En 1944, cuando el gobierno de ocupación nazi decidió
aniquilar el ghetto de Lodz en Polonia, Hanka Dziubas pensaba que lo peor ya
había pasado. La guerra la había sorprendido con nueve años, y en el transcurso
de los últimos cinco lo había perdido todo: su casa, la escuela, a dos de sus
hermanos, y lo más importante que tenía en su vida, su padre. Los nazis lo
habían asesinado delante de sus ojos en una de
esas selecciones que realizaban continuamente para ir vaciando ese
ghetto que para 1944 albergaba a los pocos que habían logrado sobrevivir al
hambre, al frío, a las enfermedades, a las selecciones, al horror y a las
vejaciones a las que los nazis los sometían por el solo hecho de ser
judíos.
Por eso, cuando llegó la orden de abandonar las casas del
ghetto, Hanka, junto a sus hermanas Hela y Raquel, pensaron que lo peor ya
había pasado. Nada podía ser peor que lo que habían visto, oído y sufrido en
esos últimos años.
Las sobrevivientes del ghetto, en su mayoría mujeres
jóvenes, salieron a la calle y obedecieron las órdenes de los nazis y sus
fusiles. Arrastrando los pies por el cansancio y la debilidad de sus cuerpos,
caminaron a la estación de trenes de Lodz y fueron obligadas a subir a unos
vagones cubiertos por los restos del carbón que habían transportado hasta
entonces. El lugar era pequeño, pero eso le importaba poco y nada a los
alemanes: así, Hanka se vio en medio de la oscuridad, rodeada, aplastada por un
mar de cuerpos que lloraban, gemían y trataban de respirar el aire cargado por
las partículas de carbón que las asfixiaba.
Las preguntas sin respuesta se mezclaban con los sollozos:
¿dónde nos llevan? ¿nos van a matar? ¿nos llevan a un campo de trabajo?
Viajaron durante toda la noche. A la mañana siguiente el
tren se detuvo y desde fuera les llegó la orden de bajar. Les costaba moverse
luego de haber pasado toda la noche de pie. Pero obedecieron: los años de
encierro les habían quitado todo tipo de resistencia.
“Como
las demás, ella también abrió los ojos de par en par para ver las rejas que
rodeaban un predio donde se elevaban precarios barracones. Más allá, una enorme
chimenea se alzaba hacia el cielo diáfano, soltando una columna de humo
blanquecino. Mientras evitaba los empujones de las alemanas, Hanka siguió con
la mirada las rejas hasta que descubrió un cuerpo quemado y aún humeante sujeto
a los alambrados electrificados.
−
Eso es lo que le pasa a los
que quieren escaparse – dijo una de las alemanas en polaco, para que todas
entendieran.”
Rodeadas por fusiles que les apuntaban a la cabeza, el grupo
avanzó por un camino de tierra hasta atravesar el portón por el cual se
ingresaba a aquel enorme campo. “El
trabajo los hará libre”, anunciaba un cartel de hierro forjado. Todo era
gris: la nieve fina y seca que flotaba en el aire, los barracones de madera
vieja, el suelo vacío de cualquier verdor, de cualquier signo de vida. Un paño
áspero sin tonos ni matices.
Oficiales nazis esperaban sentados frente a unas mesas con
cuadernos de largas hojas donde iban inscribiendo el nombre y el lugar de
origen de cada una de las recién llegadas.
“Lentamente,
caminó hasta la mesa, dijo su nombre. El hombre la contempló con una media
sonrisa, y dijo un largo número del cual ella sólo puedo retener las últimas
tres cifras: 753. Ya no era Hanka Dziubas. Hasta eso le habían quitado. Ahora
era 753, apenas un número en aquel engranaje de odio y destrucción. Pensaba en
ese número cuando dos alemanas comenzaron a quitarle la ropa. Su primera
reacción fue resistirse, pero al recibir el primer golpe no pudo hacer otra
cosa más que obedecer. Pronto, la vergüenza superó al miedo. Mientras la
desvestían, ella intentaba cubrirse sus partes íntimas con las manos para que
el oficial de las SS no viera su desnudez.
Las
obligaron a caminar hasta otro lugar donde tuvieron que formar una fila frente
a una alemana corpulenta que sostenía una máquina extraña que Hanka nunca había
visto.
−
¿Qué nos van a hacer? –
preguntó en voz baja.
Pronto
tuvo su respuesta. La alemana sujetó la cabeza de la primera mujer de la fila y
comenzó a cortarle el cabello hasta dejarle la cabeza completamente rasurada.
Llegó su turno, y debió caminar sobre una alfombra de cabellos mutilados. Se
dejó tomar la cabeza con violencia, y poco a poco vio cómo aquellas trenzas que
su padre acariciaba iban cayendo al suelo, como el traje de aquella niña que
Hanka ya no volvería a ser.
