Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 6 de abril de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 40 y 41.



40
El retrato que había pintado estaba colgado sobre la pared principal de la oficina de Ariel Ramírez. Debajo del cuadro, indiferente a todo salvo a sus triviales conversaciones telefónicas, la secretaria le hizo un gesto desganado para indicarle que se sentara.
Con ansiedad, Frattini esperó que terminara la llamada. Entonces, se incorporó diciendo:
-        Vine a cobrar el cuadro. Me dijiste que viniera esta semana.
-        No tenés suerte. El maestro sigue reunido. Si querés esperar…
Frattini se dejó caer en un sillón con fastidio. Era la cuarta vez que se presentaba en la oficina. Para entonces los flashes de los periodistas se habían apagado. Los diarios habían dejado de hablar de la muestra. Todos los interesados en sus cuadros habían encontrado excusas para no comprarlos. Soldi seguía insistiendo en que era un artista, y como tal no debía perder tiempo trabajando como el resto de los mortales. Y Ramírez, el maestro, seguía tan ocupado que ni siquiera parecía tener un minuto libre para firmar el cheque Frattini esperaba.
El dinero que había ganado con la venta de los otros tres cuadros estaba a punto terminarse. En un mes había pasado de la exaltación, de la confianza ciega en su triunfo, a esa sensación de abatimiento que le generaba el rechazo de aquellos famosos que lo habían adulado con frases huecas que no se habían animado a acompañar con un cheque a su nombre.
Pasaron los minutos, las horas. Frattini seguía sentado, esperando que la puerta de la oficina de Ramírez se abriera. Pero permanecía cerrada, y sólo se abría para dejarle paso a otra gente. La secretaria era inconmovible. A lo largo de sus visitas, ya había probado con todo: bostezar con la boca destapada, tamborilear los dedos sobre la mesa ratona, cruzarse y descruzarse de piernas, resolplar mirando el reloj… pero nada parecía suficiente como para llamar la atención de aquella mujer hermosa que lo ignoraba.
Al fin, se incorporó diciendo:
-        No puedo esperar más.
-        Vení la semana que viene.
Frattini sintió que la sangre comenzaba a correrle más rápido por las venas. De pronto, la secretaria se le reveló como lo que en verdad era: una pituca que lo menospreciaba y lo trataba como escoria.
-        ¿Sabés? Yo no vengo a que me paguen de lástima. Yo no pinto por caridad, ¿me entendiste?
Aburrida, la secretaria puso los ojos en blanco.
-        No puedo hacer nada.
Entonces Frattini ya no pudo contener su ira. Se sentía estafado: no sólo por Ramírez, sino por Soldi, Nélida y todos los que le habían prometido aquel paraíso que ahora se desmoronaba sobre su espalda y lo obligaba a inclinarse sobre el escritorio de la secretaria que lo miraba con desidia.
Señaló el retrato de Ramírez, colgado sobre la secretaria.
-        Si no me pagás, me llevo el cuadro – dijo, avanzando hacia la pared.
La secretaria de Ramírez se incorporó. Parecía nerviosa. Después de todo no era tan insensible como Frattini pensaba: al menos había sentido miedo de que su jefe la reprendiera al notar la ausencia del cuadro. Sintió que lo tomaba del brazo, y entonces se volvió para mirarla.
-        No se enoje, Frattini – dijo, con un respeto que nunca antes le había mostrado. Y, alejándose agregó: - Espere que voy a hablar con él.
Frattini sólo soltó el cuadro cuando la vio entrar a la oficina de Ramírez. Diez minutos después, el cuadro seguía colgado de la pared, y Frattini se marchaba con el cheque en sus manos.

Cada vez que la llamaba para averiguar si los compradores habían dejado una seña para los retratos que habían reservado, Nélida, avergonzada, volvía a apostar al futuro que se le negaba:
-        No me pagaron. Pero ya van a venir otros compradores. Tus cuadros son excelentes.
-        Necesito plata. ¿Podés conseguirme un trabajo, Nélida? – rogaba Frattini.
-        No, Soldi te lo dijo: concentrate en tu obra.
Pero eso era imposible. ¿Para qué se iba a quemar los ojos pintando retratos que nadie quería comprar? De pronto se sentía vencido, derrotado. Hacía cinco meses que había salido en libertad y aún no había logrado reinsertarse en la ciudad que parecía mirarlo de costado, adularlo de frente y traicionarlo por la espalda.

