Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 14 de marzo de 2018

Pabellón Séptimo. 40 años.


Frattini fue un personaje generoso. Me permitió narrar un montón de escenas de la historia nacional. Estuvo en todos lados: en el velorio de Evita, entre Azules y Colorados, en La Boca... y por estar, estuvo hasta en un tema del Indio Solari: Pabellón Séptimo, que relata el asesinato de presos en Devoto hace exactamente 40 años. Acá va el Relato de Carlitos, Pistola, Frattini, que hoy estaría cumpliendo años. Donde estés, amigo, un abrazo grande. 




"Poco a poco volvió a acostumbrarse al encierro. Eso también era como andar en bicicleta: pronto las historias que contaban sus compañeros comenzaron a repetirse, a cobrar una envergadura majestuosa e irreal con el paso de los días. Volvió a acostumbrarse a los insultos de los guardias, a la violencia contenida de sus compañeros. Entonces comprendió que no había peor soledad que la de sentirse rodeado por extraños que le recordaban su propios errores con una admiración que a él lo avergonzaba.
Un día de marzo, mientras tomaba mate sentado en su ranchada, uno que se llamaba Rosado le dijo:
-        Pistolita, mirá que entre hoy y mañana viene la requisa. Guardá todo.
Eran las ocho y media de la mañana, y tras las rejas que delimitaban el pabellón vieron un movimiento extraño. Un guardia miraba hacia el hueco de las escaleras que conducían a los pabellones 6º, 7º y 8º con un fusil entre las manos. Pronto, en el techo del pabellón 5º donde estaba Frattini se oyeron golpes, pasos apurados. Entonces el aire se quebró con el grito desesperado de otros guardias que bajaban con sus bastones en alto por las escaleras, corriendo a toda velocidad como si escaparan de algo.
-        Abran la puerta, rápido – gritó el pasarela.
Era la requisa. Frattini y Rosado se incorporaron, creyendo que entrarían al pabellón. Pero los guardias continuaron bajando por las escaleras, dando la voz de alarma.
-        ¿Qué mierda pasa? – preguntó Rosado.
-        Hay quilombo arriba – dijo un interno, que se había trepado a una ventana.
Frattini había pasado demasiados años detenido como para poder imaginarse lo que pasaba. Lo confirmó minutos después, al ver al batallón de guardias armados con fusiles y pistolas que volvía a subir las escaleras en dirección a los pabellones superiores, donde residían los delincuentes más peligrosos de Devoto.
-        Motín – dijo Frattini.
Entonces oyeron las primeras explosiones. El techo se sacudió. Parecía que todo el penal comenzaría a derrumbarse. Sin embargo, las paredes seguían estando ahí, firmes, altísimas, como un velo que les impedía ver lo que ocurría.
Poco a poco, Frattini y los demás internos del Pabellón 5º se fueron acercando a la reja.
-        Los están matando a todos – dijo uno.
-        Hijos de puta – gritaron los demás.
El celador que custodiaba la puerta estaba pálido. Sus ojos iban desde la reja a las escaleras, por donde seguían subiendo más y más guardias armados. De pronto, como si despertara de un largo sueño, Frattini cayó en la cuenta de dónde estaba. Había perdido a su familia y el confort de su casa para morir allí, enterrado bajo los muros de Devoto.
-        ¿Qué pasa? – le preguntó al celador.
-        Salgan de las rejas – gritaba el pasarela, con el rostro desfigurado por vaya a saber uno qué atrocidades.
A su alrededor, Frattini vio a sus compañeros sumirse en el miedo, en la angustia de saberse en peligro. Algunos lloraban, rezaban. Otros, como Frattini, guardaban un silencio desesperado.
-        ¿Olés eso? – le preguntó Rosado.
Frattini olió el aire. Algo se quemaba arriba de ellos.
Durante cuatro horas permanecieron junto a las rejas. Al fin, un grupo de guardias con los uniformes sucios y los rostros desencajados corrió hasta la reja con los bastones en alto:
-        Mierdas, contra la pared – gritó uno.
Frattini y los demás obedecieron.
Pudo sentir el olor a vino que despedía el aliento del guardia que lo cacheaba con violencia. En verdad, todos los guardias parecían enajenados. Estaban agitados, sudaban, y la furia de sus rostros dejaba entrever cierto pavor, cierta desesperación que trataban de acallar con golpes e insultos.
Cuando terminó la requisa, uno de los guardias dijo:
-        Pabellón que se levanta, los matamos a todos.
Al fin, los guardias se marcharon, dejando a los internos del Pabellón 5º inmersos en un silencio absoluto. Ninguno se animaba a hablar. No por miedo, si no porque sabían que algo terrible había pasado.
Por la tarde, cuando los gritos y los estruendos eran apenas ecos que sólo sonaban en la memoria de los presos, Frattini vio que en las escaleras volvía a haber movimiento. Se acercó a la reja para ver cómo arrojaban bolsas de nylon de color negro desde los pabellones superiores. No hizo falta que las abrieran para que él supiera qué contenían. El olor era espantoso.  Frattini se sobresaltó al sentir una mano sobre su hombro.
-        Los mataron a todos – dijo Rosado.
