45
La dictadura había dejado las prisiones llenas
de detenidos, la mayoría procesados por motivos insuficientes o dignos de ser
revisados. Por eso, a mediados del año siguiente, 1984, el presidente de la
Nación declaró una amnistía para los presos políticos y una reducción de condena
para los reos comunes.
En agosto, Frattini
recibió la visita de Beatriz Aranda, la directora del Patronato de Liberados,
una organización que intentaba ayudar a los ex presidiarios a reinsertarse en
la sociedad. Aquel día, Beatriz le aseguró que podría alojarse en un hotel
destinado a albergar a los recién liberados.
Así, días más
tarde, Frattini se despidió de los guardias, de los internos y al fin cruzó el
portón del penal. Al salir a la calle, comenzó a caminar con la cordillera de
fondo. Se sentía pequeño, pero seguro de sí mismo. Al llegar al hotel, se
registró ante una señora llamada Mirtha, que le aseguró que el Patronato le
había dejado paga una habitación por cuatro días con pensión completa y dinero
para el pasaje de regreso a Buenos Aires.
-
Hilda y Beatriz hablaron maravillas de usted,
Frattini.
No tenía más
objetos que la ropa que llevaba y una caja con los materiales de dibujo que le
había enviado Falleti. Se dirigió a su habitación, se bañó y regresó junto al
mostrador de la recepción del hotel.
-
¿Puedo hacer una llamada?
Mirtha sonrió,
señalando el teléfono, y se alejó fingiendo una ocupación impostergable para
que pudiera hablar sin que ella lo escuchara.
Nervioso, Frattini
marcó el único número que le importaba. El teléfono llamó una, dos veces.
-
Hola. ¿Hola?
-
Hola – dijo Frattini.
-
¿Quién habla?
-
Carlos.
-
¿Qué Carlos?
-
Tu marido, ¿no me conocés la voz? – dijo
Frattini con tristeza.
-
¿Y dónde estás? – preguntó Maga, sobresaltada.
-
Estoy en
Neuquén, salimos por una amnistía… ¿puedo volver a casa?
Durante unos
segundos, Maga guardó un silencio que a Frattini le provocó náuseas.
Luego, con una voz
queda, su mujer dijo:
-
No, Carlos. Por acá ni aparezcas.
Y le cortó.
Cuando regresó
al mostrador, Mirtha lo encontró en la misma posición en que lo había dejado:
parado, mirando el teléfono mudo.
-
¿Todo bien? – le preguntó.
-
No – respondió Frattini mientras se alejaba
arrastrando los pies.
Entró a su
habitación, se desnudó, se acostó y se cubrió con todas las mantas que había. En
los últimos meses había alentado la tonta idea de una posible reconciliación.
Ahora que aquello se había revelado como un imposible, no le quedaba ningún
motivo para levantarse.
En algún momento
alguien llamó a su puerta. Entre dormido, Frattini oyó que Mirtha decía:
-
¿Quiere cenar, Frattini?
-
No, gracias. Estoy cansado – dijo.
No mentía.
Estaba cansado de todo. Y estaba solo. No tenía dónde ir. No tenía a nadie a
quien llamar. Se limpió las lágrimas, cerró los ojos. Volvió a dormirse. Pero
esta vez los sueños lo llevaron a lugares lejanos, idílicos y aterradores. Villa
Carlos Paz. El departamento de Once. El miedo en los ojos de Alejandro y Ana.
Devoto. La Boca.
Al día
siguiente, al despertarse, bajó a la recepción y le preguntó a Mirtha si podía
prestarle un equipo de mate.
-
¿No quiere que le prepare el desayuno? No comió
nada…
-
Gracias, Mirtha, pero no tengo hambre.
-
¿Es por su mujer, no?
Frattini
asintió.
-
Ya lo va a perdonar… - dijo ella, sin mucho
convencimiento.
-
No, Mirtha. Algunas cosas nunca se perdonan.
Esa noche no
pudo dormir. Nunca había sentido tanta tristeza. Si cerraba los ojos, veía los
rostros de sus hijos. Si los abría, se enfrentaba con su propia soledad.
Al amanecer, se
bañó y salió a la calle. Caminó durante horas, hasta que el sol comenzó a
entibiar las calles de Neuquén. Sólo entonces tomó la tarjeta que el propio
Faletti le había enviado y buscó su tienda de artículos de librería. La
empleada que lo recibió lo invitó a pasar apenas oyó su nombre.