Un día de diciembre, Maga regresó del trabajo y lo encontró mirando la ciudad a través de las ventanas. Al oírla llegar, Frattini se volvió.
-        Estás pálida – le dijo, acercándose a ella.
-        Pálida y embarazada – dijo Maga, con una sonrisa cansada.
Frattini contuvo el aliento. Creía haber oído mal.
-        ¿Embarazada?
-        Vamos a tener otro hijo.
Frattini la abrazó con una felicidad y una desolación que le nublaban la vista. Iba a tener otro hijo y ni siquiera tenía dinero para comprarle pañales.
Hacía más de dos meses que no sabía nada de Soldi. Él, como los demás, también parecía haber olvidado las promesas. Sin embargo, el maestro no se sorprendió con su visita.
-        ¿Y Frattini? ¿Cómo van sus obras?
-        Voy a tener un hijo. Necesito un trabajo, maestro.
-        No voy a ayudarlo a arruinar su carrera de artista.
-        Pero…
-        Nada. Pinte. Pinte y vuelva a pintar – dijo el maestro, incapaz de asomar la cabeza por fuera de su confortable burbuja.
Al salir a la calle, Frattini se sintió más sólo que nunca. Los deseos de Soldi no servían para pagar las cuentas ni para acallar esa voz que parecía volver a hablarle en su interior después de meses de ausencia. Nervioso, comenzó a caminar por las calles de Belgrano en dirección al Centro. De a ratos, observaba los edificios, las ventanas cerradas y a los porteros que se apuraban a terminar de lustrar los picaportes de bronce antes de marcharse a dormir la siesta. La esperanza de conseguir un trabajo se había diluido hasta convencerlo de que eso nunca pasaría. ¿A quién quería engañar? De presentarse en un empleo cualquiera, sus patrones no tardarían en despedirlo al conocer su prontuario. Además, ¿qué experiencia tenía? No sabía hacer otra cosa que dibujar y robar.

El embarazo de Maga avanzaba al mismo ritmo que la desesperación de Frattini. Incapaz de concentrarse en sus dibujos, absorbido por sus frustraciones, lo único que lo tranquilizaba era estar en la calle. Una tarde estaba caminando por Avenida Santa Fe cuando escuchó que alguien lo llamaba. Se volvió hacia un lado y otro, pero los peatones pasaban junto a él sin prestarle atención.
-        Acá, loco, ¿estás ciego?
Siguió la voz con los ojos, y descubrió un rostro que le sonreía desde el asiento del conductor de un auto último modelo.
-        ¿Danilo?
-        Vení, atorrante. Subí.
Rodeó el auto y entró para sentarse junto a Danilo, que lo abrazó con afecto.
-        ¿Qué hacés, Pistola? Tanto tiempo…
Hacía años que no se veían. Desde el 73, cuando Danilo fue liberado poco antes del episodio con los guerrilleros. Al verlo, Frattini sintió algo extraño, como una inyección de energía que le devolvió el alma al cuerpo.
-        ¿Qué hacés con este autazo? ¿Te salvaste? – preguntó Frattini, sonriendo.
-        Soy chofer de un estudio de abogados – dijo Danilo, mientras aceleraba y conducía el auto en dirección al Bajo.
-        Entonces cambiaste – dijo Frattini, algo desilusionado.
-        Nosotros nunca cambiamos, Pistola.
Frattini guardó silencio. Danilo no se equivocaba. Algunas cosas son imposibles de cambiar. Los últimos meses de angustia Frattini se había convencido de eso y de muchas otras cosas que hasta entonces no se había animado a aceptar.  
-        Necesito un juego de llaves para salir a laburar – dijo, de pronto.
-        Eso es fácil.
-        Pero tenés que hacerme un favor – dijo después, y con cierta vergüenza y algo de abatimiento, agregó: -  Tenés que venir a casa y decir delante de mi mujer que me conseguiste laburo de chofer.

41

Desde la sala de espera del hospital, Frattini pudo oír los gemidos de Maga y luego el llanto vigoroso de una criatura.
-        Es un varón – dijo Maga, exhausta y feliz, con el niño dormido entre sus brazos.
Frattini estaba exultante. Acariciaba las llaves que guardaba en sus bolsillos como una plegaria. Se compraría un auto y una casa. Su mujer y sus hijos nunca necesitarían nada que él no pudiera darles. No le importaba otra cosa que eso.
Ese día, cuando sus hermanas se acercaron al hospital a conocer a su nuevo sobrino, Frattini les dijo con nostalgia:
-        Miren, heredó el pelo y los ojos de su abuelo.
-        Ojalá que sea lo único que heredó de él – dijo Francisca y luego, mirando a su hermano, preguntó: - ¿Y vos en qué andás?
-        Es chofer de abogados – respondió Maga, acariciando la mano de su marido avergonzado.