Por miedo a que los internos se amotinaran al conocer la noticia, el Director de Institutos Penales, el asesino Coronel Dotti, prohibió que bajaran al patio durante dos largos e insoportables días. Al tercero, al fin pudieron salir al aire libre. Sin embargo, Frattini creía seguir oliendo el olor a cadáver quemado que había respirado durante los últimos días. En el patio, descubrió a Amada, su antiguo compañero, mirando el suelo con abatimiento. Se acercó a él, le apoyó una mano en el hombro.
-        ¿Todo bien?
-        Pistola – dijo Amada, como si le hablara desde otro mundo.
-        ¿En qué pabellón estás?
-        En lo que queda del 7º.
-        La cosa fue ahí, ¿no?
Amada asintió. Sus labios se movían, como si estuviera recitando una plegaria muda o estuviera aguantando las ganas de llorar. Frattini se sentó junto a él. Durante unos minutos, lo acompañó en su silencio.
-        ¿Estás bien, Amada?
Su antiguo compañero se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
-        Los quemaron a todos, Pistola. Los hicieron mierda. No sabés cómo gritaban.  
Pronto, otros internos fueron acercándose a Frattini y Amada con un rumor de suspiros e insultos. Todos querían escuchar. Y aunque Frattini creía que Amada no quería recordar lo que había vivido, al oírlo hablar, comprendió que nunca más dejaría de ver el fuego del que había escapado.
-        La noche anterior al motín unos muchachos de los grosos estaban mirando la tele. A las doce, el pasarela les gritó que apagaran todo y se fueran a dormir. Faltaban veinte minutos para que terminara la película, y los muchachos siguieron viendo tele. ¿Alguien tiene un cigarrillo? – dijo Amada.
Uno de los internos le ofreció un paquete. Amada tomó un cigarro y lo encendió. La primera pitada le provocó un ataque de tos. Los ojos parecían salirse de su rostro, que pronto se le volvió púrpura. Carraspeó.
-        Todavía tengo los pulmones llenos de humo – dijo, y escupió al piso. Después apagó el cigarro y continuó: - El pasarela se puso loco. Los muchachos le gritaban que si quería que apagaran la tele que bajara y lo hiciera él. El puto no se animó.
-        Desde arriba grita cualquiera – dijo Rosado.
-        A las doce y media estaban todos durmiendo. Pero el pasarela estaba caliente, los seguía puteando. Y a la mañana llamó a la requisa para que fuera a primera hora. Nosotros ya sabíamos que iban a venir con todo a llevarse a los muchachos de la tele. Así que los estábamos esperando. Cuando quisieron entrar, los cagamos a trompadas. ¿Tanto quilombo por veinte minutos de tele? – dijo Amada, y ya no pudo seguir hablando.
Lo vieron toser, lo vieron escupir saliva negra.
-        Dejá, Amada. Callate que te hace mal – dijo Frattini.
Amada le sonrió.
-        Pistola, qué lindo verte.
-        ¿Y qué pasó con la requisa? – preguntó uno.
-        Se fueron corriendo por las escaleras – dijo Amada.
-        Nosotros los vimos bajar – recordó Frattini.
-        Pero iban a buscar a otros verdugos. Lo sabíamos. Por eso empezamos a amontonar los colchones y las almohadas contra las rejas, para que no pudieran pasar. Al rato volvieron. Nos gritaron que saliéramos. Algunos les hicieron caso: corrieron los colchones para poder salir, pero en vez de abrirles la reja, los ratis empezaron a disparar. Tiraban con todo, los muchachos caían gritando – dijo Amada, y bajó la mirada antes de seguir hablando: - Había un pibe, jovencito, le decían el Cebolla porque antes de matar hacía llorar a sus víctimas. Se asustó tanto con los tiros que les tiró un calentador prendido a los canas contra la reja. Ahí se prendieron fuego los colchones, en un segundo todo el pabellón se estaba quemando. El humo era insoportable. Algunos se treparon a las repisas para respirar aire de las ventanas, pero empezaron a caer como moscas. Los hijos de puta se habían puesto arriba, y tiraban con ametralladoras desde arriba, nos querían matar a todos. Los gritos, el olor a carne quemada era insoportable. Disparaban a matar. Nosotros gritábamos pidiendo ayuda y nos seguían tirando. Los muchachos corrían por el pabellón con las pilchas prendidas fuego, el pelo, las manos…
-        ¿Y vos cómo te salvaste? – preguntó un interno, con un tono demasiado desconfiado.
Frattini lo miró directo a los ojos y el tipo no volvió a hablar.
-        Me fui con otros dos al baño. Abrimos las canillas y nos tiramos al piso hasta que pararon los tiros. Después, cuando ya no se escuchaba nada, entraron los turros. Nos sacaron a los golpes. Había heridos y muertos por todos lados. Los muchachos carbonizados, había dos… dos amigos… salían juntos de caño… se murieron abrazados, parecían estatuas de carbón. No se le puede hacer eso a la gente, loco. Por más que sean delincuentes…
Amada ya no pudo seguir hablando. Cuando Frattini lo vio derramar la primera lágrima, empezó a alejar a los demás para que lo dejaran tranquilo. Volvió a sentarse, le pasó un brazo por los hombros.
-        Ya está. Tranquilo – dijo Frattini.
Cuando se quiso dar cuenta, él también estaba llorando."

Un caballero en el purgatorio. Ed. Sudamericana.

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