-
Espere un segundito acá, Frattini.
Y Frattini
esperó. Tenía todo el tiempo del mundo.
Al entrar a la
oficina, Faletti lo estaba esperando de pie, junto al cuadro que Frattini le
había enviado de regalo.
-
Me hizo guapo y todo – dijo Faletti.
-
Me alegro de que le haya gustado.
-
¿Cómo anda, Frattini? ¿Qué necesita?
-
Trabajo. Quiero trabajar de cualquier cosa. Puedo
barrer, limpiar, hacer café… lo que necesite – dijo.
Faletti ni siquiera esperó que terminara de
hablar, que ya estaba escribiendo algo en una hoja que tenía sobre el
escritorio.
-
Vaya a ver a mi hermano. Él le va a dar laburo –
dijo Faletti, entregándole el papel donde había escrito una dirección.
-
Gracias.
Empezó a
trabajar ese mismo día. Le dieron una escoba y se pasó la mañana barriendo el
suelo del hotel que pertenecía al hermano de Faletti. Barría con una dedicación
tan obsesiva que su nuevo jefe lo palmeó en la espalda:
-
Frattini, me va a gastar el piso – dijo soltando
una carcajada.
Él lo miró,
agradecido, y continuó barriendo pisos durante todo aquel día. El primero de su
nueva vida.
46
El día que cobró
su primer sueldo, Frattini pensó que debía festejarlo.
Ese sábado, se
compró algo de ropa y por la noche bajó de su habitación vestido de punta en
blanco. Las mujeres que trabajaban con él le hicieron bromas que le encendieron
las mejillas de rojo.
Así fue que se
dirigió a una confitería que, sabía, contaba con salón de baile. Aunque se
sentía un extraño entre toda esa gente acostumbrada a la libertad, pronto se
fue relajando hasta que incluso se animó a bailar. Con un vaso de gaseosa en la
mano, Frattini bailó toda la noche. Al amanecer, extenuado, se dirigió al hotel
y comenzó a trabajar sin dormir siquiera una hora.
Meses más tarde,
el almanaque le reveló una fecha particular. Ese mismo día se dirigió a la
oficina de Faletti.
-
Quisiera tomarme unos días para ir a Buenos
Aires.
-
¿Se va?
-
Voy y vuelvo. Pasado mañana mi hija cumple
quince años.
El viaje a
Buenos Aires le trajo más recuerdos de los que podía soportar. Ahora, las
calles de su ciudad le resultaban extrañas y peligrosas. Al bajar del micro,
sintió que todos lo miraban. Rápidamente, se alejó y se subió a un colectivo.
Francisca no se
sorprendió al verlo.
Lo invitó a
pasar, lo abrazó y lo besó en las mejillas.
-
Te soltaron – dijo.
-
Sí, y estoy trabajando en Neuquén.
-
Muy bien… - dijo Dora, mientras llamaba por teléfono
a sus hermanas para avisarles que él había ido a visitarla.
-
Deciles que vengan, las quiero ver.
Sus hermanas
ahora eran madres, abuelas. Sin embargo, para él siempre serían la única
alegría de su infancia. Después de besarlas, les contó que había dejado las
llaves, que trabajaba como un hombre normal.
-
Esperemos que te dure – dijo Francisca.
Sus palabras le
recordaron la noche en que le había prometido que iría al cine, allá por 1963,
antes de ser detenido frente al Parque Lezama.
-
Esta vez es en serio – dijo Frattini.
-
¿Y qué viniste a hacer a Capital?
-
Mañana es el cumpleaños de Ana, ¿no? – dijo.
Sus hermanas
hicieron silencio y bajaron la vista.
-
Quiero verla.
-
Carlos, olvidate – dijo Dora, sin poder
sostenerle la mirada.
-
¿Cómo querés que me olvide de mis hijos?
Sus hermanas se
miraron y volvieron a bajar la mirada.
-
¿Ella les pidió que no me dijeran nada?
-
Sufrió mucho. Ella y los chicos. Dejalos que
hagan su vida…
Después de
tantos años, sus hermanas seguían siendo fieles a Maga. No podía culparlas. Ellas
habían sido toda la familia paterna que Ana y Alejandro habían tenido durante
todo ese tiempo. Se sentían responsables, y no querían someter a Maga a aquel
encuentro que ella se resistía a aceptar.
Abatido, se
incorporó de la mesa y se marchó.
