42
El 9 de enero de
1978, después de estar incomunicado durante cuatro días en los que vivió a pan,
agua, picana y golpizas, Frattini fue conducido al Pabellón 5º de Devoto. Sus
antiguos compañeros se acercaban a saludarlo, pero él les respondía con
monosílabos, como si estuviera ausente.
Aquella semana
la pasó en silencio. Cuando, a veces, algún compañero se acercaba con un novato
para pedirle que le contara la historia del Yerbatero, Frattini los despedía
moviendo las manos, rogando que lo dejaran en soledad con sus pecados.
El primer
domingo del último encierro, se prometió que no iba a llorar por la ausencia de
Maga. Pero al verla cruzar la reja, no pudo contenerse.
-
Viniste – dijo con un hilo de voz.
Maga lo miraba
con unos ojos nuevos, desilusionados.
-
No sé para qué. Me cagaste. Me hiciste una
promesa y te cagaste en la promesa, en mí y en tus hijos.
-
Estoy arrepentido.
-
Ya no me sirve eso.
Frattini ya no
pudo seguir hablando. Al fin, harta de su silencio y de sus propias quejas,
Maga se incorporó y se marchó sin despedirse.
“No va a venir
más”, pensó Frattini.
Pero al domingo
siguiente su mujer volvió a presentarse. Durante los dos primeros meses que
permaneció encerrado, no faltó a una sola visita. Frattini sentía culpa por
ella. No quería someterla a la requisa, no quería que se contaminara con las
miradas, el aire y la violencia de aquel lugar. La había perdido, y debía dejarla
en libertad. Por eso, un domingo de marzo le dijo:
-
Mirá, Maga, me van a dar más diez años. Sentite
libre para hacer lo que quieras. Yo te autorizo.
-
¿Me autorizás? Hijo de puta. ¿Me decís que me
autorizás?
-
No grites, Maga.
-
Te voy a gritar todo lo que quiera. Me cagaste
la vida. Yo quería ser feliz con vos.
Frattini no pudo
o no quiso reaccionar. No sabía qué decirle. Ya no servían las excusas. De
pronto, sintió un enorme peso sobre sus hombros. Apoyó la cabeza sobre la mesa
y cerró los ojos. Allí se quedó hasta que se fueron las últimas visitas y el
pasarela comenzó a gritar para que los internos regresaran a la soledad de sus
camas.
Poco a poco
volvió a acostumbrarse al encierro. Eso también era como andar en bicicleta:
pronto las historias que contaban sus compañeros comenzaron a repetirse, a
cobrar una envergadura majestuosa e irreal con el paso de los días. Volvió a
acostumbrarse a los insultos de los guardias, a la violencia contenida de sus
compañeros. Entonces comprendió que no había peor soledad que la de sentirse
rodeado por extraños que le recordaban su propios errores con una admiración
que a él lo avergonzaba.
Un día de marzo,
mientras tomaba mate sentado en su ranchada, uno que se llamaba Rosado le dijo:
-
Pistolita, mirá que entre hoy y mañana viene la
requisa. Guardá todo.
Eran las ocho y
media de la mañana, y tras las rejas que delimitaban el pabellón vieron un
movimiento extraño. Un guardia miraba hacia el hueco de las escaleras que
conducían a los pabellones 6º, 7º y 8º con un fusil entre las manos. Pronto, en
el techo del pabellón 5º donde estaba Frattini se oyeron golpes, pasos
apurados. Entonces el aire se quebró con el grito desesperado de otros guardias
que bajaban con sus bastones en alto por las escaleras, corriendo a toda
velocidad como si escaparan de algo.
-
Abran la puerta, rápido – gritó el pasarela.
Era la requisa.
Frattini y Rosado se incorporaron, creyendo que entrarían al pabellón. Pero los
guardias continuaron bajando por las escaleras, dando la voz de alarma.
-
¿Qué mierda pasa? – preguntó Rosado.
-
Hay quilombo arriba – dijo un interno, que se
había trepado a una ventana.
Frattini había
pasado demasiados años detenido como para poder imaginarse lo que pasaba. Lo
confirmó minutos después, al ver al batallón de guardias armados con fusiles y
pistolas que volvía a subir las escaleras en dirección a los pabellones
superiores, donde residían los delincuentes más peligrosos de Devoto.
-
Motín – dijo Frattini.
