüenza.
-        No, Maga, gracias - decía.
La semana siguiente, Nélida López French lo esperaba sentada a su escritorio, con una montaña de fotografías.
-        Mire, Frattini, ¿los conoce? – le dijo con una sonrisa, señalando los rostros que aparecían en las fotos.
Primero con vergüenza, luego con asombro, Frattini fue mirando las fotos de la pequeña Andrea del  Boca, de Horacio Ferrer, de Nacho Manzi, Mirtha Legrand, Piazzola, Discépolo, Troilo, Ramírez y muchos otros músicos y actores famosos que él conocía del cine y de las tapas de los discos.
-        Gracias, Nélida. Muchas gracias.
No llevaba cartera. Y las fotografías eran tantas que tuvo que distribuirlas en todos los bolsillos del saco. Cuando salió de la oficina, besó a Nélida en las mejillas y se lanzó a las calles con la sensación de estar viviendo el primer día del resto de su vida.
Comenzó a pintar esa misma tarde.
Durante los dos meses siguientes, Frattini pasó más de diez horas al día inclinado sobre la mesa de la cocina, con los ojos como péndulos que oscilaban entre las fotografías y sus retratos. Sólo salía a la calle para ir a buscar a Ana a la escuela o comprar más papel de dibujo. Por la noche, cuando Maga veía los avances de sus obras, guardaba un silencio de asombro.
-        Son hermosos – decía.
-        Mirá, el de Pichuco va a quedar mejor que la foto – decía Frattini, satisfecho.
Un domingo, al amanecer, mientras afuera la ciudad despertaba con un sonido quedo de sirenas y motores de colectivos, Frattini dejó el lápiz sobre la mesa y se pasó una mano por el rostro. Estaba agotado. Había pasado toda la noche definiendo los últimos trazos del último retrato. Ahora que había terminado sentía que se había quedado sin fuerzas para nada. Con esfuerzo, se incorporó de la silla y comenzó a colocar la veintena de retratos sobre el piso, uno junto al otro, para poder ver el resultado de su trabajo.
De pronto, sintió ganas de gritar.
Se dirigió al cuarto para contarle a su mujer que había terminado. Pero al entrar y ver a Ana y Maga durmiendo abrazadas, guardó silencio. Las contempló durante unos minutos.
-        ¿Qué hacés, Carlos? – preguntó Maga, entreabriendo los ojos.
-        Las miro y pienso en todo lo que me perdí.
-         ¿No dormiste?
-        No. Pero terminé de pintar.
Maga sonrió y abrió los brazos, invitándolo a que se acostara junto a ellas.  

Hacía más de veinte minutos que Nélida López French estaba mirando los retratos, y no había dicho ni una sola palabra. Frattini comenzaba a desesperarse, pero por alguna razón no se decidía a preguntarle nada, como si no tuviera fuerzas para saber si aquello era un triunfo o su última derrota.
Al fin, Nélida tomó el teléfono de su escritorio y marcó un número. De pronto la oyó decir:
-        Horacio, soy Nélida. Tenés que ver algo. No, ahora. Por favor. Nunca te pido nada – dijo, con una voz que no dejaba lugar a la duda. Y después, sonriendo, agregó: - Gracias.
Colgó el teléfono y volvió a pasar la vista por los retratos. Se detuvo en el de Troilo, con un interés detectivesco.
-        El Gordo quedó bárbaro, Frattini.
-        No entiendo, Nélida – comenzó a decir Frattini, pero se detuvo al ver que ella alzaba una mano.
-        Usted no tienen que entender nada. Sólo tiene que pintar.
-        ¿A quién llamó?
-        ¿No le gustan las sorpresas, Frattini?
No respondió. Las sorpresas nunca eran buenas. Sin embargo, guardó silencio y trató de concentrarse en el café que tenía delante, como si en eso se le fuera la vida. 
Minutos, horas más tarde, alguien llamó a la puerta.
-        ¿Quién es?
-        Horacio – dijo una voz.
Cuando se abrió la puerta y vio aparecer a Horacio Ferrer, Frattini miró a Nélida con los ojos desbordados de agradecimiento. Ella le guiñó un ojo y le señaló los retratos a Ferrer.
-        Te presento a Carlos Frattini, un artista que necesita ayuda – dijo Nélida.
-        Mucho gusto, Horacio Ferrer – dijo el poeta.
Frattini estaba tan emocionado que no pudo decir nada.
-        Quiero que me digas qué te parecen los retratos – dijo Nélida.
Ferrer se sentó y comenzó a mirar los rostros de Pichuco, la Legrand, Piazzola. Pasaba de uno a otro con frenesí, sin detenerse más que unos pocos segundos.
-        Sinceramente, me parecen fantásticos, Frattini – dijo Ferrer al cabo de unos minutos de silencio.
-        Gracias – dijo Frattini, con un esfuerzo sobrehumano.
-        Horacio: quiero que escribas un poema para cada retrato – dijo Nélida.
-        ¿Original?
-        Original. Sólo van a salir en los cuadros. Eso va a hacer que la gente se interese más. ¿Qué decís?
Horacio Ferrer miró a Frattini con un gesto ambiguo.
-        Espero no arruinarlos – dijo después, tan generoso como su sonrisa.
Frattini ya no pudo contenerse.
-        Maestro, no sé cómo agradecerle. Y a usted, Nélida. Gracias. Gracias a los dos.
-        En un mes hacemos la muestra en el microcine. Ya pueden empezar a trabajar.

