Hoy cumplen años Nusia, La niña y su doble. Por eso, recordamos estos dos cumpleaños que muestran cómo cambió su vida con la guerra, el ghetto y la llegada de Slawka, esa falsa niña ucraniana que debió encarnar para poder salvar su vida.
"El invierno de
1938 fue uno de los más crudos y más largos que Nusia recordaba. Había
comenzado a nevar en diciembre, y el 26 de marzo, el día en que cumplía ocho
años, al despertarse, a través de las ventanas Nusia vio que Lwow seguía
cubierta de nieve. Después de lavarse y vestirse, se dirigió a la sala a
desayunar. Sus padres la esperaban con un paquete envuelto en papel dorado y un
enorme moño rojo. Mientras Mania servía el té y las galletas, ella se apuró a
abrir el regalo. Era una muñeca vestida de encaje, rubia y de ojos claros, con
las mejillas sonrosadas.
Ella y Fridzia
desayunaron rápidamente. No tenían tiempo que perder. El trineo vendría a
buscarlas de un momento a otro. Tomaron sus carteras con los útiles escolares,
libros y lápices, se cubrieron con largos abrigos, bufandas y guantes y se
despidieron de sus padres. En la puerta de calle se cruzaron con las empleadas
que llegaban para trabajar en el taller. Mala, la más joven de todas, abrazó a
Nusia y le deseó un feliz cumpleaños.
Cuando las muchachas
entraron al edificio, las dos hermanas salieron a la calle. Las recibió un
viento gélido que les llenó los ojos de lágrimas. A los costados de las calles,
la nieve barrida para permitir el paso de los carros y automóviles se amontonaba
en blancas montañas que se perdían en el horizonte. Los árboles, con sus hojas
escarchadas, parecían esos pinos que los católicos decoraban para celebrar la
navidad.
Una junto a la
otra, Nusia y Fridzia vieron llegar el trineo tirado por los dos caballos
azabaches. El cochero, un polaco de mejillas encarnadas, llevaba un sombrero
ruso de piel que le ocultaba medio rostro. Las niñas se subieron al trineo. El
cochero fustigó a los animales y comenzaron a andar.
Al entrar en la
escuela, Nusia se encontró con su prima. Sara era hija de una hermana de su
padre, y ese era el único contacto que Nusia tenía con su familia paterna. A
veces iba a casa de Sara a jugar o a estudiar, pero los padres de ambas nunca
se veían. Como la abuela Hanna, su tía también evitaba a su madre. Nusia no
entendía aquella distancia, sin embargo ni unos ni otros les impedían a las
niñas ser amigas.
Las niñas se
abrazaron y se dirigieron al aula tomadas de la mano.
Cuando llegó la
hora de la clase de religión, Nusia, Sara y los demás niños judíos abandonaron
el aula. Desde el patio pudieron ver al sacerdote que entraba para darles clase
a los niños católicos.
A la salida de
la escuela las esperaba Ruzyczka. Nusia le pidió que la llevara a su casa. A
veces, cuando les sobraba tiempo después de hacer las tareas escolares, la
institutriz las llevaba a su propia casa para hablarles de los libros de
Historia, Filosofía y Literatura que atiborraban los anaqueles que cubrían las
paredes de la sala. Ruzyczka sabía de todo, más, incluso, que los maestros de
la escuela. Pero aquel día Ruzyczka dijo:
-
No. Hoy comenzarán a tomar clases de hebreo.
Nusia y Fridzia
se miraron.
-
¿Hebreo? – preguntaron a coro.
-
El señor Rudolph ha contratado a un rebe que les
enseñará el alfabeto para que puedan leer las oraciones.
Envuelto en su
caftán negro, con un sombrero recubierto de piel al estilo ruso, con el rostro
enmarcado por una larga barba rala y unos peies ensortijados, el rebe esperaba sentado
en una silla con los ojos entrecerrados. Era un anciano arrugado y tembloroso,
que al verlas llegar clavó los ojos en suelo para evitar mirar a la bella
Ruzyczka.
