"Con los ojos cerrados y las manos clavadas en el apoyabrazos de la butaca, Balestra contenía el aliento. En sus años de alumno del Colegio Maristas de Durazno había estudiado física, e incluso había sacado buenas calificaciones. Pero ahora desconfiaba de las leyes que mantenían aquel avión en el aire, próximo a aterrizar en el Aeroparque de Buenos Aires.
Había pasado la primera
media hora del vuelo ordenando cada uno de los hechos que había vivido en la
última semana, integrando un contingente alucinado de veinte personas que
deseaban vivir “una experiencia sobrenatural e irrepetible” en las sierras cordobesas,
como decía el folleto que aún conservaba en el bolsillo interior del saco. En
la segunda media hora había escrito los puntos más importantes del informe que
debía entregarle a Damián Blatt, su cliente, para cobrar el resto del trabajo. Pero
después, ya sin excusas o entretenimientos, cuando faltaban veinte minutos para
llegar a destino, su mente y su cuerpo se habían entregado por completo a la angustia
del aterrizaje y, si el mal clima anunciado por el piloto continuaba, a la
posibilidad de que el avión fuera atacado por un rayo o cayera en picada
confundido por las nubes.
Por eso ahora, con los
ojos cerrados y las manos como garras clavadas en la butaca, se prometía dejar
de fumar, de beber, de mirar televisión, de coger, dejaría de hacer todo lo que
fuera placentero en la vida si salía ileso de ese vuelo. Es más, si lograba
sobrevivir se convertiría en uno de esos piadosos que se encerraban en un
establo con la Biblia, la Torá o el Corán y pasaban su vida leyendo y orando con
votos de silencio, humildad y abstinencia generalizada. Pero para eso primero
debía salvarse.
Al descubrir el Río de
la Plata en la ventanilla, acechando la escueta pista de aterrizaje del
Aeroparque, Balestra se maldijo por haber abierto los ojos. Volvió a cerrarlos
cuando el avión completó el giro y se dispuso a lanzarse sobre la pista o el
río, según la puntería de los pilotos. “Va a aterrizar perfecto, no me va a
pasar nada y voy a encerrarme en el Tigre a leer libros religiosos para
escribir libros de autoayuda”, se prometió Balestra, y subrayó mentalmente:
“Sin fumar, beber, comer ni coger, tan sólo viendo morir los jazmines”.
Cuando las ruedas
tocaron el piso y el avión sufrió un leve sacudón, Balestra soltó el aire con
tanta violencia que le provocó un ataque de tos. Poco a poco el avión fue
perdiendo velocidad con un sonido atronador, hasta que al fin se detuvo. Los
demás pasajeros comenzaron a aplaudir: un ritual que evidenciaba el temor
oculto a convertirse en mierda de paloma estrellada contra el piso.
Las luces de aviso se
apagaron y Balestra se quitó el cinturón de seguridad. A su alrededor todos manipulaban
sus teléfonos celulares. A los codazos, cagándose en todas normas de
convivencia y tolerancia social, logró incorporarse, salir al pasillo, tomar su
pequeña valija de mano y alcanzar la puerta delantera del avión justo cuando
esta se abría.
¾ - Espero que haya disfrutado el viaje –
dijo la azafata con tono alegre.
¾ - Sádica – fue la única respuesta de
Balestra.
Bajó por la escalera hacia
la pista mojada por la lluvia. Respiró hondo y encendió un cigarrillo. Ya
tendría tiempo para convertirse en monje en otra vida.
Uno de los empleados de
pista, protegido con auriculares y casco, le gritó que no podía fumar ahí y
Balestra, recargado de energía gracias a aquellas dos pitadas subversivas,
arrojó el cigarro y se encaminó hacia la salida.
Tomó un taxi en la
puerta del Aeroparque y le indicó la dirección donde debía ir. Superadas sus
promesas de dejar todo, ahora, mientras Buenos Aires pasaba por las
ventanillas, hizo un listado mental de todo lo que se llevaría al Tigre, luego
de darle el informe final a Blatt y al fin pudiera subirse a su lancha para
internarse en aquellos canales que no eran tierra firme, pero que junto con las
islas del Delta componían toda la firmeza que él necesitaba.
El taxi lo dejó en la calle
Roseti, en el barrio de Chacarita, justo delante de la enorme productora de
Blatt. Cargando la valija, se detuvo justo antes de tocar el portero eléctrico.
Necesitaba serenarse. Nunca era bueno dar un informe estando apurado o
fastidioso. Se ubicó bajo el alero de la puerta, a salvo de la llovizna. Eran
las nueve y veintitrés de la mañana.
Dos cigarrillos más
tarde, tocó timbre.
Al entrar lo recibió la sonrisa de una recepcionista demasiado joven ubicada detrás de un mostrador de diseño. Balestra contuvo sus ganas de quitarse los zapatos, sentarse en los sillones mullidos y dejar que la goma espuma tapizada absorbiera sus huesos cansados.
¾
Vengo a ver al señor Blatt.
¾
Buenos días. ¿Su nombre?
¾
Balestra.
¾
Espere un segundo.
El detective se volvió
para contemplar aquella planta baja decorada con gigantografías de los
personajes ácidos e irreverentes que Blatt había creado con un talento
indiscutible. Bien a la vista de todos los visitantes, una cristalera exhibía
los premios de cine y televisión de las distintas producciones interpretadas
por esos muñecos animados que, a escala, también en la cristalera, sugerían la
enorme cantidad de dinero que Blatt debía haber ganado con la comercialización
del merchandising de sus creaciones.
Al otro lado de un
cristal alto hasta el techo, dos muchachos fumaban de pie en un patio en el que
se alzaban dos bancos de plaza sobre un rectángulo cubierto piedras y macetas
con cañas barnizadas y gruesas: un jardín seco, moderno y carente de vida. Más
allá de aquella pecera para fumadores de tabaco armado, vio filas y filas de
escritorios con computadoras de grandes monitores conectadas a dibujantes,
diseñadores y guionistas tan jóvenes que Balestra se sintió aún más viejo.
¾
Ya puede subir.
Se alejó rápido de
aquella juventud digitalizada y alcanzó el ascensor, ubicado junto a distintas
puertas con carteles de neón que anunciaban los distintos sets de grabación,
islas de edición y dos baños.
En el espejo vio su
cuerpo delgado. Todavía no se acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía
nostalgia por los doce kilos que se había visto obligado a bajar hacía cinco
meses. O seis. No lo recordaba, las fechas se habían mezclado durante las dos
semanas que había pasado internado en terapia intensiva a causa de aquel pre
infarto que lo había obligado a consumir menos grasas, a caminar dos veces al
día y… y nada más. Bastante tenía con eso.
Cuando las puertas
automáticas se abrieron, el secretario de Blatt lo recibió con una sonrisa,
conectado a cables que le salían de los oídos y se perdían por detrás de su
cuerpo delgado. Mientras conversaba con otra persona o algún ser imaginario, le indicó que podía entrar a la
oficina.
Las dos veces que se
habían visto, Balestra había reparado en que Blatt se vestía con la impunidad
del talento: esta vez llevaba una remera negra estampada con el afiche de una
película de terror, pantalones rojos y zapatillas verdes. Lo esperaba de pie
apoyado contra el escritorio. En la pared del fondo, un poster de su primer
éxito: una película animada coproducida entre Argentina, Francia y Estados
Unidos. Era el único poster que había en toda la oficina y mostraba a Wilson,
su protagonista, una mezcla mutante de conejo y galgo y pato de felpa, sonriendo
con amargura aferrado a los barrotes de una celda carcelaria con forma de
corazón.
Blatt le estrechó la
mano mostrando el semblante serio que el detective esperaba.
¾
Va a tener que explicarme un par de
cosas, Balestra.
¾
Son las nueve de la mañana. Casi me
estrello con el avión… si me sirve algo, le cuento todo lo que quiera.
¾
¿Tostadas, café?
¾
Me hace mal en ayunas. Mejor póngame un
poco de eso – Balestra señaló el mini bar que había sobre una mesa oscura,
junto a un viejo proyector cinematográfico restaurado y exhibido.
Blatt sirvió una
generosa medida de Jonnhie Walker Blue Label y luego se sentaron. Balestra se
llevó el vaso a la boca. Estaba a punto de bebérselo de un trago cuando el
maldito Wilson se transfiguró en su médico de cabecera y desde detrás de los
barrotes lo instó a cuidar su cuerpo malogrado. Entonces no pudo más que
resoplar, cerrar las alas de cóndor sediento y beber un trago corto de colibrí.
Apoyando el vaso, preguntó:
¾
¿Su hijo está bien?
¾
Asustado y arrepentido, pero bien.
¾
Me alegro.
¾
Cuando lo contraté no esperaba tener que
alquilar un avión privado y viajar de urgencia a Córdoba para sacar mi hijo de
la cárcel – dijo Blatt a modo de reproche.
Balestra no se hizo
cargo de sus palabras, o al menos las tomó como un efecto secundario de la
noche del sábado. Sacó el papel que había escrito durante el vuelo, lo repasó
y, tras beber otro pequeño sorbo de whisky, comenzó a hablar como si más que un
detective fuera uno de los guionistas de la productora:
¾
La Sociedad Científica Interplanetaria tiene
sedes en varios países del mundo. Basan todos sus postulados en desconfiar de
la capacidad humana. Para ellos, es imposible que los humanos hayamos pasado
miles de años dibujando las paredes de las cavernas y que después, cuando
terminó la última glaciación, hayamos formado civilizaciones capaces de pensar
por sí mismas, sembrar, cosechar, domesticar animales y construir pirámides y
monumentos. Para ellos, todo lo que se construyó antes de la edad media lo
hicieron los extraterrestres. Parece estúpido, pero es un negocio redondo.
Durante todo el año los clientes… no, los Amigos Estelares, como llaman a los
que aportan dinero, reciben información variada de hechos incomprobables e
imágenes adulteradas que sirven de base para teorías conspiratorias sobre
imágenes de extraterrestres escondidas en pinturas rupestres, esculturas
mexicanas y grabados sumerios, supuestamente confirmadas por textos antiguos y
avistamientos de ovnis en Alabama, Cuzco y Capilla del Monte…
¾
Hasta ahí, todo inofensivo – dijo Blatt.
¾
El tema es que desde hace un par de años
esta gente comenzó a agitar a sus clientes para que donaran plata, mucha plata,
y poder construir entre todos un observatorio alienígena allá, en Córdoba.
Blatt rió soltando el
aire por la nariz. Y dijo con melancolía:
¾
Y pensar que en mi época nos íbamos a
las sierras a drogarnos y armar bandas de rock... – y agregó: - Entonces la
plata era para eso.
¾
Sí, los quince mil dólares que su hijo
le robó fueron a parar a ese lugar. Este año, los aportantes fueron invitados,
previo pago de otros cinco mil dólares, a estrenar el observatorio y avistar
platos voladores. Ahí fue su hijo, junto con los demás Amigos Estelares. Gente
distinta, eh. Desde nerds quinceañeros como su hijo hasta un cantante de rock
convertido en ex drogadicto, ex violador y ex cantante de rock. Se alojaron en
unas cabañas, se pasaron nueve días viendo documentales, escuchando
conferencias por internet, y el día nueve los fue a ver un chino que habló
durante una hora sobre no sé qué. Me hubiera gustado hablar chino mandarín para
saber si el que traducía estaba realmente traduciendo o inventaba lo que decía.
La noche del sábado subieron a la montaña a avistar ovnis. Yo fui con ellos. Me
había comido nueve días escuchando estupideces y no pensaba perderme el final.
¾
Mi hijo dijo que hubo un tiroteo y que
por eso los detuvieron a todos. ¿Fue usted?
¾ Mire,
le voy a ser franco. Detesto más a la gente pelotuda como su hijo que a los
chantas. Pero tengo mis límites. El sábado los organizadores les dieron de
tomar un té a todos los que integraban el contingente. Dijeron que era lo mismo
que tomaban los antiguos chamanes para conectarse con nuestros ancestros
extraterrestres. Cuando llegaron arriba de la montaña se hizo evidente que los
habían drogado con algo, LSD, hongos, aceite de cannabis, no sé, algún
alucinógeno les dieron seguro. Cuestión que en ese momento apareció una luz
potente en el cielo, soltando refucilos verdes y rojos, como de láser. Su hijo
y los demás comenzaron a sacarse la ropa, a gritar, a bailar, desbordados por
la droga y por la emoción que les despertaba la luz, que además emitía unos
sonidos metálicos muy potentes. Me entró la duda, así que saqué el arma y
disparé al cielo. Con apenas tres tiros bajé el ovni, que no era un ovni sino
un dron, uno de esos aparatos nuevos con hélices y motor, pero adaptado con
lásers y parlantes. Fin del cuento. A su hijo lo estafaron. Pero puede quedarse
tranquilo que no usó la plata para pagar deudas de juego, ni drogas ni armas
para hacer la revolución.
Blatt soltó una breve
carcajada, que debió interrumpir al sentirse arrepentido.
¾
Pobre Tomy. Qué desilusión. Se pasó
tantos años leyendo y mirando cosas sobre este tema…
¾
No es tan terrible. Usted no sabe las
crueldades que hacen algunos adolescentes de hoy para divertirse.
¾ ¿Y
la policía? ¿Por qué lo metieron preso?
¾ Porque
cuando los policías subieron a ver de dónde venían los tiros, se encontraron a
toda esa gente desnuda y drogada y pensaron que era una orgía. Para entonces
los organizadores del tour intergaláctico ya estaban en Hurlingam o Saturno.
Durante el relato de
Balestra, Blatt había pasado del enojo a la decepción hasta alcanzar esa
sonrisa idiota que ahora se le dibujaba en la boca. Sacudiendo la cabeza, abrió
un cajón y retiró un sobre.
¾
Gracias, Balestra. Aunque todo podría
haber terminado de otra manera, ¿no cree? Cuando se dio cuenta de que era una
estafa podría haberle dicho algo a Tomy y traérselo con usted.
¾
Yo no soy niñera de nadie. Pero soy un
pedagogo: ¿o me va a decir que a Tomy no le hizo bien ver caer el ovni y
terminar en cana?
Blatt asintió y volvió
a sonreír con vergüenza.
¾
Es mi único hijo. Le di todo… algo hice
mal.
¾
Demasiado.
¾
Tiene razón – aceptó Blatt. - Después de
muchos años ayer al fin tuvimos una charla sincera. “Pa, te robé plata.
Perdoname. Quiero hacer algo con mi vida”, dijo.
¾
Con la imaginación que tiene, quizá podría
trabajar acá con usted. Mire si se está perdiendo un buen guionista...
¾
Ya lo pensé. Y él también. Va a terminar
el secundario de noche y va a empezar a trabajar acá… – sonrió Blatt.
¾
Brindo por este final feliz – dijo
Balestra, terminándose el whisky. - Si hace una película con esto, acuérdese de
mí.
¾
Va a estar en los agradecimientos, se lo
prometo – dijo Blatt tendiéndole el sobre.
¾
Falta algo más – dijo el detective,
señalando el mueble del minibar: - Me vendría bien una de esas botellas.
¾
Con lo que le acabo de pagar puede
comprarse varias cajas.
El detective hizo un
gesto para mostrarse ofendido en sus sentimientos.
¾
Es que a mí me gustan los regalos."
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