Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 31 de enero de 2020

Una mujer de la Edad Media: cinco minutos en la infancia de Juana de Arco.


 
Entrada triunfal de Juana de Arco en Orleans, de Jean-Jacques Scherrer, Musée des Beaux-Arts d'Orléans (1887)

Acostada en medio de los pastizales que rodeaban la casa, Juana contemplaba el cielo tormentoso de aquella mañana de invierno. Le gustaba descubrir formas uniendo con su imaginación los cúmulos de las nubes grises que venían desde el norte y se cernían sobre las tierras de su padre, sobre la casa y sobre todo Domrémy. El viento anunciaba lluvia con un olor que parecía asustar a los hombres que trabajaban las tierras, y que ahora alzaban sus cuerpos de entre los cultivos donde habían permanecido arrodillados desde el amanecer. El rumor de pasos apresurados retumbaba en el suelo, y el murmullo del trajín de los hombres que se alejaban cargando herramientas parecía tan espeso como el aire húmedo que envolvía su cuerpo y el caserío.
Con los ojos cerrados, Juana dejaba que aquel aire entrara por su cuerpo buscando mantener la calma. Entonces comenzó a soplar un fuerte viento. Sobre ella, los pájaros asustados alzaron su vuelo soltando graznidos de terror ante la inminencia del temporal.
Pronto, un trueno rompió la quietud, y los jornaleros apuraron su partida. El temor a la caída de un rayo alteraba incluso a los viejos caballos que arrastraban los arados, y a los cerdos y las aves encerrados en los corrales de la finca. Juana abrió los ojos para descubrir que las nubes negras ya estaban sobre ella, formando un paño oscuro, pesado, que amenazaba con derrumbarse sobre ella.
El segundo trueno retumbó en el aire, haciendo vibrar el pecho de Juana, que se estremeció por el miedo. Pero debía confiar en Dios. ¿Cómo podría salvar a Francia si su cuerpo se estremecía por el simple sonido de un rayo?
Quizá ella hubiera confundido el mensaje de las voces. ¿Cómo podía ser que la suerte del reino estuviera en manos de una jovencita de trece años como ella? Quizá el sacerdote tuviera razón: a veces, la Providencia se manifestaba de maneras extrañas, imposibles de comprender, y menos para una mujer. “Juana, si tú eres la salvación, ha de ser que la salvación está en tu vientre, como le ocurrió a la Virgen María, madre del Salvador de los Hombres”. Por eso, tanto el sacerdote como su madre le habían aconsejado que sólo podría cumplir el pedido divino casándose, teniendo un buen matrimonio y sobreviviendo a cada uno de los partos.
Juana apretó los dientes con tanta fuerza que un hilillo de sangre humedeció sus labios. No. Ella no podía ser apenas el vientre en el que surgiría el glorioso redentor de Francia. Debía ser ella quien empuñase la espada y librara Orleáns del yugo inglés. Dios se lo había pedido por intermedio de las voces, y ella no estaba dispuesta a rechazar su misión por más mujer que fuera. Por más que no supiera leer, por más que su padre le impidiera aprender a montar. Ella sería el castigo de los ingleses y convertiría al Delfín en Carlos, Rey de Francia.
El tercer trueno fue tan atronador que pareció abrir la tierra. Pero Juana no se movió. Con los ojos abiertos, decidió enfrentar la tormenta, que ya dejaba caer sus primeras cortinas de lluvia. Soportó el sonido del cuarto y el quinto trueno sin siquiera mover los párpados. Con una mano, blandía una espada imaginaria y desafiaba a esos ingleses que ella aún no había podido conocer pero que, lo sabía, tendría que enfrentar en el campo de batalla.
Desde lejos le llegaban los gritos de su madre, que la estaba buscando por el campo.
Aunque hubiera preferido permanecer allí, recibiendo la tormenta entre los pastos con la misma serenidad que las espigas de trigo que se perdían en el horizonte, Juana se incorporó. No quería asustar a su madre. Y además debía ayudarla a con la comida.
Al verla, su madre comenzó a hacerle señas para que corriera hacia la casa. Dentro de la casa, su abuela controlaba el fogón con la olla donde se cocían las verduras y la carne de cerdo. La anciana se quejó de aquella tormenta, de aquel cielo negro que le recordaba la peste que había asolado Francia en tiempos de su propia abuela, una peste asesina que había matado a millones de personas, mucho más peligrosa que esa otra peste que eran los ingleses.
En 1425 Francia aún buscaba recuperarse de la peste bubónica, llamada peste negra por la decoloración que infligía en los enfermos, que había asolado a la Europa del siglo XIV. La enfermedad, transmitida por las pulgas de los roedores y potenciada por el hacinamiento, la falta de de higiene y las malas condiciones generales en que vivía la mayoría de los europeos, salvo las familias nobles, se había extendido por el continente aniquilado a un tercio de la población europea. En aquel mundo signado por la religión católica, la peste se había explicado como un castigo de Dios. Para los franceses, la llegada de la peste negra coincidió con la invasión de inglesa y la pérdida por parte de la corona de Francia de varios de sus ducados más importantes en el norte del país.
En esa tierra desolada e invadida había nacido Juana, en 1412. América no había sida descubierta por los europeos, los hombres creían que la Tierra giraba alrededor del Sol, la expectativa de vida de una persona no superaba los 30 años y el lugar de la mujer, tanto entre los pobres campesinos como entre la opulencia de la nobleza, era tan pequeño y destratado que Juana, ejemplo de su tiempo, ni siquiera había podido aprender a leer. Debía crecer para convertirse en esposa, para obedecer a su marido y darle la mayor cantidad de hijos que pudieran trabajar el campo.
Y sin embargo, al acercarse al fogón y contemplar las llamas, supo que su destino era otro. Debía liberar Orléans, a fuego, sangre y espada. Por Dios, por Francia. Pero sobre todo, por ella misma: Juana de Arco.

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