Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 14 de septiembre de 2021

El vuelo errado de Balestra.

 




"Con los ojos cerrados y las manos clavadas en el apoyabrazos de la butaca, Balestra contenía el aliento. En sus años de alumno del Colegio Maristas de Durazno había estudiado física, e incluso había sacado buenas calificaciones. Pero ahora desconfiaba de las leyes que mantenían aquel avión en el aire, próximo a aterrizar en el Aeroparque de Buenos Aires. 

Había pasado la primera media hora del vuelo ordenando cada uno de los hechos que había vivido en la última semana, integrando un contingente alucinado de veinte personas que deseaban vivir “una experiencia sobrenatural e irrepetible” en las sierras cordobesas, como decía el folleto que aún conservaba en el bolsillo interior del saco. En la segunda media hora había escrito los puntos más importantes del informe que debía entregarle a Damián Blatt, su cliente, para cobrar el resto del trabajo. Pero después, ya sin excusas o entretenimientos, cuando faltaban veinte minutos para llegar a destino, su mente y su cuerpo se habían entregado por completo a la angustia del aterrizaje y, si el mal clima anunciado por el piloto continuaba, a la posibilidad de que el avión fuera atacado por un rayo o cayera en picada confundido por las nubes.

Por eso ahora, con los ojos cerrados y las manos como garras clavadas en la butaca, se prometía dejar de fumar, de beber, de mirar televisión, de coger, dejaría de hacer todo lo que fuera placentero en la vida si salía ileso de ese vuelo. Es más, si lograba sobrevivir se convertiría en uno de esos piadosos que se encerraban en un establo con la Biblia, la Torá o el Corán y pasaban su vida leyendo y orando con votos de silencio, humildad y abstinencia generalizada. Pero para eso primero debía salvarse. 

Al descubrir el Río de la Plata en la ventanilla, acechando la escueta pista de aterrizaje del Aeroparque, Balestra se maldijo por haber abierto los ojos. Volvió a cerrarlos cuando el avión completó el giro y se dispuso a lanzarse sobre la pista o el río, según la puntería de los pilotos. “Va a aterrizar perfecto, no me va a pasar nada y voy a encerrarme en el Tigre a leer libros religiosos para escribir libros de autoayuda”, se prometió Balestra, y subrayó mentalmente: “Sin fumar, beber, comer ni coger, tan sólo viendo morir los jazmines”.

Cuando las ruedas tocaron el piso y el avión sufrió un leve sacudón, Balestra soltó el aire con tanta violencia que le provocó un ataque de tos. Poco a poco el avión fue perdiendo velocidad con un sonido atronador, hasta que al fin se detuvo. Los demás pasajeros comenzaron a aplaudir: un ritual que evidenciaba el temor oculto a convertirse en mierda de paloma estrellada contra el piso.

Las luces de aviso se apagaron y Balestra se quitó el cinturón de seguridad. A su alrededor todos manipulaban sus teléfonos celulares. A los codazos, cagándose en todas normas de convivencia y tolerancia social, logró incorporarse, salir al pasillo, tomar su pequeña valija de mano y alcanzar la puerta delantera del avión justo cuando esta se abría.

¾    - Espero que haya disfrutado el viaje – dijo la azafata con tono alegre.

¾    - Sádica – fue la única respuesta de Balestra.

Bajó por la escalera hacia la pista mojada por la lluvia. Respiró hondo y encendió un cigarrillo. Ya tendría tiempo para convertirse en monje en otra vida.

Uno de los empleados de pista, protegido con auriculares y casco, le gritó que no podía fumar ahí y Balestra, recargado de energía gracias a aquellas dos pitadas subversivas, arrojó el cigarro y se encaminó hacia la salida.

Tomó un taxi en la puerta del Aeroparque y le indicó la dirección donde debía ir. Superadas sus promesas de dejar todo, ahora, mientras Buenos Aires pasaba por las ventanillas, hizo un listado mental de todo lo que se llevaría al Tigre, luego de darle el informe final a Blatt y al fin pudiera subirse a su lancha para internarse en aquellos canales que no eran tierra firme, pero que junto con las islas del Delta componían toda la firmeza que él necesitaba.

El taxi lo dejó en la calle Roseti, en el barrio de Chacarita, justo delante de la enorme productora de Blatt. Cargando la valija, se detuvo justo antes de tocar el portero eléctrico. Necesitaba serenarse. Nunca era bueno dar un informe estando apurado o fastidioso. Se ubicó bajo el alero de la puerta, a salvo de la llovizna. Eran las nueve y veintitrés de la mañana.

Dos cigarrillos más tarde, tocó timbre.

 

Al entrar lo recibió la sonrisa de una recepcionista demasiado joven ubicada detrás de un mostrador de diseño. Balestra contuvo sus ganas de quitarse los zapatos, sentarse en los sillones mullidos y dejar que la goma espuma tapizada absorbiera sus huesos cansados.

¾    Vengo a ver al señor Blatt.

¾    Buenos días. ¿Su nombre?

