Entrada triunfal de Juana de Arco en Orleans, de Jean-Jacques Scherrer, Musée des Beaux-Arts d'Orléans (1887) |
Acostada en medio de
los pastizales que rodeaban la casa, Juana contemplaba el cielo tormentoso de
aquella mañana de invierno. Le gustaba descubrir formas uniendo con su
imaginación los cúmulos de las nubes grises que venían desde el norte y se
cernían sobre las tierras de su padre, sobre la casa y sobre todo Domrémy. El
viento anunciaba lluvia con un olor que parecía asustar a los hombres que
trabajaban las tierras, y que ahora alzaban sus cuerpos de entre los cultivos
donde habían permanecido arrodillados desde el amanecer. El rumor de pasos
apresurados retumbaba en el suelo, y el murmullo del trajín de los hombres que
se alejaban cargando herramientas parecía tan espeso como el aire húmedo que
envolvía su cuerpo y el caserío.
Con los ojos cerrados,
Juana dejaba que aquel aire entrara por su cuerpo buscando mantener la calma. Entonces
comenzó a soplar un fuerte viento. Sobre ella, los pájaros asustados alzaron su
vuelo soltando graznidos de terror ante la inminencia del temporal.
Pronto, un trueno
rompió la quietud, y los jornaleros apuraron su partida. El temor a la caída de
un rayo alteraba incluso a los viejos caballos que arrastraban los arados, y a
los cerdos y las aves encerrados en los corrales de la finca. Juana abrió los
ojos para descubrir que las nubes negras ya estaban sobre ella, formando un
paño oscuro, pesado, que amenazaba con derrumbarse sobre ella.
El segundo trueno
retumbó en el aire, haciendo vibrar el pecho de Juana, que se estremeció por el
miedo. Pero debía confiar en Dios. ¿Cómo podría salvar a Francia si su cuerpo
se estremecía por el simple sonido de un rayo?
Quizá ella hubiera
confundido el mensaje de las voces. ¿Cómo podía ser que la suerte del reino
estuviera en manos de una jovencita de trece años como ella? Quizá el sacerdote
tuviera razón: a veces, la Providencia se manifestaba de maneras extrañas,
imposibles de comprender, y menos para una mujer. “Juana, si tú eres la
salvación, ha de ser que la salvación está en tu vientre, como le ocurrió a la
Virgen María, madre del Salvador de los Hombres”. Por eso, tanto el sacerdote
como su madre le habían aconsejado que sólo podría cumplir el pedido divino casándose,
teniendo un buen matrimonio y sobreviviendo a cada uno de los partos.
Juana apretó los
dientes con tanta fuerza que un hilillo de sangre humedeció sus labios. No.
Ella no podía ser apenas el vientre en el que surgiría el glorioso redentor de
Francia. Debía ser ella quien empuñase la espada y librara Orleáns del yugo
inglés. Dios se lo había pedido por intermedio de las voces, y ella no estaba
dispuesta a rechazar su misión por más mujer que fuera. Por más que no supiera
leer, por más que su padre le impidiera aprender a montar. Ella sería el
castigo de los ingleses y convertiría al Delfín en Carlos, Rey de Francia.
El tercer trueno fue
tan atronador que pareció abrir la tierra. Pero Juana no se movió. Con los ojos
abiertos, decidió enfrentar la tormenta, que ya dejaba caer sus primeras
cortinas de lluvia. Soportó el sonido del cuarto y el quinto trueno sin
siquiera mover los párpados. Con una mano, blandía una espada imaginaria y
desafiaba a esos ingleses que ella aún no había podido conocer pero que, lo
sabía, tendría que enfrentar en el campo de batalla.
Desde lejos le llegaban
los gritos de su madre, que la estaba buscando por el campo.
Aunque hubiera
preferido permanecer allí, recibiendo la tormenta entre los pastos con la misma
serenidad que las espigas de trigo que se perdían en el horizonte, Juana se
incorporó. No quería asustar a su madre. Y además debía ayudarla a con la
comida.
Al verla, su madre
comenzó a hacerle señas para que corriera hacia la casa. Dentro de la casa, su
abuela controlaba el fogón con la olla donde se cocían las verduras y la carne
de cerdo. La anciana se quejó de aquella tormenta, de aquel cielo negro que le
recordaba la peste que había asolado Francia en tiempos de su propia abuela,
una peste asesina que había matado a millones de personas, mucho más peligrosa
que esa otra peste que eran los ingleses.
En 1425 Francia aún
buscaba recuperarse de la peste bubónica, llamada peste negra por la
decoloración que infligía en los enfermos, que había asolado a la Europa del
siglo XIV. La enfermedad, transmitida por las pulgas de los roedores y
potenciada por el hacinamiento, la falta de de higiene y las malas condiciones
generales en que vivía la mayoría de los europeos, salvo las familias nobles,
se había extendido por el continente aniquilado a un tercio de la población
europea. En aquel mundo signado por la religión católica, la peste se había
explicado como un castigo de Dios. Para los franceses, la llegada de la peste
negra coincidió con la invasión de inglesa y la pérdida por parte de la corona
de Francia de varios de sus ducados más importantes en el norte del país.
En esa tierra desolada
e invadida había nacido Juana, en 1412. América no había sida descubierta por
los europeos, los hombres creían que la Tierra giraba alrededor del Sol, la
expectativa de vida de una persona no superaba los 30 años y el lugar de la
mujer, tanto entre los pobres campesinos como entre la opulencia de la nobleza,
era tan pequeño y destratado que Juana, ejemplo de su tiempo, ni siquiera había
podido aprender a leer. Debía crecer para convertirse en esposa, para obedecer
a su marido y darle la mayor cantidad de hijos que pudieran trabajar el campo.
Y sin embargo, al
acercarse al fogón y contemplar las llamas, supo que su destino era otro. Debía
liberar Orléans, a fuego, sangre y espada. Por Dios, por Francia. Pero sobre
todo, por ella misma: Juana de Arco.
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