Entonces oyeron
las primeras explosiones. El techo se sacudió. Parecía que todo el penal
comenzaría a derrumbarse. Sin embargo, las paredes seguían estando ahí, firmes,
altísimas, como un velo que les impedía ver lo que ocurría.
Poco a poco,
Frattini y los demás internos del Pabellón 5º se fueron acercando a la reja.
-
Los están matando a todos – dijo uno.
-
Hijos de puta – gritaron los demás.
El celador que custodiaba
la puerta estaba pálido. Sus ojos iban desde la reja a las escaleras, por donde
seguían subiendo más y más guardias armados. De pronto, como si despertara de
un largo sueño, Frattini cayó en la cuenta de dónde estaba. Había perdido a su
familia y el confort de su casa para morir allí, enterrado bajo los muros de
Devoto.
-
¿Qué pasa? – le preguntó al celador.
-
Salgan de las rejas – gritaba el pasarela, con
el rostro desfigurado por vaya a saber uno qué atrocidades.
A su alrededor,
Frattini vio a sus compañeros sumirse en el miedo, en la angustia de saberse en
peligro. Algunos lloraban, rezaban. Otros, como Frattini, guardaban un silencio
desesperado.
-
¿Olés eso? – le preguntó Rosado.
Frattini olió el
aire. Algo se quemaba arriba de ellos.
Durante cuatro
horas permanecieron junto a las rejas. Al fin, un grupo de guardias con los
uniformes sucios y los rostros desencajados corrió hasta la reja con los
bastones en alto:
-
Mierdas, contra la pared – gritó uno.
Frattini y los
demás obedecieron.
Pudo sentir el
olor a vino que despedía el aliento del guardia que lo cacheaba con violencia.
En verdad, todos los guardias parecían enajenados. Estaban agitados, sudaban, y
la furia de sus rostros dejaba entrever cierto pavor, cierta desesperación que
trataban de acallar con golpes e insultos.
Cuando terminó
la requisa, uno de los guardias dijo:
-
Pabellón que se levanta, los matamos a todos.
Al fin, los
guardias se marcharon, dejando a los internos del Pabellón 5º inmersos en un
silencio absoluto. Ninguno se animaba a hablar. No por miedo, si no porque
sabían que algo terrible había pasado.
Por la tarde,
cuando los gritos y los estruendos eran apenas ecos que sólo sonaban en la
memoria de los presos, Frattini vio que en las escaleras volvía a haber
movimiento. Se acercó a la reja para ver cómo arrojaban bolsas de nylon de
color negro desde los pabellones superiores. No hizo falta que las abrieran
para que él supiera qué contenían. El olor era espantoso. Frattini se sobresaltó al sentir una mano
sobre su hombro.
-
Los mataron a todos – dijo Rosado.
Por miedo a que
los internos se amotinaran al conocer la noticia, el Director de Institutos
Penales, el asesino Coronel Dotti, prohibió que bajaran al patio durante dos
largos e insoportables días. Al tercero, al fin pudieron salir al aire libre.
Sin embargo, Frattini creía seguir oliendo el olor a cadáver quemado que había
respirado durante los últimos días. En el patio, descubrió a Amada, su antiguo
compañero, mirando el suelo con abatimiento. Se acercó a él, le apoyó una mano
en el hombro.
-
¿Todo bien?
-
Pistola – dijo Amada, como si le hablara desde
otro mundo.
-
¿En qué pabellón estás?
-
En lo que queda del 7º.
-
La cosa fue ahí, ¿no?
Amada asintió.
Sus labios se movían, como si estuviera recitando una plegaria muda o estuviera
aguantando las ganas de llorar. Frattini se sentó junto a él. Durante unos
minutos, lo acompañó en su silencio.
-
¿Estás bien, Amada?
Su antiguo
compañero se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
-
Los quemaron a todos, Pistola. Los hicieron
mierda. No sabés cómo gritaban.
Pronto, otros
internos fueron acercándose a Frattini y Amada con un rumor de suspiros e
insultos. Todos querían escuchar. Y aunque Frattini creía que Amada no quería
recordar lo que había vivido, al oírlo hablar, comprendió que nunca más dejaría
de ver el fuego del que había escapado.
-
La noche anterior al motín unos muchachos de los
grosos estaban mirando la tele. A las doce, el pasarela les gritó que apagaran
todo y se fueran a dormir. Faltaban veinte minutos para que terminara la
película, y los muchachos siguieron viendo tele. ¿Alguien tiene un cigarrillo?
– dijo Amada.
