40
El retrato que
había pintado estaba colgado sobre la pared principal de la oficina de Ariel
Ramírez. Debajo del cuadro, indiferente a todo salvo a sus triviales
conversaciones telefónicas, la secretaria le hizo un gesto desganado para
indicarle que se sentara.
Con ansiedad,
Frattini esperó que terminara la llamada. Entonces, se incorporó diciendo:
-
Vine a cobrar el cuadro. Me dijiste que viniera
esta semana.
-
No tenés suerte. El maestro sigue reunido. Si
querés esperar…
Frattini se dejó
caer en un sillón con fastidio. Era la cuarta vez que se presentaba en la
oficina. Para entonces los flashes de los periodistas se habían apagado. Los
diarios habían dejado de hablar de la muestra. Todos los interesados en sus
cuadros habían encontrado excusas para no comprarlos. Soldi seguía insistiendo
en que era un artista, y como tal no debía perder tiempo trabajando como el
resto de los mortales. Y Ramírez, el maestro, seguía tan ocupado que ni
siquiera parecía tener un
minuto libre para firmar el cheque Frattini esperaba.
El dinero que
había ganado con la venta de los otros tres cuadros estaba a punto terminarse. En
un mes había pasado de la exaltación, de la confianza ciega en su triunfo, a
esa sensación de abatimiento que le generaba el rechazo de aquellos famosos que
lo habían adulado con frases huecas que no se habían animado a acompañar con un
cheque a su nombre.
Pasaron los
minutos, las horas. Frattini seguía sentado, esperando que la puerta de la
oficina de Ramírez se abriera. Pero permanecía cerrada, y sólo se abría para
dejarle paso a otra gente. La secretaria era inconmovible. A lo largo de sus
visitas, ya había probado con todo: bostezar con la boca destapada, tamborilear
los dedos sobre la mesa ratona, cruzarse y descruzarse de piernas, resolplar
mirando el reloj… pero nada parecía suficiente como para llamar la atención de
aquella mujer hermosa que lo ignoraba.
Al fin, se
incorporó diciendo:
-
No puedo esperar más.
-
Vení la semana que viene.
Frattini sintió
que la sangre comenzaba a correrle más rápido por las venas. De pronto, la
secretaria se le reveló como lo que en verdad era: una pituca que lo
menospreciaba y lo trataba como escoria.
-
¿Sabés? Yo no vengo a que me paguen de lástima. Yo
no pinto por caridad, ¿me entendiste?
Aburrida, la
secretaria puso los ojos en blanco.
-
No puedo hacer nada.
Entonces
Frattini ya no pudo contener su ira. Se sentía estafado: no sólo por Ramírez,
sino por Soldi, Nélida y todos los que le habían prometido aquel paraíso que
ahora se desmoronaba sobre su espalda y lo obligaba a inclinarse sobre el
escritorio de la secretaria que lo miraba con desidia.
Señaló el
retrato de Ramírez, colgado sobre la secretaria.
-
Si no me pagás, me llevo el cuadro – dijo,
avanzando hacia la pared.
La secretaria de
Ramírez se incorporó. Parecía nerviosa. Después de todo no era tan insensible
como Frattini pensaba: al menos había sentido miedo de que su jefe la
reprendiera al notar la ausencia del cuadro. Sintió que lo tomaba del brazo, y
entonces se volvió para mirarla.
-
No se enoje, Frattini – dijo, con un respeto que
nunca antes le había mostrado. Y, alejándose agregó: - Espere que voy a hablar
con él.
Frattini sólo
soltó el cuadro cuando la vio entrar a la oficina de Ramírez. Diez minutos
después, el cuadro seguía colgado de la pared, y Frattini se marchaba con el
cheque en sus manos.
Cada vez que la llamaba para averiguar si
los compradores habían dejado una seña para los retratos que habían reservado,
Nélida, avergonzada, volvía a apostar al futuro que se le negaba:
-
No me pagaron. Pero ya van a venir otros
compradores. Tus cuadros son excelentes.
-
Necesito plata. ¿Podés conseguirme un trabajo,
Nélida? – rogaba Frattini.
-
No, Soldi te lo dijo: concentrate en tu obra.
Pero eso era
imposible. ¿Para qué se iba a quemar los ojos pintando retratos que nadie
quería comprar? De pronto se sentía vencido, derrotado. Hacía cinco meses que
había salido en libertad y aún no había logrado reinsertarse en la ciudad que
parecía mirarlo de costado, adularlo de frente y traicionarlo por la espalda.
Un día de
diciembre, Maga regresó del trabajo y lo encontró mirando la ciudad a través de
las ventanas. Al oírla llegar, Frattini se volvió.
