Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 15 de enero de 2020

Balestra. 5 años.




"En la sala de espera de la 6ª había varios travestis con cuerpos esculturales y brazos musculosos, prostitutas que soñaban con un viejo de guita que las jubilara y cuatro o cinco mujeres gordas que cuchicheaban en voz baja y miraban de reojo a los travestis. Balestra saludó al policía que hacía de recepcionista y preguntó por Domínguez. Le pidieron que esperara, pero él no se sentó, sino que prefirió caminar por la sala. Los travestis estaban parados delante de un cuadro de José de San Martín, contemplando al Libertador con ojos de modista:
­       - Fijate: esos cuellos almidonados, el pelo con fijador, la jeta maquillada… todos esos próceres eran putos…
­       - San Martín no era puto – bramó una de las gordas, indignada.
­      -   Usted cállese, señora, en vez de gritarme cuide al ladrón de su hijo…
­       -   Mi hijo no hizo nada.
­       - Y yo no tengo pija, ¿no?
­       - Basta – dijo el recepcionista sin levantar la mirada de los papeles que estaba ordenando.
­       - Hijo de puta. No te metas con mi hijo porque…
­       - ¿Porque qué?
Los travestis rodearon a las mujeres, que se incorporaron de las sillas y comenzaron a cerrar los puños de manera amenazante. Otra de las mujeres señaló al travesti que había hablado antes, y dijo:
­       - San Martín era un hombre de verdad, no como ustedes, payasos…
­       - Gorda sucia… cerrá la boca porque te cago a trompadas acá mismo…
­       - ¿A quién?
­       - Si no se callan los echás a patadas a la calle. ¿Me entendiste, Ramírez?
Balestra reconoció la voz de Domínguez, y al volverse lo vio de pie junto a la mesa de entrada hablando con el recepcionista. Medía un metro sesenta, pero tenía voz de gigante, áspera, autoritaria, y con una sola frase logró callar a los travestis, a las mujeres y al propio Ramírez.
­       -   Esto es una comisaría, no un programa de televisión – gritó Domínguez.
­        - Gorda pedorra – murmuró el travesti.
­       -   Puto trolo… - susurró una de las gordas.
Al ver a Balestra, Domínguez le hizo seña de que lo siguiera a su oficina. El policía lo abrazó con afecto. Después ocuparon sus lugares a un lado y otro de un escritorio de madera perfectamente ordenado.
­        - Vos sí que te divertís…
­        - No me hablés… Acá se la pasan gritando todo el día. Te juro que cuando me jubile me vuelvo a Tucumán… Me tenías abandonado, ahijado… ¿tu vieja como anda?
­        - Bien. Creo que bien.
­        - ¿Hace mucho que no la ves? Mandale un beso grande. Gran mujer, tu vieja... pero decime, ¿a qué se debe el honor de tu visita?
­        - Quería preguntarte por la linyera que murió hace unos días.
­        - Una desgracia.
­                       - ¿Vos también pensás que se quemó por accidente?
Domínguez soltó una carcajada.
­                      -   No, pero les dije eso a los periodistas y se dejaron de joder. Lo último que quiero es que se me llena la comisaría de cámaras… ya bastante tengo con los de ahí fuera.
­                      -    La quemaron… ¿Te parece normal eso?
El comisario se acodó en el escritorio, parecía divertido por algo.
­        - No, pero tampoco me parece normal que te intereses por muertos que no te van a pagar un mango.
Domínguez lo miraba con ojos de búho, aguados por todas las atrocidades que debía haber visto durante tantos años de servicio en la Policía Federal. Él y el padre de Balestra se habían conocido en uno de los cursos de formación anticomunista que la CIA había dictado para adoctrinar a las fuerzas policiales de América Latina a fines de los años 50´. Se habían hecho amigos íntimos, se visitaban en los veranos, sus mujeres se escribían cartas… Al principio, cuando Balestra llegó a Buenos Aires escapando de los fantasmas de Uruguay, Domínguez se había rehusado a ayudarlo por respeto a su amigo. Luego, cuando comprendió que la decisión de Balestra era inapelable comenzó a apadrinarlo e incluso le consiguió los primeros clientes que tuvo como detective.  
