Frattini fue un personaje generoso. Me permitió narrar un montón de escenas de la historia nacional. Estuvo en todos lados: en el velorio de Evita, entre Azules y Colorados, en La Boca... y por estar, estuvo hasta en un tema del Indio Solari: Pabellón Séptimo, que relata el asesinato de presos en Devoto hace exactamente 40 años. Acá va el Relato de Carlitos, Pistola, Frattini, que hoy estaría cumpliendo años. Donde estés, amigo, un abrazo grande.
"Poco
a poco volvió a acostumbrarse al encierro. Eso también era como andar en
bicicleta: pronto las historias que contaban sus compañeros comenzaron a
repetirse, a cobrar una envergadura majestuosa e irreal con el paso de los
días. Volvió a acostumbrarse a los insultos de los guardias, a la violencia
contenida de sus compañeros. Entonces comprendió que no había peor soledad que
la de sentirse rodeado por extraños que le recordaban su propios errores con
una admiración que a él lo avergonzaba.
Un
día de marzo, mientras tomaba mate sentado en su ranchada, uno que se llamaba Rosado
le dijo:
-
Pistolita, mirá que entre hoy y
mañana viene la requisa. Guardá todo.
Eran
las ocho y media de la mañana, y tras las rejas que delimitaban el pabellón
vieron un movimiento extraño. Un guardia miraba hacia el hueco de las escaleras
que conducían a los pabellones 6º, 7º y 8º con un fusil entre las manos. Pronto,
en el techo del pabellón 5º donde estaba Frattini se oyeron golpes, pasos
apurados. Entonces el aire se quebró con el grito desesperado de otros guardias
que bajaban con sus bastones en alto por las escaleras, corriendo a toda
velocidad como si escaparan de algo.
-
Abran la puerta, rápido – gritó el
pasarela.
Era
la requisa. Frattini y Rosado se incorporaron, creyendo que entrarían al
pabellón. Pero los guardias continuaron bajando por las escaleras, dando la voz
de alarma.
-
¿Qué mierda pasa? – preguntó
Rosado.
-
Hay quilombo arriba – dijo un
interno, que se había trepado a una ventana.
Frattini
había pasado demasiados años detenido como para poder imaginarse lo que pasaba.
Lo confirmó minutos después, al ver al batallón de guardias armados con fusiles
y pistolas que volvía a subir las escaleras en dirección a los pabellones
superiores, donde residían los delincuentes más peligrosos de Devoto.
-
Motín – dijo Frattini.
Entonces
oyeron las primeras explosiones. El techo se sacudió. Parecía que todo el penal
comenzaría a derrumbarse. Sin embargo, las paredes seguían estando ahí, firmes,
altísimas, como un velo que les impedía ver lo que ocurría.
Poco
a poco, Frattini y los demás internos del Pabellón 5º se fueron acercando a la
reja.
-
Los están matando a todos – dijo
uno.
-
Hijos de puta – gritaron los
demás.
El
celador que custodiaba la puerta estaba pálido. Sus ojos iban desde la reja a
las escaleras, por donde seguían subiendo más y más guardias armados. De
pronto, como si despertara de un largo sueño, Frattini cayó en la cuenta de
dónde estaba. Había perdido a su familia y el confort de su casa para morir
allí, enterrado bajo los muros de Devoto.
-
¿Qué pasa? – le preguntó al
celador.
-
Salgan de las rejas – gritaba el
pasarela, con el rostro desfigurado por vaya a saber uno qué atrocidades.
A
su alrededor, Frattini vio a sus compañeros sumirse en el miedo, en la angustia
de saberse en peligro. Algunos lloraban, rezaban. Otros, como Frattini,
guardaban un silencio desesperado.
-
¿Olés eso? – le preguntó Rosado.
Frattini
olió el aire. Algo se quemaba arriba de ellos.
Durante
cuatro horas permanecieron junto a las rejas. Al fin, un grupo de guardias con los
uniformes sucios y los rostros desencajados corrió hasta la reja con los
bastones en alto:
-
Mierdas, contra la pared – gritó uno.
Frattini
y los demás obedecieron.
Pudo
sentir el olor a vino que despedía el aliento del guardia que lo cacheaba con
violencia. En verdad, todos los guardias parecían enajenados. Estaban agitados,
sudaban, y la furia de sus rostros dejaba entrever cierto pavor, cierta
desesperación que trataban de acallar con golpes e insultos.
Cuando
terminó la requisa, uno de los guardias dijo:
-
Pabellón que se levanta, los
matamos a todos.
Al
fin, los guardias se marcharon, dejando a los internos del Pabellón 5º inmersos
en un silencio absoluto. Ninguno se animaba a hablar. No por miedo, si no
porque sabían que algo terrible había pasado.
Por
la tarde, cuando los gritos y los estruendos eran apenas ecos que sólo sonaban en
la memoria de los presos, Frattini vio que en las escaleras volvía a haber
movimiento. Se acercó a la reja para ver cómo arrojaban bolsas de nylon de
color negro desde los pabellones superiores. No hizo falta que las abrieran
para que él supiera qué contenían. El olor era espantoso. Frattini se sobresaltó al sentir una mano
sobre su hombro.
-
Los mataron a todos – dijo Rosado.