-
Estás pálida – le dijo, acercándose a ella.
-
Pálida y embarazada – dijo Maga, con una sonrisa
cansada.
Frattini contuvo
el aliento. Creía haber oído mal.
-
¿Embarazada?
-
Vamos a tener otro hijo.
Frattini la
abrazó con una felicidad y una desolación que le nublaban la vista. Iba a tener
otro hijo y ni siquiera tenía dinero para comprarle pañales.
Hacía más de dos
meses que no sabía nada de Soldi. Él, como los demás, también parecía haber
olvidado las promesas. Sin embargo, el maestro no se sorprendió con su visita.
-
¿Y Frattini? ¿Cómo van sus obras?
-
Voy a tener un hijo. Necesito un trabajo,
maestro.
-
No voy a ayudarlo a arruinar su carrera de
artista.
-
Pero…
-
Nada. Pinte. Pinte y vuelva a pintar – dijo el
maestro, incapaz de asomar la cabeza por fuera de su confortable burbuja.
Al salir a la
calle, Frattini se sintió más sólo que nunca. Los deseos de Soldi no servían
para pagar las cuentas ni para acallar esa voz que parecía volver a hablarle en
su interior después de meses de ausencia. Nervioso, comenzó a caminar por las
calles de Belgrano en dirección al Centro. De a ratos, observaba los edificios,
las ventanas cerradas y a los porteros que se apuraban a terminar de lustrar
los picaportes de bronce antes de marcharse a dormir la siesta. La esperanza de
conseguir un trabajo se había diluido hasta convencerlo de que eso nunca pasaría.
¿A quién quería engañar? De presentarse en un empleo cualquiera, sus patrones
no tardarían en despedirlo al conocer su prontuario. Además, ¿qué experiencia
tenía? No sabía hacer otra cosa que dibujar y robar.
El embarazo de
Maga avanzaba al mismo ritmo que la desesperación de Frattini. Incapaz de concentrarse
en sus dibujos, absorbido por sus frustraciones, lo único que lo tranquilizaba
era estar en la calle. Una tarde estaba caminando por Avenida Santa Fe cuando
escuchó que alguien lo llamaba. Se volvió hacia un lado y otro, pero los
peatones pasaban junto a él sin prestarle atención.
-
Acá, loco, ¿estás ciego?
Siguió la voz
con los ojos, y descubrió un rostro que le sonreía desde el asiento del
conductor de un auto último modelo.
-
¿Danilo?
-
Vení, atorrante. Subí.
Rodeó el auto y
entró para sentarse junto a Danilo, que lo abrazó con afecto.
-
¿Qué hacés, Pistola? Tanto tiempo…
Hacía años que
no se veían. Desde el 73, cuando Danilo fue liberado poco antes del episodio
con los guerrilleros. Al verlo, Frattini sintió algo extraño, como una
inyección de energía que le devolvió el alma al cuerpo.
-
¿Qué hacés con este autazo? ¿Te salvaste? –
preguntó Frattini, sonriendo.
-
Soy chofer de un estudio de abogados – dijo
Danilo, mientras aceleraba y conducía el auto en dirección al Bajo.
-
Entonces cambiaste – dijo Frattini, algo
desilusionado.
-
Nosotros nunca cambiamos, Pistola.
Frattini guardó
silencio. Danilo no se equivocaba. Algunas cosas son imposibles de cambiar. Los
últimos meses de angustia Frattini se había convencido de eso y de muchas otras
cosas que hasta entonces no se había animado a aceptar.
-
Necesito un juego de llaves para salir a laburar
– dijo, de pronto.
-
Eso es fácil.
-
Pero tenés que hacerme un favor – dijo después,
y con cierta vergüenza y algo de abatimiento, agregó: - Tenés que venir a casa y decir delante de mi
mujer que me conseguiste laburo de chofer.
41
Desde la sala de
espera del hospital, Frattini pudo oír los gemidos de Maga y luego el llanto
vigoroso de una criatura.
-
Es un varón – dijo Maga, exhausta y feliz, con
el niño dormido entre sus brazos.
Frattini estaba
exultante. Acariciaba las llaves que guardaba en sus bolsillos como una
plegaria. Se compraría un auto y una casa. Su mujer y sus hijos nunca
necesitarían nada que él no pudiera darles. No le importaba otra cosa que eso.
Ese día, cuando
sus hermanas se acercaron al hospital a conocer a su nuevo sobrino, Frattini
les dijo con nostalgia:
-
Miren, heredó el pelo y los ojos de su abuelo.