¾    Balestra.

¾    Espere un segundo.

El detective se volvió para contemplar aquella planta baja decorada con gigantografías de los personajes ácidos e irreverentes que Blatt había creado con un talento indiscutible. Bien a la vista de todos los visitantes, una cristalera exhibía los premios de cine y televisión de las distintas producciones interpretadas por esos muñecos animados que, a escala, también en la cristalera, sugerían la enorme cantidad de dinero que Blatt debía haber ganado con la comercialización del merchandising de sus creaciones.

Al otro lado de un cristal alto hasta el techo, dos muchachos fumaban de pie en un patio en el que se alzaban dos bancos de plaza sobre un rectángulo cubierto piedras y macetas con cañas barnizadas y gruesas: un jardín seco, moderno y carente de vida. Más allá de aquella pecera para fumadores de tabaco armado, vio filas y filas de escritorios con computadoras de grandes monitores conectadas a dibujantes, diseñadores y guionistas tan jóvenes que Balestra se sintió aún más viejo. 

¾    Ya puede subir.

Se alejó rápido de aquella juventud digitalizada y alcanzó el ascensor, ubicado junto a distintas puertas con carteles de neón que anunciaban los distintos sets de grabación, islas de edición y dos baños.

En el espejo vio su cuerpo delgado. Todavía no se acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso.

Cuando las puertas automáticas se abrieron, el secretario de Blatt lo recibió con una sonrisa, conectado a cables que le salían de los oídos y se perdían por detrás de su cuerpo delgado. Mientras conversaba con otra persona o algún ser  imaginario, le indicó que podía entrar a la oficina.

Las dos veces que se habían visto, Balestra había reparado en que Blatt se vestía con la impunidad del talento: esta vez llevaba una remera negra estampada con el afiche de una película de terror, pantalones rojos y zapatillas verdes. Lo esperaba de pie apoyado contra el escritorio. En la pared del fondo, un poster de su primer éxito: una película animada coproducida entre Argentina, Francia y Estados Unidos. Era el único poster que había en toda la oficina y mostraba a Wilson, su protagonista, una mezcla mutante de conejo y galgo y pato de felpa, sonriendo con amargura aferrado a los barrotes de una celda carcelaria con forma de corazón.

Blatt le estrechó la mano mostrando el semblante serio que el detective esperaba.

¾    Va a tener que explicarme un par de cosas, Balestra.

¾    Son las nueve de la mañana. Casi me estrello con el avión… si me sirve algo, le cuento todo lo que quiera.

¾    ¿Tostadas, café?

¾    Me hace mal en ayunas. Mejor póngame un poco de eso – Balestra señaló el mini bar que había sobre una mesa oscura, junto a un viejo proyector cinematográfico restaurado y exhibido.

Blatt sirvió una generosa medida de Jonnhie Walker Blue Label y luego se sentaron. Balestra se llevó el vaso a la boca. Estaba a punto de bebérselo de un trago cuando el maldito Wilson se transfiguró en su médico de cabecera y desde detrás de los barrotes lo instó a cuidar su cuerpo malogrado. Entonces no pudo más que resoplar, cerrar las alas de cóndor sediento y beber un trago corto de colibrí. Apoyando el vaso, preguntó:

¾    ¿Su hijo está bien?

¾    Asustado y arrepentido, pero bien.

¾    Me alegro.

¾    Cuando lo contraté no esperaba tener que alquilar un avión privado y viajar de urgencia a Córdoba para sacar mi hijo de la cárcel – dijo Blatt a modo de reproche.

Balestra no se hizo cargo de sus palabras, o al menos las tomó como un efecto secundario de la noche del sábado. Sacó el papel que había escrito durante el vuelo, lo repasó y, tras beber otro pequeño sorbo de whisky, comenzó a hablar como si más que un detective fuera uno de los guionistas de la productora:

¾    La Sociedad Científica Interplanetaria tiene sedes en varios países del mundo. Basan todos sus postulados en desconfiar de la capacidad humana. Para ellos, es imposible que los humanos hayamos pasado miles de años dibujando las paredes de las cavernas y que después, cuando terminó la última glaciación, hayamos formado civilizaciones capaces de pensar por sí mismas, sembrar, cosechar, domesticar animales y construir pirámides y monumentos. Para ellos, todo lo que se construyó antes de la edad media lo hicieron los extraterrestres. Parece estúpido, pero es un negocio redondo. Durante todo el año los clientes… no, los Amigos Estelares, como llaman a los que aportan dinero, reciben información variada de hechos incomprobables e imágenes adulteradas que sirven de base para teorías conspiratorias sobre imágenes de extraterrestres escondidas en pinturas rupestres, esculturas mexicanas y grabados sumerios, supuestamente confirmadas por textos antiguos y avistamientos de ovnis en Alabama, Cuzco y Capilla del Monte…

¾    Hasta ahí, todo inofensivo – dijo Blatt.

¾    El tema es que desde hace un par de años esta gente comenzó a agitar a sus clientes para que donaran plata, mucha plata, y poder construir entre todos un observatorio alienígena allá, en Córdoba.