Esa noche,
mientras trataba de conciliar el sueño en un hotel de pasajeros de Once,
rebuscó en su memoria todos los datos que podrían servirle referidos a su hija.
Apenas la conocía. No sabía cómo era, qué hacía, con qué soñaba. Al fin, cuando
tras las persianas el día comenzaba a clarear, Frattini recordó que alguna vez Francisca
le había dicho que Ana iba a una escuela sobre la Avenida Rivadavia, cerca de
una estación del subterráneo.
Por la mañana,
después de desayunar en un bar, Frattini tomó el subterráneo hasta el Congreso.
Sabía que desde allí hacia el Bajo no había escuelas, por lo tanto debería
caminar hacia el centro de la ciudad. Así lo hizo. Caminó durante horas, con
los ojos abiertos, preguntando a los peatones. Entró en una escuela, en Once. Preguntó
por su hija, pero allí no había ninguna alumna con su nombre. Volvió a la
avenida Rivadavia, y volvió a caminar. De a ratos, debía detenerse para estirar
el cuerpo, aterido de cansancio.
Las estaciones
de subte pasaban tras sus pasos sin revelarle el menor signo de esperanza. No
había escuelas, y si las había, nunca eran lo que él buscaba. Al llegar a
Acoyte, la última estación de subte, no le quedó más opción que aceptar su
fracaso.
Derrotado por la
tristeza y el cansancio, Frattini siguió caminando hasta el Parque Rivadavia.
Junto a él, un grupo de ancianos jugaba al ajedrez sobre una mesa de concreto.
Los envidió a todos. Sin darse cuenta, se acercó a ellos.
-
¿Conocen una escuela que queda junto al
subterráneo?
Los hombres lo
miraron con ojos acuosos y rostros sonrientes. Uno señaló hacia un costado del
Parque.
-
No. Al lado del subte no. Pero acá a dos cuadras
hay una escuela grande.
Frattini se
alejó corriendo del lugar. Sólo se detuvo al alcanzar las altas puertas de una
escuela pública. Le sudaban las manos, y sentía que todo el cuerpo le vibraba
con un temblor de ansiedad.
Tocó timbre.
Minutos después,
una portera vestida con un delantal marrón abrió la puerta para recibirlo.
-
Quiero hablar con la Directora – dijo Frattini.
La portera lo
guió a través de un patio colmado de niños. Frattini miraba hacia todas partes,
tratando de descubrir el rostro de su hija, o mejor dicho, el rostro de su hija
de hacía cuatro años.
La Directora lo
recibió sin demoras.
-
¿Qué necesita?
-
Hoy es el cumpleaños de mi hija. Quiero
saludarla. Hace cuatro años que no la veo.
La mujer lo miró
en silencio. En su gesto, Frattini sólo encontró desconfianza.
-
¿Y cómo se llama su hija?
-
Ana Mónica Frattini. ¿Viene a esta escuela?
Para sorpresa de
Frattini, la mujer asintió mientras él hacía un esfuerzo enorme para no llorar
delante de aquella extraña.
-
Está arriba. ¿Quiere que la llame? – dijo ella.
-
Si es tan amable… - dijo Frattini sin poder
completar la frase.
La vio
incorporarse, la vio salir de la oficina. Y él no podía moverse. Se tomó la
cabeza, estiró el cuello. Las paredes comenzaron a estrecharse. En ese momento,
la puerta se abrió para dejarles paso a tres chicas que debían tener la misma
edad que su hija. Frattini frunció el seño para mirarlas con detenimiento.
¿Cuál de ellas sería Ana?
-
Hola – dijo.
-
Hola – respondieron ellas a coro.
Estaba a punto
de preguntar quién de ellas era su hija, cuando vio que las chicas le daban la
espalda y abrían un cajón para retirar un mapa. Antes de marcharse, lo
saludaron con un gesto. Frattini volvió a quedarse solo. La angustia ya era
incontenible. Unos minutos, unas horas después, la puerta se abrió y él pudo
ver a su hija. La directora estaba junto a ella, y la miraba esperando que
dijera si conocía a aquel hombre que la miraba con lágrimas en los ojos.
-
Papá – dijo Ana, y Frattini supo que ya no
necesitaba nada más.
Se incorporó de
un salto y avanzó hacia su hija. Mientras la abrazaba y le besaba el rostro,
murmuró:
-
Feliz cumpleaños, Anita.
Conmovida, la
Directora salió de la oficina para que hablaran tranquilos.
-
Cumplís quince, estás enorme – dijo Frattini,
sabiendo que era el culpable de haberse perdido aquel crecimiento.