A fines de Julio de aquel año, 1976, cada uno de los veinte retratos tenía un poema original escrito y firmado por Horacio Ferrer. Al ver el resultado de aquellos meses de trabajo, Nélida le auguró un éxito inmediato.
-        Soldi tenía razón. Usted es un artista. Prepárese, porque todos van a querer un retrato suyo.

39

Vestidos con sus mejores ropas, Frattini, Maga y Ana tomaron un taxi en dirección a la Avenida Córdoba. A través de las ventanillas del auto, Frattini creyó notar que la gente lo observaba. Se sentía importante. Y más importante se sintió cuando, apenas al llegar, lo rodearon tres periodistas para fotografiarlo posando con sus cuadros.
Nélida estaba exultante.
-        Confirmaron todos. Va a ser un éxito.
No mentía. A medida que pasaban los minutos, el microcine donde estaban expuestas sus obras se iba llenando de periodistas y gente famosa y desconocida. Pronto, se vio frente a aquella niña que salía en televisión y que había retratado con tanto esmero.
-        ¿Viste que bien saliste en el cuadro, Andrea? – dijo Nélida.
La niña miró su rostro retratado y después a Frattini. Tenía la misma edad que Ana, pero estaba vestida como una princesa. El flash de una cámara cegó a Frattini por unos segundos.
-        Gracias por el regalo– dijo la niña.
Nélida sonrió con incomodidad.
-        Si te gusta el cuadro podés comprarlo, ¿no, Nicolás? – dijo, mirando al padre de la niña con nerviosismo.
El padre asintió, y en ese momento se alejaron para saludar a Tania, la mujer de Discépolo, que acababa de entrar al microcine. Cuando se quedaron solos, Nélida le dijo a Frattini en voz baja:
-        Tranquilo, está saliendo todo bien.
Pero a Frattini le resultaba imposible relajarse y disfrutar el momento. No le interesaban los cumplidos, tan sólo quería asegurarse de vender sus cuadros.
-        Zita, fue él.
-        Sonrían – dijo una voz.
Nélida, Frattini y Zita posaron para la cámara.
Frattini trató de concentrarse en lo que oía. Zita. Conocía el nombre. Dejó de mirar al fotógrafo para descubrir a la mujer que, junto a él, se llevaba un dedo al ojo derecho para detener la caída de una lágrima. Nélida le pasó un brazo por los hombros y la besó sobre el cabello.
-        ¿Quedó lindo?
-        Hermoso. Gracias por pintar a mi gordito – dijo Zita con nostalgia.
-        Yo lo admiraba mucho – dijo Frattini.
-        Gracias. No lo venda que me lo voy a llevar yo – dijo Zita, señalando el retrato de Troilo.
Supo que había llegado Soldi con sólo oír los aplausos. Rápidamente, Frattini se acercó a Maga y Ana, que, en un rincón, comentaban en voz baja la entrada de cada famoso.
-        Esto es increíble, Carlos.
-        Vení, Maga, quiero que conozcas al maestro.
Los tres se acercaron al grupo que asfixiaba a Soldi con cámaras fotográficas y sonrisas embelesadas. Al verlo, el maestro lo señaló con el mentón.
-        ¿No le dije que los artistas terminan imponiéndose? – dijo Soldi.
-        Gracias por todo, maestro. Le presento a mi mujer y a mi hija.
Pronto, Nélida lo apartó de los periodistas para darle la segunda buena noticia de la tarde.
-        La secretaria de Ariel Ramírez pidió que le lleves el retrato en la semana – dijo, extendiéndole una tarjeta.
Frattini se la guardó en el bolsillo.
Los famosos y los desconocidos continuaron acercándose a Frattini durante toda la exposición. Los saludaba con paciencia, agradecía los cumplidos y prometía nuevos retratos.  Cuando el público comenzó a marcharse, él había descubierto dos cosas: que sus retratos eran un éxito, y que el éxito era algo demasiado intangible para sus necesidades. Al de Troilo y Ramírez, se habían sumado apenas dos ventas más. Frattini ni recordaba de quiénes eran los retratos vendidos. Le daba lo mismo. Sólo pensaba que con ese dinero podría vivir dos, tres meses a lo sumo.
Poco a poco, el microcine comenzó a vaciarse de gente.
Soldi fue uno de los últimos en marcharse. Cuando Frattini vio que comenzaba a despedirse de quienes lo rodeaban, se acercó con una idea fija.
