Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 22 de septiembre de 2022

Balestra y Angelito Gómez.

 




"Al verlo sentado en el suelo con un tobillo atado a la pata de la cama, cubriéndose el rostro con las manos manchadas de sangre y el cuerpo sacudiéndose por el llanto, nadie hubiera podido imaginar que ese pibe de dieciocho años llamado Ángel Gómez valía catorce millones de dólares libres de impuestos. 

Sin despegar la vista del pibe, Balestra contaba los minutos que faltaban para terminar su trabajo. Afuera amanecía, y la llovizna parecía flotar en el aire brumoso de abril que cubría los campos de Ezeiza. Sorbió un trago de whisky y cerró los ojos pensando en la isla, en la tranquilidad de la isla. Pronto, a más tardar a las dos de la tarde, estaría en el Tigre y todo lo que había vivido en los últimos once días sería una anécdota para contarle a Obdulio.

Eso si Gómez llegaba vivo a las ocho y cuarto de la mañana.

Más allá del hastío que le había dejado aquel trabajo sórdido de niñera muy bien paga, el detective no podía sentir más que lástima por Ángel Gómez. Su currículum era el mismo que el de casi todos los jugadores de fútbol: infancia en una villa miseria, siete hermanos menores de una madre abnegada y un padre alcohólico, violencia familiar, una habilidad innata para jugar al fútbol, fracaso escolar y luego, a los quince años, la llegada al club donde había hecho las divisiones inferiores y en el que había debutado en el asenso, apenas seis meses atrás. El éxito repentino se había traducido en la citación a la Selección Argentina Sub-20 y un contrato profesional con una altísima cláusula de venta. La repentina lluvia de popularidad y dinero habían llevado a Angelito Gómez a creerse el dueño del mundo y, sin saber conducir, a comprarse el auto importado con el que terminó atropellando a un nene que iba en bicicleta por una calle oscura de Lomas de Zamora. Se había salvado de cualquier tipo de condena gracias al estudio de abogados que había contratado su representante y a los quince mil dólares que aplacaron el dolor de la familia del nene atropellado. Sin embargo, su futuro había quedado pendiendo de un hilo. Y para evitar perder la gallina de los huevos de oro, tanto el club como su representante habían aceptado una venta precipitada a un ignoto club de Ucrania propiedad de un jeque árabe, asegurándose una montaña de plata tanto para su representante como para la familia de Gómez y el club, que gracias a esa venta podría evitar la quiebra y la clausura del estadio.

Tras confirmarse la venta Gómez había empezado a tener pesadillas de noche y alucinaciones durante el día. Al fin, el recuerdo del accidente lo había enloquecido al punto de abandonar los entrenamientos y ser apartado del plantel. Privado de su mejor jugador y goleador, el equipo había caído en desgracia acercándose a los puestos de descenso. Algo que la barra brava no podía permitir. Se lo hicieron saber con una llamada anónima: “Si te vas antes de que nos salvemos del descenso te pegamos dos tiros en la pierna y no jugás más”.

Asediado por tantos frentes externos e internos, la poca entereza que le quedaba a Ángel Gómez había terminado por convertirse en gelatina. Once días antes de su viaje, el masajista del club lo encontró colgado de una soga atada a una de las vigas del techo del vestuario. De inmediato, el representante y el presidente del club decidieron sacarlo de circulación para protegerlo de la barra y de él mismo, y ponerlo al cuidado de Balestra hasta que se subiera al avión que lo llevaría a Ucrania.

Durante los primeros días el detective había sido su sombra, acompañándolo a cada uno de los lugares a los que Angelito había querido ir para emborracharse y exorcizar sus demonios. En ese lapso, Balestra había tenido que defenderlo en tres peleas callejeras, evitar que se estrellara con el auto contra una columna de autopista y revivirlo segundos antes de que entrara en un coma alcohólico. El viernes anterior, cuando volvían de un boliche de González Catán, un grupo de barrabravas comenzó a dispararles a plena luz del día. Después de perderlos, Balestra decidió que la única posibilidad de mantener al pibe con vida hasta el día del viaje era escondiéndolo en un hotel cercano al aeropuerto.

Ahí estaba Ángel Gómez ahora, la mañana de su viaje: atado a la cama con el cinturón de Balestra, en calzoncillos, con las manos ensangrentadas porque había intentado cortarse las venas, llorando en aquella habitación en la que llevaban tres días encerrados.

Balestra tomó un trago y consultó el reloj. Las siete y quince de la mañana. En una hora, al fin, todo habría terminado.

¾    Lo sigo viendo… ahí está - gimió Gómez.

¾    ¿Qué ves? – preguntó el detective, aburrido de esa conversación que se había repetido hasta el infinito entre aquellas cuatro paredes.

¾    La cabeza explotando contra el parabrisas. Y el ruido seco.

Ahora Gómez se cubría los oídos con ambas manos.

¾    El ruido, el ruido…

Balestra se compadeció, y lo liberó de la cama desatando el cinturón.

¾    No aguanto el ruido… - gritó Gómez de pronto, poniéndose de pie y corriendo hacia la ventana.

Cuando la abrió y sacó medio cuerpo afuera con la intensión de tirarse, Balestra se hartó. No iba a permitir que Gómez se matara y le impidiera cobrar el dinero que él se había ganado. Arrojó el vaso contra el espejo del ropero, se incorporó, sacó el arma y corrió hacia la ventana. Con fuerzas, sujetó a Gómez del cuello y lo obligó a que lo mirara a los ojos. Entonces le puso el cañón del arma dentro de la boca y dijo:

¾    El pibe que atropellaste ya está muerto. Vas a cargar con su muerte hasta que te mueras vos. Pero no va a ser hoy. Hay mucha gente que depende de tu viaje. Tu familia, el club, tu representante… y yo. Casi me matan por cuidarte. Así que escuchame bien: ahora te vas a bañar. Después te vas a poner ese traje y te vas a subir al avión sin hacer un solo quilombo más, ¿me escuchaste?

Gómez sacudió la cabeza, resistiéndose. Balestra metió el cañón del arma cinco centímetros mas adentro de la boca del pibe, que comenzó a retorcerse por las arcadas.

¾    Podrías estar en la cárcel, infeliz, pero no. Tenés dieciocho años. Te vas a Ucrania a vivir como un rey, a jugar en canchas que tienen más césped que todo el que viste en tu puta vida. Con la guita que juntes, si seguís pensando en el pibe que mataste poné una fundación y ayudá a las víctimas de los accidentes de tránsito. Y si eso no te alcanza, cuando te retires te podés suicidar. Pero ahora no. Ahora te vas a bañar y te vas a portar bien porque si no te voy a cagar a tiros y no te va a reconocer ni tu vieja. ¿Me escuchaste? ¿Vas a hacer lo que yo te digo?

Ahora asintió, pálido. Cuando el detective le retiró el arma de la boca, Gómez vomitó.

¾    Usted está loco.

¾    No sabés lo loco que puedo estar – dijo Balestra, obligándolo a levantarse.

Lo condujo hasta el baño y abrió la ducha diciendo:

¾    Que no te quede sangre en ninguna parte del cuerpo. ¿Me escuchás?

¾    Sí, sí… Váyase.

¾    No, no me voy a ir. 

Gómez comenzó a bañarse con fruición, como si quisiera quitarse la piel que cubría su cuerpo atormentado. Sentado sobre la tapa del inodoro, Balestra fumaba mezclando el humo del cigarrillo con el vapor de la ducha. Cuando el pibe terminó, le alcanzó una toalla y lo acompañó de regreso a la habitación para que se vistiera con el traje que el representante le había enviado, junto con una valija de ropa y el pasaporte. Apuntándole con el arma, Balestra dijo:

¾    Ponete lindo que vas a salir en la tele.

Las ocho de la mañana. En quince minutos el auto del representante estaría en la puerta del hotel. Balestra se colocó el cinturón, se acomodó la camisa que llevaba puesta desde hacía tres días y fue al baño a lavarse la cara.

Cuando Gómez estuvo vestido, Balestra lo obligó a que se mirara en el espejo roto. Pero fue Balestra el que se sorprendió al ver su propio cuerpo. Todavía no se acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso. Y con Gómez.

Le acomodó la corbata al pibe y le dijo:

¾    Sonreí que el Aeropuerto va a estar lleno de periodistas. Tenés que contestar dos o tres preguntas, y agradecerle sobre todo a la hinchada. Les vas a desear que puedan zafar del descenso y vas a prometer volver para retirarte en el club. ¿Está?

¾    Sí.

¾    Y ahora agarrá la valija que nos vamos.

En la recepción, Garfunkell, el representante del pibe, estaba hablando con el encargado del hotel.

¾    Dejales bastante propina que la habitación es un desastre… - dijo Balestra.

Garfunkell miró a Gómez y se sorprendió por su buen aspecto.

¾    Qué pinta, crack. ¿Listo para romperla en Europa?