Primero las
saludó en hebreo, pero al ver que las niñas no contestaban, tuvo que saludarlas
en idish. Las niñas seguían impasibles. Al fin, con un gesto de derrota, el
rebe les deseó los buenos días en polaco. Nusia y Fridzia le devolvieron el
saludo. Nusia sintió un fuerte olor a cebolla, pero tardó un rato en darse
cuenta de que provenía de las ropas del rebe. Se dirigieron a la mesa de la
sala y se quedaron en silencio, mirándolo con una curiosidad burlona. El rebe
retiró un libro de tapas de cuero de su cartera y lo abrió en el centro de la
mesa.
Las niñas
miraron el margen izquierdo mientras el dedo índice del rebe señalaba el margen
derecho. De pronto, el hombre comenzó a leer, balanceando la cabeza como si
rezara. Al fin, ellas comenzaron a repetir las palabras que el otro les decía,
esforzándose en vano por pronunciar con corrección.
La clase las
aburrió demasiado. Poco antes de que se cumpliera la hora, Fridzia deslizó una
mano dentro de un bolsillo y retiró una moneda. Con delicadeza, la deslizó
hasta el trozo de mesa que miraba el rebe y dijo:
-
Si se marcha ahora y no le dice nada a nuestro
padre, mañana le daremos otra moneda.
-
Fridzia – dijo Ruzyczka, escandalizada.
Sin embargo, el
rebe, incómodo por la incomodidad que le producía la presencia de Ruzyczka y la
falta de interés de las niñas, se guardó la moneda y se despidió con una
sonrisa.
Por la tarde
Rudolph y Helena dejaron de ser los directores del taller de camisas, togas,
sacos y piyamas de la fábrica Rud-Star y volvieron a ocupar sus funciones de
padres. Ruzyczka, que ya había supervisado el baño y el cambio de ropa de las niñas,
se despidió de todos y se marchó para que la familia pudiera disfrutar del
cumpleaños de Nusia.
La tía Ruzia, la
hermana de Helen, llegó con su familia poco antes del anochecer. Al entrar,
Eva, su prima, abrazó a Nusia y la besó en la frente. Le llevaba ocho años,
pero a pesar de la diferencia de edad ambas tenían una relación muy cercana.
Para Nusia, su prima era un espejo que mostraba el futuro que ella quería para
sí: una mujer bella, inteligente, con una picardía mordaz. Mientras sus padres
y su hermano Sigmund saludaban a los padres de Nusia, Eva le dijo al oído a
Nusia:
-
¿Así que quieres aprender hebreo?
Y soltó una
carcajada. Nusia le dio un pisotón. Eva se tomó el pie sin dejar de reír, al
tiempo que decía:
-
El rebe es maestro de Sigmund, así que la culpa
es suya, no mía. ¿Dónde está la abuela Hanna?
Hanna no era
abuela de Eva, pero ella le había tomado un cariño inmenso porque le encantaba
oírla hablar. Inmediatamente, las tres niñas se dirigieron al cuarto de su
abuela.
Al mismo tiempo,
Helena y Ruzia se marcharon a la cocina para conversar y asegurase de que Mania
tuviera la comida lista a tiempo. Las dos hermanas eran tan inseparables como
sus hijas. En 1914, cuando los cosacos invadieron su ciudad natal y su madre
con sus hermanos se marcharon a pie a Checoslovaquia, ellas dos habían partido
a Viena para aprender un oficio. Allí pasaron los cuatro años que duró la
guerra. Mientras Helena aprendía a diseñar moldes de prendas de vestir, Ruzia
se había dedicado a la confección de finos sombreros. Pero ahora la única que
trabajaba era Helena. No por necesidad, sino porque disfrutaba del trabajo.
Ruzia no. Se había casado con Isidoro, un judío que tenía la representación de
una firma textil francesa en Polonia y viajaba por todo el país vendiendo finas
prendas que le procuraban bastante dinero y le evitaban a ella esfuerzos que no
le causaban la mínima satisfacción.
Ahora Isidoro
estaba en la sala con Sigmund, su hijo, junto a Rudolph. Bebían té y
conversaban sobre las noticias que llegaban de Alemania.
En el cuarto de
la abuela, Nusia, Fridzia y Eva estaban sentadas en torno a Hanna, que se
peinaba el largo cabello frente a su tocador.
