Me crié en Villa Insuperable, un barrio
del GBA donde la mayoría de vecinos eran italianos que, como mis abuelos,
habían llegado escapando de la pobreza que dejó la Segunda Guerra Mundial.
Sicilianos, calabreses, napolitanos… se juntaban en las esquinas a la tarde,
fumaban y hablaban en su idioma mientras sus hijos trabajaban y sus nietos
jugábamos a la pelota.
Entonces, para mí “la Sicilia” era la
excusa que mi abuelo Mariano tenía para juntarse con sus amigos y con su
hermano Antonio y conversar, siempre con el recuerdo de esa tierra lejana que
en su juventud atravesaba subido a un carro tirado por un burro transportando
la cosecha o para llevarle ropa limpia a su hermano menor, Vito, que aprendía
el oficio de herrero en un pueblo distante, al otro lado de las montañas.
Para mi abuela Francisca, “la Sicilia” eran
sus hermanos, las recetas que cocina hasta el día de hoy y que sus sobrinos,
desparramados por el mundo, le piden que prepare cada vez que va a visitarlos
porque ella fue, es y será la heredera de todo eso que nuestra familia fue
perdiendo con el éxodo del siglo XX. Incluso sus repasadores y delantales muestran
el mapa de la isla, el “carrito siciliano”, los escudos de las ciudades… Nunca
supe dónde compraba todo ese merchandising que hoy yo mismo uso para cocinar,
aunque supongo que traía todo de algún barrio italiano de las afueras de New
York, cada vez que visitaba a sus hermanas.
Pero lo que más me gustaba era el poster
que colgaba en la pared del living de su casa. A veces enmarcado en dorado,
otras solo con vidrio, pero siempre con la misma imagen: Castellamare del Golfo,
con sus playas y su mar turquesa. Un día le pregunté si cuando era chica se
metía al mar. Mi abuela sacudió la cabeza, divertida: “No, eso era cosa de
pescadores, no de campesinos”, dijo.
Desde chico, siempre me gustó sentarme en
su cocina y escucharla contar anécdotas mientras preparaba albóndigas,
macarrones, panes y dulces: así me enteré del día que su madre juntó granadas
de mano pensando que eran piñas, del avión estrellado en la montaña durante la
guerra, del pozo de agua de la esquina de su casa (el mismo que ve Giuseppina
en la novela), del cartel que decía “Rey Duce”, del hambre en “campaña”
mientras esperaban el final de la guerra y se escondían de los aviones aliados
temiendo un bombardeo. Muchas de esas anécdotas están reflejadas en este libro
que, si bien es una ficción, sin mi abuela no hubiera podido hacer y,
seguramente, tampoco hubiese tenido ganas de escribir.
En 2002, mi familia se desarmó y algunos
viajaron por primera vez a Sicilia, no de turistas, sino en busca de trabajo.
Allá se encontraron con una belleza imposible de imaginar desde La Matanza, y
la dificultad que imponía la isla, que brillaba en verano con las cosechas y los
turistas, y que en invierno parecía contraerse como un animal herido, dejando a
los hombres sin trabajo bajo un manto helado de plomo. La aventura siciliana de
la segunda generación duró poco, pero cuando todos regresaron a Argentina, lo
hicieron con una profunda sensación de pertenencia.
En agosto de 2004 tuve la enorme suerte cumplir
un sueño: viajar con mi viejo y mi abuela a la isla. Nunca la vi tan feliz como
allá, en Sicilia. Pasamos una semana entre Bruca, al pie de Segesta, y
Castellamare del Golfo. Era la Magna Grecia, el lugar donde habían huido los
sobrevivientes de Troya, y sin embargo a mí todo me resultaba cercano: las
caras, los olores, hasta la soga que los sicilianos tendían desde sus balcones
para sostener las bolsas de basura y que, en mi infancia, mi abuelo reproducía
en Villa Insuperable los días de verano, atando un pequeño balde a una soga que
bajábamos desde el balcón cuando pasaba la bicicleta del heladero.
El recibimiento de la familia fue de un
cariño exagerado, como todo lo que hacen los sicilianos. En un momento, le dije
a mi primo Gianni que quería conocer Agrigento, hacer turismo… Mi primo hizo un
gesto de fastidio: “¿Vos querés conocer las ruinas?”. Al día siguiente, me
despertó a las 6AM, nos subimos a su Alfa Romeo y me llevó a recorrer
Agrigento, Erice, Siracussa, Selinute… Grecia, Cartago, Roma… todo en un solo
día. Volvimos de noche, agotados. Entonces dijo: “Ya conociste las ruinas.
Ahora ya podés quedarte acá con la familia”.
En un momento de ese viaje, también,
fuimos hasta Scopello a visitar a unos de esos tantos parientes que nos
trataban como si nosotros nos hubiéramos ido ayer de la isla. En un risco,
junto a una torre púnica con vistas al mar y al valle donde pastaban las cabras
de la familia, conocí a Guseppina, una tía segunda de mi abuela. De adolescente,
Giuseppina se había contagiado de viruela y la enfermedad le había deformado el
rostro al punto de que se había quedado soltera. Con el tiempo, esa piel había
mudado y a sus 103 años era suave, perfecta, como debe ser la piel de un ángel
si es que existen. “Su rostro en el tiempo” empezó ahí, al pie del Mediterráneo,
a mitad de camino entre Europa y África, aunque entonces no podía saberlo. Lo
que sí sabía era que quería escribir una historia que transcurriera entre Bruca
y Castellamare del Golfo.
Hacía años que venía preguntándome que
podía pasar si dos hermanos se enamoraban. No me interesaba tanto el incesto,
sino el amor prohibido. Y la isla era el marco perfecto para desarrollar el
texto, porque proponía una intimidad increíble para dos personas que habían
crecido juntas, que habían jugado y conversado a solas, que habían visto sus
cuerpos convertirse en adultos y que de pronto veían ese amor fraternal
transformarse en algo que los asustaba, algo prohibido y condenado por el resto.
En las primeras versiones quedaba
eclipsada por el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Lo sabía, y por eso la
novela estuvo guardada durante años. En ese lapso, y sin que lo esperara, escribí
“El ghetto de las ocho puertas” y “La niña y su doble”. Es curiosa la vida de los textos. Pero sin
saberlo, con sus terribles historias de la Segunda Guerra Mundial y el
Holocausto, Nusia y Mira, las protagonistas de esas dos novelas, liberaron a
Giuseppina de cualquier exigencia que traspasara las costas de la isla.
Al fin, en 2014 retomé el texto sabiendo
que tenía frente a mí una historia
grande pero pequeña, con dos hermanos enamorados durante los años del fascismo,
y la pobreza, el poder de la mafia y la belleza de Sicilia. Pero entre líneas también
descubrí la memoria de mis abuelos, sus recuerdos y esa trágica añoranza con la
que nos criamos los descendientes de los sicilianos, que sabemos que sobrevivir
en la Isla es difícil, pero que más difícil es olvidarla.
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