Fragmento:
"Cuando oía el sonido de un avión o el eco de las explosiones, Rosalía llamaba a sus hijos a los gritos y ellos se sentaban junto a su madre, sobre ella, a su alrededor, y ella extendía los brazos como si eso bastara para protegerlos. Giuseppina la observaba y se preguntaba si con los años ella también terminaría por convertirse en eso. Rodeada de hijos de Filippo, lejos de la isla, de Vito.
Aquel día, Giuseppina debía ir a pie hasta
Bruca para llevarle unas medicinas a su tía Antonia, la hermana de su padre, que
padecía una terrible enfermedad. Si terminaba temprano podría regresar en el
carro junto con su padre y sus hermanos, que por entonces pasaban menos tiempo
en el campo.
Su abuela le pidió que se cuidara: no
era bueno que una muchacha comprometida anduviera sola por aquellos caminos. Giuseppina
le enseñó el largo cuchillo que había escondido entre sus ropas.
-
Haces bien, nuestra tierra está
plagada de ladrones, fascistas y locos.
La abuela había envejecido mucho
últimamente, su cuerpo se consumía dentro de sus ropas negras; era tan pequeña
y frágil que ya no tenía fuerzas para imponer su autoridad. Giuseppina había
dejado de odiarla, y ahora la trataba con calidez. Después de todo, aquella
anciana era la única que conocía el origen de su tristeza, de su soledad.
Afuera amanecía. Giuseppina salió a la
calle, pero regresó a la casa como si hubiera olvidado algo. Cuando volvió a
salir llevaba un vaso lleno de agua, que vació sobre la maceta que estaba en el
alféizar de la ventana del salón. Después acarició las hojas con la mano y se
acercó los dedos a la nariz. Respiró profundamente. Ella misma se había
encargado de recoger las semillas de la planta y hacerlas germinar para volver
a sembrarlas en esa misma maceta. La mantenía húmeda y fresca. Aquel perfume
era lo único que quedaba de Vito y deseaba conservarlo como quien conserva la
fotografía de un muerto o una flor seca que el tiempo se encargó de marchitar.
Dejó el vaso junto a la maceta y comenzó
a caminar. Pasó frente al almendro al que subía para ver llegar a Vito; ahora
podía alcanzar las ramas con sólo estirar la mano… Arrancó algunos frutos y se
los guardó en un bolsillo.
Miró hacia delante, y se encontró a
Filippo con un par de soldados.
- Buen día.
- Buen día, Filippo – dijo Giuseppina.
- ¿Adónde vas? - preguntó Filippo.
- A la campiña, a ver a mi tía…
- ¿No tenés miedo? – dijo Filippo.
- No.
Filippo volvió a intentarlo:
- Hubo un accidente, los alemanes
bombardearon un hospital, y ahora las montañas están llenas de enfermos vagando
por ahí. No quiero que corras ningún peligro.
Giuseppina no se atrevió a alzar la
vista. No soportaba más todo aquello.
- Yo conozco esto mejor que vos,
Filippo.
- En unas semanas vamos a estar en
Roma. ¿Querés que te haga acompañar por unos soldados? Así me quedaría más
tranquilo…
- No, gracias, Filippo. Es mejor que
los soldados se queden con vos. Nadie se va a animar a atacar a la prometida de
un hombre importante.
Filippo sonrió, agradecido. La besó en la mejilla y se
alejó por el camino.
Después de pasar tanto tiempo ocupada
con la casa, la verdulería y el lavadero, aquel paseo le recordó los tiempos en
que salía a caminar con Vito, cuando él le enseñaba el nombre de los árboles,
de las flores.
Los caminos estaban desiertos. Siguió
avanzando, bajo el sol de la mañana. Al llegar a una curva, descubrió un hombre
fumando a la sombra de un árbol. Giuseppina apuró el paso. Nerviosa, vio que el
hombre arrojaba el cigarro, lo pisaba con su bota y comenzaba a andar detrás de
ella. No le dio importancia. Sin embargo, unos metros más adelante, giró para
ver si el hombre la seguía y descubrió que estaba a solo un par de metros de
distancia. Bajo su chaleco pudo ver los dos cañones de una lupara. Giuseppina
retiró el cuchillo de entre sus ropas y lo blandió en el aire.
- Pina… - dijo el hombre a la
defensiva.
Asustada,
Giuseppina se echó a correr.