Uno de los
internos le ofreció un paquete. Amada tomó un cigarro y lo encendió. La primera
pitada le provocó un ataque de tos. Los ojos parecían salirse de su rostro, que
pronto se le volvió púrpura. Carraspeó.
-
Todavía tengo los pulmones llenos de humo –
dijo, y escupió al piso. Después apagó el cigarro y continuó: - El pasarela se
puso loco. Los muchachos le gritaban que si quería que apagaran la tele que
bajara y lo hiciera él. El puto no se animó.
-
Desde arriba grita cualquiera – dijo Rosado.
-
A las doce y media estaban todos durmiendo. Pero
el pasarela estaba caliente, los seguía puteando. Y a la mañana llamó a la
requisa para que fuera a primera hora. Nosotros ya sabíamos que iban a venir
con todo a llevarse a los muchachos de la tele. Así que los estábamos
esperando. Cuando quisieron entrar, los cagamos a trompadas. ¿Tanto quilombo
por veinte minutos de tele? – dijo Amada, y ya no pudo seguir hablando.
Lo vieron toser,
lo vieron escupir saliva negra.
-
Dejá, Amada. Callate que te hace mal – dijo
Frattini.
Amada le sonrió.
-
Pistola, qué lindo verte.
-
¿Y qué pasó con la requisa? – preguntó uno.
-
Se fueron corriendo por las escaleras – dijo
Amada.
-
Nosotros los vimos bajar – recordó Frattini.
-
Pero iban a buscar a otros verdugos. Lo
sabíamos. Por eso empezamos a amontonar los colchones y las almohadas contra
las rejas, para que no pudieran pasar. Al rato volvieron. Nos gritaron que
saliéramos. Algunos les hicieron caso: corrieron los colchones para poder
salir, pero en vez de abrirles la reja, los ratis empezaron a disparar. Tiraban
con todo, los muchachos caían gritando – dijo Amada, y bajó la mirada antes de
seguir hablando: - Había un pibe, jovencito, le decían el Cebolla porque antes
de matar hacía llorar a sus víctimas. Se asustó tanto con los tiros que les
tiró un calentador prendido a los canas contra la reja. Ahí se prendieron fuego
los colchones, en un segundo todo el pabellón se estaba quemando. El humo era
insoportable. Algunos se treparon a las repisas para respirar aire de las
ventanas, pero empezaron a caer como moscas. Los hijos de puta se habían puesto
arriba, y tiraban con ametralladoras desde arriba, nos querían matar a todos.
Los gritos, el olor a carne quemada era insoportable. Disparaban a matar.
Nosotros gritábamos pidiendo ayuda y nos seguían tirando. Los muchachos corrían
por el pabellón con las pilchas prendidas fuego, el pelo, las manos…
-
¿Y vos cómo te salvaste? – preguntó un interno,
con un tono demasiado desconfiado.
Frattini lo miró
directo a los ojos y el tipo no volvió a hablar.
-
Me fui con otros dos al baño. Abrimos las
canillas y nos tiramos al piso hasta que pararon los tiros. Después, cuando ya
no se escuchaba nada, entraron los turros. Nos sacaron a los golpes. Había
heridos y muertos por todos lados. Los muchachos carbonizados, había dos… dos
amigos… salían juntos de caño… se murieron abrazados, parecían estatuas de
carbón. No se le puede hacer eso a la gente, loco. Por más que sean delincuentes…
Amada ya no pudo
seguir hablando. Cuando Frattini lo vio derramar la primera lágrima, empezó a
alejar a los demás para que lo dejaran tranquilo. Volvió a sentarse, le pasó un
brazo por los hombros.
-
Ya está. Tranquilo – dijo Frattini.
Cuando se quiso
dar cuenta, él también estaba llorando.
43
Después del
motín los controles se hicieron insoportables. La requisa los revisaba dos
veces al día, antes y después de cada recreo. Las visitas eran tratadas como
escoria: los controles eran vejatorios, manoseaban a las mujeres, e incluso a
los niños. Maga lo visitó el primer domingo, sin falta. Ella continuaba
reprochándole su error y él continuaba oyéndola en silencio, ensimismado, hasta
que su mujer acabó llorando y se marchó sin si siquiera despedirse.
Pronto, las
visitas de Maga se hicieron más espaciadas.