Más
tarde, agotada, se acostó junto a sus hermanas en el suelo de uno de los
barracones delimitados por cercos electrificados. En el aire creyó sentir el
dulce perfume de la carne asada. Sintió hambre, se le llenó la boca de saliva y
su vientre emitió un quejido. Llorando, buscó la mano de Hela y se aferró a
ella con todas sus fuerzas, como si ese mínimo contacto bastara para quitarle
el miedo. Habían llegado al infierno de Auschwitz.”
Pronto, Hanka comprendió que lo peor no había pasado, sino
que acababa de comenzar. Los días en Auschwitz eran todos iguales. Tratar de
dormir por la noche sin pensar en el hambre. Salir del barracón al amanecer.
Permanecer de pie bajo el sol o la nieve, sin moverse, sin hablar. Si alguna
caía rendida por el hambre o el cansancio, la azotaban hasta que volviera a
pararse o se la llevaban para nunca más volver.
El poco alimento que recibían constaba de una sopa
aguachenta que los alemanes espesaban con aserrín, y un mendrugo de pan seco
que no bastaba para acallar el sonido del hambre que crecía con ese olor a carne asada que
recorría el campo. A veces, Hanka miraba el cielo buscando una respuesta de
Dios, algo que valiera la pena para seguir soportando aquello. A su alrededor,
algunas mujeres perdían las ganas de sobrevivir. Dejaban de comer, se consumían
en vida hasta que morían en el suelo, o corrían hacia los alambrados para
buscar el alivio de una descarga eléctrica mortal.
De fondo, aquella chimenea infernal continuaba vomitando
humo noche y día. Era 1944. Hanka tenía 14 años. Los alemanes comenzaban a
perder la guerra y se veían obligados a ocultar las pruebas del horror que
habían sembrado en el mundo.
Así, poco a poco los barracones que estaban junto al de
Hanka comenzaron a vaciarse para recibir nuevas prisioneras venidas de
distintos lugares de Europa. Pero, ¿dónde llevaban a las prisioneras que desaparecían?
Un día, una mujer le dijo a Hanka que las prisioneras eran conducidas a los
hornos. “¿No sentís el olor a carne asada? ¿No ves la chimenea? ¿No ves cómo
las cenizas flotan en el aire?” Cuando Hanka se lo contó a sus hermanas, ellas
se negaron a aceptarlo. No podía ser cierto. No podía estar pasando eso.
Seguramente las llevaban a otros campos, o a trabajar como esclavas en las
fábricas de Alemania.
Al fin, una noche Hanka y todas las mujeres del Boque 5
fueron obligadas a salir del barracón. Afuera se encontraron con un grupo de
mujeres recién llegadas, que pronto ocuparon su lugar. Hanka y las demás
supieron que era el final. Las desnudaron y las obligaron a adentrarse en el
campo.
“Ya ni siquiera tenían vergüenza.
Desnuda, ella volvió a caminar. Cruzaron otros patios, rodearon más barracones
y al fin alcanzaron una enorme explanada donde había cientos, miles de personas
desnudas formadas en una larga fila que acababa a los pies de aquella chimenea
que no dejaba de vomitar humo blanco. Desde su lugar en la fila, podía oír
hablar en rumano, ruso, húngaro, francés, polaco, idish… miles de lenguas que
se dirigían a aquella torre de Babel que ardía incansablemente.
Había dejado de nevar, pero en el
viento flotaba un polvo fino, seco, que se trasladaba en el aire con
parsimonia, cayendo sobre las cabezas rapadas, sobre los cuerpos desnudos y los
rostros surcados de lágrimas de cada uno de los prisioneros. Ahora que sabía la
verdad, por más hambre que tuviera, el olor a carne asada le resultaba
espantoso.
Hanka cerró los ojos para refugiarse
en ese telón blanco que era su mente, su refugio, y comenzó a rezar con apuro,
buscando las palabras más adecuadas, sin saber qué decir, sin saber cómo evocar
a su Dios. ¿Era su Dios? ¿Existía algún Dios ahí, en ese campo de muerte?
La noche avanzaba más rápido que la
fila. A su alrededor, sollozos, gritos, plegarias. Y sobre ella esa fina nieve
de cenizas que iba cubriendo sus cuerpos, la explanada y todo lo que había
allí. De a ratos, los alemanes se sacudían las ropas con las manos, asqueados o
molestos. Hanka no podía saberlo. No eran seres humanos. No podían ser como
ella. Esa era la única coartada que le permitía resistir a la locura. Era
preferible pensar que eran demonios, fantasmas, cualquier cosa ajena a la humanidad.
¿Dónde estaban los rusos? ¿Cuándo
llegarían los Aliados? ¿Por qué nadie bombardeaba esas vías, esa chimenea
infernal? Completamente vencida, Hanka comenzó a repasar los pocos años que
había vivido. ¿Eran trece o catorce? No importaba. Ya no importaba nada.”
