Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 24 de noviembre de 2016

Lecturas escritas: el origen de la lectura.


Desde que leí Herejes en 2015, una parte en mi casa, otra parte en una casa que nos prestaron mientras arreglaban nuestra casa y otra parte en el viaje a Köln, Alemania, desde aquella lectura, decía, me volví, no diría fanático (adjetivo que sólo reservo para cierto equipo con colores azules y amarillos), pero sí súbdito de los libros de Padura que interpreta el Conde, Mario Conde.

Un poco por los guiños a la novela negra clásica (con reminiscencias de Pepe Carvalho, y, en mi cabeza, ¿por qué no?, de Balestra), otro poco por la descripción que el Conde hace de la Cuba actual y pasada, y por los amigos del Conde, esa tropa de desgastados por dentro y por fuera que sólo sobrevive a base de tabaco, ron y ciertos recuerdos iluminadores de lo que fue, pudo ser, no fue y nunca será. Por esas razones leí casi todos sus libros y ahora lamento que sólo me queden un par por leer.

Leo y escribo para que los textos me saquen de mi contexto.Sin embargo, a veces, como todo lector que tiene la fantasía de verse en los libros que lee, encuentro ciertos parecidos o detalles del contexto del Conde con el mío, más allá de las diferencias evidentes, caribeñas y alegres que me resultan ajenas.

Pero esta mañana, mientras mi hija miraba los dibujitos antes de ir al jardín y yo tomaba la primera tanda de mates del día, leí este fragmento que me hizo sonreír porque, como Condesito, yo también nací en un barrio sin bibliotecas y vi por primera vez un libro gracias a mi mamá. Ahí va.


"Hasta que se convirtiera en un depredador profesional de libros, empeñado en alimentarse de ellos también físicamente, Mario Conde había tenido una respetuosa, casi mística relación con las bibliotecas. Aunque en el barrio demasiado caliente y pendenciero donde había nacido no existía por aquellos tiempos una sola biblioteca particular con más de veinte volúmenes, la suerte quiso que en su propia casa hubiera una docena de libros -todos de su madre, pues su padre, como su abuelo Rufino el Conde, jamás se detuvo a abrir un libro en su vida-, llegados hasta allí por las vías más diversas, y acomodados, con orgullosa prominencia, como si alguien sospechara que aquellos objetos tenían algún valor, en un extremo de la repisa del aparador, junto a la foto de boda de sus padres, un reloj de porcelana vienesa y un pequeño búcaro art-nouveau".

"La neblina del ayer", Leonardo Padura, Tusquets.

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