-
¿Dónde vivís? – preguntó ella.
-
En Neuquén. Estoy trabajando.
Pudo notar la
incomodidad de su hija, la distancia que parecía separarlos. Pero en cuestión
de minutos, las distancias se acortaron a fuerza de caricias y abrazos. Cuando
la Directora volvió a entrar, Ana lo tenía abrazado como si quisiera quedárselo
por siempre.
-
Es tiempo de irse, Frattini – dijo la Directora.
Frattini
asintió. Tenía la camisa mojada de tanto llanto. Pero inexplicablemente, no
estaba triste.
Antes de
marcharse, le preguntó a Ana la dirección de la casa, y le prometió que al día
siguiente la estaría esperando en la esquina para seguir conversando. Quizá en
el fondo esperara que Maga lo recibiera.
Amargado por el
tiempo que había perdido, pero ilusionado y feliz por lo que estaba a punto de
recuperar, aquella noche Frattini durmió profundamente. No tuvo pesadillas. Ni
siquiera sueños placenteros.
Al día siguiente, se presentó en la esquina de
la casa de Maga unos minutos antes de la hora acordada. Desde allí podía ver la
hilera de balcones vacíos, las calles repletas de vehículos, y esperaba ver
aparecer a su hija cuando vio que quien se acercaba era otra mujer. La hermana
de Maga caminaba hacia él cargando una pequeña valija.
-
Mi hermana no te quiere ver – dijo sin siquiera
saludarlo. Y, entregándole la valija, agregó: - Acá tenés tus cosas.
Después se
volvió, y comenzó a desandar sus pasos dejando a Frattini parado sobre sus
propias ruinas.
47
Una sábado de
1990, Frattini se presentó en el mismo bar al que iba siempre. Los mozos lo
conocían, los músicos de la banda que tocaba en vivo para que el público
bailara siempre le dedicaban una canción.
Aquella noche,
se encontró con Teresa, una mujer a la que había conocido tiempo atrás. Junto a
Teresa había una mujer de su edad, a la que nunca había visto antes. Miraba la
pista con un gesto impredecible que podía ser tristeza, o temor. Frattini no
podía saberlo. Lo único que le importaba era mirarla.
Cuando la banda
dejó de tocar, los músicos se acercaron a la barra. Frattini los saludó a todos
por su nombre. Brindaron, él con gaseosa, los demás con vino y ron mientras la
música volvía a sonar desde los parlantes. En un momento, el tecladista de la
banda dejó su lugar en la barra para acercarse a Teresa. Frattini los vio
mezclarse entre los bailarines y comenzar a girar al compás de la música.
Animado, supo
que había llegado el momento. Entonces se acercó a la mujer que había quedado
sola y sin decirle nada la tomó de la cintura y comenzó a bailar. Bailaron
durante cuatro horas seguidas en las que no pronunciaron una sola palabra.
Entre paso y giro se miraban, divertidos, y volvían a bailar. Al fin, cuando
terminó la música, juntos se acercaron a la barra.
-
¿Cómo te llamás?
-
Cristina – dijo ella - ¿y vos?
-
Carlos. Nunca venís acá.
Cristina sonrió
con vergüenza.
-
No salgo mucho. Vine a acompañar a una amiga.
Conversaron
hasta el amanecer.
Al fin, cuando
el bar comenzaba a vaciarse, se despidieron y quedaron en encontrarse el sábado
siguiente.
Y el sábado
siguiente Cristina, que nunca iba a bailar, se presentó a la hora acordada.
Aquella noche bailaron menos que la primera vez. Querían hablar, necesitaban conocerse.
Entonces Frattini supo que ella tenía dos hijos, que era viuda desde hacía
mucho tiempo. Ella le mostró una fotografía de sus nietos, que siempre llevaba
en la cartera. Cuando ella le preguntó la edad, él se oyó decir:
-
Tengo cincuenta – mintió Frattini, que rozaba
los sesenta.
Cuanto menos lo
conociera, menos se asustaría de él. Cuanto menos intimidad lograran, más fácil
sería dejarla. Ese había sido el lema de sus últimos años.
Y sin embargo,
un mes más tarde, Cristina y Frattini comenzaron a verse a solas. Después de
terminar su turno en el hotel, tomaba un colectivo hasta Cipolletti para
visitarla. Tomaban mate, conversaban. Una tarde, Cristina le enseñó un recorte
de diario con una nota que hablaba de él y los retratos que había donado para
el Padre José.