Terminó la noche y llegó el día. La fila se mantenía quieta,
inmóvil, y cada vez eran más las personas que bajaban de los vagones y eran
conducidas directamente a los hornos. Eran tantos que de haber decidido atacar
a los alemanes los hubieran vencido sin oposición. Pero ni siquiera tenían
fuerza para pensarlo. Los años de torturas y encierro les habían quitado la fe,
el valor, la razón.
Hanka y sus hermanas permanecieron bajo la nieve y las
cenizas durante un día y medio. Cuando volvió a caer la noche lo único que
deseaba Hanka era que todo aquello terminara pronto.
Para entonces sus hermanas también habían aceptado que las
esperaba la muerte. Estaban aterrorizadas. Una delante, la otra detrás, y
Hanka, la más pequeña, en medio. Por unos segundos, las tres se tomaron de las
manos. Al menos habían logrado permanecer juntas.
“Y entonces pudieron oírlo. De
inmediato, un rumor de voces se alzó entre las mujeres del Bloque 5. Aturdidas
por el hambre y el cansancio, Raquel y Hela no entendían qué pasaba.
−
¿Qué dicen los
altoparlantes?
−
Que el Bloque 5 debe
presentarse en los barracones. Que nos mandan a otro sitio a trabajar – dijo
Hanka, asombrada porque Dios había escuchado sus ruegos.
−
¿Estás loca? – preguntó
Hela, llorando.
Junto al grupo de mujeres del Bloque
5 se presentó un alemán que llevaba un papel en la mano.
−
Bloque 5, síganme – dijo
el alemán, y no hizo falta que lo repitiera.
Hanka, Raquel y Hela se lanzaron
detrás de él, sin importarles estar desnudas delante de un hombre, sin importarles
nada más que alejarse de aquellos hornos donde estaban quemando a los judíos.
Alcanzaron un barracón, donde
volvieron a revisarlas para elegir solo a aquellas que estaban en buenas
condiciones físicas. Allí mismo, a las cincuenta mujeres elegidas, les
entregaron ropa sucia y les anunciaron:
−
A los transportes.
Caminaron detrás del alemán que las
había rescatado sin perderlo de vista. Lo seguían a apenas un palmo de
distancia. Llegaron a un patio adoquinado donde había dos camiones militares
con la parte trasera cubierta por una lona de color verde.
−
Arriba, judías – ordenó
el alemán.
No perdieron tiempo. Con una
agilidad renovada por el excitación de esa repentina huida, Hanka y las demás
treparon al camión y se ubicaron en la caja, muy juntas bajo la lona que les
impedía ver el cielo y las estrellas, pero también aquella nieve seca que ellas
mismas habrían podido ser.
Mientras el camión arrancaba, Hanka
miró a sus hermanas. Las tres lloraban.”
El mismo día en que se salvó de los hornos de Auschwitz, un
lugar que con los años se convertiría en un ícono del antisemitismo, la
xenofobia y la barbarie, Hanka hizo una promesa. Si lograba sobrevivir, le
contaría al mundo entero lo que había vivido durante esos años. Su voz sería la
voz de aquellos millones de hombres, mujeres y niños asesinados por los nazis.
Su testimonio, la prueba de lo que había ocurrido.
Cuando la conocí en 2016, Hanka ya no era una niña. Era una
anciana llena de vida que lo recordaba todo con una exactitud escalofriante y
pedía que yo escribiera lo que ella había visto con sus propios ojos, sin
agregar nada, porque el infierno es imposible de adjetivar. Daba charlas en escuelas
con una fuerza incansable para explicarles a las y los jóvenes que el
antisemitismo y la xenofobia se basan en la ignorancia, y lo aberrante que es
atacar al otro por el sólo hecho de que sea distinto. “Todos somos iguales”,
repetía Hanka.
Para entonces yo había tenido la suerte de poder escribir
dos novelas basadas en el testimonio de otras dos sobrevivientes: Mira
Ostromogliska de Erlich, protagonista de “El ghetto de las ocho puertas” y
Nusia Stier de Gotlib, protagonista de “La niña y su doble”. Y sin embargo, la
historia de Hanka mostraba una particularidad y una dimensión distintas de un
mismo dolor.
Durante un año tuve el privilegio de acompañarla en busca de
los recuerdos de aquella niña que fue HANKA 753. Con frecuencia, guardaba
silencio y con los ojos llenos de lágrimas, me preguntaba y se preguntaba a
ella misma: “¿Cómo es posible que un ser humano le haga eso a otro?” Después de
tantos años, seguía sin encontrar una respuesta.
Quizá por eso insistía tanto en que debíamos registrar su
experiencia en un libro. “Para todos sepan lo que pasó, porque esto no puede
volver a repetirse nunca más”. Como el de Mira y Nusia y el cada uno de los
sobrevivientes, el testimonio de Hanka es el mejor legado de las víctimas, la
esperanza de las nuevas generaciones y la derrota definitiva del nazismo.
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