- …traigo noticias de Vito – gritó
el hombre, que se había quitado la gorra en signo de respeto.
- Vito.
Sintió felicidad tan sólo con nombrarlo. Se detuvo, y se
volvió hacia el hombre, que se acercaba a ella.
- ¿Usted quién es?
- Un amigo. Su hermano está bien –
dijo. Y, entregándole una pequeña figura de cobre que intentaba reproducir una
figura humana, agregó: - Me pidió que le entregara esto. Es el niño de Segesta.
Vito le pide que lo cuide.
- ¿Dónde está?
- En América. Cuando termine la
guerra vendrá a buscarla - contestó el mensajero mientras se alejaba.
Vito, Vito, Vito.
Giuseppina repetía ese nombre como una
oración de agradecimiento. Animada, feliz, atravesó montes florecidos de
alhelíes, narcisos y caléndulas; con la ausencia de los campesinos, arbustos
silvestres habían crecido entre las hileras de olivos y vides que cruzaban las
colinas. A lo largo de todo el camino reconoció el perfume de la menta, la
albahaca y el romero en el aire fresco de abril. Mientras caminaba, enumeraba
los diferentes platos que hubiera podido cocinar con aquellas especias y los
ingredientes que les había quitado la guerra.
Cuando llegó a Segesta, alzó la vista: en
la cima, las columnas del Templo se veían tan pequeñas que podía guardárselas
en el puño de la mano. Nunca había escalado la cuesta ni visto aquel templo de
cerca.
Pensó que debía llevarle algún regalo a
su tía enferma.
Buscó alhelíes. Flores rosas, amarillas.
Al rodear la colina, el camino se
transformó en un pasillo estrecho que dividía los viñedos.
Llegó a Bruca cuando el sol alcanzaba su
cenit. El campo de su padre era el único en el que se percibía algún tipo de
movimiento. Desde el camino Giuseppina vio que sus hermanos estaban arreglando
el arado: los mellizos sostenían firmemente las ruedas y Nino golpeaba el eje
con una piedra plana; polvo y sudor se mezclaban en los rostros de sus
hermanos. Hacía tiempo que Giovanni había dejado de trabajar con su familia,
ahora servía en la casa de Don Caltanisetta y llevaba la camisa negra de los
fascistas. El burro pastaba, indiferente a lo que le ocurría a los Licatesi, al
Duce y a todos.
Giuseppina se quitó los zapatos y se
acarició los pies (unos pies perfectos – y cansados). Al ver a su hermana, los
mellizos dejaron lo que estaban haciendo y comenzaron a andar hacia ella. Sólo
se detuvieron cuando Nino les ordenó que volvieran al trabajo.
Saludó a sus hermanos desde lejos y continuó
su marcha. Al pasar por la iglesia de Bruca se persignó y tomó un sendero
rodeado de higueras. Delante de la casa, a la sombra de una bourgainvillia de
flores color salmón, sus primos estaban carneando el último cerdo que les
quedaba: en una fuente habían colocado la cabeza y las entrañas, la sangre en
baldes, y ahora troceaban la carne sobre una mesa cubierta de moscas. A un
costado, dos perros y una bandada de pájaros se disputaban las vísceras sobre
la tierra bañada de sangre.
Ni sus primos ni los perros ni los pájaros
la vieron llegar. La puerta de la casa estaba abierta, como siempre, y
Giuseppina golpeó las manos esperando que alguien saliera a recibirla. Pero
nadie salió.
Al entrar pudo sentir un intenso olor a
ajo. Su tía dormía en la cama con las piernas extendidas y sus pies desnudos
asomaban bajo las mantas. Giuseppina acercó una silla a la cama. Sobre el
respaldo, el retrato en blanco y negro de sus abuelos paternos. Durante unos
minutos permaneció en silencio velando el sueño de la enferma, que respiraba
profundamente y emitía un ronquido seco, descomunal.
Cuando su tía despertó, Giuseppina
abrazaba las flores y soñaba con los montes que había visto en el camino.
-
Pina – escuchó que la llamaban.
-
Tía – dijo al despertar.
Se acomodó en la silla, se frotó los
ojos y se incorporó para besar dos veces el rostro pálido de su tía Antonia.
-
Le traje estas flores.
-
Las flores son para los muertos, y
a mí no me queda mucho... ¿Cómo está tu madre?