-
¿Es cierto que has bailado con el príncipe
Rudolph? – preguntó Eva, que conocía la anécdota pero disfrutaba la manera en
que la abuela Hanna solía contar sus historias.
-
Niñas, no saben lo bello que era. Fue en un
baile, aquí en Lemberg.
Rudolph de Habsburgo-Lorena había llegado más tarde que los invitados, y su presencia
fue anunciada con un sonido de trompetas. Vestía unos pantalones rojos de pana
y su casaca blanca, cargada de botones de oro y medallas. Apenas entró, se fijó
en mí.
Hanna suspiró,
sin dejar de mirarse al espejo. Su amor platónico por el príncipe era tan
fuerte que le había puesto su nombre a su propio hijo, el padre de Nusia.
Durante unos segundos, en sus ojos húmedos de anciana brilló un lejano fulgor
de juventud.
-
¿En qué año, abuela?
-
En qué siglo, diría yo. Fue en 1870, antes de
que la maldita baronesa Vetsera lo llevara al suicidio.
-
¿El príncipe se suicidó? - preguntó Fridzia.
-
Sí, pero mejor hablemos del baile. ¿Quieren oír?
Las tres niñas
asintieron. La abuela se miró por última vez al espejo y se volvió de cara a
ellas. Acomodándose el cabello detrás de sus orejas, dijo:
-
En ese entonces yo no era esta uva arrugada que
soy ahora. Tenía la carne firme, y mis vestidos estaban llenos de curvas.
Nusia cerró los
ojos, con una sonrisa.
-
Un ujier del príncipe se acercó a mí poco antes
de que la orquesta comenzara a tocar y me dijo “su majestad desea invitarla a
bailar la próxima pieza”. Podrán imaginarse. Tenía ganas de correr y besarlo.
Pero…
En ese momento
llamaron a la puerta. Las cuatro mujeres se volvieron: la mayor, frustrada por
haber visto interrumpido su relato, las niñas, porque preferían oír a la abuela
antes que cenar con sus padres. Al otro lado de la puerta, Ruzia y Helena les
ordenaron que se apuraran: la comida estaba lista.
Cuando salían
del cuarto, Nusia le preguntó a Eva:
-
¿Son ciertas las historias que cuenta la abuela?
Eva rió.
-
¿Y eso qué importa?"
"Su cumpleaños
número catorce encontró a Slawka desayunando con Claudia en completo silencio.
A pesar del vestido que su madre adoptiva le había regalado, no podía alegrarse
por nada. Sus primos se habían marchado, o quizá habían sido asesinados por los
nazis. Su padre y su hermana estaban muertos. Desde hacía semanas, su madre no
atendía el teléfono. Slawka no podía soportar la idea de estar sola en Varsovia.
Entonces recordó
aquel pequeño papel donde Roman le había escrito la dirección de su hermano
Ignas. Ese día, al salir de la escuela, Slawka se dirigió a la confitería que
la amante de Ignas poseía cerca del centro.
Primero con
temor, luego con ansiedad, Slawka observó los escaparates del negocio sin
atreverse a cruzar la puerta. Pero entonces Ignas apareció detrás del mostrador
y, al verla, le hizo una seña para que entrara. Dentro, la reconfortó el
perfume del café y las galletas recién horneadas.
-
Nusia, ven – dijo Ignas.
Slawka lo siguió. Atravesaron una
puerta que daba a la cocina y se ocultaron de la vista de los clientes. En la
cocina, una mujer bien vestida, hermosa, decoraba con crema los panecillos de
un plato. Al verlos entrar, la mujer los miró.
-
¿Quién es?
-
Es Nusia, la prima de Eva – dijo Ignas. Y luego,
mirando a Nusia, digo: - Ella es Krystyna, mi mujer.
Las dos mujeres se saludaron. Con
temor, Slawka preguntó:
-
¿Qué ha sido de Irene y Roman?
-
Están bien.
Nusia sintió que se aflojaban los
huesos, y se dejó caer en una silla.
-
¿Cómo lo saben?
-
Porque tenemos nuestros contactos – dijo
Krystyna.
