"Mar del Plata. 1948.
Javier se había
llevado las tres postales que había conseguido en el buque holandés recién
llegado al puerto. Sentado sobre la plataforma de madera del molino de viento,
dedicó unos minutos a contemplar la vista que se abría debajo de él, con sus
plantaciones de maíz, los animales pastando y, a lo lejos, el inmenso mar azul.
Después encendió un cigarrillo y se entregó a la visión profética de esas
mujeres rubias que exhibían con una sonrisa sus pechos y sus amplias caderas,
apenas vestidas con galera y bastón, sentadas o paradas alrededor de un sillón
blanco. Tres postales por una botella de vino barato para un marino desesperado.
Había hecho un gran negocio.
Un gritó lo sacó
de sus pensamientos. Al mirar hacia abajo, descubrió a un chico que corría
asustado perseguido por un perro blanco. Detrás del perro, otro chico corría
gritando una palabra que desde allí no llegaba a entender.
Desde lo alto
vio cómo el chico perseguido tropezaba, se paraba y volvía a correr buscando
entre los maizales un lugar donde esconderse. Cuando estuvieron más cerca del molino,
Javier notó que el perro era enorme y mostraba los dientes con furia. El chico
que escapaba no debía de tener más de quince años. El dueño del perro, que
parecía ser más chico, no dejaba de gritar esa palabra que ahora él podía oír
con claridad: “Nieve”.
Al fin, el chico
que iba delante alcanzó el molino e intentó treparse para escapar de los
dientes del perro. Pero era demasiado bajo, y aunque lo intentó dos, tres veces
lo único que logró fue sujetarse a uno de los tensores para quedar colgando a un
metro del suelo. El perro llegó hasta él y comenzó a ladrar y a saltar con la
intensión de morderlo. La cabeza del animal era tan grande como para
destrozarle las piernas. El chico gritaba y se balanceaba para evitar las
embestidas. Javier pensó en el muñón de Mikel, el falso héroe de Guernica. “Que
lo muerda”, se dijo, pero finalmente sintió lástima por los gritos desesperados
del chico y decidió ayudarlo.
Con cuidado,
bajó hasta el primer tercio del molino y miró al chico: “Dame la mano”. Con
fuerza, lo alzó hasta que el otro pudo colocar un pie en el primer tensor y
escapar del alcance del perro. Pronto, el que debía ser el dueño llegó hasta el
molino. Tenía un palo en la mano. “Nieve, ¿qué hiciste?”, gritó con un acento
extraño, alzando el palo para pegarle al animal, que bajó las orejas y se echó
mansamente sobre el pasto.
“Perro de
mierda”, gritó el chico que había estado a punto de ser mordido. Javier soltó
una carcajada. “Te salvaste por poco”, dijo. “Soy Javier”. “Yo soy Vito”, dijo
el otro y después, mirando hacia abajo, le dijo al dueño del perro: “Te lo voy
a matar, hijo de puta”. El dueño lo miraba con una sonrisa: “Entraste a robar
manzanas a mi casa, ¿qué querés que haga el perro?”
Vito lo escupió
desde arriba. Comenzaron a insultarse hasta que Javier, que era mayor que
ellos, dijo: “¿Cómo te llamás, vos?” “Samuel”. Javier los presentó: “Vito,
Samuel. Samuel, Vito. Están a mano. Vos le robaste y el perro te persiguió. Así
que ahora vos agarralo que tengo que bajar para volver al negocio.” Los ojos de
Vito habían dejado de mirar al perro porque habían descubierto algo mejor: las
postales que Javier tenía en la mano. “¿Puedo verlas?”
Bajaron. Cuando
pisaron la tierra, Samuel aferró el collar de Nieve, que, asustado, ya no
ladraba. En ese momento oyeron el estruendo de un disparo y los tres se tiraron
al suelo. “Es el capataz de la estancia, por culpa de ustedes me descubrió”,
dijo Javier con terror. Los disparos cada vez sonaban más próximos y
atronadores. Vito y Samuel notaron que Javier se cubría los oídos, paralizado.
Si no se movían, pronto estarían a tiro del capataz. Vito tomó a Javier del
brazo: “Tenemos que irnos”. Javier reaccionó e intentó ponerse de pie, pero
Samuel le tiró del pantalón para que volviera a ocultarse. “Tenemos que ir arrastrándonos
por el piso”, dijo.
Empezaron a
deslizarse entre las líneas de maizales, primero con cuidado, volviendo la
vista atrás en busca del capataz. Sobre ellos, un choclo fue alcanzado por un
tiro y cayó al suelo. Javier había vuelto a cubrirse los oídos. Vito y Samuel
se miraron, confundidos, hasta que Vito gritó: “Corran”. Los tres se lanzaron
por el campo, corriendo con el perro detrás de ellos en dirección a la playa.
El viejo capataz, vestido con bombachas de gaucho y boina, disparaba a breves
intervalos. “Cornudo”, le gritó Vito y Samuel se rió con una carcajada. Javier
corría en silencio, asustado.
Siguieron
corriendo y sólo se detuvieron cuando alcanzaron la arena de la playa y,
agitados, se quedaron contemplando ese mar que los había traído desde sitios
tan distantes. Ese día, extrañamente, el mar estaba calmo. Ellos seguían
temblando por la proximidad del peligro del que habían escapado.
Se sentaron en la arena. Nervioso, Javier encendió un cigarrillo y le convidó uno a Vito. Samuel rechazó el suyo. Se preguntaron las edades. Javier tenía dieciséis años, Vito quince y Samuel trece. Y sin embargo, los tres habían logrado escapar de los tiros gracias a la valentía de los dos más pequeños. Vito no podía entender que un chico de dieciséis años le tuviera miedo los disparos. Y se lo dijo: “Si te quedabas tapándote los oídos te morías ahí, ¿sabés?”. Javier miró para otro lado y se sumieron en un largo silencio. Luego, mirando el mar, Javier dijo: “No soporto las explosiones ni los disparos” y les contó sobre los bombardeos de Guernica, que a Samuel le recordaron la destrucción de Varsovia y a Vito un bote lamido por las llamas. Más serenos, cada uno contó parte de su historia y cómo habían llegado a Argentina.
Ese día pasaron un largo rato hablando y mirando las postales de Javier. Más tarde, emprendieron el regreso a la ciudad caminando por esa playa larga que, decían, llegaba hasta el fin del mundo. Se despidieron a la altura de las obras del Hotel Provincial, que con sus andamios, albañiles y poleas tapaban una parte del Casino."
Los Pájaros Negros, Sudamericana, 2021.
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