-
No sabía que pintabas…
-
No te lo dije.
-
Mirá… - dijo ella señalando una línea del texto
-, se equivocaron, dice que tenés sesenta años, y no cincuenta.
Frattini soltó
una risa nerviosa.
-
Dice la verdad…
-
¿Tenés sesenta? – preguntó Cristina, sorprendida:
- ¿Y entonces por qué me mentiste?
-
Porque pensaba que no íbamos a durar. Pero ya
ves… nunca pensé que a esta edad podría enamorarme.
Al fin, un día
del tercer mes de aquella relación, Cristina le dijo:
-
Mis hijos me preguntan con quién me veo. Ya
estamos grandes, Carlos. Quiero que los conozcas. Aunque sea a mi hija, que
vive conmigo.
En todas las
relaciones que había tenido desde que fuera liberado, llegado este punto,
Frattini sentía una necesidad física de desaparecer. No quería encariñarse ni
que se encariñen con él. Pero ahora comprendía que necesitaba y deseaba ese
cariño que, debía aceptarlo, se estaba había en amor.
-
No pongas esa cara. Mis hijos son buenos.
-
Sí, pero yo… tengo decirte algo. Estuve preso
mucho tiempo.
Cristina no dijo
nada, y su silencio lo invitó a continuar.
-
Tengo hijos en Buenos Aires, a los que perdí por
ladrón. Hace años que cambié, pero tenés que saber quién fui para poder elegir
si seguimos o no. No te quiero engañar.
-
Dale, ¿querés conocer a Patricia?
-
Está bien, pero antes quiero que me des una foto
de ella.
Aquella semana,
Frattini volvió a dibujar. Cuando terminó el retrato, lo llevó a enmarcar, y al
día siguiente se presentó en casa de Cristina. Al ver el retrato de su hija, ella
no pudo contener un suspiro de asombro.
Frattini tomó el
retrato y llevó hasta el cuarto de Patricia para dejarlo sobre la cama.
Entonces, regresó junto a Cristina y se sentó con ella a tomar mate. Durante
más de una hora, conversaron sobre sus historias. Al fin, cuando oyeron el
ruido de la puerta, guardaron silencio como dos niños avergonzados.
Patricia entró y
lo saludó a la distancia.
-
Andá a tu cuarto a ver lo que te trajo Carlos –
dijo Cristina.
Su hija le
dedicó una mirada rápida, parecía confundida. Dejó su cartera sobre uno de los
sillones y se alejó de ellos en dirección a su cuarto. Pasaron unos segundos
que ellos dos sufrieron tomados de la mano. Y entonces, desde el cuarto, les
llegó un grito de alegría:
-
Es hermoso.
Frattini se mudó
a casa de Cristina esa misma semana. Y la semana siguiente llegó con su mujer y
sus hijos Claudio, el hermano de Patricia. Frattini estaba tan nervioso que
hasta él se sorprendía. Al principio, Claudio lo miraba con desconfianza.
Luego, con el correr de las horas, comenzó a tratarlo con mayor intimidad.
Frattini jugaba con sus hijos, les enseñaba cómo dibujar… Y Cristina lo miraba
de lejos, convencida de que no se había equivocado.
Al fin, cuando
les llegó la hora de partir, Cristina y Frattini los acompañaron hasta la
calle. Los niños besaron a su abuela, y se detuvieron junto él. Sólo entonces,
Claudio dijo:
-
Vamos, saluden al abuelo.
48
En 1997,
Frattini dejó el hotel para comenzar a trabajar en el Patronato del Liberado. Debía
hacerlo. Necesitaba hacerlo. A Beatriz Aranda la idea le pareció auspiciosa. Si
el Patronato se dedicaba a ayudar a los ex detenidos a reinsertarse en la
sociedad, qué mejor que conocer la experiencia de Frattini.
Comenzó a
trabajar como recepcionista del Patronato, y en poco tiempo todos sus nuevos
compañeros fueron conociendo su historia. Sentado en el mostrador, veía llegar
a los presos liberados con ese gesto que abatido que él tanto conocía. Los
ayudaba a completar formularios, los alentaba a cambiar. Por más que los
tiempos hubieran cambiado, por más que códigos de los delincuentes fueran
otros, él quería ayudarlos. Desde su liberación, leía las noticias policiales
sin poder dar crédito de lo que pasaba. Si Villarino supiera que ahora los
criminales eran capaces de matar a un chico por un par de zapatillas, ¿qué
hubiera dicho? Si sabía que salían a robar embutidos de drogas, ¿qué pensaría?