­       - Me interesa el tema.
Domínguez sonrió.
­       - Dale, Alvarito. ¿Por qué preguntás?
­       - Tengo mucho tiempo libre… - dijo Balestra, tomando una decena de las tarjetas personales que Domínguez guardaba en una pequeña caja de acrílico, sobre el escritorio.
­          - Aprovechalo, ¿seguís yendo al Tigre?
­          -     Sí. ¿Algunos datos de la investigación?
­       - ¿Qué investigación? Nosotros no damos abasto con el laburo... Te imaginarás que no puedo dedicarle mi tiempo y mi gente a una linyera carbonizada… a esa gente nadie la reclama, a nadie le interesa. ¿No me vas a decir que no es buena la historia de la colilla y alcohol fino?  
­       - ¿Pero tienen alguna pista o algo?
­     -    Lo único que te puedo decir es que encontramos un bidón con nafta.
­       - ¿Huellas?
­       - Sí, pero el dueño de las huellas no tiene antecedentes. Así que todo se cortó ahí.
­       - ¿Pensás que pudieron haber sido los skinheads? ¿otro grupo de derecha?
­       - Derecha, izquierda… eso era antes, Alvarito. Desde que a Perón le cortaron las manos, todo es lo mismo… andá a saber quién la mató.  
­       - Sí, pero ¿quién querría matar a una linyera?
­       - Otros linyeras… o… ¿vos no te acordás lo que pasó en Tucumán antes del Mundial?
A Domínguez le encantaba contar esa historia. Balestra lo sabía.
­       - No – mintió Balestra.
­       - En el 77`, cuando empezaron los preparativos del mundial, nos mandaron a juntar a todos los linyeras de Tucumán para limpiar las calles, no fuera cosa que nos hicieran mala prensa con los extranjeros. 
­       - ¿Fumigaron?
Domínguez sonrió a la provocación de Balestra.
­       - Debían ser quince, más o menos, los metimos en un camión del ejército y los llevamos hasta Catamarca.  
­       - ¿Los tiraron en un pozo? ¿vivos? Ese método es novedoso…
­       - Si te hubieras quedado un poco más en la fuerza hubieras aprendido mucho. Hubieras llegado lejos, Alvarito, comisario a los 40… ¿no te arrepentís aunque sea un poco? Todavía, después de tanto tiempo, no te puedo entender…
Hacía años que venían discutiendo las mismas cosas, pero siempre era Balestra el que acababa irritado. Esta vez soltó una puteada y bajó la vista.
­     - Cuando los bajamos del camión los tipos lloraban, se revolcaban por la tierra. Los dejamos en el medio de la nada. Dicen que los linyeras vagaron durante días sin encontrar un pueblo, nada. Algunos se volvieron más locos de lo que estaban, por la sed y el hambre, y empezaron a caminar por las salinas hasta que cayeron muertos… 
Domínguez había dejado de mirarlo a los ojos; ahora trataba de ver algo a espaldas de Balestra, algo que parecía recordar con lujo de detalles. En la oficina de al lado sonó un teléfono, una mujer gritó en hall de entrada y Domínguez volvió a hablar:
­       - El interventor de Tucumán era un fanático de la limpieza. Pero al gobernador de Catamarca le molestó que escondiera la basura debajo de su propia alfombra, así que el tucumano tuvo que cargar a los sobrevivientes y llevarlos de regreso a Tucumán.
­       - Un final feliz.
­       - No, en este país los finales felices no existen. Después de veinticinco años viviendo acá ya tendrías que saberlo.
­       - ¿Pero pensás que lo de Tucumán tiene algo que ver con esta muerte?
­       - No, para nada. Pero me acordé… me estoy poniendo viejo, Alvarito… me pasa que me acuerdo de boludeces de hace treinta años como si hubieran pasado ayer…
­       - Entonces te compadezco.
Balestra se incorporó y estrechó la mano de aquel pequeño hombre que había comenzado a hundirse en el sillón con el peso de sus fantasmas." 

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