Por
miedo a que los internos se amotinaran al conocer la noticia, el Director de
Institutos Penales, el asesino Coronel Dotti, prohibió que bajaran al patio
durante dos largos e insoportables días. Al tercero, al fin pudieron salir al
aire libre. Sin embargo, Frattini creía seguir oliendo el olor a cadáver quemado
que había respirado durante los últimos días. En el patio, descubrió a Amada,
su antiguo compañero, mirando el suelo con abatimiento. Se acercó a él, le
apoyó una mano en el hombro.
-
¿Todo bien?
-
Pistola – dijo Amada, como si le
hablara desde otro mundo.
-
¿En qué pabellón estás?
-
En lo que queda del 7º.
-
La cosa fue ahí, ¿no?
Amada
asintió. Sus labios se movían, como si estuviera recitando una plegaria muda o
estuviera aguantando las ganas de llorar. Frattini se sentó junto a él. Durante
unos minutos, lo acompañó en su silencio.
-
¿Estás bien, Amada?
Su
antiguo compañero se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
-
Los quemaron a todos, Pistola. Los
hicieron mierda. No sabés cómo gritaban.
Pronto,
otros internos fueron acercándose a Frattini y Amada con un rumor de suspiros e
insultos. Todos querían escuchar. Y aunque Frattini creía que Amada no quería
recordar lo que había vivido, al oírlo hablar, comprendió que nunca más dejaría
de ver el fuego del que había escapado.
-
La noche anterior al motín unos
muchachos de los grosos estaban mirando la tele. A las doce, el pasarela les
gritó que apagaran todo y se fueran a dormir. Faltaban veinte minutos para que
terminara la película, y los muchachos siguieron viendo tele. ¿Alguien tiene un
cigarrillo? – dijo Amada.
Uno
de los internos le ofreció un paquete. Amada tomó un cigarro y lo encendió. La
primera pitada le provocó un ataque de tos. Los ojos parecían salirse de su
rostro, que pronto se le volvió púrpura. Carraspeó.
-
Todavía tengo los pulmones llenos
de humo – dijo, y escupió al piso. Después apagó el cigarro y continuó: - El
pasarela se puso loco. Los muchachos le gritaban que si quería que apagaran la
tele que bajara y lo hiciera él. El puto no se animó.
-
Desde arriba grita cualquiera –
dijo Rosado.
-
A las doce y media estaban todos
durmiendo. Pero el pasarela estaba caliente, los seguía puteando. Y a la mañana
llamó a la requisa para que fuera a primera hora. Nosotros ya sabíamos que iban
a venir con todo a llevarse a los muchachos de la tele. Así que los estábamos
esperando. Cuando quisieron entrar, los cagamos a trompadas. ¿Tanto quilombo
por veinte minutos de tele? – dijo Amada, y ya no pudo seguir hablando.
Lo
vieron toser, lo vieron escupir saliva negra.
-
Dejá, Amada. Callate que te hace
mal – dijo Frattini.
Amada
le sonrió.
-
Pistola, qué lindo verte.
-
¿Y qué pasó con la requisa? –
preguntó uno.
-
Se fueron corriendo por las
escaleras – dijo Amada.
-
Nosotros los vimos bajar – recordó
Frattini.
-
Pero iban a buscar a otros
verdugos. Lo sabíamos. Por eso empezamos a amontonar los colchones y las
almohadas contra las rejas, para que no pudieran pasar. Al rato volvieron. Nos
gritaron que saliéramos. Algunos les hicieron caso: corrieron los colchones
para poder salir, pero en vez de abrirles la reja, los ratis empezaron a
disparar. Tiraban con todo, los muchachos caían gritando – dijo Amada, y bajó
la mirada antes de seguir hablando: - Había un pibe, jovencito, le decían el
Cebolla porque antes de matar hacía llorar a sus víctimas. Se asustó tanto con
los tiros que les tiró un calentador prendido a los canas contra la reja. Ahí
se prendieron fuego los colchones, en un segundo todo el pabellón se estaba
quemando. El humo era insoportable. Algunos se treparon a las repisas para
respirar aire de las ventanas, pero empezaron a caer como moscas. Los hijos de
puta se habían puesto arriba, y tiraban con ametralladoras desde arriba, nos
querían matar a todos. Los gritos, el olor a carne quemada era insoportable.
Disparaban a matar. Nosotros gritábamos pidiendo ayuda y nos seguían tirando.
Los muchachos corrían por el pabellón con las pilchas prendidas fuego, el pelo,
las manos…
-
¿Y vos cómo te salvaste? –
preguntó un interno, con un tono demasiado desconfiado.
Frattini
lo miró directo a los ojos y el tipo no volvió a hablar.
-
Me fui con otros dos al baño.
Abrimos las canillas y nos tiramos al piso hasta que pararon los tiros.
Después, cuando ya no se escuchaba nada, entraron los turros. Nos sacaron a los
golpes. Había heridos y muertos por todos lados. Los muchachos carbonizados,
había dos… dos amigos… salían juntos de caño… se murieron abrazados, parecían
estatuas de carbón. No se le puede hacer eso a la gente, loco. Por más que sean
delincuentes…
Amada
ya no pudo seguir hablando. Cuando Frattini lo vio derramar la primera lágrima,
empezó a alejar a los demás para que lo dejaran tranquilo. Volvió a sentarse,
le pasó un brazo por los hombros.
-
Ya está. Tranquilo – dijo Frattini.
Cuando
se quiso dar cuenta, él también estaba llorando."
Un caballero en el purgatorio. Ed. Sudamericana.
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