Las cosas habían cambiado mucho en los últimos años. Nadie parecía respetar el
valor de la vida, fuera propia o ajena.
De alguna
manera, se sentía responsable de muchos de esos delincuentes. Quizá fuera la
edad, quizá por la esperanza que le había devuelto Cristina, quería
persuadirlos de que si reincidían volverían a perder a sus familias, la
esperanza y la libertad. La esperanza era algo que el liberado recuperaba al
salir de prisión y que 1uego se iba diluyendo a medida que descubría el rechazo
de la sociedad. Frattini sabía lo difícil que era cambiar cuando se cerraban
las puertas por desconfianza. Abandonados, los liberados eran empujados a
retomar sus actividades criminales que, antes o después, los llevaban de
regreso a prisión o incluso a la muerte. De no haber tenido a los Falletti y a
Cristina, él también hubiera regresado a las llaves. Por eso, necesitaba contar
su historia para que les sirviera de aliento a los demás. No quería dar consejos,
tan sólo que los detenidos escucharan una historia distinta, un final
alternativo a las historias que se contaban unos a otros en cada Pabellón.
Pronto, fue
invitado a dar una charla en el Penal de Neuquén. Aquel día, al cruzar otra vez
el portón por el que había entrado hacía ya más de dieciocho años, sintió una
profunda tristeza al ver el rostro desconfiado de todos los internos que
esperaban sentados en el salón. Algunos de los guardias lo saludaron,
recordando su paso por el penal. Sin embargo, a Frattini lo único que le
importaba eran los presos. Podía notar la desconfianza de sus ojos. Sabía que
detrás de sus carcajadas descalificadoras sólo había desolación. Con esfuerzo,
subió a la tarima que habían preparado y se sentó en la silla, frente a la mirada
acusadora de los internos.
Entonces, los
miró a los ojos y comenzó a decir:
-
Yo no puedo darle consejos a nadie. Estuvo más
de veinte años detenido. Lo único que quiero contarles, es todo lo que perdí
por vivir equivocado.
Poco a poco, los
internos fueron dejando de lado los chistes, las sonrisas de incomodidad. Lo
escuchaban con los ojos abiertos como platos, algunos bajaban la vista,
recordando vaya a saber cuántos dolores y abandonos al oír las desgracias de
Frattini.
Cuando terminó
de hablar, los internos le dedicaron un aplauso que le llenó los ojos de
lágrimas. Lentamente, algunos se le fueron acercando. Le preguntaban cómo había
hecho para cambiar, si había recuperado a sus hijos.
-
Todavía no, pero antes de morirme lo voy a hacer
– decía Frattini, angustiado por sus propios fantasmas, mientras repartía
tarjetas del Patronato y les pedía a los internos que aguantaran la condena, y
que se acercaran a verlo cuando salieran en libertad.
A aquella
primera charla, le siguieron otras en distintos Penales del país. Nunca se
hubiera imaginado que podía alegrarse de entrar a una prisión. Y sin embargo,
cada vez que entraba a un pabellón y al menos un interno se interesaba en su
discurso, sentía que había hecho algo valeroso. Eran tan jóvenes, tenían tanta
vida por delante, que no soportaba que la despilfarraran entre joyas y pistolas
como había hecho él.
-
Cuiden a su familia – les decía – lo demás no
importa nada.
Como cada día al
regresar del trabajo, una tarde se sentó junto a Cristina en el patio a tomar
unos mates al sol. Estaban planeando irse de viaje con una pareja de amigos, a
disfrutar la vida que Frattini nunca había pensado tener.
Y entonces sonó
el teléfono.
-
Hola, ¿Carlos Frattini? – preguntó una voz.
-
Ya le paso – dijo Cristina.
Se acercó a él con
el teléfono, confundida. Y en voz baja, dijo:
-
Es para vos.
-
Hola – dijo Frattini - ¿quién habla?
-
Papá, soy Ana.
Al ver cómo se
le deshacía el rostro en lágrimas, Cristina lo tomó de la mano, para
sostenerlo.
-
Anita, ¿cómo estás?
-
Bien… le pedí tu teléfono a la tía…
Frattini trató
de hablar, pero tenía la garganta llena de arena.
Cristina lloraba
al otro lado de la mesa, tan emocionada como él por aquel llamado. Al fin, se
incorporó y se alejó para que él pudiera conversar tranquilo con su hija.