-
Ojalá que sea lo único que heredó de él – dijo Francisca
y luego, mirando a su hermano, preguntó: - ¿Y vos en qué andás?
-
Es chofer de abogados – respondió Maga,
acariciando la mano de su marido avergonzado.
Si bien Danilo
trabajaba de chofer como pantalla sólo para esconder su verdadera vocación, a
veces debía cumplir con el estudio y se ausentaba de las calles. Entonces
Frattini salía solo, algo que nunca le había gustado. Por eso, la segunda vez
que Danilo lo dejó esperando en La Churrasquita, pensó que era hora de buscar
alguien que lo suplantara. Pensó en todos los compañeros que había tenido hasta
entonces. Les había perdido la pista, algunos llevaban años encerrados. Hasta
el gran Villarino había caído preso en España, tras robar varios millones en un
banco de Marbella.
Durante días,
Frattini se dedicó a pensar. Desde que había sido liberado, Carlos, el portero,
le preguntaba cuándo volverían a las calles. A Frattini aquel hombre lo
preocupaba. Era lento, torpe, y vestía mal. Pero parecía desesperado y
necesitaba ayuda. Al fin, una tarde Frattini le dijo que se preparara.
-
Si te vestís bien, mañana salís conmigo.
Los ojos del
portero se abrieron como platos.
1977 terminó con
una gran cena en casa de Frattini. Había comprado regalos para toda su familia,
había comprado comida y bebidas, hasta un árbol de navidad que su hija decoró
con los dibujos que ella misma había pintado. La felicidad de Maga lo
emocionaba tanto a veces olvidaba el engaño.
El primer
domingo de enero, mientras Maga y los chicos dormían la siesta, a Frattini se
le ocurrió una idea. Llevaría a su familia a descansar a la Costa. Ya podía
imaginar a Ana corriendo tras las olas, a Alejandro en brazos de su madre,
hermosa, inocente, bronceada. Pero para eso debía juntar más dinero.
Miró el reloj.
Le quedaban unas horas antes de la cena. Tenía un presentimiento. Con cuidado, se visitó sin hacer ruido y
garabateó una nota con cualquier excusa.
En el primer
departamento al que entró confirmó todos sus presentimientos. Una vitrina de
cristal le ofrecía un juego de tres piezas de plata. Con cuidado, abrió la
cristalera y tomó una de las piezas para sopesarla. Se sorprendió de lo pesada
que era. La hizo girar, la raspó con una llave. Con ansiedad, se guardó las
piezas que pagarían las vacaciones y regresó a su casa.
Al verlo entrar,
Maga le preguntó dónde había estado.
-
Me llamaron para hacer un viaje. El doctor tenía
que ir a Ezeiza para tomar un vuelo.
-
No escuché el teléfono – dijo Maga, mientras le
daba de mamar a Alejandro.
Frattini sonrió para
ahuyentar su vergüenza.
-
Si dormían como troncos – dijo, besando a su
hijo en la frente.
Al día
siguiente, Carlos lo esperaba en la puerta con la mirada y el ánimo en el piso.
-
Ojalá que nos vaya bien – dijo a modo de saludo
-, necesito plata.
Los deseos de
Carlos se convirtieron en una sombra que los persiguió todo el día. Cada cajón
que abrían, cada ropero, parecía burlarse de la necesidad del pobre portero de
edificio.
-
Volvamos – dijo Frattini, cuando su reloj marcó
las seis y media de la tarde.
-
Sigamos un poco más, a ver si consigo plata.
-
No, nos vamos.
Habían visitado
siete edificios de los que sólo les había quedado unos pocos billetes y cuatro
piernas entumecidas de cansancio. Últimamente, Frattini sentía que las fuerzas
lo abandonaban. Ya no era un tan ágil, y con la agilidad, también había perdido
algo de su antigua inconsciencia.
Quería estar en
su casa. Sin embargo, el rostro abatido del portero le daba lástima. Más de una
vez algún compañero suyo le había dado dinero para calmar sus necesidades.
Frattini no lo olvidaba. Por eso, al llegar al edificio en que vivían, le pidió
al portero que lo esperara en la calle.
Cansado, subió
las escaleras hasta su casa, saludó a su familia y se metió en el cuarto.
Después, con los bolsillos cargados de joyas disimuladas, le dijo a Maga que
debía salir un momento.
-
No te vayas, papi, vienen los reyes magos.
Esperalos vos que yo me tengo que ir a lo del abuelo… - dijo Ana.
-
Vuelvo en un rato para esperarlos – respondió
Frattini.