Para el mes de
junio Frattini ya había aceptado su merecido abandono. Lo único que lo distraía
era ver los partidos del mundial. Las autoridades del penal, como las de todo
el país, habían hecho un alto en sus atrocidades para ofrecerle a sus súbditos
una falsa fiesta que, de algún modo, sirvió para satisfacer la necesidad de
alegría que tenían los argentinos de dentro y de afuera de Devoto.
Por las noches,
mientras oía los estruendos de los petardos que anunciaban los festejos de la
Selección, pensaba en Alejandro, pensaba que nunca lo llevaría a una plaza a
jugar al fútbol.
Con el paso de
los días, comenzó a derrumbarse.
Ahora veía todo
con tanta claridad que no le quedaba más opción que buscar las razones de
aquello. Algunos días pensaba en su padre y su madre, en su verdadera madre. La
que había matado al nacer. Había sido un criminal antes de abrir los ojos. ¿Qué
podía haber hecho para remediarlo, si estaba condenado desde la cuna?
La soledad se le
hacía más triste y agobiante con el paso de los días.
Cuando llegó
diciembre y se acercaron las fiestas, su hermana Francisca fue a visitarlo. En
su rostro gélido, Frattini supo leer cada una de sus acusaciones.
-
Gracias por venir.
-
Sos un chorro, pero sos mi hermano.
-
¿Sabés algo de Maga?
-
Está bien, y los chicos también.
-
¿Los ves?
-
Sí, Alejandro está igualito a papá.
Frattini guardó
silencio. Su hermana no le quitaba los ojos de encima. Lo conocía demasiado. De
pronto, Frattini se oyó decir de la nada:
-
Maté a mi mamá. Si no la hubiera matado en el
parto, todo hubiera sido distinto.
Francisca lo
tomó de la barbilla y lo obligó a alzar la vista del suelo.
-
Vos no la mataste. Tu mamá se murió una semana
después de que vos nacieras. Yo vi tu partida de nacimiento. Tu mamá la firmó. Así
que no murió en el parto.
Frattini se inclinó
en la silla, y con ambas manos trató de contener la angustia que le brotaba
desde adentro. Los brazos de su hermana lo cubrieron. La miró con tristeza.
Lejos de
liberarlo, aquella confesión terminó por arrebatarle la poca esperanza que
tenía. De nada le servía echarle la culpa a su padre. La vida lo había puesto a
prueba, y él se había equivocado.
Pronto,
comenzaron a molestarle las historias que contaban los otros internos. Ahora
pensaba que eran débiles. Como él, los demás fingían una fortaleza que arrasaba
familias propias y ajenas.
1979 empezó y
terminó antes de que se diera cuenta. Se pasaba el día pensando. Incluso, se
había animado a empezar a escribir sus memorias en hojas sueltas que guardaba
debajo de las baldosas para que la requisa no se las quitara.
Hacía dos años
que no veía a Maga, y sin embargo, por alguna razón que no podía entender,
seguía esperándola. Los domingos se ubicaba en una mesa del fondo del comedor,
con la vista en las rejas, esperando descubrir sus ojos entre las demás mujeres
que iban a visitar a sus hombres.
El 31 de
diciembre de 1980 hizo lo mismo: se sentó a esperar algo que no iba a suceder.
Y sin embargo, cinco minutos antes de que el horario de visita terminara,
descubrió a Maga con Ana de la mano y Alejandro en brazos. Debía ser Alejandro
aquel niño hermoso que hablaba sin parar y miraba todo con dos enormes ojos
claros. Los vio acercarse entre los familiares que se marchaban.
-
Hola – dijo Maga, besándolo en la mejilla.
Durante las
milésimas que duró aquel beso, Frattini pensó que Maga lo había perdonado.
Sus hijos lo
miraban como si fuera un extraño. No podía culparlos. Alejandro había aprendido
a hablar, a caminar, a comer sin que él le enseñara nada. Ana se estaba convirtiendo
en una mujer.
-
Denle un beso a papá – dijo Maga.
Los niños lo
miraron con miedo.
Llorando,
Frattini se incorporó para besar a Ana. Después se arrodilló, hasta quedar a la
altura de Alejandro, que no dejaba de aferrarse a las piernas de su madre. Lo
abrazó con fuerza, sin dejar de llorar.
-
Upa, mami – dijo su hijo.
Maga lo alzó en
brazos, mientras Ana la tomaba de la mano con una incomodidad que no podía
esconder.
Sonó el timbre
que anunciaba el final de las visitas. Frattini se incorporó. Se limpió las
lágrimas con una mano. Entonces Maga dijo:
-
Olvidate de nosotros para siempre.
