Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 15 de enero de 2020

Balestra: fragmento nuevo de un regreso injustificado.




Tenía calor. Podía sentir el ardor en la frente y las mejillas, y el sudor cayéndole por el pecho y humedeciéndole la camisa. Nunca había soportado el sol, pero ahora, sentado en el muelle, estaba demasiado cansado como para remediarlo: lo agotaba la sola idea de levantar la reposera y cargarla hasta la sombra, bajo un árbol. ¿Y si le agarraba un infarto, un ataque de presión, un bajón de calor? Demasiados riesgos para aquel mediodía de marzo.
Con los ojos cerrados, Balestra tanteó el aire hasta dar con el borde del vaso. Lo alzó y lo sacudió, pero no pudo disfrutar del tintineo de los hielos. El Cinzano ya estaba tibio. Lo tomó igual, tragándolo sin saborearlo, tan solo para aplacar la sed. Había pasado toda la mañana subido a una escalera, corrigiendo con alambres el crecimiento azaroso de la boungabilla que se alzaba junto a la parrilla, y después se había dedicado a desenterrar la última camada de jazmines secos que quemaría esa misma noche. Una pira funeraria para celebrar otro fracaso botánico y, aunque sea, saborear el perfume de esas ramas secas que nunca, nunca le daría flores blancas con aroma a jazmines. 
El silencio de aquel martes se expandía por la isla, como si ese último calor del verano hubiera asesinado a cada turista, a cada isleño. Apenas si se oía el trino de los pájaros escondidos en los árboles. Pocas cosas lo serenaban tanto como aquel silencio y el río marrón, hundiéndose en las orillas sin movimientos forzados por el paso de las lanchas que ese día no pasaban, tan solo impulsado por la brisa ardiente que resecaba y doraba los pastos de aquel lugar siempre verde.
Apoyó el vaso con cuidado para no romper el hechizo. Pero entonces, en aquel ambiente vacío de sonidos, de pronto creyó oír un lamento agudo, inestable, casi un llanto humano. Y Balestra abrió los ojos.
Cegado por el resplandor, entornó los párpados para buscar al maldito niño que debía estar llorando en la orilla de enfrente. Pero estaba desierta. Miró hacia sus costados: nadie. “Algunos ven fantasmas, vos escuchás lamentos”, se dijo Balestra. Y volvió a cerrar los ojos.
Pronto, el sonido regresó a él. Apenas un gemido.
-        La puta madre – dijo, incorporándose.
Se volvió para mirar hacia el fondo de la casa, buscando el origen del ruido: a veces, alguno de los hijos de la mujer que vivía en la isla y que se encargaba de la casa durante sus ausencias, se perdía y aparecía sucio, asustado y lloroso en Don Segundo, y él debía calmarlo y devolverlo a su casa sin nombre. Pero en el parque no había nadie y tampoco en el fondo, ni en la casa contigua que seguía ofreciendo su alquiler.
El sonido comenzó a apagarse, pero no la curiosidad de Balestra, que se acercó al borde del muelle. En medio del río, un tacho plástico de pintura flotaba en las aguas mansas, que ahora subían de izquierda a derecha. Lentamente, el tacho fue acercándose al muelle.  El lamento ganó volumen, y Balestra, desesperación.
Sin darse cuenta, comenzó a bajar los escalones, y sólo reparó en sus movimientos cuando el agua le bañó las piernas, brindándole un alivio para tanto sol y calor. Se estiró lo más que pudo, pero tampoco logró alcanzar el tacho. Subió las escaleras y retiró uno de los remos del kayak que llevaba años abandonado en el amarradero de su muelle, junto a la lancha celeste que no necesitaba esfuerzos humanos para trasladarlo de un lado a otro de Tigre.
Volvió a bajar las escaleras. Extendió el remo y estiró el brazo hasta alcanzar el tacho de pintura para acercarlo. Cuando al fin lo tuvo frente a él, retiró la tapa con delicadeza, como si estuviera por vivir una escena bíblica. Pero no encontró a Moisés, tan sólo un pequeño cachorro negro y blanco. Al verlo, el perro se paró en sus patas traseras y alcanzó el aborde del tacho para lamer la mano de Balestra, que la retiró con fastidio.
-        Moisés, seguí tu camino hasta la pirámide – dijo Balestra, cerrando el tacho y empujándolo con el remo otra vez hacia el centro del río.
Con parsimonia, las aguas comenzaron a alejar el tacho con su lamento canino. Lo observó durante unos segundos, y al fin regresó a la reposera. “Lo que me faltaba”, se dijo Balestra, cerrando los ojos. En ese momento pasó una lancha, y además de romper el silencio que ya se había roto con el llano del perro, pasó tan cerca del tacho de pintura que Balestra suspiró.
Había hecho un montón de cosas que podían llenarlo de remordimientos: desde extorsionar a políticos y millonarios, participar en un pelotón de fusilamiento, permitir que su hija se marchara a España, hasta portarse como un verdadero estúpido con Débora… Y sin embargo nada de eso le remordía tanto la conciencia como la imagen de aquel tacho de pintura que ahora se alejaba por el medio del río, tambaleante, esperando el golpe de gracia de una lancha asesina. “Estás viejo, Balestra”, se dijo Balestra, aceptando la derrota.
Apurado, se lanzó al agua y nadó hasta alcanzar el tacho. Con cuidado, lo sujetó de la manija y lo fue arrastrando hacia el muelle. Subió las escaleras, y sólo entonces pudo sentir el verdadero peso de aquel perro condenado a muerte. Caminó hasta el jardín. Al pasar junto a Obdulio, el enano de jardín, Balestra dijo:
-        Vos cállate y no digas nada.
Después, apoyó el tacho sobre el pasto y le quitó la tapa. Dentro, el cachorro pataleaba entre sus propias heces. Tenía el hocico largo, como la cola y las patas, y el cuerpo flaco como el de un perro flaco. Lo miró durante unos segundos, y al fin lo tomó con cuidado, lo sacó del tacho y lo apoyó en el piso. El cachorro fue directamente hacia las piernas que Balestra intentaba quitar, no fuera cosa que lo lamiera o buscara su afecto.
Pero el perro siguió de largo sin detenerse, buscando el reparo de la sombra que el limonero proyectaba sobre el parque. Completamente agotado por su travesía fluvial, se sentó, se lamió las patas, bufó, se tendió de lado y se quedó dormido. Balestra sonrió: hasta el perro sabía que era mejor dormir a la sombra que padecer el sol que estaba hirviendo las aguas del río. Sin hacer ruido, fue hacia la casa y se sirvió otro Cinzano con hielo. Buscó un pote pequeño, lo llenó de agua mineral, y regresó a muelle para buscar la reposera.
Luego la colocó a la sombra, dejó el pote con agua junto al perro y se sentó. Encendió un cigarrillo, y volvió a suspirar. Con el primer trago se sintió un hombre mejor: había extorsionado, matado, perseguido, abandonado y engañado gente, sí, pero también había salvado a un perro.

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