Si bien Danilo trabajaba de chofer como pantalla sólo para esconder su verdadera vocación, a veces debía cumplir con el estudio y se ausentaba de las calles. Entonces Frattini salía solo, algo que nunca le había gustado. Por eso, la segunda vez que Danilo lo dejó esperando en La Churrasquita, pensó que era hora de buscar alguien que lo suplantara. Pensó en todos los compañeros que había tenido hasta entonces. Les había perdido la pista, algunos llevaban años encerrados. Hasta el gran Villarino había caído preso en España, tras robar varios millones en un banco de Marbella.
Durante días, Frattini se dedicó a pensar. Desde que había sido liberado, Carlos, el portero, le preguntaba cuándo volverían a las calles. A Frattini aquel hombre lo preocupaba. Era lento, torpe, y vestía mal. Pero parecía desesperado y necesitaba ayuda. Al fin, una tarde Frattini le dijo que se preparara.
-        Si te vestís bien, mañana salís conmigo.
Los ojos del portero se abrieron como platos.

1977 terminó con una gran cena en casa de Frattini. Había comprado regalos para toda su familia, había comprado comida y bebidas, hasta un árbol de navidad que su hija decoró con los dibujos que ella misma había pintado. La felicidad de Maga lo emocionaba tanto a veces olvidaba el engaño.
El primer domingo de enero, mientras Maga y los chicos dormían la siesta, a Frattini se le ocurrió una idea. Llevaría a su familia a descansar a la Costa. Ya podía imaginar a Ana corriendo tras las olas, a Alejandro en brazos de su madre, hermosa, inocente, bronceada. Pero para eso debía juntar más dinero.
Miró el reloj. Le quedaban unas horas antes de la cena. Tenía un presentimiento.  Con cuidado, se visitó sin hacer ruido y garabateó una nota con cualquier excusa.
En el primer departamento al que entró confirmó todos sus presentimientos. Una vitrina de cristal le ofrecía un juego de tres piezas de plata. Con cuidado, abrió la cristalera y tomó una de las piezas para sopesarla. Se sorprendió de lo pesada que era. La hizo girar, la raspó con una llave. Con ansiedad, se guardó las piezas que pagarían las vacaciones y regresó a su casa.
Al verlo entrar, Maga le preguntó dónde había estado.
-        Me llamaron para hacer un viaje. El doctor tenía que ir a Ezeiza para tomar un vuelo.
-        No escuché el teléfono – dijo Maga, mientras le daba de mamar a Alejandro.
Frattini sonrió para ahuyentar su vergüenza.
-        Si dormían como troncos – dijo, besando a su hijo en la frente.
Al día siguiente, Carlos lo esperaba en la puerta con la mirada y el ánimo en el piso.
-        Ojalá que nos vaya bien – dijo a modo de saludo -, necesito plata.
Los deseos de Carlos se convirtieron en una sombra que los persiguió todo el día. Cada cajón que abrían, cada ropero, parecía burlarse de la necesidad del pobre portero de edificio.
-        Volvamos – dijo Frattini, cuando su reloj marcó las seis y media de la tarde.
-        Sigamos un poco más, a ver si consigo plata.
-        No, nos vamos.
Habían visitado siete edificios de los que sólo les había quedado unos pocos billetes y cuatro piernas entumecidas de cansancio. Últimamente, Frattini sentía que las fuerzas lo abandonaban. Ya no era un tan ágil, y con la agilidad, también había perdido algo de su antigua inconsciencia.
Quería estar en su casa. Sin embargo, el rostro abatido del portero le daba lástima. Más de una vez algún compañero suyo le había dado dinero para calmar sus necesidades. Frattini no lo olvidaba. Por eso, al llegar al edificio en que vivían, le pidió al portero que lo esperara en la calle.
Cansado, subió las escaleras hasta su casa, saludó a su familia y se metió en el cuarto. Después, con los bolsillos cargados de joyas disimuladas, le dijo a Maga que debía salir un momento.
-        No te vayas, papi, vienen los reyes magos. Esperalos vos que yo me tengo que ir a lo del abuelo… - dijo Ana.
-        Vuelvo en un rato para esperarlos – respondió Frattini.
De regreso en la calle, rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una de las tres piezas de plata que había robado el día anterior. Sin agregar nada, se la tendió a Carlos.
-        Esto vale una fortuna, Carlos – dijo el portero.