44
Era la primera
vez que viajaba en avión, y decidió que también sería la última. Cada sacudida
lo asustaba, cada descenso abrupto de altitud le cortaba la respiración. A su
alrededor, los demás presos guardaban un silencio de muerte. ¿Dónde los
llevaban? ¿Qué harían lejos de la ciudad? ¿Era así como iba a llegar al final
de sus días? ¿Alejado, encerrado, apartado de todo?
Al bajar del
avión, rodeado de policías, descubrió unas sombras por sobre el horizonte. Las
montañas que lo rodeaban eran los muros más altos que había visto en su vida. El
cielo diáfano, barrido a diestra y siniestra por un viento helado, era un
espectáculo que Frattini apenas si pudo soportar.
Los trasladaron
del aeropuerto al penal de Neuquén en un camión cerrado. La celda individual
que asignaron ado era estrecha, pero tenía una ventana pequeña y si se subía a
la cama desde allí podía ver el cielo y la calle. Con el paso de los días, el
invierno se hizo más crudo. En la televisión del pabellón, la pantalla mostraba
jóvenes desabrigados con el rostro descascarado por el frío, los miembros
rígidos, sentados en el suelo y rodeados de militares ingleses que se
sorprendían de su propia victoria. Era junio de 1982. La guerra había
terminado, y pronto, en las pantallas, los fusiles fueron reemplazados por un
balón.
Para entonces
Frattini sabía que el invierno de Neuquén era insoportable. El frío apenas si
le permitía salir de la cama. Pasaba las horas en su ranchada, conversando en
voz baja con otros internos, tomando un mate detrás de otro, sin lograr
entibiarse el cuerpo.
Algunos días,
cuando recordaba algo de su vida, volvía a escribir. Sus compañeros de encierro
lo observaban con sorpresa o desconfianza, nadie podría asegurarlo. Era extraño
ver a un preso escribir durante tanto tiempo. Ni siquiera eran cartas para una
novia, para un familiar. Eran recuerdos aislados, situaciones desgraciadas que
habían forjado su vida, su personalidad, como un molde de metal del cual ahora
quería zafarse. O quizá escribiera para los otros, lo cierto es que a medida
que escribía su propia historia iba comprendiendo cómo se había equivocado,
cómo se había entregado a su destino.
Habían pasado medio
siglo desde que había robado por primera vez el dinero de debajo de los
sifones. Frattini había dejado de admirar el valor de ese niño para comprender
su abandono, su desgracia. Pronto, su propia vida se le reveló con tanta
claridad que se sintió desnudo. Era eso. Un chico desnudo que había buscado un
atajo para conseguir lo que le habían negado. Lejos de conseguirlo, el atajo lo
había llevado sólo a la perdición. Ahora lo sabía: su habilidad con las llaves
no era un don, había sido una condena. Entonces Frattini se dio cuenta de que
ya no volvería a ser el mismo.
Poco tiempo
después, volvió a pintar. Ya no soñaba con ser un artista. Tan sólo necesitaba
gastar el tiempo. Ya no le interesaba enfrentarse con nadie. Lo más difícil
había sido enfrentarse consigo mismo.
En diciembre, el
capellán de la prisión le contó la historia del Padre José. El cura había
convertido su pequeña capilla en un refugio para la gente pobre que se
multiplicaba con los estragos de la crisis. El gobierno militar había caído, y
la joven democracia argentina debía hacerse cargo de cada uno de los desastres
que había heredado. Pero días atrás un grupo de delincuentes había saqueado e
incendiado la pequeña capilla, llevados quién sabe por qué razones.
-
Lo único que hacía el cura era ayudar a la gente
– le dijo el capellán.
Frattini se
quedó prendado de la historia. Ese mismo día, se acercó a un interno que,
sabía, pintaba paisajes cordilleranos, y le contó la idea que se le había
ocurrido.
También ese
mismo día Frattini le dijo al capellán:
-
Yo y otro compañero vamos a pintar diez obras
cada uno – le dijo.
El cura, que lo
conocía bastante como para confiar en él, lo miró extrañado, como si no
terminara de comprender lo que Frattini le proponía.
-
La plata que junten se la vamos a donar al Padre
José para que arregle la capilla.
El cura sonrió.
-
Pero necesitamos papeles, lápices…
-
No te preocupes, Frattini. Yo me encargo de
todo.
