DELIVERY
Editorial Sudamericana
"Me señala. Los
gordos me miran y quiero matarme. Se bajan del auto, cruzan Yerbal y se paran
delante mío. El rubio sonríe y dice tranquilo flaquito, el Tano nada más quiere
saber si hiciste todo bien. ¿Tuviste algún problema?, dice. Le digo que no sin
mirarlo porque sigo mirando al Tano, que ahora me saluda. Es la primera vez que
viene, digo y el rubio dice es la última. ¿Anda bien el beeper[1]?,
dice. Joya, digo y les doy la guita. El otro gordo, que ahora que lo miro
parece más grande todavía, agarra los billetes y los cuenta. Quinientos, dice.
Joya, dice después. El rubio estira la mandíbula, se pasa una mano por la nuca
y dice mañana a las seis te traigo más. Me da un billete de cincuenta. Decile
que está todo bien, le digo al rubio, que no se preocupe. Mejor así, dice,
hasta mañana. Vuelven a cruzar la calle, se suben al auto. El Tano me saluda
otra vez pero ya no tengo miedo. Cuando el Golf blanco arranca y se va por
Acoyte hacia Rivadavia miro el billete de cincuenta y pienso que después de
todo no está tan mal trabajar en un delivery.
En la puerta del
negocio están Toni y el Negro. Ninguno pregunta nada. Mejor. Son las doce y
cuarto de la noche. Entramos los ciclomotores mientras el dueño y Andrés hacen
la caja. Como una empanada de jamón y queso sin sentirle el gusto, podría ser
de pescado que sería lo mismo: después de repartir empanadas todo el día a
cualquier cosa que como le siento gusto a ciclomotor. Antes de cerrar, el dueño
nos da los veinte pesos del día, diez del turno mañana y diez del turno noche.
¿Negro, estás
apurado?, pregunto y el Negro dice que no. Le invito una cerveza porque quiero
hablar con él pero Toni y Andrés me escuchan y preguntan si pueden venir con
nosotros. La puta madre, pienso.
Por ser martes
hay bastante gente en la calle. Compramos dos cervezas en el kiosco y nos
sentamos en un banco del parque Rivadavia. Enciendo un cigarrillo. Fumo. Hace
calor y la cerveza está fría. Me acuerdo de los cincuenta pesos y me siento
bien. Che, ¿hoy te llamó la divorciada?, le pregunta el Negro a Andrés y Toni
se ríe. Sí, me volvió a decir que vaya… Vos sos un estúpido, digo, la próxima
vez que llame yo me quedo atendiendo el teléfono y el pedido se lo llevás vos.
Seguimos hablando y terminamos las cervezas.
Suena el beeper.
La puta madre, digo. Leo el mensaje pero lo apago. Por hoy basta, pienso y
Andrés dice ¿y ese beeper? Es mío, digo. ¿A ver?, dice y se lo doy. Lo mira.
¿Tiene luz?, pregunta Toni y digo no sé. Algunos tienen una lucecita verde. No
sé, digo otra vez. ¿Y vos para qué lo querés?, dice Andrés y el Negro dice para
que lo llamen las minas, ¿o vos no sabés que el pibe está lleno de mujeres?
Entonces todos se ríen y no preguntan nada más. Joya, pienso.
Al rato, Andrés
dice que se va y yo lo miro a Toni esperando que diga que él también se va pero
no dice nada. Hijo de puta. Entonces le doy un billete de cinco y lo mando a
comprar más cerveza.
Cuando
me quedo solo con el Negro, le muestro el billete de cincuenta y dice te estás
metiendo en un quilombo. Silencio. ¿No tenés miedo?, dice después. Está todo
bien, no pasa nada, digo y pienso que el Negro tiene razón: me estoy metiendo
en un quilombo. Pero miro el billete y cambio de tema. ¿Qué hacés el viernes?, digo
y lo veo venir a Toni con tres cervezas. Mejor que se quedó, pienso. No sé,
dice el Negro, ¿por? Para saber, digo y enciendo otro cigarrillo. Hablamos de
cualquier cosa y cuando terminamos las cervezas nos vamos.
Llego
a casa, entro y voy a la pieza. En el reloj de la video[2], las
tres cero dos AM. Enciendo la tele, me acuesto y hago zapping. Después la apago
y trato de dormir.