De regreso en la
calle, rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una de las tres piezas de plata
que había robado el día anterior. Sin agregar nada, se la tendió a Carlos.
-
Esto vale una fortuna, Carlos – dijo el portero.
-
Te va a ayudar por unos días – dijo Frattini, y
al ver que su compañero seguía mirando la pieza en plena calle, se apuró en
decir: - Guardala, ¿o querés que sospechen los vecinos?
-
Gracias.
Se despidió del
portero y tomó un taxi en dirección al Centro. Últimamente no se animaba a
conservar sus botines más de veinticuatro horas. José no pudo evitar sus gestos
fastidiosos al ver semejantes piezas.
-
No me canso de decirlo, Pistola: sos el mejor.
-
Gracias, pero me tengo que ir rápido.
-
Tomá.
Las piezas
valían tanto que José ni siquiera se molestó en contar los billetes que le
daba. Al fin, con los bolsillos llenos de dinero, Frattini salió a la calle y
tomó un colectivo hacia el barrio de Once. Buenos Aires anochecía impregnada de
una humedad que parecía bañar la ciudad con una parsimonia que demoraba cada
movimiento de las calles. El aire parecía detenido. Al bajar del colectivo,
Frattini sintió la camisa pegada a su cuerpo sudado. Necesitaba una ducha.
Maga estaba
preparando los morrones asados que a él tanto le gustaban. Al verla inclinada
sobre la mesada de la cocina, con las piernas aún hinchadas por el parto, la
quiso más que nunca.
Su hijo dormía
con la placidez que sólo se les permite a los niños.
Frattini se
alejó de la cuna para acercarse a su mujer.
-
No trabajes más. Basta – dijo, quitándole el
delantal de cocina y el cuchillo que tenía en la mano. Después, mirándola a los
ojos, le anunció: - Ponete linda. Vamos a comer afuera con Alejandro.
Maga sonrió.
-
¿Y los morrones?
-
Los dejamos para mañana. Dale, me pego una ducha
y salimos.
Besó a Maga y entró
al baño.
Se quitó la ropa,
entró en la ducha.
Abrió el agua
caliente. Acercó el rostro.
Entonces, en el
mismo instante en que el agua tibia le caía sobre la cabeza, la puerta del baño
se estremeció con un golpe. Antes de que pudiera cerrar la canilla, vio que un
tipo corría la cortina y lo encañonaba.
-
Frattini, estás detenido.
“Maga”, pensó Frattini
mientras alzaba los brazos. “La perdí para siempre”.
-
Vestite, hijo de puta.
Mientras volvía
a ponerse la ropa que se acababa de quitar, sobre el cuerpo mojado, oyó que
afuera del baño un policía decía:
-
Su marido está metido con la guerrilla, señora.
-
No – comenzó a decir, pero un golpe le impidió
seguir hablando.
Lo esposaron ahí
mismo, en el baño. Luego, lo empujaron hacia el living. Con la mirada en el
suelo, Frattini buscó los pies de Maga. No hubiera soportado mirarla a los
ojos. Pero ella no estaba, y Alejandro tampoco. Mientras salía del
departamento, rodeado de policías, pudo sentir el olor de los morrones asados,
como el perfume de un cadáver en plena descomposición.
-
Caminá hijo de puta.
Estaba muerto en
vida. Lo había perdido todo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los pies. En
la puerta del edificio lo esperaban dos Falcons. En el segundo, el idiota del
portero lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Lo subieron al primer auto y
junto a él, se sentaron dos tipos que le apuntaban con Itakas. Cuando la
caravana comenzó a alejarse, Frattini tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no
ceder al llanto.
El viaje fue más
corto de lo que pensaba. Al llegar a Plaza Once, los autos se detuvieron. Lo
obligaron a bajar y también lo obligaron a acostarse boca abajo en el piso
húmedo de la plaza. El calor era insoportable. Si lo habían confundido con un
guerrillero podían asesinarlo ahí mismo y luego declarar que había intentado
escaparse.
Al fin, por
alguna razón que no podía comprender, los policías le patearon la cabeza y lo
obligaron a que se levantara. Volvieron al auto, volvieron a girar por las
calles. No le importaba a dónde lo llevaban. No le importaba nada. Sólo le
importaba el dolor, la tristeza y la desilusión que Maga debía estar sintiendo
en ese momento, sola, abandonada a su suerte con dos niños tan pequeños.
Lo condujeron
hasta una oficina que tenía las ventanas tapiadas y una cama sin colchón. Cuando
lo desnudaron y lo tendieron sobre los elásticos de la cama, Frattini aceptó que
merecía el encierro y la brutalidad de la tortura.
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