Cuando su mujer
lo vio entrar al living, con el rostro sonriente detrás del reguero de
lágrimas, lo abrazó.
-
Tengo un nieto – dijo Frattini, tomándose la
cabeza y dejándose caer en un sillón.
A aquel primer
llamado le siguieron otros.
Cuando se
acercaba la fecha de su cumpleaños número setenta, fue él quien llamó a Ana.
-
Quiero invitarte a mi cumpleaños. Quiero verte,
a vos y al nene. Pero sólo si vos querés. No puedo obligarte a nada.
-
¿Cuándo querés que vaya?
Los días previos
a la llegada de su hija se le hicieron interminables. Estaba tan feliz como
asustado. Sin embargo, al verla bajar del ómnibus que la trajo desde Buenos
Aires, Frattini sólo sintió alegría. Sus miedos desaparecieron en el mismo
momento en que su nieto le dijo:
-
Feliz cumple, abuelo.
Orgulloso, llevó
a su hija y a su nieto a conocer a cada uno de los amigos que había ganado en
Neuquén y Cipolletti. Falletti, Hilda López, Beatriz Aranda, sus compañeros del
Patronato… todos saludaron a Ana y le hablaron bien de su padre. Frattini nunca
se había sentido tan feliz. De a ratos, la abrazaba sin ningún motivo aparente,
salvo el de saldar una deuda que lo había carcomido durante años.
Ana permaneció
en Cipolletti hasta diez días después de la fiesta de cumpleaños.
Por las tardes,
Frattini se sentaba con ella a tomar mate, conversando de todas las cosas de
las que nunca había podido conversar. Le contó sus errores, su tristeza, y lo
equivocado que había vivido y los pesares que había tenido que soportar Maga.
Pero cada vez que preguntaba por Alejandro, cada vez que decía que necesitaba
verlo, Ana le respondía lo mismo de siempre:
-
Sigue enojado.
No era para
menos. Para Alejandro, él debía ser poco más que una leyenda oscura, un
fantasma que había abandonado a su madre y quizá aún, a la distancia, le traía
malos recuerdos de noche. Maga nunca había vuelto a encontrar una pareja. Quizá
ya no confiara en nadie.
Ana se marchó
pocos días más tarde, dejando en Frattini una sensación de alegría que sólo se
ensombrecía cuando pensaba en Alejandro. Al besarla, mientras se despedían,
Frattini quiso pedirle perdón. Pero no hizo falta, Ana parecía haberlo olvidado
todo.
Días más tarde,
al regresar de su trabajo en el Patronato, Cristina salió a recibirlo a la
calle. Parecía nerviosa.
-
¿Qué pasó? – preguntó Frattini, asustado.
Cristina lo
abrazó.
-
Te llamó Alejandro – dijo, emocionada.
Frattini entró
corriendo a la casa. Al ver el teléfono cortado, gritó:
-
¿Se cortó?
-
Le dije que estabas trabajando, y le pedí por
favor que llamara más tarde.
Frattini se
sentó en una silla y no se movió hasta que el teléfono comenzó a sonar.
-
Hola – dijo Frattini, desbordado por sus miedos
y sus ilusiones.
-
Soy Alejandro. ¿Quién habla? – dijo una voz
seca, cargada de tensiones.
Era la primera
vez que oía su voz en veinte años. Y de pronto, no sabía qué decirle.
-
Carlos. Yo soy tu papá.
Al otro lado de
la línea se hizo un silencio absoluto. De pronto, Frattini oyó que su hijo
chasqueaba la lengua, como si se estuviera arrepintiendo del llamado. En
silencio, él rezó para que no le cortara.
-
¿Cómo estás?
-
Mirá, hay
cosas que me gustaría saber… - dijo Alejandro, y parecía enojado.
-
Y bueno, podemos hablar cuando quieras – dijo
Frattini.
-
Primero quiero pensar yo. Después, otro día lo
llamo.
Y cortó.
Epílogo
En 2010, como
cada año, Frattini viajó a Buenos Aires para visitar a sus hermanas. Ahora que
el tiempo se había detenido, ahora que sus vidas eran apacibles, serenas, el
horizonte se acercaba un poco más con el final de cada día. Y aquel día,
Frattini les pidió que lo ayudaran.
-
Estoy viejo, y quiero reconciliarme con Alejandro
antes de que sea tarde – dijo, y no mentía.
