Tenía calor.
Podía sentir el ardor en la frente y las mejillas, y el sudor cayéndole por el
pecho y humedeciéndole la camisa. Nunca había soportado el sol, pero ahora,
sentado en el muelle, estaba demasiado cansado como para remediarlo: lo agotaba
la sola idea de levantar la reposera y cargarla hasta la sombra, bajo un árbol.
¿Y si le agarraba un infarto, un ataque de presión, un bajón de calor?
Demasiados riesgos para aquel mediodía de marzo.
Con los ojos
cerrados, Balestra tanteó el aire hasta dar con el borde del vaso. Lo alzó y lo
sacudió, pero no pudo disfrutar del tintineo de los hielos. El Cinzano ya
estaba tibio. Lo tomó igual, tragándolo sin saborearlo, tan solo para aplacar
la sed. Había pasado toda la mañana subido a una escalera, corrigiendo con
alambres el crecimiento azaroso de la boungabilla que se alzaba junto a la
parrilla, y después se había dedicado a desenterrar la última camada de
jazmines secos que quemaría esa misma noche. Una pira funeraria para celebrar otro
fracaso botánico y, aunque sea, saborear el perfume de esas ramas secas que
nunca, nunca le daría flores blancas con aroma a jazmines.
El silencio de
aquel martes se expandía por la isla, como si ese último calor del verano
hubiera asesinado a cada turista, a cada isleño. Apenas si se oía el trino de
los pájaros escondidos en los árboles. Pocas cosas lo serenaban tanto como
aquel silencio y el río marrón, hundiéndose en las orillas sin movimientos
forzados por el paso de las lanchas que ese día no pasaban, tan solo impulsado
por la brisa ardiente que resecaba y doraba los pastos de aquel lugar siempre
verde.
Apoyó el vaso
con cuidado para no romper el hechizo. Pero entonces, en aquel ambiente vacío
de sonidos, de pronto creyó oír un lamento agudo, inestable, casi un llanto
humano. Y Balestra abrió los ojos.
Cegado por el
resplandor, entornó los párpados para buscar al maldito niño que debía estar
llorando en la orilla de enfrente. Pero estaba desierta. Miró hacia sus
costados: nadie. “Algunos ven fantasmas, vos escuchás lamentos”, se dijo
Balestra. Y volvió a cerrar los ojos.
Pronto, el sonido
regresó a él. Apenas un gemido.
-
La puta madre – dijo,
incorporándose.
Se volvió para
mirar hacia el fondo de la casa, buscando el origen del ruido: a veces, alguno
de los hijos de la mujer que vivía en la isla y que se encargaba de la casa
durante sus ausencias, se perdía y aparecía sucio, asustado y lloroso en Don
Segundo, y él debía calmarlo y devolverlo a su casa sin nombre. Pero en el parque
no había nadie y tampoco en el fondo, ni en la casa contigua que seguía
ofreciendo su alquiler.
El sonido
comenzó a apagarse, pero no la curiosidad de Balestra, que se acercó al borde
del muelle. En medio del río, un tacho plástico de pintura flotaba en las aguas
mansas, que ahora subían de izquierda a derecha. Lentamente, el tacho fue
acercándose al muelle. El lamento ganó
volumen, y Balestra, desesperación.
Sin darse
cuenta, comenzó a bajar los escalones, y sólo reparó en sus movimientos cuando
el agua le bañó las piernas, brindándole un alivio para tanto sol y calor. Se
estiró lo más que pudo, pero tampoco logró alcanzar el tacho. Subió las
escaleras y retiró uno de los remos del kayak que llevaba años abandonado en el
amarradero de su muelle, junto a la lancha celeste que no necesitaba esfuerzos
humanos para trasladarlo de un lado a otro de Tigre.
Volvió a bajar
las escaleras. Extendió el remo y estiró el brazo hasta alcanzar el tacho de
pintura para acercarlo. Cuando al fin lo tuvo frente a él, retiró la tapa con
delicadeza, como si estuviera por vivir una escena bíblica. Pero no encontró a
Moisés, tan sólo un pequeño cachorro negro y blanco. Al verlo, el perro se paró
en sus patas traseras y alcanzó el aborde del tacho para lamer la mano de
Balestra, que la retiró con fastidio.
-
Moisés, seguí tu camino hasta
la pirámide – dijo Balestra, cerrando el tacho y empujándolo con el remo otra
vez hacia el centro del río.
Con parsimonia,
las aguas comenzaron a alejar el tacho con su lamento canino. Lo observó
durante unos segundos, y al fin regresó a la reposera. “Lo que me faltaba”, se
dijo Balestra, cerrando los ojos. En ese momento pasó una lancha, y además de
romper el silencio que ya se había roto con el llano del perro, pasó tan cerca
del tacho de pintura que Balestra suspiró.
Había hecho un
montón de cosas que podían llenarlo de remordimientos: desde extorsionar a
políticos y millonarios, participar en un pelotón de fusilamiento, permitir que
su hija se marchara a España, hasta portarse como un verdadero estúpido con Débora…
Y sin embargo nada de eso le remordía tanto la conciencia como la imagen de
aquel tacho de pintura que ahora se alejaba por el medio del río, tambaleante,
esperando el golpe de gracia de una lancha asesina. “Estás viejo, Balestra”, se
dijo Balestra, aceptando la derrota.
Apurado, se
lanzó al agua y nadó hasta alcanzar el tacho. Con cuidado, lo sujetó de la
manija y lo fue arrastrando hacia el muelle. Subió las escaleras, y sólo
entonces pudo sentir el verdadero peso de aquel perro condenado a muerte.
Caminó hasta el jardín. Al pasar junto a Obdulio, el enano de jardín, Balestra dijo:
-
Vos cállate y no digas nada.
Después, apoyó
el tacho sobre el pasto y le quitó la tapa. Dentro, el cachorro pataleaba entre
sus propias heces. Tenía el hocico largo, como la cola y las patas, y el cuerpo
flaco como el de un perro flaco. Lo miró durante unos segundos, y al fin lo
tomó con cuidado, lo sacó del tacho y lo apoyó en el piso. El cachorro fue
directamente hacia las piernas que Balestra intentaba quitar, no fuera cosa que
lo lamiera o buscara su afecto.
Pero el perro
siguió de largo sin detenerse, buscando el reparo de la sombra que el limonero
proyectaba sobre el parque. Completamente agotado por su travesía fluvial, se
sentó, se lamió las patas, bufó, se tendió de lado y se quedó dormido. Balestra
sonrió: hasta el perro sabía que era mejor dormir a la sombra que padecer el
sol que estaba hirviendo las aguas del río. Sin hacer ruido, fue hacia la casa
y se sirvió otro Cinzano con hielo. Buscó un pote pequeño, lo llenó de agua
mineral, y regresó a muelle para buscar la reposera.
Luego la colocó
a la sombra, dejó el pote con agua junto al perro y se sentó. Encendió un
cigarrillo, y volvió a suspirar. Con el primer trago se sintió un hombre mejor:
había extorsionado, matado, perseguido, abandonado y engañado gente, sí, pero también
había salvado a un perro.
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