Abro los ojos.
En el reloj de la video, las diez cincuenta y tres AM. La puta madre, digo y
pienso que otra vez me quedé dormido. Igual tengo tiempo. Voy al baño, abro la
ducha y cuando el agua sale caliente entro y me baño. Después caliento un poco
de café y me sirvo una taza. Sobre la mesa de la cocina hay una nota: “Martín:
me fui al Uruguay con Alicia. Volvemos el domingo. Un beso, papá”. Enciendo un
cigarrillo. Fumo. Tomo el café pensando en mi viejo cogiendo con la estúpida de
la novia. Levanto el papel para tirarlo al tacho de basura y veo que me dejó
cincuenta pesos. Joya, pienso.
Salgo
a la calle. Camino y pienso por qué tenemos que ir tan temprano si los clientes
empiezan a llamar recién a las doce. No sé. Llego al negocio y saludo a los
chicos. Nos sentamos en la puerta y a las doce y cuarto llevo el primer pedido.
Me subo a la moto, acelero y siento el viento en la cara. A la una me toca
llevar un pedido cerca del colegio de Vero, así que la espero y cuando sale le
digo que a la tarde vaya para mi casa que voy a estar solo. ¿A qué hora?,
pregunta como si no supiera que llego a casa a las tres y media y que me vuelvo
a ir a las seis y media porque el turno de la noche empieza a las siete.
Estúpida. Bueno, a las tres y media, dice y me da un beso y se va con las
amigas.
Vuelvo al
negocio. Andrés me manda a repartir otros cuatro pedidos. Cuando me quiero dar
cuenta ya son las tres. Antes de volver a casa, paso por un Musimundo. Mientras
compro un CD[3] para Vero pienso que es la
primera vez que le compro algo. Es que ahora tengo plata, pienso y pienso que
con plata puedo hacer lo que quiera. Cuando llego a casa Vero me está esperando
en la puerta y parece enojada. Me dijiste a las tres y media y son las cuatro
menos cuarto, dice. Se me hizo tarde, digo y le muestro la bolsa del CD. Tomá,
es un regalo, digo y ella cambia la cara y me da un beso. Abre la bolsa, saca
el CD y vuelve a besarme. Gracias, dice.
Entramos y vamos
directo para mi pieza. Eso es lo que me gusta de ella: nunca dice que no. Todas
las chicas tendrían que ser como Vero. A las cinco y media le digo que hoy me
tengo que ir más temprano, así que nos vestimos, agarro el beeper y nos vamos.
Pero no le digo nada del Tano ni de los gordos. Qué le importa.
Cuando llego al
negocio, el Golf blanco me está esperando en la esquina. Esta vez el gordo
rubio vino solo. ¿Y, flaquito? ¿Ya pensaste qué vas a hacer con tanta guita?,
dice para hacerse el amigo pero le sale mal. ¿Trajiste?, pregunto y él me da la
bolsa. Dijo el Tano que si seguís así vas a hacer otros laburitos más
importantes, dice, ¿te interesa? Sí, digo, ¿dijo algo más? Vos seguí así y
preocupate por trabajar bien, dice, el Tano sabe lo que hace, por algo te sigue
dando laburo. Tiene razón, pienso. ¿Anda bien el beeper?, dice y digo los
chicos me dijeron que algunos tienen una lucecita para ver de noche, ¿este
tiene? Ni idea, dice, a ver. Se lo doy y lo mira de cerca. ¿Este botón para qué
sirve?, dice y lo aprieta y le borra la hora. Estúpido. No debe tener luz, dice
y yo dijo dejá, no importa. Ahora tampoco tiene hora, pienso. Entonces lo veo
venir al Negro, que nos mira, nos mira a los dos pero a mí me mira de una forma
que quiero matarme. ¿Quién es ese boludo?, dice el rubio y yo le digo un amigo,
no pasa nada. Bueno, dice, mirá que a las doce vuelvo a buscar la guita. Joya,
digo. Después se sube al auto y se va.
El
Negro no me habla, me mira y es peor. Cuando abrimos el negocio y empezamos a
trabajar me olvido de él pero siento que me sigue mirando. Me doy vuelta para
preguntarle qué mierda le pasa, qué se mete en lo que no le importa pero atrás
mío no hay nadie. La puta madre, digo.