Gómez se encogió de hombros sin responder, pero al ver el gesto amenazante de Balestra, asintió.

Los tres salieron a la calle bajo una fina llovizna. El BMW negro de Garfunkell estaba en la puerta. Balestra encendió un cigarrillo para despejar el cansancio que le atería el cuerpo. Mientras el chofer tomaba la valija y la metía en el baúl, Balestra le palmeó el hombro a Ángel Gómez.

¾    Saludos al jeque.

¾    Entrá que te vas a mojar, crack – le dijo Garfunkell, señalando la puerta trasera del auto.

Cuando Gómez estuvo dentro del auto y la puerta cerrada, Balestra suspiró.

¾    Listo. Ahora el pibe es problema tuyo.

¾    Gracias, Balestra – dijo Garfunkell entregándole un sobre - Los tres mil que pediste, más otros dos para que arregles los balazos que tiene el coche.

¾    ¿Vos sabés que ese pibe es una bomba de tiempo, no?

¾    Claro. Cuando él firme el contrato y yo cobre la comisión del pase, dejo de representarlo.

¾    Ah, sos un humanista.

¾    Hay que saber cuidarse, Balestra. Y va para vos también. Guardate por un tiempo. Los muchachos de la barra saben tu nombre. No creo que pase nada, pero por las dudas cuidate.

Se estrecharon la mano. Garfunkell entró al BMW y se alejó en dirección al aeropuerto de Ezeiza. ¿Qué iba a hacer ese pobre pibe, solo en Ucrania? ¿Cuánto podía tardar en suicidarse o en contar la verdad, que era lo mismo?

Caminó hasta el estacionamiento del subsuelo del hotel y contempló los agujeros de bala en el baúl de su viejo Peugeot. Se sentó al volante y arrancó. Cuando salió a la calle, las gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas como cabezas de niños atropellados.

 

Al bajarse del auto en el barrio de Congreso sintió que el alma le volvía a los tobillos. Para que le volviera al cuerpo entero primero debía llegar a la isla. “Pronto”, se prometió Balestra, frente a aquel valle de cemento que era la avenida Entre Ríos, rodeada por laderas de hormigón repletas de departamentos de oficinas y viviendas y atravesada por decenas de autos y colectivos ruidosos, un paisaje agrio que siempre lo reconfortaba. Entonces volvió a sentirse como lo que era: un hombre de medio siglo que vivía de los secretos, errores y pecados ajenos, con antecedentes cardíacos y varias visitas y llamados pendientes.

Entre la humedad del aire que se mezclaba con la llovizna, se echó a andar por el barrio. La primera escala fue a una cuadra del Congreso. El bar del Polaco estaba repleto de asesores de diputados y senadores, periodistas en tiempo muerto, administrativos almorzando hamburguesas grasosas, macrobióticos cuarentones frente a ensaladas escuálidas y peatones que le escapaban a la llovizna que caía sobre esa ciudad marchita que comenzaba a recibir el otoño.

¾    ¿Se fue? – preguntó el Polaco.

¾    Sí.

¾    ¿Vivo?

¾    Por ahora, sí.

¾    Felicidades. Nuestra selección necesita hombres probos como Angelito Gómez – dijo con seriedad el Polaco, tan uruguayo como el propio Balestra.  

¾    Servime un café doble.

Lo bebió de pie en la barra, mirando la colección de adornos horribles que el Polaco tenía exhibidos en una repisa.

¾    Mucha gente. Venite a la tarde y tomamos algo más tranquilos – dijo el Polaco, después de que Balestra pagara su café.

¾    No. Hoy me voy al Tigre. 

¾    Pará. Tengo un regalo – dijo el Polaco y, con movimientos calculados de desactivador de bombas nucleares, abrió la heladera ubicada debajo del mostrador para anunciar: - Sonia hizo gulash hace unos días y frizó una parte para vos.

Balestra se emocionó al ver el tupper cargado con esa carne mechada que tan bien cocinaba la mujer del Polaco, hija de polacos católicos, no como su marido, descendiente de judíos. Un matrimonio mixto que si bien en otro tiempo les hubiera valido una condena a muerte ahora podía permitirse la convivencia y la degustación alternada de knishes y gulash sin temor a indigestarse o a recibir un castigo divino. Se despidió de su amigo y volvió a la llovizna de la calle.

Eran las once y media de la mañana y Balestra entró en un dilema: ir a darse una ducha o dedicarse a comprar los víveres que se llevaría al Tigre."


Los Pájaros Negros, Sudamericana, 2021.


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