"Pero
el agobio de Frattini no cesó con la desaparición del cabo. Seguía soportando
órdenes, ejercicios y aquel maltrato, lejos de la ciudad que lo esperaba
rebosante de joyas y dinero. No podía creer que aún le faltaran ocho meses para
ser dado de baja.
Al
fin, una mañana, mientras sus compañeros defendían a la patria haciendo
flexiones de brazos bajo una lluvia helada, Frattini se lanzó contra uno de lo
puntos alejados de los alambrados que cercaban el predio. Colocó un tronco para
ganar altura y se sujetó al alambre de púas que coronaba la cerca. Se había
vendado las manos con retazos de tela, de modo que logró cruzar al otro lado
sin lastimarse, sin siquiera desgarrase la ropa.
Cuando
aterrizó en el camino empedrado del exterior, sintió que el corazón se le
aceleraba. Le dio una última mirada al predio, insultó en voz baja a todos los
militares que había conocido allí dentro y se echó a correr hacia cualquier
parte, escapando del ejército y la tormenta.
Aunque
temblaba de frío, estaba feliz. Iba haciendo planes mientras se acercaba a la
Avenida con la intención de que algún conductor lo llevara gratis hasta el
Centro. Vio a tres mujeres que lloraban abrazadas al pie de un árbol. Una de
ellas alzaba las manos al cielo, lanzando gemidos y blasfemias. Más adelante,
un hombre envuelto con una bandera argentina intentaba encender una vela bajo
la lluvia. Poco a poco, Frattini dejó de correr, de caminar, sin saber qué
pasaba.
Cuando
alcanzó la avenida, le hizo señas a un camión. Sus ropas de soldado ayudaron a
que el chofer se detuviera. Frattini amagó con subirse a la parte trasera del
camión, pero el chofer le hizo una seña para que se sentara en la cabina.
-
Sentate acá así me hacés compañía.
Qué día de mierda – dijo el hombre.
-
Sí, cómo llueve – contestó
Frattini.
-
¿Vos sos pelotudo? Su murió Evita,
pibe.
-
¿Evita? No puede ser… – dijo Frattini,
asombrado.
Su felicidad se fue apagando con los gestos de dolor que vio
a lo largo de todo el camino. La gente había salido a las calles buscando más
consuelo que explicaciones. Desde la ventanilla del camión Frattini veía hombres
fornidos que lloraban abrazados, rondas de mujeres que le rezaban a los
distintos bustos de Eva que había en las plazas y que ahora estaban decorados
con ofrendas de cualquier tipo, juguetes, vestidos de novia y flores frescas de
todos los colores. En una esquina vio un grupo de niños que cantaban la marcha
peronista exhibiendo un listón negro en sus camisas.
A medida que el camión entraba en la Ciudad, el tránsito comenzó
a avanzar más lento. Los vehículos desbordaban la avenida. La gente iba en
bicicletas, autos, motos, camiones, o simplemente a pie, y todos avanzaban
sumidos en el mismo silencio. Tardaron más de tres horas en alcanzar el interior
del mercado de Abasto. Allí Frattini se despidió del chofer y salió a la calle.
Sin oponer resistencia, se dejó arrastrar por la gente que se dirigía al Centro
caminando por veredas y calles, derramándose por la ciudad como una marea huérfana
y cabizbaja.
En un momento pensó en alejarse, pero no podía. Tampoco
tenía donde ir: había entregado la pieza de la pensión el mismo día en que
había sido enrolado en el ejército y si iba al conventillo a esa hora, tendría
que soportar a su padre. Leonor estaba demasiado lejos, perdida entre las
montañas y su pasado, como el Tano.
Fue uno de los primeros cientos de miles de personas que
llegaron al Congreso. No podía dejar de mirar a la gente. En un momento, una
anciana lo abrazó, llorando, y él se echó a llorar con ella. Aquellos hombres,
mujeres, niños y ancianos que esperaban bajo la lluvia, tiritando de frío, que lloraban
y proclamaban la santidad de la muerta entre sollozos, despertaron en él una
compasión infinita.
De pronto escuchó que alguien le hablaba:
-
Soldado, párase como un hombre y
vaya a ayudar a la cocina – dijo un oficial vestido de verde, señalando una
pequeña cocina de campaña.
Recién en ese momento Frattini recordó que llevaba ropas
militares, que se había escapado de la colimba y que lo podrían detener. Sin
embargo no tenía miedo. Prefería quedarse allí. Y así lo hizo. Durante tres
días Frattini dejó de lado su condición de desertor para convertirse en uno más
de los cientos de soldados que se encargaron de abrigar y servir bebidas
calientes a los millones de personas que pasaron por el velorio de Eva.
Cuando todo terminó, Frattini se dirigió al conventillo. Le
dijo a Mirtha que le habían dado franco, se cambió de ropa y fue a alquilar una
pieza en una pensión de la calle Necochea. El velorio de Leonor, el Tano y
Evita había sido larguísimo, pero al fin había terminado.
Ya era hora de visitar a San Pedro."
Un caballero en el purgatorio, Sudamericana, 2012. (fragmento)
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