Sus hermanas se
miraron, pero esta vez Frattini ya no descubrió ninguna recriminación en sus
ojos cansados. Esta vez, Francisca no tuvo valor para negarle nada. Tomó el
teléfono, marcó un número, y al pasarle el tubo a su hermano, dijo:
-
No te prometo nada. Llamalo y que sea lo que
Dios quiera.
El teléfono
llamó dos, tres veces. Frattini contenía el aliento.
Y al fin lo oyó.
-
Hola.
-
Hola, Alejandro. Soy tu papá.
-
¿Carlos?
-
Sí – aceptó Frattini, apretando los dientes.
Le hubiera
gustado que lo llamara papá. Pero a Alejandro seguramente también le hubiera
gustado que estuviera con él durante todos los años en que había estado preso.
-
Estoy en casa de la tía Francisca. Te quiero
ver. ¿Puedo?
-
Sí, paso dentro una hora – dijo su hijo.
Y durante una
hora, Frattini esperó detrás de la puerta. Lo vio llegar en bicicleta, el pelo
rubio largo, los ojos claros escrutando la calle con desconfianza.
Su hermana abrió
la puerta y lo invitó a pasar. Alejandro saludó a sus tías con afecto, y
después se detuvo frente a Frattini y Cristina.
-
¿Usted es Carlos, no?
-
Sí – dijo Frattini.
Intentó
abrazarlo, pero tuvo que conformarse con estrecharle la mano.
-
Yo soy Cristina. No sabés lo felices que estamos
de verte. Sobre todo tu papá – dijo su mujer, mientras Frattini y su hijo se
miraban a los ojos por primera vez en sus vidas.
Pronto, sus
hermanas y Cristina se marcharon a hacer compras para que pudieran conversar
sin interrupciones. Y sin embargo, durante más de veinte minutos ambos
permanecieron en silencio.
-
Si estás enojado no puedo culparte. Yo me
equivoqué mucho – dijo Frattini.
Alejandro seguía en silencio, pero en sus ojos claros podía notarse la
angustia que lo embargaba.
-
No te voy a pedir que me perdones, que te
olvides de todo lo que hice. Sólo quiero que me des una oportunidad.
Lentamente, Alejandro
se fue soltando. Le habló de sus amigos, de sus sueños, de lo que le gustaría
hacer con su vida. Frattini dio gracias a Dios porque sus hijos hubieran tenido
una madre como Maga. Sola, ella había logrado convertirlos en buenas personas,
dispuestas a luchar por su futuro. Si bien Alejandro lo trataba con recelo,
midiendo, analizando cada palabra que su padre decía, algo en sus ojos había
cambiado. Frattini podía notarlo en esa especie de sonrisa que se dibujaba en
sus labios apretados por el miedo y la furia que se disipaba como una tormenta.
Cuando su mujer
y sus hermanas regresaron, Alejandro y Frattini conversaban sobre fútbol. Al
verlo tan feliz, Cristina se acercó a él.
-
Alejandro, el día que quieras venir a
Cipolletti, te podés quedar en casa – dijo.
-
No lo apures, si todavía ni siquiera me tutea –
dijo Frattini, desalentado.
Después, Alejandro
se incorporó, diciendo que debía marcharse. Salieron a la calle en silencio.
Mientras Alejandro volvía a subirse a su bicicleta, Frattini dijo:
-
¿Puedo llamarte? ¿Me das permiso?
Alejandro miró
el suelo.
-
No estás obligado… - se apuró en decir Frattini,
arrepentido por su brusquedad.
Pero su hijo lo
miró a los ojos con un resplandor que pareció iluminar la oscuridad de la calle,
y dijo:
-
Llamame cuando quieras.
Cuando su hijo se marchó, Frattini supo que había abierto la última
puerta de su vida.
Y entonces supo que se
había salvado.
FIN
Agradecimientos
Mi agradecimiento y respeto eterno
a toda la gente de la Provincia de Neuquén
que me tendió una mano.
Carlos
Frattini
Agradezco a
Frattini su confianza, su paciencia, y sobre todo por la valentía que tuvo al
contar cada uno de los episodios de su vida. A Jorge Fernández Díaz, por su
generosidad, y por haberme acercado desinteresadamente esta increíble historia.
A Ana Rapoport,
porque sus comentarios y sus correcciones siempre mejoran mis textos, y ella,
mi vida. Y a JRR, por tantas, tantas alegrías.
Alejandro
Parisi
No hay comentarios.:
Publicar un comentario