Repartir la
merca es fácil. Cuando suena el beeper leo el mensaje con la dirección del
cliente y llevo el sobrecito. Si fuera sacarina, azúcar impalpable o talco
sería lo mismo. Pero no. Es merca. Merca. Entonces si me para la cana voy
preso. La puta madre, pienso cada vez que suena el beeper. Encima la alarma que
tiene es horrible. Hoy suena más veces que ayer.
Sigo
trabajando y a las doce llegan los gordos. Me acerco al coche. Se bajan, les
doy la guita. Mil doscientos, dice el grandote cuando termina de contar los
billetes. A éste sólo lo traen para que cuente, seguro que el rubio ni sabe
contar, pienso. El rubio dice bien, flaquito, seguí así. Me da ciento cincuenta
pesos: un billete de cien y otro de cincuenta. Ciento cincuenta pesos en un
día, pienso y dice los treinta que sobran son un regalo del Tano, con vos está
todo bien. El gordo me habla pero yo sólo pienso en toda esa guita que me está
dando, estoy tan contento que hasta le daría un beso al grandote. ¿Anda bien el
beeper?, pregunta otra vez el rubio. Sí, anda joya, digo. Mañana a las seis en
Mármol y Venezuela, dice. El grandote me sonríe y dice que sí con la cabeza.
Este pibe me cae bien, le dice al rubio. Después se suben al auto y se van.
Los chicos cerraron el negocio pero
el Negro no se fue. Me esperó porque yo se lo pedí, sino ya se hubiera ido.
Vamos a casa que mi viejo no está, digo y paro un taxi. El tachero pregunta a
dónde vamos y yo le digo la dirección de mi casa. Todos los tacheros hablan.
Del tiempo, de fútbol o de cualquier cosa, pero siempre hablan. Casi nunca
viajo en taxi, pero cuando viajo les pago para que me lleven y no para
escucharlos. Son todos iguales. Pero este no, está callado y de vez en cuando
nos mira por el espejo. Hijo de puta. Tengo plata, no voy a robarle, yo nunca
robé, pienso, pero el tipo nos mira por el espejo esperando que alguno de
nosotros saque un revólver, un cuchillo o qué sé yo. Tengo mucha plata, digo
pero el tipo no me escucha. Llegamos a casa. ¿Viste que no te robé?, pienso y
él dice que son tres con setenta. Le doy un billete de cinco y digo quedate con
el vuelto, cagón.
Entramos.
Pongo un CD, voy a la pieza de mi viejo y agarro una botella de whisky. Hay una
abierta pero no me importa, además es de Jack Daniel´s y al Negro le gusta más
el J&B. Igual a mí me gusta más la cerveza. Él mira la botella verde con la
etiqueta amarilla mientras sirvo dos vasos bien cargados. Enciendo un
cigarrillo. Fumo. Hablamos de cualquier cosa, vuelvo a servir whisky y entonces
el Negro dice ¿no tenés miedo? No, digo, si no pasó nada… Hasta ahora, dice,
además vas a tener quilombo con la cana. No pasa nada, digo, está todo
arreglado. ¿No te importa la gente que se muere por tomar eso?, dice y digo qué
me importa, además, si no la reparto yo la reparte otro. Termina una canción,
silencio. Me pagan bien, digo, y es sólo por un tiempo, hasta juntar algo de
guita. Vuelve a empezar la música, el Negro vuelve a mirar la botella. Parecés
mi viejo, digo, es un montón de guita y los gordos me dijeron que con la cana
está todo bien. Vos sabés lo que hacés, dice y entonces sé que aunque no pude
convencerlo por lo menos no me va a joder más.
Seguimos hablando y el Negro no
dice nada más de la merca. Mejor. Seguimos tomando whisky y después dice me voy
y se va. Voy a la pieza, me acuesto. En el reloj de la video, las dos cincuenta
y cuatro AM.
[1]
Beeper: dispositivo electrónico que permitía recibir mensajes
cortos pero no responderlos. Antecesor del SMS y del WhatsApp.
[2] Videocasetera:
aparato electrónico que permitía reproducir películas VHS y contaba con un
reloj digital en el frente. Antecesor de las plataformas de series y películas.
[3]
CD: disco compacto diseñado para almacenar y escucharmúsica
en formato digital. Antecesor de las plataformas de música online.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario