Hace varios días que, sin un motivo concreto, venía pensando en Frattini, el protagonista de "Un caballero en el purgatorio". Durante el año que pasamos charlando sobre su vida, sus conquistas, pero sobre todo sobre sus pérdidas, me conmovía escuchar con qué emoción, arrepentimiento y dolor hablaba de sus hijos, de los que se distanció a fines de los 70´, la última vez que cayó preso.
Estaba tan avergonzado que, incluso, se negó a contarles que yo había escrito una novela contando su vida. Mientras conversábamos para expulsar sus demonios, como decíamos en las charlas, yo siempre insistía con lo mismo: "sus hijos tienen que leer esto, Carlos, ellos tienen que saber lo que usted sufrió y lo arrepentido que está de no haber podido verlos crecer". Pero él, decidido, no quería atormentarlos con sus historias, ni siquiera con esos lamentos que ya no podían remediar nada.
Hace un par de días, gracias Rodrigo Fernández, me enteré de que el hijo de Frattini quiere leer el libro. No veo la hora de entregarle un ejemplar y decirle sólo una cosa: tu viejo te quería mucho. Sería un epílogo póstumo, sin dudas. A veces, esta profesión permite ciertas licencias y, más que nada, cierta justicia narrativa que ayuda a cerrar círculos que, abiertos, se tragan todo en su propio abismo. Hasta la memoria de un padre arrepentido.
Acá, el momento en que Frattini era detenido y, irrevocable, irreversiblemente, se apartaba de sus hijos y comenzaba a sufrir por ellos.
"1977
terminó con una gran cena en casa de Frattini. Había comprado regalos para toda
su familia, había comprado comida y bebidas, hasta un árbol de navidad que su
hija decoró con los dibujos que ella misma había pintado. La felicidad de Maga
lo emocionaba tanto a veces olvidaba el engaño.
El
primer domingo de enero, mientras Maga y los chicos dormían la siesta, a
Frattini se le ocurrió una idea. Llevaría a su familia a descansar a la Costa.
Ya podía imaginar a Ana corriendo tras las olas, a Alejandro en brazos de su
madre, hermosa, inocente, bronceada. Pero para eso debía juntar más dinero.
Miró
el reloj. Le quedaban unas horas antes de la cena. Tenía un
presentimiento. Con cuidado, se visitó
sin hacer ruido y garabateó una nota con cualquier excusa.
En
el primer departamento al que entró confirmó todos sus presentimientos. Una vitrina
de cristal le ofrecía un juego de tres piezas de plata. Con cuidado, abrió la
cristalera y tomó una de las piezas para sopesarla. Se sorprendió de lo pesada
que era. La hizo girar, la raspó con una llave. Con ansiedad, se guardó las
piezas que pagarían las vacaciones y regresó a su casa.
Al
verlo entrar, Maga le preguntó dónde había estado.
-
Me llamaron para hacer un viaje.
El doctor tenía que ir a Ezeiza para tomar un vuelo.
-
No escuché el teléfono – dijo
Maga, mientras le daba de mamar a Alejandro.
Frattini
sonrió para ahuyentar su vergüenza.
-
Si dormían como troncos – dijo,
besando a su hijo en la frente.
Al
día siguiente, Carlos lo esperaba en la puerta con la mirada y el ánimo en el
piso.
-
Ojalá que nos vaya bien – dijo a
modo de saludo -, necesito plata.
Los
deseos de Carlos se convirtieron en una sombra que los persiguió todo el día.
Cada cajón que abrían, cada ropero, parecía burlarse de la necesidad del pobre
portero de edificio.
-
Volvamos – dijo Frattini, cuando
su reloj marcó las seis y media de la tarde.
-
Sigamos un poco más, a ver si
consigo plata.
-
No, nos vamos.
Habían
visitado siete edificios de los que sólo les había quedado unos pocos billetes
y cuatro piernas entumecidas de cansancio. Últimamente, Frattini sentía que las
fuerzas lo abandonaban. Ya no era un tan ágil, y con la agilidad, también había
perdido algo de su antigua inconsciencia.
Quería
estar en su casa. Sin embargo, el rostro abatido del portero le daba lástima.
Más de una vez algún compañero suyo le había dado dinero para calmar sus
necesidades. Frattini no lo olvidaba. Por eso, al llegar al edificio en que
vivían, le pidió al portero que lo esperara en la calle.
Cansado,
subió las escaleras hasta su casa, saludó a su familia y se metió en el cuarto.
Después, con los bolsillos cargados de joyas disimuladas, le dijo a Maga que
debía salir un momento.
-
No te vayas, papi, vienen los
reyes magos. Esperalos vos que yo me tengo que ir a lo del abuelo… - dijo Ana.
-
Vuelvo en un rato para esperarlos
– respondió Frattini.
De
regreso en la calle, rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una de las tres
piezas de plata que había robado el día anterior. Sin agregar nada, se la
tendió a Carlos.
-
Esto vale una fortuna, Carlos –
dijo el portero.
-
Te va a ayudar por unos días –
dijo Frattini, y al ver que su compañero seguía mirando la pieza en plena
calle, se apuró en decir: - Guardala, ¿o querés que sospechen los vecinos?
-
Gracias.
Se
despidió del portero y tomó un taxi en dirección al Centro. Últimamente no se
animaba a conservar sus botines más de veinticuatro horas. José no pudo evitar
sus gestos fastidiosos al ver semejantes piezas.
-
No me canso de decirlo, Pistola:
sos el mejor.
-
Gracias, pero me tengo que ir
rápido.
-
Tomá.
Las
piezas valían tanto que José ni siquiera se molestó en contar los billetes que
le daba. Al fin, con los bolsillos llenos de dinero, Frattini salió a la calle
y tomó un colectivo hacia el barrio de Once. Buenos Aires anochecía impregnada
de una humedad que parecía bañar la ciudad con una parsimonia que demoraba cada
movimiento de las calles. El aire parecía detenido. Al bajar del colectivo,
Frattini sintió la camisa pegada a su cuerpo sudado. Necesitaba una ducha.
Maga
estaba preparando los morrones asados que a él tanto le gustaban. Al verla
inclinada sobre la mesada de la cocina, con las piernas aún hinchadas por el
parto, la quiso más que nunca.
Su
hijo dormía con la placidez que sólo se les permite a los niños.
Frattini
se alejó de la cuna para acercarse a su mujer.
-
No trabajes más. Basta – dijo,
quitándole el delantal de cocina y el cuchillo que tenía en la mano. Después,
mirándola a los ojos, le anunció: - Ponete linda. Vamos a comer afuera con Alejandro.
Maga
sonrió.
-
¿Y los morrones?
-
Los dejamos para mañana. Dale, me
pego una ducha y salimos.
Besó
a Maga y entró al baño.
Se
quitó la ropa, entró en la ducha.
Abrió
el agua caliente. Acercó el rostro.
Entonces,
en el mismo instante en que el agua tibia le caía sobre la cabeza, la puerta
del baño se estremeció con un golpe. Antes de que pudiera cerrar la canilla,
vio que un tipo corría la cortina y lo encañonaba.
-
Frattini, estás detenido.
“Maga”,
pensó Frattini mientras alzaba los brazos. “La perdí para siempre”.
-
Vestite, hijo de puta.
Mientras
volvía a ponerse la ropa que se acababa de quitar, sobre el cuerpo mojado, oyó
que afuera del baño un policía decía:
-
Su marido está metido con la
guerrilla, señora.
-
No – comenzó a decir, pero un
golpe le impidió seguir hablando.
Lo
esposaron ahí mismo, en el baño. Luego, lo empujaron hacia el living. Con la
mirada en el suelo, Frattini buscó los pies de Maga. No hubiera soportado
mirarla a los ojos. Pero ella no estaba, y Alejandro tampoco. Mientras salía
del departamento, rodeado de policías, pudo sentir el olor de los morrones
asados, como el perfume de un cadáver en plena descomposición.
-
Caminá hijo de puta.
Estaba
muerto en vida. Lo había perdido todo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los
pies. En la puerta del edificio lo esperaban dos Falcons. En el segundo, el
idiota del portero lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Lo subieron al
primer auto y junto a él, se sentaron dos tipos que le apuntaban con Itakas.
Cuando la caravana comenzó a alejarse, Frattini tuvo que hacer un esfuerzo
enorme para no ceder al llanto.
El
viaje fue más corto de lo que pensaba. Al llegar a Plaza Once, los autos se
detuvieron. Lo obligaron a bajar y también lo obligaron a acostarse boca abajo
en el piso húmedo de la plaza. El calor era insoportable. Si lo habían
confundido con un guerrillero podían asesinarlo ahí mismo y luego declarar que
había intentado escaparse.
Al
fin, por alguna razón que no podía comprender, los policías le patearon la
cabeza y lo obligaron a que se levantara. Volvieron al auto, volvieron a girar
por las calles. No le importaba a dónde lo llevaban. No le importaba nada. Sólo
le importaba el dolor, la tristeza y la desilusión que Maga debía estar
sintiendo en ese momento, sola, abandonada a su suerte con dos niños tan
pequeños.
Lo condujeron hasta una oficina que tenía las
ventanas tapiadas y una cama sin colchón. Cuando lo desnudaron y lo tendieron
sobre los elásticos de la cama, Frattini aceptó que merecía el encierro y la
brutalidad de la tortura."
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