Blatt rió soltando el aire por la nariz. Y dijo con melancolía:

¾    Y pensar que en mi época nos íbamos a las sierras a drogarnos y armar bandas de rock... – y agregó: - Entonces la plata era para eso.

¾    Sí, los quince mil dólares que su hijo le robó fueron a parar a ese lugar. Este año, los aportantes fueron invitados, previo pago de otros cinco mil dólares, a estrenar el observatorio y avistar platos voladores. Ahí fue su hijo, junto con los demás Amigos Estelares. Gente distinta, eh. Desde nerds quinceañeros como su hijo hasta un cantante de rock convertido en ex drogadicto, ex violador y ex cantante de rock. Se alojaron en unas cabañas, se pasaron nueve días viendo documentales, escuchando conferencias por internet, y el día nueve los fue a ver un chino que habló durante una hora sobre no sé qué. Me hubiera gustado hablar chino mandarín para saber si el que traducía estaba realmente traduciendo o inventaba lo que decía. La noche del sábado subieron a la montaña a avistar ovnis. Yo fui con ellos. Me había comido nueve días escuchando estupideces y no pensaba perderme el final.

¾    Mi hijo dijo que hubo un tiroteo y que por eso los detuvieron a todos. ¿Fue usted?

¾    Mire, le voy a ser franco. Detesto más a la gente pelotuda como su hijo que a los chantas. Pero tengo mis límites. El sábado los organizadores les dieron de tomar un té a todos los que integraban el contingente. Dijeron que era lo mismo que tomaban los antiguos chamanes para conectarse con nuestros ancestros extraterrestres. Cuando llegaron arriba de la montaña se hizo evidente que los habían drogado con algo, LSD, hongos, aceite de cannabis, no sé, algún alucinógeno les dieron seguro. Cuestión que en ese momento apareció una luz potente en el cielo, soltando refucilos verdes y rojos, como de láser. Su hijo y los demás comenzaron a sacarse la ropa, a gritar, a bailar, desbordados por la droga y por la emoción que les despertaba la luz, que además emitía unos sonidos metálicos muy potentes. Me entró la duda, así que saqué el arma y disparé al cielo. Con apenas tres tiros bajé el ovni, que no era un ovni sino un dron, uno de esos aparatos nuevos con hélices y motor, pero adaptado con lásers y parlantes. Fin del cuento. A su hijo lo estafaron. Pero puede quedarse tranquilo que no usó la plata para pagar deudas de juego, ni drogas ni armas para hacer la revolución.

Blatt soltó una breve carcajada, que debió interrumpir al sentirse arrepentido.

¾    Pobre Tomy. Qué desilusión. Se pasó tantos años leyendo y mirando cosas sobre este tema…  

¾    No es tan terrible. Usted no sabe las crueldades que hacen algunos adolescentes de hoy para divertirse. 

¾    ¿Y la policía? ¿Por qué lo metieron preso?

¾    Porque cuando los policías subieron a ver de dónde venían los tiros, se encontraron a toda esa gente desnuda y drogada y pensaron que era una orgía. Para entonces los organizadores del tour intergaláctico ya estaban en Hurlingam o Saturno.

Durante el relato de Balestra, Blatt había pasado del enojo a la decepción hasta alcanzar esa sonrisa idiota que ahora se le dibujaba en la boca. Sacudiendo la cabeza, abrió un cajón y retiró un sobre.

¾    Gracias, Balestra. Aunque todo podría haber terminado de otra manera, ¿no cree? Cuando se dio cuenta de que era una estafa podría haberle dicho algo a Tomy y traérselo con usted.

¾    Yo no soy niñera de nadie. Pero soy un pedagogo: ¿o me va a decir que a Tomy no le hizo bien ver caer el ovni y terminar en cana?

Blatt asintió y volvió a sonreír con vergüenza.

¾    Es mi único hijo. Le di todo… algo hice mal.

¾    Demasiado.

¾    Tiene razón – aceptó Blatt. - Después de muchos años ayer al fin tuvimos una charla sincera. “Pa, te robé plata. Perdoname. Quiero hacer algo con mi vida”, dijo.  

¾    Con la imaginación que tiene, quizá podría trabajar acá con usted. Mire si se está perdiendo un buen guionista...

¾    Ya lo pensé. Y él también. Va a terminar el secundario de noche y va a empezar a trabajar acá… – sonrió Blatt.

¾    Brindo por este final feliz – dijo Balestra, terminándose el whisky. - Si hace una película con esto, acuérdese de mí.

¾    Va a estar en los agradecimientos, se lo prometo – dijo Blatt tendiéndole el sobre.

¾    Falta algo más – dijo el detective, señalando el mueble del minibar: - Me vendría bien una de esas botellas.

¾    Con lo que le acabo de pagar puede comprarse varias cajas.

El detective hizo un gesto para mostrarse ofendido en sus sentimientos.

¾    Es que a mí me gustan los regalos."

 


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