-        Maestro, quiero hablar con usted.
-        Dígame, Frattini.
-        Esto va ir lento, ¿no? – dijo Frattini, señalando los cuadros con un gesto vago.
-        Sí. Puede llevar años. Pero va a terminar imponiéndose en el mundo del arte. Está condenado al triunfo, Frattini.
Soldi lo palmeó. Un gesto paternal que Frattini agradeció con una sonrisa, pero que no le bastaba para calmar a sus demonios.
-        Maestro, le pido un favor. Yo voy a seguir dibujando…
-        Tiene que seguir dibujando. ¿No vio a esta gente? Se emocionan con lo que usted pinta – dijo Soldi.
-        Yo voy a seguir pintando en mis ratos libres… pero… hasta que me meta en el mercado del arte… ¿no me puede conseguir un laburito de cualquier cosa?
Soldi cerró los ojos con fastidio. Después apoyó sus manos en los hombros de Frattini y, mirándolo a los ojos, dijo:
-        ¿Trabajar? Olvídese, Frattini. Usted es un artista. Y los artistas pintan, no trabajan.
En silencio, Frattini lo vio colocarse el sobretodo y el sombrero.
Antes de marcharse, le dijo:
-        Tenga paciencia. Usted es un artista.
A medida que Soldi se alejaba, Frattini creyó sentir que el microcine se llenaba con una bruma pesada, tan sólida como para alzarlo y sostenerlo en el aire, por sobre la cabeza de los periodistas que volvían a retratarlo. De pronto, una voz lo devolvió a la realidad.
-        ¿Vamos, Carlos?
Maga lo tomó de la mano con afecto. En ese momento se acercó Nélida.
-        Lo está esperando Zita, Frattini. Quiere que le lleve el retrato usted en persona.
Las sorpresas nunca eran buenas. Pero aquella era maravillosa. Era un artista, y la mujer de Aníbal Troilo quería que le llevara el retrato de su marido a la casa.
-        Andá, Carlos. Nos vemos en casa. Saludá a papi, Anita.
Besó a su mujer y a su hija y siguió a Nélida hasta la puerta. Allí, un empleado de la Editorial sostenía el retrato de Pichuco envuelto en papel madera. Al verlo acercarse, Zita dijo:
-        ¿Es mucha molestia si viene a casa?
-        Es un honor, Zita – respondió Frattini.
Cuando llegaron, Zita bajó del auto con el retrato atesorado entre sus brazos. Al ver la indecisión de Frattini, lo animó diciendo:
-        Venga, Frattini, no sea tímido.
Él se apuró a bajar, y luego la siguió por la vereda y entraron juntos a la casa. Apenas pisar el living, Frattini se detuvo en seco. Nunca había visto tantos retratos juntos de una misma persona. Decenas de Pichucos lo miraban con gesto altanero desde las cuatro paredes. Zita lo dejó mirar los cuadros en silencio. Frattini la miró, confundido. ¿Para qué quería otro retrato?
-        No se quede ahí parado, venga. Descuelgue ese cuadro – dijo Zita, señalando el retrato más grande de todos.
Él obedeció. Parado sobre una silla, retiró el cuadro enmarcado y lo apoyó en el piso.
-        Ahora cuelgue el que pintó usted.
Lo hizo, y luego se sentó junto a Zita en el sillón que estaba enfrentado a aquella pared, donde su Pichuco los miraba con ojos de carbón. Sin dejar de mirar el cuadro, Zita le apoyó una mano en la rodilla diciendo:
-        Lo pintaron todos. Con pinceles, al carbón, de todas formas. Pero usted es el único artista que capturó su verdadera mirada, Frattini.  
Aturdido, Frattini permaneció algunos minutos compartiendo la nostalgia silenciosa de Zita. Luego, ella le entregó el cheque y lo despidió sin moverse, concentrada en sus propias lágrimas y en aquel Pichuco pintado al carbón que parecía regresar desde la oscuridad de la muerte.

Esa noche, al acostarse, Maga se acurrucó contra su cuerpo.
-        ¿Estás contento?
-        Sí, pero vendí sólo cuatro cuadros.
-        ¿Qué importa? De a poco los vas a ir vendiendo todos. Quedate acá dibujando. Yo trabajo. Yo puedo ganar plata – dijo Maga con una generosidad tan sincera y despreocupada que a Frattini lo llenó de vergüenza.
-        Es tarde, Maga. Tenés que dormir.
Frattini cerró los ojos. “Soy un artista”, fue lo último que pensó antes de dormirse.

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