-
Débil, en la casa, con mis
hermanos – dijo Giuseppina -, le manda estas medicinas. Y también le ha
encendido una vela a la Madonna para que le devuelva la salud.
-
Dale las gracias… pobre mujer,
siempre acostada…
-
¿Y usted cómo está?
-
Ya me ves.
Y realmente podía verla: deformada por
la inflamación, entregada a aquella extraña enfermedad que había comenzado a
quitarle la vida.
-
¿Necesita algo?
-
Agua.
Giuseppina se incorporó y dejó las
flores sobre la mesa, junto con el frasco de medicinas. En la cocina encontró
un balde de agua fresca. Llenó un vaso. Sobre el fogón, dentro de una olla
hervían verduras y ajos. Sintió hambre: eligió un trozo de zapallo. Lo masticó
lentamente. Después volvió junto a la cama.
Con esfuerzo, su tía retiró de debajo de
las mantas un brazo que parecía estar a punto de explotar. Bebió dos sorbos de
agua y dejó el vaso sobre la mesa de noche.
-
¿Podrías rascarme los pies? No
soporto la comezón…
Primero con asco, luego con
indiferencia, Giuseppina tocó la piel grasosa que se tensaba alrededor de la
carne; deslizaba las uñas mientras su tía, aliviada, mantenía los ojos abiertos
y una sonrisa de placidez. Sus párpados hinchados parecían demasiado exagerados
para cubrir unos ojos tan pequeños. Giuseppina la miraba pero tenía su mente
lejos, en América.
Pasaron varios minutos; después Antonia
levantó la mano derecha y le pidió que se detuviera.
-
Hacía mucho tiempo que no te veía…
- dijo Antonia, y agregó: - El otro día vino a visitarme tu hermano Vito.
-
Vito está en América, tía – dijo Giuseppina,
“y vendrá a buscarme”, pensó.
-
¿Y tus hijos cómo están?
-
Sigo soltera, pero me casaré el
mes próximo – dijo Giuseppina, y, de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Cómo haría para evitar la boda? Si rechazaba a Filippo,
podía dejar a su padre al borde de la muerte… Si se casaba, la obligarían a
partir de la isla y ya nunca volvería a encontrarse con Vito. Sintió que le
faltaba el aire, que todo lo que la rodeaba comenzaba a girar.
-
Cuando tenía tu edad ya había
parido tres veces… ¿y para qué? Ahora tengo un hijo en África, otro en Albania
y los demás pronto serán llamados al servicio… Espero morirme antes de que la
guerra llegue aquí… Treéme un poco de pan – dijo su tía.
De vuelta en la cocina, se olió los
dedos y sintió náuseas. Se inclinó sobre el balde de agua limpia para lavarse
las manos. Después se las secó en la ropa, las olió y volvió a lavárselas. Pan.
Cortó un pedazo para llevárselo a su tía, pero Antonia se había vuelto a
dormir.
Aliviada, Giuseppina dejó el pan junto
al vaso de agua y lentamente salió de la casa.
Afuera sus primos conversaban a la
sombra de un árbol. Todo era quietud; nada se movía, tan sólo los perros, que
continuaban lamiendo la tierra manchada de sangre.
Si bien ya no tenían mucho más por
hacer, sus hermanos le dijeron que Marianno había decidido que se quedaran
hasta el día siguiente. De modo que tendría que regresar sola y a pie. Debía
apurarse si quería llegar antes de que anocheciera. Pero al llegar al camino
que ascendía hacia Segesta, no pudo resistir la tentación conocer el templo del
que Vito le había hablado hacía tanto tiempo.
Templo de Segesta. |
Subió la pendiente hasta alcanzar las escalinatas del templo, rozó la piedra fría y lisa de las altas columnas. Las contó dos veces, en silencio. Repitió el número. Vito se había equivocado al contarlas, se lo diría apenas volvieran a encontrarse. Pero… ¿volverían a verse? Avanzó unos metros y se sentó sobre una roca bajo el cielo abierto y despejado de aquella mañana. En un mes estaría casada con Filippo. Se acomodó el pañuelo, se secó las lágrimas.
Sola en el centro del templo.
Donde el viento le mecía los cabellos y
su sombra se alejaba con el polvo.