Slawka lo sabía. Irene le había
contado que Krystyna pertenecía a la resistencia polaca. Era católica, y había
conocido a Ignas en la casa de un profesor de canto. Si bien corrían peligro
porque él era judío y ella partisana, si bien el mundo estaba a punto de
estallar, eso no bastaba para que ambos resignaran su fanatismo por la ópera:
dos veces por semana dejaban las persecuciones y los atentados de lado para
dedicarse exclusivamente a estudiar canto. Ignas tenía una voz maravillosa, y
Nusia recordaba haberlo oído cantar en alguna fiesta allá en su lejana infancia.
-
¿Dónde están? – preguntó Slawka.
-
Al día siguiente de que fuera a tu casa, Irene
regresó junto a Roman y se marcharon juntos. Consiguieron escondites en las
afueras de Varsovia, pero ya casi no les quedaba dinero. Así, hace poco menos
de un mes, regresaron a Lwow en busca de ayuda.
Slawka no podía creer lo que oía:
-
¿En Lwow? Están locos…
-
Yo pensaba lo mismo – dijo Ignas - allá todos saben que somos judíos. Pero estaban
tan desesperados que no se detuvieron a pensar en eso. Se presentaron en casa
de un ex compañero de clase de Roman, un católico que les abrió las puertas de
su casa. Siguen escondidos allí, pero ahora los alemanes están devastando la
ciudad antes de abandonarla.
Nusia pensó en su padre. Krystyna
dijo:
-
Tú le hacías diligencias a Roman… ¿te animarías
a ayudarnos a nosotros?
-
No, Krystyna. No podemos ponerla en peligro. Si
la descubren llevando nuestros periódicos…
-
Nadie me descubrirá – dijo Slawka, mirando a
Krystyna.
La polaca le entregó una bolsa y le dio un
papel con tres direcciones escritas en tinta azul. Antes de que Slawka
partiera, la mujer le dijo:
-
Eres valiente. Pero si te detienen con esto,
morirás. Si alguien se te acerca, corre.
Slawka asintió.
Al salir a la calle, se sintió poderosa.
No le importaba que la detuvieran con los papeles con el membrete del Partido
Comunista Polaco ni tampoco con las pistolas y municiones que llevaba en la
bolsa. Porque aunque no había visto en el interior de la bolsa, sabía que ninguna
carta podía pesar tanto y que aquel tintinear metálico sólo podía ser el sonido
de las armas.
A la semana siguiente, volvió a
presentarse en el negocio de Ignas y Krystyna. Esta vez, la bolsa que le
entregó la polaca contenía una decena de granadas. Slawka memorizó la dirección
donde debía dejarlas y se marchó.
La ciudad se estaba vaciando por
completo. Tras la aniquilación del ghetto, los alemanes ahora estaban dedicados
a perseguir a los pocos judíos que habían escapado y a los polacos que
participaban de la resistencia. En cada esquina podía ver patrullas de SS
cargadas de armamento, deteniendo a todos los que se animaban a salir a la
calle.
La tercera vez que Slawka se
presentó en la confitería, notó que Krystyna estaba menos arreglada que otras
veces. La observó bien desde la calle, y también descubrió que la polaca tenía
el rostro marcado por ojeras. Al verla, Krystyna le hizo una seña de que
entrara. Slawka obedeció, entró al negocio y siguió a la dueña hasta la cocina.
Allí, Krystyna dijo:
-
Ignas ha muerto.
-
¿Cómo?
-
Nuestros compañeros de la resistencia mataron a
un oficial alemán. En venganza, las SS eligieron un edificio al azar, entraron
y asesinaron a todos los hombres polacos que encontraron. Ignas estaba allí
visitando a un amigo. Pobre Ignas. Siempre creyó que lo matarían por judío,
pero lo mataron por mala suerte. Si hubiera estado aquí, se hubiese salvado.
Slawka guardó silencio. Desde la
partida de Irene y Roman, para ella aquel sitio había sido un bastión de la
esperanza, un lugar alejado de la muerte y dedicado a la lucha por la
supervivencia. Y sin embargo la muerte también lo había alcanzado a Ignas. Se
despidió de Krystyna y se alejó de allí lo más rápido que pudo. Ya no soportaba
oír noticias que sólo hablaran de muerte."
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