Esa semana, tal
como le dijo el cura, Frattini le escribió a un vecino de Neuquén que se
apellidaba Faletti. Con respeto, le explicó lo que planeaba y se animó a
pedirle que le donara materiales de dibujo. El lunes, temprano en la mañana, el
celador se acercó a su celda cargando una caja repleta de papeles y lápices. Y
comenzaron a pintar.
Cuando sus obras
y las de su compañero estuvieron terminadas, les pidieron ayuda a los internos
que trabajaban en el taller de carpintería, que se encargaron de fabricar los
marcos. Sólo entonces, Frattini tomó lápiz y papel y le escribió una carta al
mismísimo gobernador de la provincia. La carta, escueta y cargada de humildad,
decía que querían exponer los cuadros en la Municipalidad para donar el dinero
que se recaudara.
Durante días,
esperaron la respuesta del gobernador, que nunca contestaba.
El cura decidió
interceder, y hasta el propio Faletti, al que Frattini sólo conocía por cartas,
apoyó su proyecto. Al fin, un día en que ya no esperaba nada, recibió una carta
de una tal Hilda López, diciendo que la exposición se realizaría los primeros
días del mes entrante.
Cuando se acercó
la fecha, Frattini y su compañero envolvieron las obras con papeles de diarios
y ayudaron a los guardias a cargarlas en el camión que las llevaría hasta la
municipalidad. Al ver partir el vehículo, Frattini sintió algo parecido a la
alegría. Satisfecho, el día de la exposición se levantó temprano en la mañana.
Preparó el mate y se paró sobre la cama, dispuesto a pasar el día contemplando
el edificio donde el pueblo de Neuquén vería los retratos que él había pintado.
Ni siquiera estaba ansioso por participar de la exposición. No le importaba.
Con los años, había aprendido que el reconocimiento no era tan importante como
el fin de sus acciones. Y aquello lo enorgullecía.
Cerca del
mediodía, oyó un grito fuera de la celda. Le costó despegar la vista de las
ventanas.
-
Frattini – gritaba el guardia.
Bajó de la cama,
se acercó a la reja.
-
¿Qué pasa? – preguntó.
-
Vístase de civil que va a salir – dijo el
guardia, con media sonrisa.
-
¿Adónde? – preguntó él.
-
Los vienen a buscar para ir a la exposición de
la Municipalidad.
En la puerta del
penal los esperaban dos policías de civil. Desde afuera, los dos les hacían
señas para que salieran, pero Frattini no podía moverse. Miraba el exterior del
penal con miedo, no con nostalgia.
Se subieron a un
auto y se dirigieron al edificio de la Municipalidad oyendo la música de la
radio. Se sentía tan extraño que no le salían las palabras. Cuando el auto se
detuvo, bajaron y subieron las escaleras. En la puerta los esperaba Hilda
López.
Los agentes les
quitaron las esposas antes de entrar. No hizo falta ninguna amenaza. Ni
Frattini ni su compañero querían escapar y perderse aquello que se abría ante
sus ojos: el subsuelo estaba abarrotado de funcionarios, alumnos de escuela
vestidos con delantales blancos, jubilados y sacerdotes que sólo dejaron de
contemplar los retratos exhibidos en las paredes para mirarlos a ellos. Cuando
empezaron a aplaudir, Frattini sintió que alguien le quitaba un peso de encima.
La vida debía
ser eso. Estaba cansado de las requisas, del encierro, de los motines y de los
golpes. Debía contárselo a Maga. A pesar de que la había perdido, necesitaba
decirle que estaba arrepentido de todo, de que al fin había logrado cambiar. Al
principio pensó que le sería difícil escribirle una carta. Después, cuando
comenzó a escribir, las palabras fluyeron sobre el papel con esa sinceridad que
lo embargaba desde hacía tantos meses. Aceptó sus errores, pidió perdón. No
quería reconquistarla, escribió que ni siquiera merecía soñar con eso. Pero, y
esto no podía evitarlo, quería estar cerca de sus hijos y ser su amigo cuando
fuera liberado.
Esperó la
respuesta durante semanas.
Una mañana, el
celador se acercó a su celda con el rostro ensombrecido. En el tiempo que
llevaba allí, él y los demás guardias se habían encariñado con Frattini. Quizá
por eso lamentaba tener que darle la noticia.
-
Lo siento – dijo el guardia, entregándole una
pequeña esquela.
Cuando se
marchó, Frattini se sentó en la cama con el papel entre las manos.
“No nos molestes
más”, decía la carta de Maga.
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