"En la sala de espera de la 6ª había varios travestis con cuerpos
esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban con un viejo de guita
que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que cuchicheaban en voz baja y
miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al policía que hacía de
recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que esperara, pero él no se
sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los travestis estaban parados
delante de un cuadro de José de San Martín, contemplando al Libertador con ojos
de modista:
- Fijate: esos
cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta maquillada… todos esos
próceres eran putos…
- San Martín no
era puto – bramó una de las gordas, indignada.
-
Usted
cállese, señora, en vez de gritarme cuide al ladrón de su hijo…
- Mi hijo no
hizo nada.
-
Y yo no tengo
pija, ¿no?
- Basta – dijo
el recepcionista sin levantar la mirada de los papeles que estaba ordenando.
- Hijo de puta.
No te metas con mi hijo porque…
- ¿Porque qué?
Los travestis rodearon a las mujeres, que se incorporaron de las sillas y
comenzaron a cerrar los puños de manera amenazante. Otra de las mujeres señaló
al travesti que había hablado antes, y dijo:
- San Martín
era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
- Gorda sucia…
cerrá la boca porque te cago a trompadas acá mismo…
-
¿A quién?
- Si no se
callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste, Ramírez?
Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al volverse lo vio de pie junto a
la mesa de entrada hablando con el recepcionista. Medía un metro sesenta, pero
tenía voz de gigante, áspera, autoritaria, y con una sola frase logró callar a
los travestis, a las mujeres y al propio Ramírez.
-
Esto es una
comisaría, no un programa de televisión – gritó Domínguez.
-
Gorda pedorra
– murmuró el travesti.
-
Puto trolo… -
susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo seña de que lo siguiera a su oficina. El
policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus lugares a un lado y otro de
un escritorio de madera perfectamente ordenado.
- Vos sí que te
divertís…
-
No me hablés…
Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que cuando me jubile me vuelvo a
Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja como anda?
- Bien. Creo
que bien.
- ¿Hace mucho
que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer, tu vieja... pero decime, ¿a
qué se debe el honor de tu visita?
- Quería
preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
-
Una
desgracia.
- ¿Vos también
pensás que se quemó por accidente?
Domínguez
soltó una carcajada.
-
No, pero les
dije eso a los periodistas y se dejaron de joder. Lo último que quiero es que
se me llena la comisaría de cámaras… ya bastante tengo con los de ahí fuera.
-
La quemaron… ¿Te
parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por algo.
- No, pero
tampoco me parece normal que te intereses por muertos que no te van a pagar un
mango.
Domínguez
lo miraba con ojos de búho, aguados por todas las atrocidades que debía haber
visto durante tantos años de servicio en la Policía Federal. Él y el padre de Balestra se habían
conocido en uno de los cursos de formación anticomunista que la CIA había
dictado para adoctrinar a las fuerzas policiales de América Latina a fines de
los años 50´. Se habían hecho amigos íntimos, se visitaban en los veranos, sus
mujeres se escribían cartas… Al principio, cuando Balestra llegó a Buenos Aires
escapando de los fantasmas de Uruguay, Domínguez se había rehusado a ayudarlo
por respeto a su amigo. Luego, cuando comprendió que la decisión de Balestra
era inapelable comenzó a apadrinarlo e incluso le consiguió los primeros
clientes que tuvo como detective.
- Me interesa
el tema.
Domínguez
sonrió.
- Dale,
Alvarito. ¿Por qué preguntás?
- Tengo mucho tiempo
libre… - dijo Balestra, tomando una decena de las tarjetas personales que Domínguez
guardaba en una pequeña caja de acrílico, sobre el escritorio.
-
Aprovechalo,
¿seguís yendo al Tigre?
-
Sí. ¿Algunos
datos de la investigación?
-
¿Qué
investigación? Nosotros no damos abasto con el laburo... Te imaginarás que no
puedo dedicarle mi tiempo y mi gente a una linyera carbonizada… a esa gente nadie
la reclama, a nadie le interesa. ¿No me vas a decir que no es buena la historia
de la colilla y alcohol fino?
-
¿Pero tienen
alguna pista o algo?
-
Lo único que
te puedo decir es que encontramos un bidón con nafta.
-
¿Huellas?
- Sí, pero el
dueño de las huellas no tiene antecedentes. Así que todo se cortó ahí.
-
¿Pensás que
pudieron haber sido los skinheads? ¿otro grupo de derecha?
- Derecha,
izquierda… eso era antes, Alvarito. Desde que a Perón le cortaron las manos,
todo es lo mismo… andá a saber quién la mató.
- Sí, pero
¿quién querría matar a una linyera?
- Otros linyeras…
o… ¿vos no te acordás lo que pasó en Tucumán antes del Mundial?
A
Domínguez le encantaba contar esa historia. Balestra lo sabía.
- No – mintió
Balestra.
- En el 77`,
cuando empezaron los preparativos del mundial, nos mandaron a juntar a todos
los linyeras de Tucumán para limpiar las calles, no fuera cosa que nos hicieran
mala prensa con los extranjeros.
- ¿Fumigaron?
Domínguez sonrió a la provocación de Balestra.
- Debían ser
quince, más o menos, los metimos en un camión del ejército y los llevamos hasta
Catamarca.
- ¿Los tiraron
en un pozo? ¿vivos? Ese método es novedoso…
- Si te
hubieras quedado un poco más en la fuerza hubieras aprendido mucho. Hubieras
llegado lejos, Alvarito, comisario a los 40… ¿no te arrepentís aunque sea un
poco? Todavía, después de tanto tiempo, no te puedo entender…
Hacía años que venían discutiendo las mismas cosas, pero siempre era
Balestra el que acababa irritado. Esta vez soltó una puteada y bajó la vista.
- Cuando los
bajamos del camión los tipos lloraban, se revolcaban por la tierra. Los dejamos
en el medio de la nada. Dicen que los linyeras vagaron durante días sin
encontrar un pueblo, nada. Algunos se volvieron más locos de lo que estaban, por
la sed y el hambre, y empezaron a caminar por las salinas hasta que cayeron
muertos…
Domínguez había dejado de mirarlo a los ojos; ahora trataba de ver algo a
espaldas de Balestra, algo que parecía recordar con lujo de detalles. En la
oficina de al lado sonó un teléfono, una mujer gritó en hall de entrada y
Domínguez volvió a hablar:
- El
interventor de Tucumán era un fanático de la limpieza. Pero al gobernador de
Catamarca le molestó que escondiera la basura debajo de su propia alfombra, así
que el tucumano tuvo que cargar a los sobrevivientes y llevarlos de regreso a
Tucumán.
- Un final
feliz.
- No, en este
país los finales felices no existen. Después de veinticinco años viviendo acá
ya tendrías que saberlo.
-
¿Pero pensás
que lo de Tucumán tiene algo que ver con esta muerte?
-
No, para
nada. Pero me acordé… me estoy poniendo viejo, Alvarito… me pasa que me acuerdo
de boludeces de hace treinta años como si hubieran pasado ayer…
- Entonces te
compadezco.
Balestra se incorporó y estrechó la mano de aquel pequeño hombre que había
comenzado a hundirse en el sillón con el peso de sus fantasmas."
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