-        Te va a ayudar por unos días – dijo Frattini, y al ver que su compañero seguía mirando la pieza en plena calle, se apuró en decir: - Guardala, ¿o querés que sospechen los vecinos?
-        Gracias.
Se despidió del portero y tomó un taxi en dirección al Centro. Últimamente no se animaba a conservar sus botines más de veinticuatro horas. José no pudo evitar sus gestos fastidiosos al ver semejantes piezas.
-        No me canso de decirlo, Pistola: sos el mejor.
-        Gracias, pero me tengo que ir rápido.
-        Tomá.
Las piezas valían tanto que José ni siquiera se molestó en contar los billetes que le daba. Al fin, con los bolsillos llenos de dinero, Frattini salió a la calle y tomó un colectivo hacia el barrio de Once. Buenos Aires anochecía impregnada de una humedad que parecía bañar la ciudad con una parsimonia que demoraba cada movimiento de las calles. El aire parecía detenido. Al bajar del colectivo, Frattini sintió la camisa pegada a su cuerpo sudado. Necesitaba una ducha.
Maga estaba preparando los morrones asados que a él tanto le gustaban. Al verla inclinada sobre la mesada de la cocina, con las piernas aún hinchadas por el parto, la quiso más que nunca. 
Su hijo dormía con la placidez que sólo se les permite a los niños.
Frattini se alejó de la cuna para acercarse a su mujer.
-        No trabajes más. Basta – dijo, quitándole el delantal de cocina y el cuchillo que tenía en la mano. Después, mirándola a los ojos, le anunció: - Ponete linda. Vamos a comer afuera con Alejandro.
Maga sonrió.
-        ¿Y los morrones?
-        Los dejamos para mañana. Dale, me pego una ducha y salimos.
Besó a Maga y entró al baño.
Se quitó la ropa, entró en la ducha.
Abrió el agua caliente. Acercó el rostro.
Entonces, en el mismo instante en que el agua tibia le caía sobre la cabeza, la puerta del baño se estremeció con un golpe. Antes de que pudiera cerrar la canilla, vio que un tipo corría la cortina y lo encañonaba.
-        Frattini, estás detenido.
“Maga”, pensó Frattini mientras alzaba los brazos. “La perdí para siempre”.
-        Vestite, hijo de puta.
Mientras volvía a ponerse la ropa que se acababa de quitar, sobre el cuerpo mojado, oyó que afuera del baño un policía decía:
-        Su marido está metido con la guerrilla, señora.
-        No – comenzó a decir, pero un golpe le impidió seguir hablando.
Lo esposaron ahí mismo, en el baño. Luego, lo empujaron hacia el living. Con la mirada en el suelo, Frattini buscó los pies de Maga. No hubiera soportado mirarla a los ojos. Pero ella no estaba, y Alejandro tampoco. Mientras salía del departamento, rodeado de policías, pudo sentir el olor de los morrones asados, como el perfume de un cadáver en plena descomposición.
-        Caminá hijo de puta.
Estaba muerto en vida. Lo había perdido todo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los pies. En la puerta del edificio lo esperaban dos Falcons. En el segundo, el idiota del portero lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Lo subieron al primer auto y junto a él, se sentaron dos tipos que le apuntaban con Itakas. Cuando la caravana comenzó a alejarse, Frattini tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no ceder al llanto.
El viaje fue más corto de lo que pensaba. Al llegar a Plaza Once, los autos se detuvieron. Lo obligaron a bajar y también lo obligaron a acostarse boca abajo en el piso húmedo de la plaza. El calor era insoportable. Si lo habían confundido con un guerrillero podían asesinarlo ahí mismo y luego declarar que había intentado escaparse.
Al fin, por alguna razón que no podía comprender, los policías le patearon la cabeza y lo obligaron a que se levantara. Volvieron al auto, volvieron a girar por las calles. No le importaba a dónde lo llevaban. No le importaba nada. Sólo le importaba el dolor, la tristeza y la desilusión que Maga debía estar sintiendo en ese momento, sola, abandonada a su suerte con dos niños tan pequeños.
Lo condujeron hasta una oficina que tenía las ventanas tapiadas y una cama sin colchón. Cuando lo desnudaron y lo tendieron sobre los elásticos de la cama, Frattini aceptó que merecía el encierro y la brutalidad de la tortura.

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