Pronto, aquella paz silenciosa comenzó a
desesperarla. Volvió a incorporarse. Sentía una furia inmensa. Aquello que
todos consideraban un milagro había sido su perdición: ¿para qué la había
resucitado la Madonna de entre los muertos si lo que le esperaba era una vida
de pecado, sufrimiento y traición? Entonces deseó estar muerta, y que Filippo
fuera asesinado, y que Vito volviera de inmediato y no tener que esperar…
Llorando, se echó a andar. Desde la
cima, pudo observar el teatro de piedra. Se dirigió hacia allí, y luego se
detuvo a ver la inmensidad del campo que se extendía por detrás del antiguo
escenario de piedras blancas. Pasó unos minutos en silencio, aferrada a la
estatuilla de cobre que llevaba con ella.
De pronto oyó el sonido de una de esas
zampoñas que utilizaban los pastores para llamar a sus rebaños. Giuseppina se
sorprendió de escucharla tan cerca. Al volver la vista notó que los arbustos de
al lado del escenario se agitaban. Asustada, retiró el cuchillo y se incorporó,
todo en un mismo movimiento. Temía lo que podría salir de allí. Retrocedió un
paso. Los arbustos volvieron a agitarse.
Por detrás de las ramas vio aparecer una
figura envuelta en una túnica de sacerdote. Giuseppina retrocedió, entornó los
ojos: la sombra de la capucha ocultaba el rostro de aquella pequeña figura.
Llevaba sandalias, y sus pies parecían estar cubiertos de manchas blancas.
Al oírlo hablar, Giuseppina supo que era un
anciano.
- Buenos días – dijo el hombre sin
quitarse la capucha.
Giuseppina lo vio acercarse con la mano
alzada, dispuesta a acuchillarlo. El hombre se llevó una mano a la sombra que
era su rostro y se rascó durante un momento. Arrastraba los pies al caminar,
parecía demasiado débil como para haber podido subir el camino. Al intentar
sortear una roca que se interponía en su camino, el anciano perdió el
equilibrio y cayó al suelo. Para entonces Giuseppina ya había dejado de sentir
miedo. Dio dos pasos y extendió su mano para ayudarlo a incorporarse.
No te acerques, no me toques –
dijo el hombre, rechazando su mano.
Giuseppina no podía dejar de mirarle los
pies, cubiertos por costras blanquecinas que le recordaban a los caracoles
secos en los cactus.
- ¿Qué tiene?
- Viruela. Andate. Sos demasiado
hermosa para enfermarte.
Giuseppina se alejó con miedo mientras el
anciano se incorporaba. Con asco, contempló sus manos y sus pies putrefactos
durante unos segundos, hasta que supo que aquel anciano podía ser su salvación.
El Imperio, la Madonna, Filippo, Don Caltanissetta… de pronto había dejado de
temerle a todos. Ni siquiera le importaba la vida de sus padres y sus hermanos.
Llevaba diecisiete años viviendo como le decían, obedeciendo en todo a todos… No
estaba dispuesta a perder su última oportunidad. Desesperada, tomó la mano del
hombre, una mano áspera, cubierta de pústulas blanquecinas.
-
¿Qué hacés, niña?
Las heridas del hombre se abrieron, el
hedor era insoportable. Giuseppina sintió ganas de vomitar y deseó que Filippo
sintiera lo mismo. Entonces comenzó a pasarse las manos del hombre por el
rostro, los hombros, el cuello… llorando.
En ese momento se oyó un estruendo, y un
remolino de viento les azotó las cabezas. El viento le quitó la capucha al
hombre, y Giuseppina pudo ver que las costras blanquecinas también le cubrían el
rostro, el cuello.
Se oyó un zumbido, y los dos alzaron la
vista para ver el avión que pasaba sobre ellos. Vieron también la bandera de
Italia sobre el dorso de las alas, y dos enormes bombas debajo del fuselaje
pintado de verde. El avión se alejó hacia el horizonte, pero a mitad de camino
dio un rodeo y se volvió en dirección al teatro.
-
Son los fascistas. Hay que
escapar… – gritó el hombre, que había vuelto a cubrirse el rostro y se alejaba dando
tumbos hacia las tribunas.
Desafiante, Giuseppina le dio la cara al
viento. Primero vio la hélice, luego la ventanilla empañada y al fin la cabeza
del piloto enfundada en una máscara color marrón. Cuando el avió la superó
sintió que el aire le golpeaba la cara. Después se volvió: el avión había
desaparecido, el anciano también.
Se miró la mano, que aún tenía restos de
las heridas del hombre, pero ya no sintió asco."
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